jueves, 30 de abril de 2009

En torno a "la cuestión Cabrera"

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- Veamos lo que dejó dicho ( Desgraciadamente ) el que fuera glorioso general del legitimismo español, ante la III Guerra Carlista:



Manifiesto de D. Ramón Cabrera al Partido Carlista


Debo y deseo explicar a mi partido el acto voluntario, espontáneo y patriótico que acabo de verificar reconociendo por Rey de España a D. Alfonso XII. Poniendo como soldado la lealtad ante todo. Voy a hacerlo con entera franqueza...

Consideraría que insultaba a mis fieles amigos, a mis compañeros, a mis hermanos y creería insultarme a mí propio si protestase de la pureza de mis intenciones y de la nobleza de mis sentimientos.

Dios, Patria y Rey, dice nuestra bandera; Dios primero, después la Patria y por último el Rey.

Olvidar a Dios y destruir la patria por un rey es hacer pedazos nuestra bandera. No lo haré esto yo; ni como católico ni como español puedo hacerlo, porque la religión y la patria reclaman imperiosamente la paz, y la Providencia en sus altos designios lo exige... Sobre el deber de una consecuencia estéril está el deber de una abnegación fecunda.


Cumplo este deber con profunda convicción, y al aceptar un hecho consumado, al reconocer a D. Alfonso por Rey, pongo en sus manos para que la guarde y honre la bandera que he defendido siempre y que lleva escritos los sagrados principios de nuestra causa.

No escribiré aquí el capítulo de las faltas cometidas; no opondré a los insultos, a las calumnias, a las indignidades de que he sido objeto, amargas críticas o razonadas acusaciones. En todo lo que pasa veo una gran desgràcia, y mi corazón es muy noble para no respetar el infortunio de mi partido. Las mismas causas que en 1839 y en 1848 frustraron nuestros esfuerzos han vuelto a aparecer en 1875. ¿Debemos sostener constantemente esa lucha sorda y alimentar ese germen de discordia que condena a nuestra patria a un eterno martirio? ¿Debemos predicar la caridad sobre cadáveres? ¿Debemos edificar nuestros principios sobre las ruinas de un pueblo? Nuestra causa ha contado siempre con heroicos soldados, con sublimes mártires y ha dado ejemplo de admirables sacrificios ¿por qué pues no hemos triunfado?

Permitidme guardar respetuoso silencio sobre esto. Os aseguro bajo mi palabra de caballero y de soldado queconozco las causas de ese mal éxito; y por lo mismo que las conozco y que amo a mi patria, doy este paso con ánimo de salvar los principios que siempre he defendido, que quiero continuar defendiendo y que espero me ayudareis a defender en un terreno noble, generoso, y fecundo, donde estaré a vuestro lado y donde moriré, si Dios escucha mis ruegos, después de haber conseguido que os admiren hasta nuestros enemigos.

Para saber lo que valéis es preciso haber vivido entre vosotros, conocer vuestras necesidades y vuestras aspiraciones; en una palabra saber que lo que vosotros defendéis son los principios fundamentales de una sociedad honrada. Así, pues, quiero dedicar el resto de mi vida a inducir con toda la energía de mi alma al soberano, a quien deseo confiar la defensa de nuestra causa, a satisfacer nuestras aspiraciones legítimaspara que los gobiernos se ocupen más en la administración y menos en la política, piensen más en los pueblos del campo y menos en las ciudades, y tengan en cuenta nuestros sentimientos, nuestra educación y nuestro bienestar. Vosotros podéis ayudarme en esta empresa que será la última de mi vida, robusteciendo el principio de autoridad y obligando con vuestra decisión y vuestro ejemplo al gobierno a hacer justicia a todos.

Si yo creyese que podéis alcanzar el triunfo por el camino que seguís, mi sangre regaría ese camino. Yo he nacido para vosotros y con vosotros he vivido ¡Qué gloria para mí mayor que la de morir por vosotros!

He estado siempre dispuesto a marchar a vuestro lado y a ser vuestro en todo y por todo; pero se han desechado mis consejos y mi persona. Lejos de vosotros en este retiro, os he seguido paso a paso, he visto vuestros sacrificios y mi corazón estaba en medio de vosotros. Al respetar la voluntad de Dios, deploraba la ceguedad que hacia fracasar vuestros esfuerzos. Hubiera deseado que la Providencia os favoreciera. En cuanto a mí, siempre he cumplido mi deber, indicando los peligros y dando los consejos que hacían para mí una obligación mi edad y mi historia.

La sangre generosa de nuestros soldados se gasta en combates gloriosos pero estériles. El país que conoce su valor y su habilidad, espera, pero en vano una noticia cualquiera referente a la política de los hombres que los dirigen. Tenemos ante nosotros a la Europa liberal, y nada se ha hecho hasta ahora para asociar a nuestra causa los elementos asimilables que contiene; somos católicos y hemos obtenido, sin que quepa la menor duda, la bendición de la Cabeza visible de la Iglesia.

En esta situación la guerra podría prolongarse muchísimos años, pero en fin, aun cuando nuestro triunfo estuviese asegurado, no izaríamos nuestra bandera sino sobre un montón de ruinas. Es una verdad dolorosa; pero es una verdad.

Don Alfonso, colocado en el trono por circunstancias providenciales y que por razón de su edad no es responsable de funestos errores, ha expresado un deseo que forma su grandeza; la paz. Los hombres de su partido le han secundado. Unos y otros, llenos de admiración por vuestras virtudes y haciendo justicia a vuestra lealtad, han creído que era hora de poner término a la lucha, dando prueba de una gran abnegación y de un gran espíritu de justicia. Se me ha enterado de estos nobles proyectos; y yo que podía dejar en el abandono a los que me habían abandonado, he querido hacer un gran sacrificio y dar el ejemplo a todos.

Después de haberme oído, el partido carlista tendrá, según creo, la cordura y la justa apreciación necesarias para formar de mi conducta un juicio equitativo; pues si hasta ahora he llevado la abnegación hasta el punto de sobrellevar en silencio los ataques y las calumnias, deberes más imperiosos que los de la prudencia me obligarían a revelaciones que, en honor de la historia, vale más sepultarlas en un olvido generoso. Apelo a vuestra razón y a vuestros sentimientos, exponiéndoos lealmente mi resolución. Si la imitáis, haréis una gran cosa, pues obedeceréis a la voz del patriotismo que pone la paz por encima de todo. En otro caso, nuestra bandera será destrozada; vosotros os quedaréis con el Rey; yo me pondré al lado de Dios y de la patria. 

Ramón Cabrera. (Liberté) Diario de Barcelona, Marzo de 1875 - pág. 2990 







Manifiesto de D. Ramón Cabrera a la Nación

Españoles: En nombre de Dios que manda que no se desprecien los consejos de la prudencia, tened un momento, un solo momento de serenidad, y escuchadme.

Yo soy quien cuarenta años ha mandaba en Aragón y en Cataluña las tropas que defendían la tradición, y más adelante las dirigía en una campaña contra el poder constituido; yo soy aquel que arrancado de las aulas de las Universidades por el torbellino de la guerra, llegué a hacerme amar y temer como general, y no recuerdo por vanagloria lo que fui, sino simplemente para deciros sincera y verdaderamente que soy aquel mismo hombre, y que aspiro a servir a mi patria con el mismo ardor y con la misma fe que me animaba cuando caía herido en el campo de batalla, o cuando apoyado en los hombros de mis soldados, tenia que dictar órdenes en el fuego de la acción y a pesar de la fiebre que me devoraba.

Si; yo soy el que vine, merced a Dios y a mi desgracia, para personificar en su más alto grado de exaltación los efectos particulares de la guerra civil. Españoles, creedme, hablar de esta calamidad me aflige, porque la conozco demasiado y la detesto.

Es indudable que la guerra puede ser justa cuando es justo su fin, y este fin es determinado y seguro. Después de la muerte de Fernando VII el fin de la lucha era popular: queríamos conservar instituciones seculares, usos piadosos y tradiciones queridas; combatíamos porque quitarnos aquel régimen era en cierto modo expulsarnos de la patria católica, española y monárquica, y por eso nuestro pecho servía de escudo al sacerdote que nos instruía y al Rey cristiano que representaba dignamente nuestra causa.

En 1848, aquel mundo que había desaparecido de la realidad vivía aun en la memoria, y por lo tanto el fin de la guerra estaba comprendido en esta sola palabra: restauración. Pero en la actualidad ¿quién puede saber para que serviría la dominación del carlismo? Ante esta falta absoluta de plan y de concierto ¿quién nos dice que aun triunfando, después de una guerra tan desastrosa, no nos encontraríamos con un triunfo mezquino de palabras y con otra guerra indispensable para asegurar el triunfo de las ideas? ¿Quién nos asegura que no se diezma la juventud y se devasta el país para entronizar lo que se combate? Los que no han visto podrán decir: ¿quién lo sabe? Pero nosotros que hemos visto... lo sabemos.

Dados el cambio sobrevenido desde 1833 y la triste realidad de tantos desastres ¿qué medidas o reformas de una realidad apremiante realizaría el carlismo en el poder? Se ha querido llenar el vacío con proclamas y manifiestos que nada determinan, y este vacío es imperdonable, porque si basta al voluntario, inquietado en su fe y herido en su dignidad de español, saber que se bate, importa a la nación saber positivamente porque se hace la guerra, pero saberlo de modo que pueda decir antes del triunfo, antes del tiempo de las ingratitudes: ¡Esto se escribió y selló con la sangre de mis mejores hijos! Los excesos de la revolución produjeron indudablemente en la sociedad española una impresión tan profunda que los hijos de familias pobres y de familias acomodadas, los carlistas de tradición y hasta los que habían sido hasta entonces los enemigos de nuestra bandera, corrieron un día como yo, con el fin de combatir por Dios, por la patria y por el rey, sin pensar en si iban inútilmente al sacrificio. Los aplaudí y los admiro, los reconocí en su abnegación. Eran los mismos o de la misma raza que los que combatieron otro tiempo a mi lado. Que la patria les haga justicia y vea en ellos una gran esperanza. Dios sabe que el afecto que les profeso me da vida y aliento para la empresa que he acometido. Pero si cuarenta años atrás me dejé arrastrar por la corriente del entusiasmo, más adelante me incumbió otro deber y lo cumplí. Deseaba que el príncipe llamado a representar las grandes virtudes del partido, se aprovechase de la experiencia, pero en vez de aprovecharse de ella, el que tenía derecho a la corona de España no ha querido aprender nada.

