El ‘laicismo’ republicano francés fue un poderoso movimiento cultural y político que alcanzó su cenit durante el tránsito del siglo XIX al siglo XX. No sólo fue entonces cuando logró controlar la administración educativa, sino que además ejerció una enorme influencia internacional.
Los laicistas franceses de primera hora compartían unos fundamentos filosóficos muy concretos –los del denominado ‘individualismo’ republicano– cuya piedra angular era sin duda la ‘libertad de conciencia’. Tenían también, por supuesto, un programa de acción política muy claro, al que se adherían sin fisuras, aspecto éste que probablemente es el que en mayor medida fue imitado en otros países. Les unía igualmente, y pienso que esta cuestión no se destaca lo suficiente en la actualidad, un proyecto bastante definido de reforma moral y social, sobre cuyas líneas generales estaban de acuerdo y al que intentaban contribuir también con su labor intelectual.
La humillante derrota sufrida en la guerra franco-prusiana (1870), sostenían los republicanos, había puesto de manifiesto que se imponía reedificar sobre nuevas bases el orden político y social. En la práctica, se trataba de crear una nueva nación cuyos ciudadanos, cuyas instituciones y cuya cultura respondiesen a los principios y los ideales de la Revolución. La tarea no estaba exenta de serias dificultades, y una de las principales era la siguiente: cómo lograr que los ciudadanos obrasen con rectitud bajo un régimen político que se fundase en libertad; es decir, sin que las leyes y las costumbres les forzasen en la misma medida que antes a hacerlo. También con un menor auxilio de los poderosos sentimientos religiosos, puesto que para garantizar la ‘libertad de conciencia’ había que limitar la influencia social de las iglesias, que por otra parte, debido al individualismo, tendía de modo natural a debilitarse. De lo contrario, el nuevo orden democrático generaría debilidad moral en los ciudadanos y sería muy fácil de desestabilizar.
A raíz de un curso universitario que redactó e impartió en varias ocasiones, más tarde publicado a título póstumo, Durkheim (1925) se planteó la cuestión y llegó a una paradójica conclusión: había que convertir la moral laica en una especie de ‘religión civil’. Aunque el fundamento y el contenido de dicha moral tenían que ser racionales, había que lograr que los individuos la viesen como un absoluto y sintiesen hacia ella una veneración semejante a la que los fieles experimentan ante los dogmas de su confesión.
Jules Payot (1894), otro autor de inspiración laicista mucho menos conocido, formuló más o menos por entonces una propuesta –en cierto sentido complementaria de la de Durkheim, aunque dirigida a las elites sociales– para solventar el mismo problema. Lo hizo en una obra –La educación de la voluntad–, cuyo contenido vamos a analizar, que tuvo un notable eco internacional. De hecho, en las primeras líneas de tal libro afirma de modo explícito que el debilitamiento de los sentimientos religiosos característico del mundo moderno constituye un serio desafío para la educación moral (Payot, 1922, p. 11).
Según P. Guichonet (1996) y la Enciclopedia Espasa (1966), Jules Payot ejerció como profesor de enseñanza media, hasta que en 1894 obtuvo la agregación y pasó a dar clases en Privas y luego en Chalons-sur-Marne. Posteriormente, fue rector en Chambery (1902-1906) y en Aix-en-Provence (1906-1922). Ajeno desde la infancia a cualquier creencia religiosa, siguió las doctrinas del racionalismo positivista y se hizo famoso por sus editoriales anticlericales en el muy leído Journal des Instituteurs et Institutrices. Publicó además un Cours de Morale (Payot, 1904) destinado a las escuelas normales muy criticado por los católicos. Ferviente admirador de Spencer y Stuart Mill, se vio también muy influido por la psicología asociacionista. Puesto que desde 1904 habría abrazado la causa de los pacifistas, abandonó su puesto durante la movilización de 1914, motivo por el que fue sancionado. A raíz de ello, renunció a la militancia política republicana y durante los últimos años de su vida criticó implacablemente el sistema escolar que había contribuido a levantar.
Nuestro autor se hizo célebre en vida por un libro (Payot, 1894) que podríamos considerar uno de los primeros best-sellers de la literatura de autoayuda: L’éducation de la volonté. La obra conoció un éxito inmediato y duradero en Francia, hasta el punto de que en 1934 había alcanzado la 34ª edición. Más adelante (Payot, 1941), pasó a formar parte del catálogo de Presses Universitaires de France, que la publicó al menos hasta 1949. En total hubo más de 70 reimpresiones. El éxito cosechado animó al autor a redactar una segunda parte (Payot, 1919), titulada Le Travail intellectuel et la volonté, que tuvo mucho menos eco y acabó editándose junto con la primera.
Al parecer (Guichonet, 1996), el libro se tradujo a once idiomas. Titus Voelkel hizo la versión en alemán (Payot, 1901). La última reedición que he localizado es la 8ª, impresa en 1921. De la edición en inglés (Payot, 1909) se encargó Smith Ely Jelliffe. En este caso, la última impresión de que tengo noticia es la 13ª, hecha en 1930. La traducción italiana (Payot, 1907), preparada por G. Amodeo, se reeditó al menos hasta 1924.
He localizado 16 ejemplares de las diversas ediciones en francés en 11 bibliotecas españolas. La mayoría son de instituciones universitarias y centros de investigación públicos, pero 4 están vinculadas a la Iglesia católica. Mayor difusión alcanzó sin duda la traducción (Payot, 1896) de Manuel Antón y Ferrándiz, que en su momento acabó publicando la editorial Jorro (Payot, 1905). En 1943 ésta hizo la 6ª y al parecer última reedición. Se conservan al menos 46 ejemplares de la citada traducción en 38 bibliotecas españolas de todo tipo: universitarias y de investigación (13), de centros de enseñanza civiles y militares (5), públicas (16) o de instituciones católicas (4). La obra figura también en dos colecciones privadas. Podemos hablar, pues, de una difusión bastante amplia, en particular por no estar restringida al ámbito de los especialistas, sino por el contrario abierta al público culto en general.