Antes de combatir hubiera deseado, si era necesario, que conquistase pacíficamente el aprecio y la aprobación de un país que no le conocía, y al mismo tiempo que el partido se reorganizase, y que, definiendo, y formulando sus ideas de una manera práctica, diera una garantía segura de su objeto político y de su sistema de gobierno; pero mis consejos fueron inútiles y mi conducta se ha considerado como un desprecio de la patria.

Para hacerme odioso en España se ha dicho de mí que en la prosperidad había perdido la fe religiosa, por la cual he derramado tantas veces mi sangre y por la cual estoy dispuesto a dar mi vida, y hasta se me ha calumniado llamándome traidor ¡Traidor yo sin ningún mando, sin ninguna relación, sin ningún compromiso con el príncipe especialmente por Ramón Cabrera ! Perdonad esta expresión, pero nadie en España lo creerá, y el que autoriza semejante acusación sabe más que nadie que no es verdad.


Previsiones se han realizado; la ineficacia de tantos esfuerzos, la inutilidad de tantos sacrificios me han dado la razón, pero hasta ahora he debido limitarme a hacer un llamamiento a mis conciudadanos y a deplorar en silencio los males de la patria.

El triunfo de la anarquía no era ocasión oportuna para oponerme a una guerra justificada desde el momento que la revolución ha dado un paso que promete ser duradero, desde el momento que la corona ciñe las sienes de un príncipe que se envanece del más precioso de sus títulos del título de católico, y que ha sabido demostrar que desde su deber y la alta misión del que está llamado a ser el jefe de los generales, de los hombres de estado, y hasta de los ministros del Señor, incurriríamos, españoles, en irresponsabilidad, si nosotros, defensores de un pasado no siempre justo; si nosotros, defensores de reformas no siempre aceptables, desperdiciásemos esta ocasión de acudir a redimir en las gradas del trono el abrumador peso de nuestras discordias.

Los necios procurarán, sin embargo, avivar hoy más que nunca los resentimientos; pero veis ¿quién más ofendido que yo? Y no obstante, en vano han intentado impedir prestar mi adhesión al monarca, evocando en mi alma dolorosos recuerdos. [...] me enseña y el corazón me dice que yo, al igual que mi hija, ser querido a quien [...] de una manera profana, debo morir perdonando a mis enemigos, y yo sé, y yo veo a ese ser querido me dice desde el cielo que hago bien. Españoles : apiadaros de la nación que es también nuestra madre. Mi partido, que es el más perseverante de todos, secundará pronto, así lo espero, mi determinación, cada cual con sus convicciones y luchando noblemente bajo la protección de las leyes. Rechacemos de una vez la ofensa que a nuestra dignidad hacen los que nos califican de ingobernables, [...] conquistadores por tradición y por carácter, realicemos la mayor conquista que un pueblo puede hacer, la de triunfar de su desaliento. El día, el más brillante de nuestra historia, vendrá con la paz que desea ardientemente España, vuestro compatriota que os ama con toda su alma.

Ramón Cabrera. París, 11 de marzo de 1875.





Veamos, pues, las réplicas:




Ejército Real de Aragón y de Valencia
Voluntarios, grande es mi pesar al anunciaros que Don Ramón Cabrera ha sido traidor a la Santa Causa que defendemos a nuestra cara patria y anuestro bien amado rey y señor, Don Carlos VII.
Ello me ha hecho una impresión dolorosa, porque no hubiera jamás creido, sin las pruebas que tengo a la vista, que quien fue el primer campeón de nuestra santa causa, la ha abandonado como un simple recluta, para encargarse de llenar el triste papel de jefe de los confidentes que le ha encomendado el gobierno de Madrid.
El hombre que tanto se ha preciado de querer a su patria, no ha vacilado en arojar en medio del combate una nueva tea de discordia para ensangrentarla y empobrecerla.
El hombre que hace confesión de haber deseado, hasta poco tiempo ha, el triunfo de nuestra causa, no se ha escondido en el rincón mas oculto del Universo, antes de anunciar que lo que desea hoy día es el triunfo de nuestros enemigos ¡Triste y fatal consecuencia de su dilatada estancia en Inglaterra!
Esclavo de mi deber como en muchas ocasiones lo he atestiguado y decidido a sostener nuestro santo pabellón hasta la última gota de mi sangre, seré inexorable hacia cualesquiera que osara combatirlo vil e infamemente.
No hubiera sido posible, después de nuestro triunfo, una paz sólida y duradera, si hubiésemos abrigado en nuesto seno elementos tan corrompidos como los que se apartan de nosotros.
Dios, con su infinita sabiduría pruebas repetidas nos ha dado, de que está de nuestra parte; pero la mayor y la mas palpable es la que nos ha enviado ahora.
Confiemos en Él: con su asistencia, con vuestro valor y vuestra abnegación, conseguiremos asegurar a nuestra querida patria la paz y el reposo que tan necesarios le son, librándola de convulsiones bochornosas única prenda que el liberalismo le ha podido asegurar.
¡Voluntarios! ¡Viva la Religión! ¡Viva España! ¡Viva el rey Don Carlos VII!
Vuestro comandante en jefe,
ANTONIO DORREGARAY




 

Ejército Real de Cataluña
El ejército Real de Cataluña ha sabido con la indignación mas viva, la rebelión y la traición de Don Ramón Cabrera, quien estimulado por el despecho y el orgullo, ha cometido la infamia de renegar de su historia y ponerse al servicio de la revolución coronada.
Nuestro amor por V.M., nuestro amor por la España, y nuestro honor, nos imponen el deber de protestar contra semejante conducta. Es preciso que nadie pueda creer que Don Ramón Cabrera encuentra imitadores o adeptos en este país católico, que jamás olvidará sus tradiciones de nobleza y de honor.
El ejército catalán, que al primer grito de viva Carlos VII se agrupó alrededor de la santa bandera de la legitimidad, no puede aceptar que un renegado declare al mundo que va a poner ese glorioso estandarte a los pies del rey de la revolución. Antes que tal desgracia sobrevenga, sabremos morir todos envueltos en sus pliegues, nosotros todos, que hace tres años acon tanta fuerza lo empuñamos.
Señor: 
Habéis prometido matar la revolución, y la mataréis. Confiad para ello en vuestros bravos catalanes, y tened la certeza de que recibirán siempre a tiros a los que osaren hablarles de paz con la revolución, de convenio con el enemigo o de rebelión contra V.M., por quien hoy día mismo vierten su sangre.
Señor:
(firmado) FRANCISCO SAVALLS, ANTONIO LIZÁRRAGA, ALBERTO MORERA






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Lilla, 31 de Marzo de 1875

A mis amigos de la frontera
Mi indignación y mi dolor han sido grandes, al saber que mis amigos y mis compañeros de armas han sido engañados y arrastrados a seguir el partido de la revolución, por personas que han recurrido a medios infames y viles, y que han abusado de mi nombre.
Desconocería odiosamente la benevolencia y amistad de que tantos católicos me han dado muestras; sería un miserable si pudiera consentirlo. No. Yo no quiero por nada en el mundo empañar mi honor de católico.
Yo induzco a todos mis amigos de España y de la frontera a que no ayuden a los traidores y a no manchar su honra tratando con los ambiciosos, de lo cual muy pronto se arrepentirían. ¡Les han engañado! ¡les han engañado!. Todo lo que por mi cuenta les han dicho es falso. ¡Yo, ir a combatir en las filas de mis adversarios! Jamás.
Espero que todos mis amigos querrán escucharme. Si, no obstante, impulsados por la pasión de la venganza, reniegan de su bandera, que con tanto valor y fidelidad habían defendido a mi lado, cesan de ser católicos, desde ese momento cesan de ser buenos vascongados, y, por lo tanto, cesan de ser amigos míos.
Sepan que he abandonado completamente la política, y que me preparo a celebrar el santo sacrificio de la misa.
Suponiéndome a las órdenes de Alfonso y de Cabrera, me han inferido un gran ultraje, han desconocido mis principios. Debo, pues, declarar, por mi honor y por el de todos mis amigos españoles y franceses, que he defendido siempre la bandera: Dios, Patria, Rey; que no la he abandonado jamás, y que jamás he tenido la menor complicidad con los enemigos de nuestra santa causa, representada por Don Carlos VII.
MANUEL SANTA CRUZ LOIDI

"NI CARLISTE NAIZ, TA ESPANIE BABESTUCO DOT IL MARTE (Soy Carlista y defenderé a España hasta la muerte)".

jueves, 23 de abril de 2009

Carta a Carlos VII presentando la dimisión de la dirección del carlismo de Ramón Cabrera y Griñó


Wentworth ,19 de marzo de 1870

Señor: La lectura de los autógrafos de V. M. de 27 de febrero y 14 del actual mes, combinada con lo que de palabra V. M. se dignó decir á D. Miguel Losada en contestación á la misión que de mi parte llevaba cerca de V. M., me obliga á molestar su alta atención con el contenido de esta carta.

V. M. sabe que toda mi vida la he dedicado á cooperar á el triunfo de la legitimidad, que soy antiguo, muy antiguo en el partido, y por la participación que en sus trabajos he tomado siempre y por la posición que para la práctica de esos mismos trabajos he ocupado en todas ocasiones, me he encontrado y encuentro en situación de conocer el carácter y circunstancias de todos y cada uno de los hombres que como yo, han jugado en él en todos tiempos.

V. M. no sabrá quizás, y por eso tengo el honor de hacérselo presente también, que cuando en mis muchos años de emigración he tenido que hacer forzosa tregua en dichos servicios, me he dedicado y dedico con ahínco y por afición á el estudio y marcha política de Europa, y por amor á el de la de mi patria, á la vez que á el de sus necesidades, deseos i aspiraciones, en el estado de postración, cansancio, desaliento y ruina en que la han colocado tan laboriosas y trascendentales convulsiones intestinas como ha sufrido desde el año de 1833 á el presente.

VER TEXTO COMPLETO

lunes, 20 de abril de 2009

El Amor

No se quien es este cura, pero lo que si se es que es un absoluto crack. No os lo perdais.

Ventana externa

viernes, 17 de abril de 2009

Peticiones de oración por la intercesión del Siervo de Dios Luis de Trelles


(La Causa necesita un milagro, ayudemos con nuestra oración)

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Izea, una niña que vive en Bilbao, se preparaba junto con otros compañeros, para su primera comunión, pero no pudo hacerlo en su momento, porque le descubrieron un tumor cerebral.

En Madrid fue operada y la niña comenzó a recuperarse, y después de dos años de tratamiento hizo su Primera Comunión. Ahora, acusó de nuevo la dolencia, y ya en fase terminal, en su casa, para morir. Sus padres y familia están consternados. Se le enviaron estampas del Siervo de Dios Luis de Trelles y todos pidiendo su curación por intercesión del siervo de Dios. Ayúdennos. Sería maravilloso que el Señor quisiera mostrar su poder por la intercesión del Siervo de Dios.

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Teresa de Jesús, madre de familia, con 40 años, con un tumor cerebral, en estado crítico, solicita nuestra ayuda.

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Unámonos todos en la oración, para que el Señor les conceda la Gracia de su curación. La oración lo puede todo.

ORACIÓN PARA LA DEVOCIÓN PRIVADA :

Padre nuestro que estás en el Cielo. Tú que escogiste a tu siervo LUIS DE TRELLES como laico comprometido en su tiempo y ardiente Adorador de la EUCARISTÍA: Dame la gracia de imitarle cumpliendo siempre fielmente con mi compromiso en la adoración del Sacramento y en el servicio a los demás. Dígnate glorificar a tu siervo LUIS y concédeme por su intercesión la gracia que humildemente te pido. Así sea. (Padrenuestro, Avemaría y Gloria)

De conformidad con los decretos del Papa Urbano VIII.
(Con licencia eclesiástica del Obispado de Zamora)

LA LEGIÓN BRITÁNICA EN LA PRIMERA GUERRA CARLISTA



Publicado en Historia y Vida, nº 55, octubre de 1972.

Julio-César Santoyo

El 28 de marzo de 1836, un panadero y su ayudante fueron ajusticiados en la Plaza Vieja de Vitoria. Se les había declarado culpables de espionaje a favor de los carlistas, de prestar ayuda a los desertores y de haber envenenado con temulina, ácido oxálico y albayalde el pan que elaboraban para la Legión Británica. Esta última era la acusación más grave. Tras ella había tres mil quinientos soldados ingleses enfermos y mil quinientos muertos. Rutherford Alcock, inspector de los hospitales británicos en Vitoria, pudo asegurar que aquellos meses habían sido «uno de los peores períodos de la historia médica de cualquier ejército». Pero las desgracias de la Legión no terminaron con esta ejecución. Si toda su breve historia no estuviera confirmada por los relatos de numerosos soldados y por las crónicas contemporáneas de varios diarios («The Times» entre ellos), es seguro que en muchos momentos más parecería una relación fantástica que real. Las líneas siguientes son el breve resumen de un capítulo muy poco conocido de la primera guerra carlista.
A la muerte de Fernando VII, en septiembre de 1833, la nación se escindió en dos bandos: los partidarios de Isabel II, durante cuya minoría fue regente su madre María Cristina (de aquí el nombre de cristinos), y los partidarios de don Carlos, hermano del rey difunto y presunto heredero al trono hasta el momento en que Fernando VII derogó la Ley Sálica. Una guerra civil de siete años dividió a España en dos frentes irreconciliables, entre los que no hubo con frecuencia cuartel.
En las Provincias Vascongadas la guerra comenzó con claro dominio carlista. Zumalacárregui batía una y otra vez a todos los generales que el gobierno central enviaba contra él, hasta el punto de que la causa Cristina parecía definitivamente perdida en el País Vasco.
Sin embargo, ocurrieron dos hechos casi simultáneos que cambiaron el curso de la contienda: la muerte del estratega guipuzcoano en Cestona (junio de 1835) y la intervención de tropas francesas, portuguesas y británicas a favor de la Regente.
Miguel Ricardo de Alosa, embajador de España en Londres, gestionó la ayuda inglesa. A pesar de las dudas y negativas iniciales, el 10 de junio de 1835 el Gobierno británico anunciaba la creación de una Legión de 10.000 voluntarios a las órdenes del teniente coronel George de Lacy Evans. Apresuradamente comenzaron a formarse las primeras compañías. El período de servicio era de un bienio (exceptuados los regimientos sexto y octavo de Escoceses, que se alistaron por un año). Les prometieron buenas pagas, comida y uniformes ingleses, así como una gratificación final a su regreso a Gran Bretaña. Se abrieron oficinas de reclutamiento en Londres, Liverpool, Dublín, Glasgow y varias ciudades más. No se precisaba experiencia militar. El resultado fue que acudieron muchos de los parados, maleantes y vagos de las principales ciudades del Reino Unido, que veían la posibilidad de solucionar —al menos temporalmente—sus problemas de dinero y comida. Se permitió incluso que los irlandeses vinieran acompañados de sus esposas e hijos: más de doscientos cincuenta niños y quinientas mujeres siguieron a las tropas durante toda la campaña. Wellington definió aquellas tropas como «la hez de la tierra»; y el Annual Register de 1835 no es menos explícito: «Todos los destacamentos están formados con los haraganes de Londres, Manchester y Glasgows.
En julio comenzaron los primeros embarques hacia la Península, con Santander y San Sebastián como puertos de destino. Con los soldados venían gran cantidad de municiones, armas y animales de carga que el Gobierno inglés vendía al español. Londres envió además una flotilla, al mando de lord Hay, para que actuase en aguas del Cantábrico.
La primera ocupación de los oficiales fue la de instruir a aquellos bisoños e improvisados soldados en el manejo de las armas y en la disciplina militar. Fue una tarea que llevó meses. En agosto, cuando aún se hallaban en período de instrucción, los regimientos acantonados en la capital guipuzcoana tuvieron en Hernani el primer encuentro con los carlistas. Fue un mal presagio: Evans encontró en el enemigo una resistencia tan fuerte que se vio obligado a retirarse presuroso tras las murallas de San Sebastián.


La ciudad de la muerte.
A finales de octubre el alto mando cristino decidió concentrar todos los efectivos británicos en la capital de Alava, centro de la línea de bloqueo que el general Córdova, comandante en jefe del ejército del Norte, había establecido en torno a las Vascongadas. La Legión fue trasladada por mar hacia Bilbao. Desde allí intentaron primeramente pasar a Vitoria a través del valle de Durango, pero cinco mil británicos estuvieron a punto de caer prisioneros de los carlistas. Por fin, guiados por Espartero, dieron un amplio rodeo que evitaba la zona montañosa ocupada por el enemigo y, pasando por Castro-Urdiales, Limpias, Medina de Pomar, Pancorbo y Miranda llegaron el 3 de diciembre a Vitoria.
En lo alto de la puerta de la muralla una inscripción les daba la bienvenida: «A la nobleza de los ingleses que luchan por la libertad de las naciones». El recibimiento, sin embargo, no fue tan entusiasta como habían esperado. «Los habitantes de Vitoria son más carlistas que partidarios de la reina», comentaba aquel mismo día un oficial inglés en su diario.
Los oficiales pasaron a residir en casas particulares, pero a los soldados se los alojó en varios conventos húmedos y sombríos, donde incluso carecieron de camas para dormir. Un poco de paja fue la única comodidad que muchos conocieron aquel invierno.
Los dos regimientos de irlandeses fueron destinados al cercano pueblo de Arriaga, y allí los siguió «el regimiento supernumerario de mujeres».
Al día siguiente comenzó de nuevo con intensidad la instrucción de los voluntarios, que poco a poco se iban transformando en una fuerza aceptable; a mediados de diciembre se hablaba ya de un próximo enfrentamiento con los carlistas que ocupaban Arlabán, la sierra que separa Álava de Guipúzcoa.
Fue aquel el momento en que los ingleses empezaron a verse acosados por una epidemia que ocasionaba cada semana trescientas bajas y que llegó a contar hasta diecisiete muertos diarios. Las causas podían ser múltiples, aunque entre ellas ocupaba un lugar destacado la alimentación, siempre mala y escasa. El pan, yen especial, recibe las diatribas de todos los cronistas:
«El pan era negro, medio cocido, gelatinoso y maleable como liga de cazar pájaros. El pan, que se hacia de cereales rancios, ,era tan fofo y pastoso que si lo hubiéramos lanzado contra la pared, se habría quedado pegado».
Otro de los motivos que pudieron ayudar al desarrollo de la enfermedad fue el frío extraordinario que aquel invierno reinó en la llanada alavesa, y que hizo que trescientos ingleses vieran sus pies amputados por gangrena y congelación. Pronto quedó rebasada la capacidad del hospital civil de Santiago y hubo que ir asignando edificios que sirvieran de hospitales a la Legión. Las cifras de enfermos aumentaron alarmantemente en enero de 1836. El mayor Richardson comentaba el 8 de este mes:
«Puede decirse en verdad que Vitoria es en este momento la ciudad de la muerte. Hace ya varias jornadas que venimos enterrando seis y ocho soldados diarios».
Proclama del teniente general inglés De Lacy Evans pidiendo a los alaveses se enrolen en el Batallón de Guías por él mandado. Se promete, a cambio, cinco reales diarios de soldada, ración de pan, vino y carne y «el competente vestuario» para cada individuo.
Por su parte, una relación anónima publicada en Scarborough trazaba las lineas siguientes:
«Los hospitales pronto se vieron repletos de enfermos ingleses y las escenas que ocurrieron en la ciudad fueron de lo más horrible. acercándose a las descripciones que conservamos de la plaga de Londres. De la mañana a la noche .se reían carretas tiradas por bueyes y cargadas de cadáveres, que eran así transportados donde se los arrojaba desnudos, unos sobre otros. sin ningún tipo de ceremonia».
Comenzaron a enterrarlos en el cementerio de la ciudad. Pero el Ayuntamiento decidió a los pocos días que, si aquel ritmo de muertes continuaba, pronto iba a quedar todo el campo santo ocupado,: mandó en consecuencia, que en adelante los sepultasen en las mismas huertas de los conventos que ocupaban.
Las autoridades sanitarias aseguraron que la causa de aquella mortandad era el tifus: pero hubo muchos que presintieron algo más que tifus y acertaron en su presentimiento.
Un oficial que pasó un mes en cama anotó durante su convalecencia:
«La fiebre tifoidea continúa haciendo estragos en Vitoria con creciente violencia. Hemos perdido desde Navidad más de setecientos hombres y cuarenta oficiales, aparte de los que han caído en otros lugares. Se ha dejado de contemplar a la muerte como visitante extraordinario, y la pregunta más frecuente entre los oficiales es ¿quién ha muerto hoy? refiriéndose a ellos mismos. Yo atribuyo mi enfermedad a haberme mezclado mucho con los convalecientes. El oficial que me sucedió en el' puesto murió pocos dial después, aunque le dejé en perfecto estado de salud. Otros dos capitanes que, lo mismo que yo, habían convivido bastante con los convalecientes, han muerto también. Y en cuanto a los soldados, la mortandad es realmente grande. Casi ha muerto la mitad de mi compañía. En el segundo regimiento, a los oficiales y soldados se los entierra sin honores militares de ninguna clase. Hay que señalar que ya han caldo doce oficiales médicos víctimas de esta cruel enfermedad».
Los ingleses tenían mientras tanto que luchar no sólo contra el frío y la epidemia, sino contra los mismos habitantes de la ciudad, sea cual fuere su clase social: las autoridades les negaban mejores alojamientos, mantas y medicinas: los sacerdotes y personas devotas evitaban su trato, por protestantes y herejes: los vecinos que tenían un oficial alojado, lo ponian en la calle en cuanto caía enfermo con la sola disculpa de que el mal era contagioso: los mismos enfermeros y practicantes del hospital les robaban lo poco que poseían: los pueblos vecinos se negaban a traer leña, asegurando que estaban tan esquilmados por la guerra que no tenían de dónde sacarla. No parecía, en definitiva, sino que Vitoria fuese una quinta columna de las tropas carlistas.