Su autor reitera una y otra vez cuál es el motivo por el que escribió el libro cuyo contenido vamos a analizar. Quiere contribuir a solventar una grave deficiencia del sistema de enseñanza francés: cuando el estudiante llega a la universidad, aunque eso es lo que se espera de él, no tiene la suficiente fuerza de voluntad para tomar las riendas de su propia formación, porque hasta entonces ha permanecido en todo momento bajo la estricta disciplina de sus padres y profesores (Payot, 1922, pp. 43, 99, 223 y 319-320). Es “el error capital de nuestros sistemas de educación, que sacrifican la cultura de la voluntad a la cultura intelectual. […] Así se logran en los colegios, jóvenes prodigiosos que nada harían entregados a sí mismos” (Payot, 1922, p. 298). Y esto pasa cuando “las pasiones invaden su alma ¡y desgraciado sí, como sucede en todas las facultades de enseñanza en Europa y en América, se encuentra libre, con libertad absoluta, sin apoyo, sin un director de conciencia, sin posibilidad de traspasar la densa atmósfera de ilusiones que lo asfixia! El estudiante se encuentra como aturdido, incapaz de marchar, arrastrado por las preocupaciones reinantes a su alrededor” (Payot, 1922, pp. 177-178). Y no sólo es frágil desde el punto de vista moral, sino que tampoco posee hábitos de trabajo intelectual, pues “en su aislamiento ni aun sabe trabajar, nunca se le ha dado un método de trabajo adaptado a sus fuerzas y a la naturaleza de su entendimiento” (Payot, 1922, p. 178). En suma, libre de las cargas familiares o profesionales, está en la situación ideal para formarse, “los días son suyos, completamente suyos. Pero ¡ay! ¿qué es la libertad exterior para quien no es dueño de sí mismo?” (Payot, 1922, p. 179). El resultado final es que la mayoría de los alumnos apenas trabajan y si lo hacen es sólo por miedo al suspenso. Además, no entienden lo que estudian, porque en los exámenes lo único que se les pide es que repitan lo que han memorizado, con lo que se ahoga cualquier iniciativa y el esfuerzo personal (Payot, 1922, pp. 38-40).
A la vista de esta descripción, uno siente la tentación de sucumbir ante el desaliento y afirmar que los males que aquejan a los sistemas educativos son endémicos. Ahora bien, no puede decirse en absoluto que el diagnóstico que se hace de las causas que los provocan sea el mismo. Payot no propone sólo –como se suele hacer hoy en día– cambiar los métodos de enseñanza. Después de todo es un burgués republicano que confía más en los individuos que en los sistemas, pues cree que la causa profunda y última de los problemas está siempre en las decisiones que toma cada cual. Es más, no tiene reparos en comenzar su análisis afirmando que “la causa de casi todas nuestras adversidades y desgracias es única, y consiste en la debilidad de nuestra voluntad, en la aversión a todo esfuerzo del ánimo y principalmente al esfuerzo perseverante” (Payot, 1922, p. 31).
Lo fundamental, por tanto, es que uno se empeñe a fondo en la búsqueda de la excelencia personal. Ahora bien, muchos (por ejemplo, Kant, Schopenhauer, Spencer) afirman que el carácter no puede cambiar, y otros tantos confían en exceso en el libre albedrío y sostienen que es tarea sencilla forjarse una sólida personalidad (Payot, 1922, pp. 52-56). De ahí proviene un error educativo que tiene muy graves consecuencias: todo se fía a la formación intelectual y se olvida o malentiende la educación de la voluntad (Payot, 1922, p. 42), cuando debería hacerse justo lo contrario, pues de “la grande obra de nuestro propio autodominio […] depende cuanto hemos de valer, y por tanto lo que hemos de ser y el papel que hemos de representar” (Payot, 1922, p. 58). Y así, los educadores trasmiten un excesivo optimismo a sus alumnos. “¡Sois libres!, decían nuestros maestros –confiesa Payot–; pero nosotros sentíamos con desesperación la mentira de tal afirmación. Ni se nos enseñó que la voluntad se conquista lentamente, ni se pensaba en estudiar cómo se conquista, ni tampoco se nos adiestró para esta lucha, ni se nos alentó a ella” (Payot, 1922, pp. 58-59). Sin embargo, al joven hay que decirle todo lo contrario, que dicha tarea está llena de dificultades, “pero presentándole al propio tiempo asegurado el triunfo con la sola condición de una constancia a toda prueba” (Payot, 1922, p. 58). “Los grandes santos –comenta nuestro autor–, vencedores en esa lucha sin tregua entablada entre nuestra naturaleza humana y nuestra naturaleza animal, no disfrutaron la alegría de los triunfos tranquilos y no disputados” (Payot, 1922, p. 60). Es más, “la libertad moral como la libertad política, y como cuanto vale algo en el mundo, debe conquistarse en lucha abierta y defenderse sin tregua, teniendo en cuenta que es la recompensa de los fuertes, de los hábiles y de los perseverantes. Nadie es libre si no merece serlo. La libertad no es un derecho ni un hecho, sino una recompensa, y por cierto la más alta y la más fecunda en satisfacciones” (Payot, 1922, p. 59).
El motivo es que, en la formación moral, hay un grave obstáculo que superar. La inteligencia no es capaz por sí sola de “contrarrestar las torpes y burdas tendencias animales” (Payot, 1922, p. 66), domeñar “las potencias brutales de la sensibilidad” y triunfar en la “lucha contra las fatalidades de nuestra naturaleza animal” (Payot, 1922, p. 162). Las simples ideas, los buenos propósitos, no bastan para progresar moralmente, a no ser que tengan el poder de suscitar sentimientos profundos y duraderos que muevan a actuar. Y es que, como sostenía San Agustín, “qui amat non laborat, para el que ama, en efecto, todo es fácil y agradable de realizar” (Payot, 1922, p. 85). Sólo entonces puede el ser humano sacrificarse por un ideal de vida, sea éste religioso o humano (Payot, 1922, p. 69-71). En la mayoría de las personas sucede, sin embargo, lo contrario: los afectos acaban por someter a la inteligencia y anular la libertad. “Nadie como nosotros –escribe Payot– se halla convencido de cuán raros son los hombres dueños de sí mismos; la libertad es la recompensa a una acumulación de esfuerzos prolongados que pocos tienen el valor de intentar” (Payot, 1922, p. 87). Por eso, hay tantos hombres que “recorren la vida zarandeados por los acontecimientos externos, y son tan poco originales, tan poco dueños de sí mismos como las hojas que se arremolinan arrastradas por el viento de otoño” (Payot, 1922, p. 129). Puede decirse de ellos que se comportan como autómatas (Payot, 1922, pp. 144-145). Por otra parte, hay que tener en cuenta que nos veremos arrastrados inexorablemente por nuestras pasiones, que caen fuera de nuestro control puesto que tienen un origen fisiológico, a no ser que al menor síntoma evitemos que se desencadenen (Payot, 1922, pp. 88 y 94).
¿Cómo saldrá el niño de la impotencia en que su propia contextura psicológica le sume? Al principio, debe recibir la ayuda de sus padres y de sus maestros, y en esta etapa son de gran ayuda los estímulos externos y los poderosos sentimientos que es capaz de suscitar la religión. Por eso, nuestro autor no pretende cambiar los niveles inferiores del sistema de enseñanza francés (Payot, 1922, pp. 98-99). El problema es que tarde o temprano el joven tendrá que aprender a volar solo y, como hemos visto, nadie se preocupa de fortalecer su voluntad con vistas a su ‘emancipación’ moral, de enseñarle a obrar bien con plena conciencia y libertad, y de convencerle de que, “si hoy no puede podrá mañana, con ayuda de la gran potencia libertadora, el tiempo. La libertad inmediata que nos falta se puede suplir por una estrategia, por procedimientos mediatos e indirectos” (Payot, 1922, p. 91).
Esta apología del mérito personal y de la capacidad de superación del ser humano es típica del discurso moral del laicismo republicano. Lo novedoso y lo llamativo es cómo explica nuestro autor el mecanismo en el que se funda la educación de la voluntad. “Si mandamos en nuestra naturaleza humana –sostiene– es obedeciéndola, y la única garantía de nuestra libertad son las leyes de la psicología, único instrumento posible a la vez de nuestra redención. Para nosotros no existe libertad sino en el seno del determinismo” (Payot, 1922, pp. 60-61). Y así, Payot niega que el libre albedrío sea el fundamento de la educación: “Todos somos predestinados en el buen sentido de la palabra. […] La moral sólo necesita libertad, lo que es muy diferente, y la libertad no es posible sino en y por el determinismo” (Payot, 1922, p. 63). Por eso, para educar la voluntad hay que apoyarse en la fuerza de los sentimientos y seguir las leyes de la asociación de ideas: “¿Qué es […] la educación, sino el hecho de poner en juego sentimientos poderosos para crear hábitos de pensar y obrar, es decir, para organizar en el entendimiento del niño sistemas combinados de ideas con ideas, ideas con sentimientos e ideas con actos?” (Payot, 1922, p. 97-98). Tales asociaciones o ‘soldaduras’ son ‘artificiales’, pues no le resulta nada fácil al hombre dominar su mente por medio de la atención. Por eso, el aprendizaje nunca es placentero sino que exige esfuerzo moral (Payot, 1922, p. 102). Ahora bien, “nuestro poder para hacer atractivo por asociación lo que antes no lo era se extiende muy lejos. Podemos desde luego transformar los sentimientos favorables a nuestra voluntad y enriquecerlos hasta el punto de transformarlos” (Payot, 1922, p. 104).
En efecto, aunque no es posible suscitar sentimientos que no se posean ya, sí es posible manejar los que ya existen. En este terreno, “nuestra atención, de la cual disponemos, sustituye a la potencia creadora de que carecemos” (p. 105). A la hora de educar la voluntad, el objetivo ha de ser, pues, establecer “una alianza tan estrecha que no se sabe si la idea es absorbida por el sentimiento o éste por aquélla” (Payot, 1922, p. 69). Para ello, como aconseja Spencer (Payot, 1922, p. 105), el único método es apoyarse en ciertos sentimientos naturales y elementales que –si son normales– todos los seres humanos poseen, e ir construyendo poco a poco ideas-fuerza cada vez más complejas y elevadas. Se podría constituir así una especie de combinatoria de la educación moral fundada en las leyes de la asociación de ideas descubiertas por la Psicología (Payot, 1922, pp. 104-105). “Estas ideas –sostiene nuestro autor– no son por completo tales, sino sustitutos obligados, precisos y fácilmente manejables de los sentimientos, es decir, de estados psicológicos poderosos, pero lentos, torpes y difíciles de manejar” (Payot, 1922, p. 70). Cuanto más tiempo sea capaz la atención capaz de mantener activas en la conciencia tales ideas, y si además tienen el poder de evocar los sentimientos a ellas asociados en caso de necesidad, más se habrá avanzado en la formación moral (Payot, 1922, pp. 109-110).