La batalla de Arlabán
La primera acción importante en que participaron los ingleses tuvo lugar seis meses después de su desembarco, a mediados de enero de 1835. Córdova reunió en Vitoria una fuerza e 25.000 hombres (compuesta de soldados regulares, chapelagorris, legionarios franceses llegados de Argelia y legionarios británicos) y la dividió en un triple frente de ataque: Espartero avanzaría por la izquierda, la Legión Británica por la derecha y el propio Córdova por el centro. En un momento dado las tres columnas realizarían un empuje coordinado e intentarían abrirse paso a través de la sierra de Arlabán hasta Oñate, donde residía la corte de Don Carlos. La realidad, no obstante, quedó muy lejos de los proyectos iniciales, y las tres columnas permanecieron separadas a lo largo de la batalla, sin llegar a arrebatar ninguna posición a los carlistas. La gran cantidad de nieve acumulada en las montañas (en algunos momentos parecían próximas a desaparecer columnas enteras) y la densa niebla que cubrió las zonas de combate redujeron los planes del estado mayor a mera especulación.
La columna inglesa partió de Vitoria en dirección a Salvatierra, y el día 16 de enero ocurrieron las primeras escaramuzas con los carlistas, que se retiraban sin presentar batalla. Preferían la táctica de guerrillas, y dejaban casi sin resistencia los pueblos a los que se acercaba la Legión. Al oeste y en el centro, las columnas de Espartero y Córdova cruzaron también aquel día los primeros disparos con los carlistas.
El día siguiente transcurrió sin incidentes para las tropas británicas y sin que Evans recibiese instrucciones del comandante en jefe. La niebla impedía todo movimiento. El Boletín de Alava anotaba aquellos días que reinaba una niebla tan fuerte y espesa que no hay memoria de haberse visto igual en el país. Los soldados tuvieron que pasar al raso aquellas noches extremadamente gélidas de enero. Dormían apelotonados unos contra otros en torno a las débiles hogueras de madera húmeda. Muchos enfermos tenían que ser trasladados a los hospitales de Vitoria. adonde llegaban medio muertos de frío. «Gran parte de nuestros soldados —escribió Córdova, años después— estaban sin capote. y batallones enteros con pantalón de verano; con los muchos heridos bajaban centenares de enfermos, sin que tuviésemos dónde colocarlos. ni medios de conducirlos, ni con qué asistirlos y curar las heridas. El hambre, la sed y el frío tenían a la gente rendida».
Los centenares de enfermos a los que Córdova hace referencia pertenecían en su mayor parte a la Legión Británica, que diariamente envió a Vitoria carros y carretas llenos de atacados por el tifus y la disentería.
Al atardecer del día 18, el general inglés no pudo contener su impaciencia y partió con un escuadrón de lanceros en busca de Córdova. Cuando le encontró ya de noche éste le informó que se estaba retirando hacia Vitoria y que las fuerzas inglesas debían hacer lo mismo. Evans regresó al instante a su cuartel general. Existía la posibilidad de que los carlistas se volvieran contra los ingleses ahora que Córdova y Espartero retrocedían y dejaban de hostigarlos. A las doce de la noche Evans dio la orden de retirada. La evacuación se hizo rápida y sigilosamente, dejando hogueras en los campamentos abandonados para engañar al enemigo. Así terminó la inútil batalla de Arlabán.



«Mala la hubisteis, ingleses...»
La nota dominante de aquellos meses siguió siendo la epidemia que diezmaba las filas de la Legión.
«El número de muertes aumentó hasta tal punto que se abolió todo intento de ceremonia fúnebre. Los hospitales estaban repletos de enfermos y moribundos, y las calles resonaban desde el alba hasta el atardecer con los sonidos melancólicos de las trompetas y tambores que tocaban la marcha fúnebre. Esta fue la única música que se escuchó en Vitoria a lo largo de aquellos cinco meses. Los hombres morían a cientos, los oficiales caían como las hojas de los árboles y toda la Legión parecía estar a punto de acabar hecha añicos.
Los regimientos segundo y quinto fueron totalmente deshechos por la epidemia. El segundo sólo pudo presentar antes de su disolución 150 soldados útiles.
Las casas viejas que se habían acondicionado como hospitales, rebosaban enfermos. No había médicos suficientes, ni medicinas, ni enfermeros, ni espacio, ni fuego siquiera con que calentarse. La caótica situación sanitaria de aquel invierno queda bien reflejada en estos párrafos publicados un año después en Searborough por un voluntario de la Legión:
«Los hospitales estaban abarrotados de enfermos ingleses en el estado más deplorable. Aun a aquellos que yacían dominados por la fiebre más alta se des obligaba con frecuencia a permanecer sobre las tablas desnudas del suelo, sin sábanas ni mantas con que cubrirse, descuidados una y otra vez por los ayudantes médicos, tratados siempre de mala manera, despojados de las dietas por una cuadrilla de individuos rastreros que actuaban como practicantes, y robados de cada pieza de ropa y de la más pequeña cantidad de dinero. Cuando se restablecían, tenían a menudo que quedarse en el mismo hospital, por no tener ropa decente que ponerse, o se les despedía medio desnudos y se les obligaba a afrontar todas las dificultades de la vida de soldado en su estado de debilidad, sin una alimentación adecuada y sin un lecho caliente. Además de este abandono, los hospitales estaban mal provistos de medicinas y vendajes, y muchos murieron por falta de remedios adecuados o proporcionados a tiempo. A causa de la alarmante mortandad que aumentaba por todos los lados, en cuanto se evacuaba el depósito de cadáveres, inmediatamente era ocupado de nuevo por los restos espantosos y esqueléticos de más soldados ingleses muertos. Los hombres solían comer, dormir, beber y prepararse la comida indiferentes a los cadáveres de sus compañeros que les rodeaban en aquellos míseros alojamientos».
¿Cuántos ingleses murieron aquel invierno en Vitoria? Los cronistas hablan de mil quinientos, dos mil y hasta de cuatro mil. Según el doctor Alcock, los enfermos ingleses recibidos en los hospitales vitorianos fueron exactamente 4.706, de los cuales 3.100 recibieron posteriormente el alta.
Mientras tanto, el número de deserciones aumentaba proporcionalmente al de enfermos y muertos, y los carlistas llegaron a formar varías compañías con los huidos británicos. Y es que muchos soldados intentaban escapar como fuera de aquel infierno de enfermedad, hambre, frío, muerte y miseria en la que se había convertido Vitoria. Las deserciones privaron a la Legión de tantos hombres como el mismo tifus.



José de Elósegui
Las dudas sobre la verdadera naturaleza de la epidemia crecian de día a día. ¿Cómo es que no fuimos atacados por ningún mal los cinco primeros meses de nuestra estancia en España, ni durante la marcha de Bilbao a Vitoria?», preguntaba el teniente Thompson. Las dudas iban a tener una respuesta cumplida e inesperada. El hilo que desenmarañó la trampa fue un sargento llamado Richardson. Había desertado, como otros muchos ingleses, y escribió desde el campamento carlista a un sobrino suyo llamado Nangles, que por entonces estaba enfermo en el hospital. Ponderaba en la carta el buen trato que recibía, la regularidad de las soldadas y la buena comida de que disfrutaban. Terminaba pidiéndole que imitase su ejemplo, para lo cual hallaría toda clase de facilidades en un panadero vitoriano, cuyo nombre era José de Elósegui.
Nangles enseñó la carta a sus superiores y se fijó un plan de acción para detener con toda clase de pruebas a los que ayudaban a los desertores. Nangles acudió al dia siguiente a Elósegui, asegurando que él y varios compañeros querían pasarse al enemigo. Para eliminar toda duda, enseñó la carta del sargento Richardson. Elósegui accedió y fijaron el día de la fuga. Al anochecer de la fecha concertada, Nangles y sus compañeros se presentaron en casa del panadero, donde ya les esperaba uno de sus ayudantes, encargado de guiarlos hasta los carlistas. Les repartió capas y sombreros para darles aspecto de campesinos, que eran los únicos que a aquella hora podían abandonar la ciudad. Por fin se encaminaron todos hasta una de las salidas, como si se tratase de uno cualquiera de los grupos que partían a diario en busca de forraje. No habían aún cruzado la muralla, cuando los soldados de guardia detuvieron y pusieron a buen recaudo al guía, mientras Nangles y sus hombres regresaban a detener a Elósegui. La misma noche se efectuó un registro oficial en el domicilio de éste último y se encontraron varias substancias venenosas.
Tres días más tarde ambos fueron juzgados y condenados al garrote vil por haber ayudado a los desertores y envenenar el alimento de las tropas británicas. Elósegui admitió los cargos y se entregó a la misericordia del tribunal civil que le juzgaba. El 28 de marzo, una semana después de haber sido arrestados, se les ejecutó en la plaza Vieja, llena hasta rebosar de público, saldados españoles y voluntarios de la Legión.
Con la ejecución de Elósegui y su ayudante, las muertes por enfermedad se redujeron a un número mínimo, aunque los convalecientes siguieron aún largo tiempo en los hospitales de la ciudad.