Sin duda, “el joven ya instruido, que por la severa enseñanza de las cosas y la educación de los padres y maestros ha adquirido un gran dominio sobre sí, puede sostener por mucho tiempo, en la conciencia, las representaciones más de su gusto o más convenientes” (Payot, 1922, pp. 108-109), pero le queda aún mucho camino que recorrer. Al igual que tantos adultos poco formados, cuando siente la seducción de las pasiones, no es capaz de expulsarlas de la conciencia y reafirmarse en sus buenos propósitos. Tiene que apoyarse entonces en motivaciones extrínsecas, por ejemplo el miedo al deshonor o el afán de destacar, aferrarse a la pura voluntad de resistir, o intentar distraerse con alguna ocupación; pero en tal caso la lucha será muy desigual, y los malos sentimientos se saldrán muy a menudo con la suya. Tiene también que recurrir a apoyos externos, es decir, tiene que contar con un ambiente favorable para su formación y huir de todo aquello que pueda inquietarlo y hacerle vacilar o incluso claudicar: escoger bien los amigos, leer libros edificantes, conocer y admirar la vida de los grandes hombres del pasado, evitar las diversiones mundanas y no prestar atención a los sofismas con los que a menudo se justifican los vicios (Payot, 1922, pp. 111-118 y 312-313). Es también importante la higiene, que tanto preocupaba a los pedagogos del siglo XIX: hay que ser frugal al comer y beber, no dormir en exceso y levantarse en cuanto uno se despierte, tonificar el cuerpo y el espíritu con la gimnasia y el ejercicio al aire libre, saber distraerse el tiempo justo cuando es necesario, etc. (Payot, 1922, pp. 197-224).
Sobre estas y otras cuestiones vuelve nuestro autor en la parte final de su libro, en concreto en los Capítulos II y III del Libro IV y en parte del Libro V. En este último propone también cambiar el modo en que se realiza la enseñanza universitaria. Los profesores tendrían que crear pequeños grupos de trabajo de estudiantes con elevadas aspiraciones, para que se apoyen entre sí y no se dejen llevar por la mediocridad y la ruindad que les rodea (Payot, 1922, pp. 300-303). También deberían olvidarse de la pura erudición –de que los alumnos sepan cosas– y aspirar por encima de todo a apasionarlos por el saber e involucrarlos lo más posible en la investigación. De ese modo, acabarán estudiando y aprendiendo por sí mismos, y además lo harán de una forma creativa (Payot, 1922, pp. 305-310).
Ahora bien, además todo profesor debe tener muy presente que sólo puede consagrarse al saber quien no está inmerso en una penosa lucha ascética, quien está cerca de la emancipación moral, porque es capaz de “mantener la tranquila posesión de la conciencia” (Payot, 1992, p. 113), es decir, el imperio en ella de ideas y sentimientos nobles, elevados y viriles. Por eso, lograr que los jóvenes accedan a ese supremo estadio de la formación, ha de ser una de las principales misiones del docente universitario. Éste debería tomar conciencia de que no es un ‘sabio’ puro o un investigador, sino que “cobra por ser profesor, y tiene por tanto deberes para con sus alumnos” (Payot, 1922, p. 301). Es más, los alumnos deberían admirar a sus maestros, y éstos tendrían que tener con ellos un estrecho contacto personal y actuar como una especie de ‘directores de conciencia’ (Payot, 1922, pp. 303-304). Si así fuese, “el cuerpo docente podría crear en el país esa aristocracia de que antes hemos hablado; aristocracia de caracteres ya templados para todos los trabajos elevados” (Payot, 1922, p. 305). No en vano, los estudiantes universitarios forman un grupo privilegiado, ya que tienen la posibilidad de acceder en plenitud a la vida del espíritu. Por ello, hay que tener muy presente que “formarán necesariamente la clase directora de todos los países, hasta en los regidos por el sufragio universal, porque la multitud, incapaz de dirigirse por sí misma, se someterá siempre a las luces de los que han dominado y fortalecido su entendimiento por algunos años de cultura aprovechada”. Ello les impone onerosos deberes, y uno de los principales es hacer menos odiosa su superioridad social e intelectual dando ejemplo de rectitud moral (Payot, 1922, p. 189).
Por lo demás, aun contando con el auxilio de sus profesores, lo cierto es que, en lo fundamental, la responsabilidad educativa seguirá recayendo en cada alumno, pues si no lucha con tenacidad por alcanzar su emancipación moral, de nada servirán los apoyos externos. Y para lograrla, deberá hacer dos cosas: por una parte, entregarse con regularidad a lo que Payot denomina ‘reflexión meditativa’, y por otra combatir con energía el ‘sentimentalismo vago’ y la ‘sensualidad’, dos emociones que minan e incluso agostan la capacidad de esfuerzo.