Los carlistas se repliegan.
Disgustado Evans por la inactividad que sus tropas venían observando, insistió ante Córdova para obtener el traslado a la costa, donde tendrían más ocasiones de combatir, actuando en conjunción con los navíos de lord Hay, que operaban entre Santander y San Sebastián. Córdova parecía reacio, pero la inactividad de las operaciones en Álava era manifiesta. Permitió, pues, el traslado.
La Legión partió de Vitoria a primeros de abril, entre la alegría general de los soldados, que sólo habían encontrado en ella muertes Y sufrimiento. A finales de mes llegaron a Santander, y desde allí se trasladaron por mar a San Sebastián. Era la única forma segura de alcanzar este puerto, ya que el resto del País Vasco estaba ocupado por el enemigo. Su urgente traslado respondía a una petición del comandante de la plaza para que se le enviaran refuerzos con que librarse del asedio que sufría.
El 5 de mayo se entabló un combate en las inmediaciones de la ciudad. Mientras los navíos de lord Hay disparaban sus baterías sobre las fortificaciones carlistas, la Legión atacó a la bayoneta y logró desalojarlos de sus posiciones. Los carlistas tuvieron que retroceder hasta Oriamendi.
Aunque esta combate levantó un tanto los ánimos desmoralizados de los británicos, Evans lo estimó demasiado caro: había tenido quinientas noventa y siete bajas, con más de cien muertos. Mientras tanto, el problema del dinero se agudizaba de día en día. El Gobierno español daba largas y se negaba a pagar a los legionarios, a muchos de los cuales debía siete y ocho meses de paga. Los regimientos escoceses se amotinaron. Querían regresar a Gran Bretaña y llevarse consigo todo lo que pudieran, incluso los fusiles, a cuenta del dinero atrasado. El desánimo aumentó cuándo el 11 de junio Evans atacó Fuenterrabia: «Al primer choque los soldados rehuyeron el combate y se batieron en retirada; fue un auténtico desastre para la fuerza inglesa; numerosos legionarios se pasaron al enemigos.
Fue la última operación de 1836. El resto del año y los primeros meses del siguiente transcurrieron en una completa inactividad, sólo interrumpida por los desórdenes internos, que se sucedían sin cesar. Cuando los regimientos sexto y octavo de Escoceses terminaron en julio su año de servicio, se negaron a continuar en la Legión, pero al no disponerse de barcos para su traslado, se les obligó a permanecer en ella. Ambos regimientos se amotinaron. Los soldados del sexto fueron encerrados en el castillo de San Sebastián, hasta que poco a poco se les calmaron los ánimos y aceptaron la situación. Los que formaban el octavo, más refractaríos a las medidas disciplinarias, fueron un constante problema para Evans, que por fin se libró de ellos enviándolos a Santander. «En San Sebastián se los embarcó literalmente a punta de bayonetas, comenta Somerville. Su conducta allí fue nefasta, ya que estaban borrachos de la noche a la mañana. Las autoridades montañesas optaron por devolverlos inmediatamente a Guipúzcoa, donde muchos fueron condenados a trabajos forzados hasta el fin de la campaña.
En diciembre nevó copiosamente sobre San Sebastián, y las Navidades transcurrieron con más de un metro de nieve. La inactividad era la nota dominante en los diversos frentes.



La derrota de Oriamendi  El alto mando cristino había planeado durante el invierno una importante ofensiva basada en el ataque simuitáneo de tres columnas procedentes de Bilbao, Pamplona y San Sebastián, que se unirían con posterioridad en un solo frente. Espartero, Sarsfield y Evans eran los responsables de la operación.

 La ofensiva comenzó el 10 de marzo de 1837. Pronto surgieron dificultades: Sarsfield, cortado su avance por una fuerte tormenta, tuvo que regresar a la capital navarra. El Infante don Sebastián, comandante en jefe del ejército carlista, decidió entonces atacar a Evans y a Espartero por separado, antes de que uniesen sus fuerzas. Evans fue el primer objetivo.
El día 15 los británicos y algunos batallones cristinos se enfrentaron en Oriamendi con las fuerzas carlistas que ocupaban las inmediaciones de San Sebastián. Jáuregui, que mandaba el flanco derecho de Evans, tomó, al frente de tres regimientos, la posición de Oriamendi. Pero las esperanzas de una victoria no iban a ser duraderas: a la mañana siguiente llegaron a la zona de combate las tropas del Infante don Sebastián y la lucha se recrudeció.
El general carlista Villarreal conquistó a la bayoneta las posiciones perdidas el día anterior, y su empuje fue tan fuerte que varias compañías inglesas iniciaron una retirada desordenada. El movimiento se contagió rápidamente a todas los batallones británicos y a los pocos minutos la desbandada era general. Los carlistas los persiguieron de cerca, ensartando con las bayonetas a cuantos legionarios se ponían a su alcance. «Dejaban a un lado a los españoles para correr tras los ingleses, a los que mataban sin compasión; muchos carlistas ostentaban luego las casacas coloradas de los que habían sacrificados.
La Legión perdió aquel día varios centenares de hombres, casi todos muertos, muy pocos prisioneros. Fue la mayor derrota que conoció en su breve historia. En el campo de batalla, además, gran cantidad de armas, bagajes y equipo. Alcalá Galiano anota que «fue tan completa la derrota de las armas de la reina en aquella trágica jornada, que estuvo a punto de caer en manos del enemigo o de ser pasada a cuchillo la división entera».
La ofensiva conjunta había terminado. Espartero, al tener noticias de la derrota, se refugió tras las posiciones fortificadas de Bilbao.
Evans, confundido y humillado, ignoraba si la culpa era suya o de sus soldados. Pocos días después de la batalla escribió a Espartero ofreciéndole la dimisión: el tono de la carta parece acentuar el reproche sobre el comportamiento de las tropas: «No siendo una clase de hombres escogidos, debo confesar a usted francamente que no espero de ellos mucho bueno en adelante». Pero en esto se equivocaba. En los pocos meses que restaban para su licenciamiento, la Legión iba a cumplir unos pocos hechos importantes que aún debían salvarla ante la Historia.



La última oportunidad
Los cristinos volvieron a intentar en mayo una ofensiva en torno a San Sebastián. Habían marchado a Aragón abundantes tropas carlistas en la llamada «expedición regla», por lo que algunas guarniciones enemigas eran débiles. Era preciso sacar ventaja de esta circunstancia y apoderarse de las principales poblaciones que rodeaban la capital guipuzcoana.
El día 14 tomaron Hernani. El 16 cayó Oyarzun, que se entregó sin resistencia, ya que los carlistas la habían evacuado la víspera. Aquella misma tarde. Evans ponía sitio a Irún, únicamente defendida por ochocientos hombres, la mitad de los cuales eran campesinos. Envió parlamentarios a la ciudad para comunicar que permitiría la evacuación de mujeres y niños antes de que el ataque comenzase. Cuando éstos salieron, toda la artillería británica concentró sus fuegos sobre la plaza, a la que mantuvo aquella noche bajo un continuo bombardeo. A las diez de la mañana, y ante la negativa de las autoridades irunesas a rendirse, Evans dio la orden de asalto. «En contra de lo que se esperaba y a pesar de estar pobremente fortificada, la ciudad resistió hasta mediodía. (The Times, 23 de mayo).
Tras la capitulación, los ingleses se lanzaron al saqueo y la rapiña. Tal vez nunca haya contemplado Irún escenas como aquellas. Alcalá Galiano los acusa de haber cometido «hechos de bárbara crueldad, al tiempo que Alexander Somerville, soldado entonces en la Legión, habla de «incidentes horribles y desagradables». Saquearon varías iglesias e innumerables casas particulares. Si hallaban algún carlista oculto, lo pasaban inmediatamente por las armas, muchas veces disparando a bocajarro o ensartándolo en la bayoneta. Así perecieron muchos civiles inocentes. Pero los ingleses, conscientes de que aquella era su última oportunidad, querían tomar cumplida venganza de la derrota de Oriamendi.



El licenciamiento. Escenas grotescas en San Sebastián.Al día siguiente, 18 de mayo, la Legión atacó la inmediata localidad de Fuenterrabía, que capituló casi sin resistencia.
El 10 de junio de 1837 finalizó el contrato de servicio y los legionarios fueron licenciados. Para entonces quedaba ya menos de la mitad de los efectivos que habían salido de Inglaterra dos años antes. Las muertes por enfermedad, las deserciones y las bajas en el campo de batalla habían reducido la Legión a poco más de 4.500 hombres.
Los últimos días que pasaron en San Sebastián en espera de los barcos fueron una pesadilla para las autoridades donostiarras. Los ingleses habían cobrado parte de los atrasos que el Gobierno español les adeudaba y aunque alguno los guardó para Inglaterra, la mayoría lo gastó todo in situ. El cuadro que Somerville ofrece de estos días de espera es casi grotesco: soldados borrachos las veinticuatro horas de cada jornada, motines, bandas incontrolables que recorrían las calles cantando y alborotando. Hubo quien gastó parte de la paga en unas pistolas de lujo, o en un asno en que pasearse, o en un gorro de general. Muchos se compraron elegantes vestidos españoles y encargaron uniformes británicos de gala; hubo quien se sintió opulento y alquiló dos criados con librea. «Se vela a numerosos ex legionarios pavoneando sus elegantes uniformes nuevos».
Los barcos, sin embargo, tardaron en llegar casi un mes, y para entonces todos habían tenido que vender lo poco que antes habían comprado apresuradamente. A finales de junio eran muy pocos los que aún disponían de un penique.
El Gobierno español les ofreció entonces la oportunidad de continuar en una segunda Legión que se creó a las órdenes del coronel O'Connell; 1.390 aceptaron la oferta (divididos en 250 lanceros, 200 artilleros, 810 de artillería y 130 zapadores, enfermeros y médicos); el resto regresó a Inglaterra tan pronto como pudo.
Cuando finalmente llegaron los barcos, se trataba de navíos de carga, sucios yu malolientes, en los que subían más soldados de lo que era aconsejable. El único orden del embarque era el de preferencia, y los soldados tenían que pasarse tres y cuatro días en los muelles al sol o bajo la lluvia si no querían perder el sitio.



Un final lamentable: náufragos, salteadores o maleantes
Por fin zarparon. «Entre dos y tres mil hombres embarcaron para Gran Bretaña en diferentes barcos; casi todos iban medio desnudos Y sin un solo penique en sus bolsillos». Dos de los barcos naufragaron, uno en la costa bretona, otro en la inglesa, y casi todos sus ocupantes perecieron. Muchos murieron de hambre poco después de haber desembarcado. A otros se les prohibió la entrada en sus propias ciudades; las autoridades de Greenock, por ejemplo, les negaron el permiso para bajar a tierra. Fueron rebotando de lugar en lugar por la geografía británica, hasta que sus últimos restos desaparecieron en los bajos fondos de las grandes poblaciones, de donde habían salido dos años antes.
Ni los particulares ni el Gobierno quisieron saber más de ellos. Cuando tres barcos cargados con estas tropas arribaron a las islas Scilly, los habitantes del archipiélago se encerraron en sus casas mientras los soldados robaban las granjas y huertos. (Parecían los más feroces forajidos que nunca se había visto). Algunos se dedicaron al bandidaje. El diario The Times reproduce el 29 de agosto de 1837 la siguiente noticia, publicada poco antes en el Blackburn Standard:
«Están infestando los caminos de esta ciudad y sus cercanías, donde actúan como los más desaprensivos bandoleros de otros tiempos, haciendo en extremo inseguras las carreteras para aquellos que tienen la costumbre ole viajar solos o desarmados»
Quince días antes el mismo periódico había ofrecido a sus lectores una crónica firmada por su corresponsal en el puerto de Portsmouth:
«La situación actual de Portsmouth y Portsea es extremadamente peligrosa, tanto para la propiedad como para la salud de los habitantes de estas dos poblaciones, a consecuencia del gran número de ex legionarios irlandeses y escoceses en especial, que han sido desembarcados aquí y están infestando estos lugares. Hay unos 2.700 en el más deplorable estado de suciedad e indigencia. La policía los vigila día y noche. No se ha podido impedir que salieran de la zona de los muelles y ahora hay cientos de ellos tumbados en las calles. A cada momento surgen peleas por su causa, en las que en seguida brillan las navajas. Los habitantes de estas dos ciudades van a enviar una protesta al Ministerio del Interior, pidiendo que se les libre de individuos tan intolerablemente molestos. Quince de ellos ya han sido encarcelados por robo»
Meses después de que los primeros legionarios hubiesen llegado a los puertos británicos, todavía se ocupaban de ellos las columnas de los periódicos, y no precisamente con buenas noticias. En vísperas de la Navidad de 1837 aún reproducía The Times con cierta frecuencia noticias similares a ésta:
«Uno de esos seres desgraciados, restos de la Legión Británica, que llevan ya bastante tiempo infestando las calles de Londres con sus harapos y su pobreza fue encontrado el viernes pasado en Sandwell, caído en el suelo y medio muerto de hambre. La gente se había congregado a su alrededor; en vano pedía el pobre hombre una limosna, con voz imperceptible; maldecía desesperado a los oficiales y soldados todos de la infortunada Legión. Y éste no es el único ejemplo de los que a diario pueden citarse».
Asi terminó la breve existencia de la Legión Auxiliar, que ni siquiera mereció el recuerdo de las generaciones posteriores. Los historiadores ingleses han olvidado por completo su memoria, hasta el punto de que hoy resulta difícil encontrar en ellos la más mínima alusión a aquella presencia británica en la primera guerra carlista.
J-C S.

jueves, 16 de abril de 2009

Morfina Roja

Luis Montes, el Doctor Mengele socialdemócrata

Sobre el libro de Cristina Losada, Morfina roja. Toda la verdad sobre el caso del doctor Montes, las "sedaciones terminales" y la eutanasia que promueve el PSOE. Libros Libres, Madrid 2008

Estimados señores:
Desde su llegada como Coordinador del Servicio de Urgencias del Hospital Severo Ochoa (Leganés-Madrid), hace aproximadamente 4 años, el doctor Luis Montes Mieza puso en práctica un método que él llama "sedación" administrando a pacientes más o menos terminales dosis letales intravenosas de morfina, Dormicum y Tranxilium. Son dosis capaces de producir la muerte de una persona sana y joven. Su justificación, por muy increíble que parezca, es el ahorro; pero no de sufrimiento sino de dinero. Como los pacientes son terminales y van a ocasionar más de un ingreso tanto en urgencias como en las plantas de hospitalización, es mejor acabar con ellos a la primera. No hay piedad ni estamos hablando de eutanasia activa ni de ayuda al suicidio, se trata de homicidios. La mayoría de los pacientes que son sometidos a estas sedaciones son oncológicos, dementes y/o disminuidos psíquicos o cualquier paciente de edad que tenga alterada la conciencia por un proceso patológico agudo. En su inmensa mayoría no están en tratamiento con opiáceos o tranquilizantes. Se aprovechan del bajo nivel cultural de la población que cubre el hospital (Leganés y Fuenlabrada). Este médico ha conseguido contratar a un grupo de médicos que se adhieren a sus procedimientos simplemente por mantener su contrato temporal [...].

Esta denuncia anónima, reproducida en la página 78 del libro que aquí reseñamos, y que llegó a la Asociación de Víctimas de Negligencias Sanitarias (Avinesa), fue el comienzo del caso del Doctor Montes, conocido como "Doctor Muerte" en los medios de comunicación. Inicialmente provocó un gran revuelo y confusión en las informaciones de los medios de comunicación. Primero se habló de homicidio, como señala la denuncia, después de eutanasia (término que sin embargo evitaron a toda costa la mayoría de medios de comunicación), después de negligencia, &c. Toda una batalla sindical y política que el PSOE y sus centrales sindicales se tomaron muy en serio, con vejaciones y golpes incluidos durante el juicio contra el Doctor Montes.

El Hospital Severo Ochoa de Leganés, abierto en 1987 como centro modelo para la nueva Ley General Asistencial, era un tesoro muy preciado para el PSOE y lo defendió a capa y espada a raíz de este escándalo, pese a que electoralmente no dio en principio los frutos deseados en las elecciones municipales y autonómicas en 2007. Uno de los fundadores de dicho centro había sido precisamente el protagonista principal del escándalo, el Doctor Luis Montes Mieza, que había sido miembro de los grupos de izquierda indefinida, con tendencias católicas, ligados a la editorial ZYX, que abandonó en 1977. Otro de los fundadores del Hospital, Joaquín Insausti, jefe de la Unidad del Dolor, será también un protagonista habitual de las páginas del libro (pág. 38).

El caso de las sedaciones terminales, como sostiene Cristina Losada, no fue fruto de una simple negligencia, ni tan siquiera de una voluntad aislada, empeñada en sedar a toda costa a cualquier enfermo que pudiera ocupar un lugar más de 24 horas, plazo máximo para la atención de Urgencias y el posterior alta o ingreso en la unidad de cuidados paliativos. Precisamente, este libro desvela que en el Hospital Severo Ochoa de Leganés, un equipo de facultativos, conocidos en el hospital con el nombre de Sendero Luminoso, se hizo con el control de las Urgencias e implantó una doctrina que atenta contra los principios de la Medicina; es más, podría decirse que sus fundamentos ya no son propiamente médicos sino que entrarían dentro de lo que se conoce como Bioética.

El hombre que sólo sabía practicar sedaciones

El grupo al que nos referimos, liderado por el anestesista Luis Montes Mieza, se formó cinco años antes de que el caso de las sedaciones terminales saliera a la luz pública. En abril del año 2000 el Hospital Severo Ochoa eligió al Doctor Montes como nuevo coordinador de sus Urgencias. Por entonces desconocido, a algunos de los médicos les sonaba su nombre por haber inaugurado el Hospital en 1987, sólo abandonándolo para ocupar distintos puestos de dirección en el centro de La Paz. Al poco de hacerse efectivo el nombramiento, ya se empezaban a oír rumores de algunas actuaciones en la unidad de Reanimación de un amigo de Montes, el doctor Joaquín Insausti, uno de sus más acérrimos seguidores.

Luis Montes, descrito como un hombre cincuentón y de "carácter hosco, incluso por quienes luego le defenderían" (pág. 25), se mostró inicialmente afable y trabajador. "Pero había algo que no hacía. No atendía a los pacientes ni prescribía tratamientos. Pronto se vería que había una salvedad a esa conducta": la sedación. Así, fue preparando una serie de cambios que buscaban "rentabilizar al máximo el servicio". Ante un panorama cada vez más desalentador para algunos miembros de Urgencias, varios especialistas contrarios a sus prácticas fueron abandonando el centro en busca de nuevos destinos. Montes los sustituyó por otros facultativos de su confianza y que fueron formando un grupo cerrado, sin contactos con los más veteranos del Hospital Severo Ochoa.

"Al poco de la llegada del nuevo coordinador, se observó que recurría a la sedación terminal de pacientes con una frecuencia desusada en aquel servicio de Urgencias y, como veremos, también en otros. Esas decisiones llamaban la atención, además, por la circunstancia de que Montes no se dedicaba a tratar a pacientes, sino esencialmente a tareas organizativas. De hecho, los únicos tratamientos que prescribió a lo largo de sus cinco años de coordinador fueron los de sedación terminal" (págs. 27-28), término que apareció por vez primera en la literatura anglosajona de cuidados paliativos para disminuir el grado de consciencia de un paciente que expirará en breve, para paliar su sufrimiento en suma.

Como muestra de la nueva dirección, tras las obras de ampliación de las Urgencias del Severo Ochoa, apareció una nueva estancia: el box para sedar, conocido como "el sedadero":

A finales de aquel año 2000 se inició en las Urgencias una obra de ampliación. Cuando se abrieron las nuevas instalaciones, en julio de 2001, había una novedad llamativa. Se trataba de un box con dos camas. Las habitaciones aisladas suelen existir en Urgencias para eventualidades tales como pacientes en agonía, que gritan o que deben estar separados del resto por sufrir enfermedades contagiosas, pero aquel box iba a tener una finalidad especial.
El propósito oficial del nuevo box era acoger a pacientes terminales, pero Montes pensaba dedicarlo específicamente a la sedación terminal. En el servicio se hablaría de él como el box de sedación y, más adelante, los médicos lo llamarían coloquialmente "el sedadero" (pág. 28).

Así, se fueron destinando al "sedadero" los habituales destinatarios de las prácticas que hoy se suelen denominar bajo el rótulo de eutanasia o el presuntamente sinónimo "muerte digna": "ancianos, dependientes, con un estado general malo, con algún grado de demencia o con una enfermedad neoplásica (tumor). Gran parte de estos enfermos provenía de las distintas residencias geriátricas que se encuentran en el área del hospital. Los estudios e informes posteriores señalaron casos en los que no estaba justificada la condición terminal del paciente sedado" (págs. 28-29).

Bajo la demagógica excusa de evitar el sufrimiento del enfermo (excusa sin embargo aceptada de manera común por la opinión pública), los médicos se justificaban en sus prácticas eugenésicas. Tras no realizarse un tratamiento activo, es decir, la omisión de los cuidados pertinentes, muchos de los enfermos descritos, que llegaban con apenas una fiebre, una infección respiratoria o urinaria, eran etiquetados como enfermos terminales y agónicos, procediéndose a su sedación. Sedación que está indicada sólo para casos oncológicos terminales (cáncer), y que en el caso de estos pacientes que pasaban por las Urgencias del Hospital Severo Ochoa, podía fácilmente cuadruplicar la dosis recomendada. Tras unos primeros meses en los que el propio Doctor Montes administraba las sedaciones terminales, los médicos que él introdujo en Urgencias en 2001 y 2002 le sustituyeron en el macabro proceso, sin precedentes en las Urgencias del Hospital, dado los elevados riesgos de depresión respiratoria que comporta la sedación. El principio de la "dosis mínima eficaz" no fue tenido en cuenta. Algunas veces el médico, en lugar de la enfermera, algo también irregular y sin precedentes, se introducía en el box y aplicaba una jeringuilla al paciente, que moría poco después.