¿En qué consiste reflexionar y por qué es tan importante? Meditar, explica nuestro autor, no es aprender o investigar. “En el estudio, en efecto, perseguimos el convencimiento, y en la reflexión meditativa pasan las cosas de otro modo, porque nuestro propósito es provocar en el alma movimientos de odio o de amor. En aquél nos domina la preocupación de la verdad, y en ésta nada nos importa la verdad. Aún más, preferimos a veces una mentira útil a una verdad perjudicial, y toda nuestra investigación se halla dominada exclusivamente por un motivo de utilidad”. Tal y como escribió Montaigne, el objetivo ha de ser ‘forjar’ el alma, no ‘vestirla’ (Payot, 1922, p. 126). Quien no sabe meditar, progresa con mucha dificultad en la vida moral. Aunque sepa muy bien en qué consiste vivir bien, tendrá muchas dificultades para conseguirlo, puesto “que nuestras acciones son casi siempre provocadas por estados afectivos”, y por eso para actuar con rectitud necesitamos “‘destilar en nuestra alma’ las ideas y los sentimientos favorables, y transformar las ideas abstractas en afecciones sensibles y vivas” (Payot, 1922, p. 127). Para ello, uno tiene que buscar la soledad interior una vez por semana o incluso todos los días (Payot, 1922, p. 152), y también pasar una parte de las vacaciones en plena naturaleza haciendo balance de su vida (Payot, 1922, p. 168), con el fin “suscitar en su alma enérgicas afecciones o vehementes repulsiones”, en lugar de dedicarse a “pensar sólo con palabras” (Payot, 1922, p. 132).
Ahora bien, no es fácil aprender a meditar y dicha actividad comporta sus riesgos. El principal es dejarse llevar por las fantasías, y entonces uno acaba dominado por las emociones primarias. Tal cosa sucede cuando “la atención dormita, dejando las tramas de ideas y de sentimientos difundirse suavemente en la conciencia y encadenarse a los azares de la asociación de ideas, con frecuencia de la manera más imprevista” (Payot, 1922, p. 125). En la reflexión meditativa sucede precisamente lo contrario: gracias a la atención el espíritu se reconcentra sobre sí mismo y va construyendo paciente y deliberadamente vínculos entre las ideas y los sentimientos. Y así, lo mismo que sucede con los minerales en la naturaleza, en virtud de las leyes de la asociación, los estados psicológicos, sean intelectuales o morales, cristalizan, y la atención los mantiene por largo tiempo en el primer plano de la conciencia. “Si esta ‘cristalización’ se opera lentamente –afirma Payot–, sin sacudidas ni interrupciones, adquiere un notable carácter de solidez, y el grupo así organizado ostenta algo de poderoso, de estable, de definitivo” (Payot, 1922, pp. 128-129). Entonces, uno es capaz de suscitar amores y odios positivos, asociar ideas y sentimientos entre sí y mutuamente, destruir otras asociaciones funestas, grabar en la memoria las que son positivas y borrar de ella las negativas (Payot, 1922, p. 126).
En la práctica, concluye nuestro autor, al meditar hay que seguir cinco reglas: 1ª) en el momento mismo en que uno sienta una emoción favorable, debe fijar su atención en ella para fortalecerla; 2ª) si los buenos sentimientos no brotan, habremos de evocar aquellas ideas con los que sabemos están asociados y tienen el poder de suscitarlos; 3ª) si experimentamos un afecto perjudicial, hemos de hacer todo lo posible por apartar la atención de él; 4ª) si dicho sentimiento se apodera de nuestra conciencia, hay que someter a una severa crítica todas las ideas con él asociadas, que no son sino seductores sofismas; y 5ª) hay que procurar asociar las ideas con detalles y circunstancia concretos de la vida personal (Payot, 1922, pp. 130-131). Por ello, “se impone aquí como regla dominante el reemplazar siempre las palabras por las cosas, y no por una imagen vaga e indeterminada de ellas, sino por las cosas consideradas en sus más minuciosos detalles” (Payot, 1922, p. 164). De lo contrario la solidez de las asociaciones de ideas y el poder de los sentimientos que permiten suscitar será escaso (Payot, 1922, p. 135).
Sin embargo, la educación moral no puede limitarse a la reflexión meditativa, que “es indispensable, pero impotente por sí sola”. Además el hombre ha de esforzarse sin descanso por adquirir hábitos morales, puesto que “nada se pierde en nuestra vida psicológica; la naturaleza es un escrupuloso administrador. Nuestros actos más insignificantes, en apariencia, repetidos poco a poco, forman al cabo de semanas, meses y años, un total enorme inscrito en la memoria orgánica bajo forma de hábitos inextirpables. El tiempo, precioso auxiliar de nuestra emancipación, trabaja con tranquila obstinación contra nosotros, si no le obligamos a trabajar en nuestro provecho, y utiliza en nosotros la ley preponderante de la psicología, la ley del hábito, ya en pro o ya en contra”. Por eso puede decirse que “la conversión y fijación de nuestra energía en hábitos, puede realizarse mediante la actividad, y de ningún modo por la sola reflexión meditativa” (Payot, 1922, pp. 171-172).
En este punto, nuestro autor hace suya, sin citar la fuente, la doctrina sobre los hábitos de Aristóteles: “El acto penoso al principio acaba por constituirse poco a poco en una necesidad, y si tan desagradable fue primero, después lo será su no realización. ¡Dónde encontrar un aliado más precioso para los actos que debemos desear!” (Payot, 1922, p. 172). En cambio, sí cita Payot a Bossuet, al que tiene por “un admirable director de conciencia”, quien sostenía que a la virtud no se llega por causa de unos cuantos grandes impulsos, sino gracias a multitud de pequeños sacrificios cotidianos (Payot, 1922, p. 173). “La gran regla aquí –comenta nuestro autor– es evadir siempre, hasta en las más pequeñas acciones, la tiranía de la pereza, de los deseos y de los impulsos perturbadores. Hasta debemos buscar las ocasiones de ganar esas pequeñas victorias. […] Con tales ‘mortificaciones’ os habituaréis a triunfar de vuestras inclinaciones, a ser activos para todo y siempre… hasta cuando dormís o vagáis sin objeto, que sea porque habéis querido ese reposo” (Payot, 1922, p. 174). Es más, una vez instaurado un hábito, el propio placer de la actividad lo refuerza –de nuevo estamos ante una idea aristotélica enmascarada–, y se vuelve una necesidad. “Tal placer, tiene algo de embriagador que nos perturba el sentido, y acaso este fenómeno provenga de que la acción, más que cualquier otra cosa, nos da el sentimiento de nuestra existencia y de nuestra fuerza” (Payot, 1922, p. 176).