Es el caso de Cándido Pestaña, de 78 años de edad, que necesitaba de oxígeno permanente, aunque podía salir a la calle e incluso caminar sin problemas. Debido a problemas respiratorios, ingresó en las Urgencias del Severo Ochoa, pero por su propio pie. Una hora después, las noticias eran que el paciente iba a morir y al ver a sus hijos estaba asustado. Su hija Fabiola lo cuenta con todo lujo de detalles: "Entonces el doctor entró en el box. Afirmó que el paciente estaba 'agitado' y que le iba 'a poner algo'. Vino con una inyección, se la puso él mismo y en torno a la media hora, fallecía". "No se lo podía creer. Había visto a su padre en un estado general aceptable, nada grave, a primera hora de la mañana, y resultaba que a la una y media del mediodía estaba muerto". Se le había sedado sin consentimiento ninguno, ni del paciente ni de la familia: "Fabiola sostiene que ni aquel médico ni ningún otro miembro del personal habían comunicado previamente que le administrarían a Cándido una sedación terminal. 'No nos dijo que le iban a sedar. La palabra 'sedar' no se dijo. No hubo ninguna explicación de ese tipo. Si me lo hubiera dicho, yo habría querido verle antes de que lo sedaran. Pero tampoco hubiera querido que sufriera'". Con el agravante de fallecer en un box de urgencias compartido con un delincuente y los dos policías que lo custodiaban. 'Es indigno morir así' dice Fabiola, refiriéndose a quienes luego hablaron de la 'muerte digna' para defender a Montes. Su experiencia en las Urgencias del Severo fue muy otra" (págs. 151-152).

Fue precisamente Fabiola Pestaña, militante del PSOE a la sazón, quien pondría una denuncia individual a la presentada por la Asociación de Víctimas de Negligencias Sanitarias, sufriendo tanto la Asociación como la denunciante toda la campaña de acoso de parte de miembros de Comisiones Obreras y el PSOE en la Comunidad de Madrid. Otro caso, el de Gregoria Buchó (descrito con pruebas documentales en las págs. 198-202), es paradigmático de cómo se administraba sedación a quien podía perfectamente ser tratado sin ella. El doctor Miguel Ángel López Varas, discípulo de Montes, convenció a la hija de la enferma de la necesidad de una sedación terminal, a causa de que (según el facultativo) le quedaban dos días de vida. Pero al cambiar el turno "una doctora le retiró la sedación terminal. A la mañana siguiente, la paciente fue ingresada en planta. Sería dada de alta al cabo de unas semanas" (pág. 202).

Como era lógico, pronto se produjo un conflicto entre partidarios y detractores de Montes, quienes se anulaban mutuamente las órdenes de sedar o retirar la sedación, como hemos visto en este caso. Esta situación motivó leves denuncias, sin consecuencias contra Montes y su Sendero Luminoso durante los dos primeros años. Las cifras de mortalidad aumentaron dramáticamente con la llegada de Montes y la instalación del "sedadero": de 105 fallecimientos en el año 2000 a 158 finados en 2001 y 242 en 2002, sin que esta multiplicación de fallecimientos se corresponda con similares porcentajes de pacientes atendidos: de 137.778 pacientes en 2000 a 149.893 en 2001 y 155.647 en 2002 (pág. 35).

Debido a este creciente goteo de víctimas, no se pudo aguantar más tiempo y se produjo en Urgencias una inspección de ocho días que sin embargo se prolongó de forma tortuosa durante varios meses. Concluida tras el verano del año 2003, en el informe no apareció nada punible, aunque sí irregular, pues solicitaba la Inspección "recoger de modo explícito [...] la patología que motiva el inicio de un tratamiento de sedación, dejando constancia, en todo caso, de las posteriores evaluaciones realizadas por los facultativos intervinientes" (pág. 45), dejando entrever que tales datos no habían sido incluidos en los expedientes estudiados. Lo que suponía proponer unos controles sobre las actuaciones médicas relacionadas con la sedación terminal, algo sin precedentes.

El resultado de la inspección, sin embargo, envalentonó al Doctor Montes, quien como poseído por una revelación exclamó ante su equipo de facultativos: "¡Veis, veis, la sedación es el futuro!". Dicho y hecho: "Las sedaciones, que habían disminuido significativamente en setiembre --el mes con más visitas de los inspectores-- rebrotaron con renovada energía una vez conocido el dictamen. En el último trimestre se compensaría el retraimiento anterior" (pág. 46).

La "muerte digna"

Como argumento contra las denuncias, los partidarios de Montes señalaban que la Comunidad de Madrid, el PP en definitiva, quería destruir la sanidad pública y por eso atacaba a los miembros de Urgencias del Severo Ochoa: sin unidad de cuidados paliativos, los pacientes "se morían en los pasillos", según confesión del pupilo de Montes Miguel Ángel López Varas a algunos medios de comunicación (pág. 108). Pero lo cierto es que en el año 2003 el Severo Ochoa había implantado una unidad de cuidados paliativos y ello no impedía que se siguiesen practicando las sedaciones terminales (pág. 229).

Evidentemente, la práctica médica del grupo comandado por el "Doctor Muerte" estaba condicionada por una posición Bioética: lo que Montes consideraba como "sedar por ética y por estética". Según argumentaría Montes posteriormente, los enfermos en coma pueden sufrir crisis epilépticas y hacer movimientos que angustien a los familiares, por lo que se decidía a sedar a los comatosos. Sin embargo, no suele justificarse tal práctica en esos casos, pues el objetivo de la sedación terminal "es reducir el nivel de conciencia del enfermo, y la conciencia ya se encuentra disminuida cuando el paciente se encuentra en coma". Además, la parte ética "consistía en evitar la muerte con dolor y sufrimiento, pero esa noción resultaba tremendamente elástica aplicada por Montes y sus adeptos. Abarcaba casos que, a juicio de otros médicos, no podían considerarse terminales, preagónicos ni agónicos. De hecho, algunos de los pacientes 'sentenciados', tras haberles retirado la sedación otros facultativos, no fallecieron, sino que recibieron el alta después de un tiempo ingresados" (pág. 49). La Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid, ante el tétrico panorama tras la denuncia, ordenó el cese de Montes y su equipo y de manera inmediata las muertes disminuyeron hasta los parámetros habituales (págs. 117 y ss.).

Las prácticas del grupo de Montes, justificadas por el fin de evitar el denominado "encarnizamiento terapéutico", hay que relacionarlas con la economía de camas, pues una buena parte de los pacientes sedados por el equipo de Montes hubiera ingresado, de no producirse tan fulminantemente su muerte, en la planta de cuidados paliativos. Sería así el servicio de Urgencias una criba para ingresar o no a los pacientes. Si en los hospitales públicos hay problemas de saturación, parece que el objetivo de este grupo de facultativos de Urgencias de Leganés consistía en aliviar las dependencias hospitalarias, cual hotel que necesita hacerle un hueco a otros pacientes más selectos.

Así, entre los discípulos de Montes cuajó la idea de que muchas de las personas que llegaban a Urgencias ya "no servían para nada" y se iban a morir pronto (pág. 53). Por lo tanto, no tenía sentido que ocupasen las camas que necesitarían otras personas que podrían sobrevivir. Pero con ello también se eliminaba el objetivo de la profesión médica: sanar, no enfermar ni propiciar o acelerar el fallecimiento del paciente. Por paradójico que pueda parecer a algunos, el Doctor Montes se convirtió en algo totalmente distinto a lo que es un médico. El Código de Ética y Deontología Médica de 1999, en su Artículo 27.3 señala: "El médico nunca provocará intencionadamente la muerte de ningún paciente, ni siquiera en caso de petición expresa por parte de éste".

Con el escándalo destapado por la denuncia, el 12 de abril de 2005 se anunció la composición de un comité de expertos que incluía a la presidenta del Comité Asesor de Bioética de Madrid (pág. 123), que sin embargo por solidaridad con el Doctor Montes fue boicoteado por el Colegio de Médicos y muchas otras asociaciones de facultativos. El propio Montes descalificó la comisión, afirmando que carecían de autoridad. La cuestión, por lo tanto, iba más allá de lo puramente médico y gremial. Abarcaba cuestiones mucho más complejas, en el momento que se apelaba a la ética, la dignidad, la estética, &c, como constantemente Montes y el Sendero Luminoso hacían.

De hecho, la autora relaciona la defensa a ultranza de Montes dentro del espectro socialdemócrata con el estreno de la película Mar adentro en el año 2004 y la defensa de la eutanasia que realizó el PSOE: "A nadie se le escapaba cuál era la finalidad de su presencia allí, pero Zapatero prefirió explicarla por el deseo de 'apoyar al cine español y, cuando se trata de apoyar un problema humano de esta entidad, mucho más'. Cuando los periodistas le pidieron su opinión sobre la legalización de la eutanasia, desvió la cuestión con un 'vamos a hablar de cine'" (pág. 16). Además, como desvela Losada, no era la primera vez que se usaba el cinematógrafo para lograr el favor del público en un caso de eutanasia. Lo hicieron en su día los nazis:

El cine fue explotado ampliamente para persuadir a los alemanes de las bondades de la eutanasia. La cinta Ich klage an (Yo acuso), del año 1941, ejerció una influencia notable en la opinión pública y en los médicos. Protagonizada por actores célebres, contaba la historia de una médico aquejada de esclerosis múltiple, que ruega a su marido, un famoso profesor de medicina, que acabe con su vida. El marido cumple ese deseo y es juzgado por un tribunal ante el que diversos testigos presentan ejemplos de los que se infiere que es humano matar a enfermos incurables.
Si los partidarios de la eutanasia no quieren que se relacione su causa con aquel período tenebroso, harían bien en no manipular emocionalmente al público (pág. 18).

Así, el proyecto de legalización de la eutanasia, que no vio la luz en los cuatro años de legislatura anteriores, entró en escena poco después, "por la puerta falsa. Justamente por la que entreabrió el caso de las 'sedaciones terminales' que se administraron en las Urgencias del Hospital Severo Ochoa cuando su coordinador era Luis Montes" (pág. 19).