Vencidas, pues, las seducciones del mundo y la tentación de la vida muelle, el camino hacia la vida del espíritu parece despejado, porque “cuando se consolida en un joven este importante y fecundo hábito de decidirse rápidamente, de hacer las cosas sin agitación febril, rotundamente, de buena fe y con sencillez, no existe objetivo intelectual, por elevado que sea, al cual no se pueda aspirar” (Payot, 1922, p. 188).
Sin embargo, queda aún otro poderoso enemigo al que derrotar: la sensualidad. Los jóvenes se hallan en “un momento decisivo en la vida; es preciso gastar ardor, y si no se dirige hacia ocupaciones dignas, acaba por inclinarse hacia los placeres viles y vergonzosos” (Payot, 1922, p. 234). Y la mayoría, por su endeble formación, disgustados con el estudio y carentes de voluntad, se ven arrastrados por el ambiente y las malas compañías, y se inclinan por lo más fácil: rumiar ensoñaciones amorosas que agitan su mente y les impiden concentrarse en el trabajo, o lo que es mucho peor, frecuentan los prostíbulos, seducen doncellas o se divierten con sus amantes, pues el ‘sentimentalismo vago’ de la pubertad acaba convirtiéndose en ‘sensualidad’ (Payot, 1922, pp. 234, 241, 245, 246 y 261).
Es lógico, pues la lucha no es nada sencilla, ya que todo conspira contra la castidad. “Rara vez un estudiante puede casarse antes de los treinta años, y así los diez años más hermosos de la vida se pasan, o bien en luchas, siempre penosas, contra las necesidades fisiológicas, o bien en el vicio” (Payot, 1922, p. 235). Por otra parte, las muchachas casaderas de la buena sociedad –tan codiciadas por su dote– están acostumbradas a la frívola e insustancial vida mundana, en la que introducen a sus pretendientes (Payot, 1922, pp. 238-239, 247-248 y 270-271). Y además, “la literatura contemporánea es casi, en su mayor parte, una glorificación del acto sexual. ¡A creer a muchos de nuestros novelistas y de nuestros poetas, el más elevado, el más noble fin que puede proponerse al ser humano, es la satisfacción de un instinto común con todos los animales!” (Payot, 1922, p. 248). Incluso los médicos dan demasiada importancia a la satisfacción de las necesidades sexuales, y aun a pesar de las enfermedades venéreas, hay quien sostiene que la castidad es perjudicial para la salud (Payot, 1922, p. 250 y 252).
El resultado es que “el hábito de los placeres físicos reemplaza la emociones suaves, pero duraderas del alma por las groseras e impetuosas. Esos violentos sacudimientos destruyen la alegría de los placeres tranquilos, y como los goces sensuales son cortos y dejan tras de sí fatiga y disgusto, el carácter llega a hacerse triste, lúgubre, de una tristeza abrumadora, que incita a buscar los placeres tumultuosos, brutales, violentos. Círculo vicioso desesperante” (Payot, 1922, pp. 242-243). Y en lo que a la formación intelectual se refiere, “después de estas sacudidas tan violentas no se puede en mucho tiempo volver al trabajo pacífico y a los delicados goces del pensamiento. Estos desórdenes depositan una especie de fermento maléfico que desorganiza los sentimientos elevados, tan inestables en el joven” (Payot, 1922, p. 245). Una situación en verdad desoladora, porque la pureza constituye “el supremo triunfo del propio autodominio. […] La fuerza de las fuerzas, la pura energía, la voluntad libre, victoriosa, ¿no ha de quedar dueña del campo en la lucha contra ese instinto tan poderoso? En esto, y no en otra cosa, consiste la virilidad: en el dominio de sí mismo, y tiene razón la Iglesia al ver en la castidad la suprema garantía de la energía de la voluntad, energía que a su vez garantiza la posibilidad de todos los demás sacrificios para el sacerdote” (Payot, 1922, p. 253).
Quien quiera triunfar en tan ardua batalla, tiene que evitar la glotonería y la embriaguez; que dormir lo justo y en una cama no demasiado confortable; que dar largos paseos incluso aunque haga mal tiempo. Con ello podrá disminuir sus necesidades fisiológicas, pero le restará lo más difícil: controlar su imaginación. Lo irá consiguiendo si evita la lectura de obras licenciosas –por ejemplo algunas de Diderot– y la visión de grabados obscenos, si huye de la vida mundana y no trata con jóvenes ricos y holgazanes, y si evita estar ocioso y se mantiene siempre ocupado. Ahora bien, no estará repuesto del todo hasta que, tras la dura y prolongada lucha, descubra “el placer y la alegría del trabajo fecundo” (Payot, 1922, pp. 254-256 y 265-266).
Hasta aquí el análisis del contenido de nuestro libro. Las ideas expuestas nos inspiran varias reflexiones conclusivas. La primera tiene que ver con el ingenuo ‘positivismo’ del autor, que abomina de la metafísica y presume de formular una teoría de la educación moral de carácter psicológico (Payot, 1922, pp. 17-18, 59 y 140). Sin embargo, como tantos otros seguidores del positivismo espiritualizado, en gran medida acaba designando con una nueva terminología supuestamente científica conceptos clave de la tradición pedagógica occidental previa. Como hemos destacado, explica la formación de los hábitos de un modo muy aristotélico, pero es que además su doctrina sobre las pasiones y la lucha moral está casi calcada del estoicismo. Cuando insiste en la necesidad que tiene el ser humano de forjarse a sí mismo y de tener una serie de convicciones que le impulsen a la acción como si fueran un resorte, parece que por su boca habla Séneca, para quien los ‘principios’ eran mucho más importantes que los ‘preceptos’. No menos estoica es la tesis de que el hombre ha de conquistar su libertad siguiendo a su naturaleza. El problema es que tiende a ser un tanto materialista, puesto que recurre a una explicación en exceso simple y bastante mecánica de la educación moral, que a veces queda reducida a un simple proceso de asociación de ideas guiado por la atención.