Y ciertamente, a pesar de caer en alguna ocasión en el maniqueísmo izquierda-derecha propio del mito de la derecha (págs. 138-139), Cristina Losada percibe que esta visión maniquea aparece de forma muy habitual en quienes defendieron a Montes con uñas y dientes, menospreciando y silenciando a las víctimas, lo que manifiesta, según su certero juicio, el vaciamiento de la izquierda una vez caído el Muro de Berlín. A propósito de la Plataforma de Apoyo a Zapatero (PAZ), en el epígrafe titulado La "zeja", señala Losada que: "Nadie debía interferir en la creación del universo maniqueo que una izquierda afectada por un grave vacío ideológico ha de reconstruir una y otra vez para asegurar su supervivencia. El Partido Socialista necesitaba en 2008 más que nunca aquel mundo de 'buenos y malos' para salir airoso de la prueba de las urnas" (pág. 245). Pero lo cierto es que los procedimientos sedativos del Doctor Montes, que rechazó enérgicamente las descalificaciones de nazismo sobre sus prácticas, no diferían de las que en su momento pudieron realizar los nazis con ancianos o disminuidos físicos y psíquicos. Las prácticas eugenésicas del Doctor Mengele, por ser de alguien "de derechas", eran horrendas; las del Doctor Montes, al ser obra de un profesional "de izquierdas", eran aceptables y defendibles.

De hecho, el socialfascismo, socialismo de palabra, fascismo de hecho, se caracterizó de manera peculiar en la defensa de Montes: ninguno de los intelectuales-impostores que defendió al Doctor Muerte había ido nunca a operarse a un hospital público.

Tras el proceso abierto por Avinesa, sobreseído en 2006 pero reabierto en el 2007 tras aceptarse la parcialidad del juez, el auto del 21 de mayo de 2008 no encontró a Montes culpable de asesinato por dichas prácticas. Pero la comisión de 11 expertos nombrada por el juez encontró fuera de lex artis (es decir, no ajustadas al procedimiento que marca la ley) 73 historias clínicas (sobre 169 estudiadas) de pacientes sedados y fallecidos en el servicio de Urgencias, en las que señalaron que había 34 casos de "mala praxis" y una "clara correlación" entre la sedación y la muerte, aunque los tribunales, en suma, no encontraron una relación directa entre las sedaciones y las muertes de pacientes.

El auto del juez señalaba que no era posible vincular las sedaciones terminales con las muertes de los pacientes, pues no se habían realizado las autopsias, lo que también supuso la paralización de los procesos individuales, como el ya mencionado de Fabiola Pestaña. Sin embargo, el auto del juez parecía demasiado ligero y simplificado, pues "El informe del comité de expertos no llegaba a esa conclusión 'inequívoca', sino a otra: que existía una relación causa-efecto entre las irregularidades detectadas y los fallecimientos. El propio auto de la Audiencia recogía ese dictamen, para ignorarlo acto seguido" (pág. 223).

Así, lo que era en principio un caso restringido al Severo Ochoa, se convirtió en una apología de la eutanasia entendida como "muerta digna" de determinadas personas. Todo el juicio del Doctor Montes, en el que se presentó con arrogancia y descaro, negándose incluso a responder al abogado de las víctimas de las sedaciones, fue una farsa mediática que lanzó a la fama al médico, llegando incluso a aparecer en un concierto en plena campaña electoral de 2007 (pág. 209). La culminación de la apoteosis mediática del Doctor Montes consiste en la ovación recibida en el Parlamento de la Comunidad de Madrid por parte de PSOE e IU el 7 de febrero de 2008, justo cuando en una sesión de control se iba a tratar el caso del Severo Ochoa (págs. 234-235), y con la presencia junto a Rodríguez Zapatero en el Círculo de Bellas Artes de Madrid el 5 de marzo de 2008 (pág. 247), al borde del cierre de la campaña electoral, lo que ofrecía una estampa inequívoca. Había que ir introduciendo, como señaló el nuevo ministro de Sanidad, Bernat Soria, el debate sobre la "muerte digna". Y el caso Montes era sin duda una forma ideal para el PSOE.

Pese a que "los socialistas retiraron del programa electoral de 2008 la referencia a la eutanasia que incluía el anterior; y en el Congreso celebrado en julio de ese año tampoco la introdujeron y optaron por referirse a la 'muerte digna' [...] ese mismo mes de julio el ministerio de Sanidad apoyaba un seminario a favor de la eutanasia, dirigido por el propio doctor Montes en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo" (pág. 238). El citado Seminario, "Muerte digna: asistencia ante la muerte", incluyó durante sus sesiones la presentación de la denominada "Declaración de Santander para la despenalización de la eutanasia", buscando modificar el artículo 143 del Código Penal español, despenalizando así el suicidio asistido y la denominada "eutanasia activa". Así, en dicho Artículo del Código Penal español, ubicado en el Libro II: "Delitos y penas", Título I: "Del homicidio y sus formas", se señala:

1. El que induzca al suicidio de otro será castigado con la pena de prisión de cuatro a ocho años.
2. Se impondrá la pena de prisión de dos a cinco años al que coopere con actos necesarios al suicidio de una persona.
3. Será castigado con la pena de prisión de seis a diez años si la cooperación llegara hasta el punto de ejecutar la muerte.
4. El que causare o cooperare activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por la petición expresa, seria e inequívoca de éste, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar, será castigado con la pena inferior en uno o dos grados a las señaladas en los números 2 y 3 de este artículo.

Sería objeto de otro lugar analizar la citada Declaración de Santander, pero algunas de las referencias de tan breve manifiesto son desde luego curiosas. Por ejemplo, el punto 4, donde señala: «El ser humano, aun en medio de su vulnerabilidad, y en tanto que persona, disfruta del derecho a la autodeterminación, libertad, dignidad y otros, que le permiten disponer de su vida, lo que le permitiría afrontar la muerte a la luz de su decisión personal». Mayor metafísica idealista no puede caber en torno a lo que denomina como autodeterminación, libertad o dignidad como atributos de la persona.

Ninguna persona puede autodeterminarse sencillamente porque nadie puede "determinarse a sí mismo", al margen del entorno político y social en que se desenvuelve. El caso del tetrapléjico Ramón Sampedro --el inspirador de la película Mar adentro--, es una muestra de cómo esa metafísica es totalmente irrisoria: Sampedro no pudo autodeterminarse, ni tampoco "renunciar libremente a su cuerpo", como ingenuamente argumentó en el vídeo grabado de su "suicidio asistido". Un hombre postrado en una cama, como era su caso, carece de "libertad para" disponer todo en su muerte, y menos aún para "disponer de su propia vida". De hecho, suponer que el ser humano posee autodeterminación, libertad, dignidad, que puede "disponer de su propia vida" o que uno es dueño de su propio cuerpo (como nos dice Amenábar, director de Mar adentro), es tanto como suponer que el hombre es un espíritu puro al que un cuerpo "deficiente" le supone una carga de la que ha de liberarse. Curioso juicio metafísico en quien se supone que no participa de lo que él y sus adeptos descalificaron como "fundamentalismo religioso" y que atribuyeron falsamente al PP y a los familiares de las víctimas de sus sedaciones.

Además, hablar de eutanasia como "muerte digna" --la "muerte sin sufrimiento físico" de la que habla la autora del libro citando en la página 84 una de las definiciones del Diccionario de la Real Academia Española-- es tanto como suponer que morir a manos de un médico con la sedación terminal, en el pasillo de las Urgencias de un hospital, es más adecuado que hacerlo junto a sus familiares tras haber agotado todos los mecanismos posibles para sobrevivir. Cristina Losada señala el caso de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, que nunca administrarían sedación a un enfermo salvo que este fuera terminal.

Sin pretender solidarizarse con las posiciones católicas de esta Orden, ¿por qué considerar más "digna" la muerte administrada por Montes y su equipo que la que proporcionan los miembros de la Orden Hospitalaria? En todo caso, las sedaciones terminales a enfermos impedidos, ancianos o personas similares son un procedimiento propio de sociedades bárbaras, en las que los ancianos y personas con diversas taras son exterminadas para asegurar la supervivencia del grupo. Lo mismo podríamos decir respecto al aborto usado como método anticonceptivo, una versión refinada del infanticidio que practican los yanomamos u otras sociedades preestatales, en estado de salvajismo. ¿Qué sentido tiene que una sociedad moderna y con suficientes recursos, ganados precisamente gracias al trabajo acumulado por las personas que en su vejez van a ser atendidas, elimine sin más contemplaciones a esos mismos ancianos?

De hecho, cuando se niegan los postulados básicos de la profesión médica, cuando en lugar de operar para que el organismo enfermo se vuelva sano se opera en el sentido inverso, se seda "por ética y por estética", es porque ya se ha establecido un canon humano que no incluye a los ancianos ni a los impedidos físicos o psíquicos, y que se asemeja a las prácticas del Doctor José Mengele antes que a la medicina tradicional.

En el fondo, lo que demuestra el caso de las sedaciones del Severo Ochoa es la contradicción existente entre una sanidad universal, pública y gratuita, y la saturación provocada por las propias condiciones del modo de producción capitalista (trabajadores inmigrantes irregulares que se benefician de la asistencia sanitaria sin contribuir a la Seguridad Social, extranjeros que acuden en masa a operarse al ser muy fácil conseguir la asistencia en España, descoordinación entre el gobierno central y los autonómicos respecto a las competencias, &c.). Así, pretenden subsanarse las contradicciones eliminando a quienes provocan mayor gasto sanitario, que no pueden ser otros que quienes tienen más achaques y dependen más de la medicina. De hecho, Montes fue efusivamente felicitado por sus superiores por la buena "gestión de recursos" realizada desde su puesto de coordinador de Urgencias en el Hospital Severo Ochoa (pág. 51).

El debate sobre la eutanasia, que había ido creciendo en intensidad durante la década de 1930, sufrió un claro retroceso tras la Segunda Guerra Mundial al ser relacionada con las prácticas de los nazis. Pero lo cierto es que en Holanda, donde se legalizó la eutanasia en 1993, se observa que "la decisión de morir, que en teoría corresponde al paciente, es asumida con frecuencia por los médicos. Un estudio de 1995 encontró que 900 eutanasias, de un total de 4.500, se habían hecho sin el consentimiento del paciente". Todo un rotundo mentís para los espiritualistas postulados del Doctor Montes y su afirmación de la autonomía y libertad humanas.

El libro de Cristina Losada termina con una cronología (págs. 249-252) que ayuda a situar cada acontecimiento de los que describe en las páginas anteriores, proceso singular que podría considerarse canónico del socialfascismo. A la vez que el PSOE promovía una Ley de Dependencia para atender a personas "discapacitadas", iba realizando, mediante sus medios de comunicación afines, un proceso de "pedagogía política" para el pueblo indocto. El objetivo de semejante labor educativa no era otro que, "consenso social" de por medio, esa masa indocta fuera aceptando y aplaudiendo, al igual que se aplaudió al final de la película de Alejandro Amenábar, Mar adentro, la "muerte digna", la eutanasia entendida como "buena muerte" y ausencia de sufrimiento de esos mismos "discapacitados". Mientras, se seguían eliminando en las salas de Urgencias a quienes se consideran seres sobrantes para una sanidad saturada.

José Manuel Rodríguez Pardo|El Catoblepas