Un segundo aspecto que llama tal vez aún más poderosamente la atención es la actitud de Payot hacia a la religión. En modo alguno se le puede calificar de antirreligioso, ni siquiera de anticlerical. En el pórtico de su libro, afirma, por ejemplo, que la Iglesia católica ha sido una incomparable educadora de los caracteres (Payot, 1922, p. 13). Más adelante, habla del “prodigioso poder de la Iglesia católica, que sabe adonde conduce a las gentes, y, puesta al corriente por la confesión y la dirección de almas, de las más profundas verdades de la psicología práctica, traza una ancha vía para ese ejército de maniquies, sostiene a los débiles cuando vacilan y da una dirección sensiblemente uniforme a la multitud, que, sin ella, sin su eficaz auxilio, hubiera descendido o permanecido al nivel del animal, desde el punto de vista de la moralidad” (Payot, 1922, p. 146). Y en otro lugar afirma: “Si la universidad, con su cultura moral superior, su profunda ciencia, tomase de la Iglesia católica todo cuanto el admirable conocimiento del corazón humano ha sugerido a esa prodigiosa institución, la universidad gobernaría el alma de la juventud sin competencia posible” (Payot, 1922, p. 304).
Por otra parte, a pesar de no haber sido educado en la fe y de ser un laicista convencido, no tiene inconveniente alguno en citar o incluso alabar, en pie de igualdad con el resto (Rabelais, Montaigne, Descartes, Spinoza, Leibniz, Newton, Marivaux, Kant, Rousseau, Carlyle, Michelet, Comte, Bain, Spencer, Stuart Mill, Manzoni, Renouvier, Schopenhauer, Marion, Wilkie Collins, Darwin, Pasteur, Tolstoi), a muchos de autores y personajes estrechamente vinculados con la Iglesia católica (San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Santo Domingo Guzmán, San Ignacio de Loyola, San Francisco de Sales, Bossuet, Fénelon, San Vicente de Paul) o el jansenismo (Nicole, Pascal).
Pero todavía es más sorprendente comprobar que gran parte de los medios y estrategias de formación moral que recomienda se inspiran en las prácticas piadosas y ascéticas del cristianismo. ¿Acaso no es la ‘reflexión meditativa’ algo muy semejante a un retiro espiritual? La ‘dirección de conciencia’ ¿no ha sido y es una práctica habitual de los confesores? Sus consejos para progresar en la vida moral y los medios que recomienda para preservar la castidad, virtud que tanto valora, ¿no son los mismos que han reiterado durante siglos los moralistas cristianos? Se lamenta además de que no haya un santoral laico del cual puedan tomar los jóvenes modelos para imitar (Payot, 1922, p. 313). Incluso, elogia la belleza y la minuciosidad de la liturgia católica, puesto que sirve para provocar en el creyente emociones muy intensas, y considera el rosario una invención genial, porque es más fácil concentrar la atención si se reza en voz alta (Payot, 1922, pp. 167-168).
Si Payot, aunque achaque en un momento dado a las iglesias graves crímenes y abusos de poder (Payot, 1922, p. 316), propone asimilar lo que considera positivo de la religión, es porque no la ve como un poder alienante, sino que más bien hace de ella una valoración pragmática. La contempla como una etapa fundamental del progreso histórico de la humanidad y como un trampolín para elevarse hasta el máximo grado de excelencia. Por eso, sostiene que hay que considerar a todas las religiones cristianas como aliadas, porque “han tomado como tarea esencial la lucha contra la naturaleza animal del hombre, o sea, en definitiva, la educación de la voluntad, con el objeto de alcanzar en nosotros el dominio de la razón sobre las brutales potencias de la sensibilidad egoísta” (Payot, 1922, p. 138). Sin embargo, la educación religiosa tiene sus limitaciones. Más arriba hemos citado un texto en el que defiende que la moral de base religiosa es apropiada para la mayor parte de los ciudadanos, que no serán jamás capaces de guiarse por sí mismos (Payot, 1922, p. 146). Por eso, explica nuestro autor, para “los grandes directores católicos de la conciencia, […] remover en el alma poderosas emociones no es como para nosotros un medio, sino el fin supremo” (Payot, 1922, pp. 166-167), pues saben que una gran parte de los fieles perderían la fe y se embrutecerían si se les diese una mayor libertad.
Ahora bien, la aristocracia espiritual que está llamada a regir la sociedad debe poseer el más alto grado de formación. Sus miembros tienen que emanciparse desde el punto de vista moral, es decir, tienen que obrar en todo momento con plena conciencia y por convicción personal, no guiados por creencias irracionales y por la benéfica influencia del ambiente. Eso implica que deben liberarse de todas las creencias religiosas, salvo de la siguiente: “admitir que el Universo y la vida humana no existen sin un fin moral, y ningún esfuerzo hacia el bien puede considerarse inútil y perdido” (Payot, 1922, p. 317). Sin embargo, a pesar de ello, no es razonable rechazar buena parte de medios que la Iglesia emplea para formar a sus fieles y prescindir de ellos, pues son muy eficaces, ya que se basan un profundo conocimiento de la naturaleza humana. Por eso, para no fracasar en el empeño, es del mayor interés estudiar cómo la “educación religiosa modela al niño, y por repeticiones, bajo todas formas, enseñanza oral, lecturas, ceremonias públicas, sermones, etc. introduce hasta lo más profundo de su alma los sentimientos religiosos” (Payot, 1922, p. 316), y tomar de ella cuanto sea útil y compatible con la formación superior que han de recibir las personas cultivadas.
Poco o nada tienen que ver las ideas de Payot con lo que hoy suelen defender los ‘laicistas’. Y como hemos mostrado en otros trabajos (Laspalas, 2007; Laspalas, 2008; Laspalas, en prensa), no es el único caso en el que se percibe con meridiana claridad semejante discordancia. Ello plantea un importante enigma histórico: cómo y por qué se ha trasmutado con tanta rapidez una moral y un ideal político cuyos creadores pensaban que estaba llamado a consolidarse y perdurar, en tanto que expresión de un orden democrático justo y benéfico.
Los laicistas franceses de primera hora compartían unos fundamentos filosóficos muy concretos –los del denominado ‘individualismo’ republicano– cuya piedra angular era sin duda la ‘libertad de conciencia’. Tenían también, por supuesto, un programa de acción política muy claro, al que se adherían sin fisuras, aspecto éste que probablemente es el que en mayor medida fue imitado en otros países. Les unía igualmente, y pienso que esta cuestión no se destaca lo suficiente en la actualidad, un proyecto bastante definido de reforma moral y social, sobre cuyas líneas generales estaban de acuerdo y al que intentaban contribuir también con su labor intelectual.
La humillante derrota sufrida en la guerra franco-prusiana (1870), sostenían los republicanos, había puesto de manifiesto que se imponía reedificar sobre nuevas bases el orden político y social. En la práctica, se trataba de crear una nueva nación cuyos ciudadanos, cuyas instituciones y cuya cultura respondiesen a los principios y los ideales de la Revolución. La tarea no estaba exenta de serias dificultades, y una de las principales era la siguiente: cómo lograr que los ciudadanos obrasen con rectitud bajo un régimen político que se fundase en libertad; es decir, sin que las leyes y las costumbres les forzasen en la misma medida que antes a hacerlo. También con un menor auxilio de los poderosos sentimientos religiosos, puesto que para garantizar la ‘libertad de conciencia’ había que limitar la influencia social de las iglesias, que por otra parte, debido al individualismo, tendía de modo natural a debilitarse. De lo contrario, el nuevo orden democrático generaría debilidad moral en los ciudadanos y sería muy fácil de desestabilizar.
A raíz de un curso universitario que redactó e impartió en varias ocasiones, más tarde publicado a título póstumo, Durkheim (1925) se planteó la cuestión y llegó a una paradójica conclusión: había que convertir la moral laica en una especie de ‘religión civil’. Aunque el fundamento y el contenido de dicha moral tenían que ser racionales, había que lograr que los individuos la viesen como un absoluto y sintiesen hacia ella una veneración semejante a la que los fieles experimentan ante los dogmas de su confesión.
Jules Payot (1894), otro autor de inspiración laicista mucho menos conocido, formuló más o menos por entonces una propuesta –en cierto sentido complementaria de la de Durkheim, aunque dirigida a las elites sociales– para solventar el mismo problema. Lo hizo en una obra –La educación de la voluntad–, cuyo contenido vamos a analizar, que tuvo un notable eco internacional. De hecho, en las primeras líneas de tal libro afirma de modo explícito que el debilitamiento de los sentimientos religiosos característico del mundo moderno constituye un serio desafío para la educación moral (Payot, 1922, p. 11).
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Según P. Guichonet (1996) y la Enciclopedia Espasa (1966), Jules Payot ejerció como profesor de enseñanza media, hasta que en 1894 obtuvo la agregación y pasó a dar clases en Privas y luego en Chalons-sur-Marne. Posteriormente, fue rector en Chambery (1902-1906) y en Aix-en-Provence (1906-1922). Ajeno desde la infancia a cualquier creencia religiosa, siguió las doctrinas del racionalismo positivista y se hizo famoso por sus editoriales anticlericales en el muy leído Journal des Instituteurs et Institutrices. Publicó además un Cours de Morale (Payot, 1904) destinado a las escuelas normales muy criticado por los católicos. Ferviente admirador de Spencer y Stuart Mill, se vio también muy influido por la psicología asociacionista. Puesto que desde 1904 habría abrazado la causa de los pacifistas, abandonó su puesto durante la movilización de 1914, motivo por el que fue sancionado. A raíz de ello, renunció a la militancia política republicana y durante los últimos años de su vida criticó implacablemente el sistema escolar que había contribuido a levantar.
Nuestro autor se hizo célebre en vida por un libro (Payot, 1894) que podríamos considerar uno de los primeros best-sellers de la literatura de autoayuda: L’éducation de la volonté. La obra conoció un éxito inmediato y duradero en Francia, hasta el punto de que en 1934 había alcanzado la 34ª edición. Más adelante (Payot, 1941), pasó a formar parte del catálogo de Presses Universitaires de France, que la publicó al menos hasta 1949. En total hubo más de 70 reimpresiones. El éxito cosechado animó al autor a redactar una segunda parte (Payot, 1919), titulada Le Travail intellectuel et la volonté, que tuvo mucho menos eco y acabó editándose junto con la primera.
Al parecer (Guichonet, 1996), el libro se tradujo a once idiomas. Titus Voelkel hizo la versión en alemán (Payot, 1901). La última reedición que he localizado es la 8ª, impresa en 1921. De la edición en inglés (Payot, 1909) se encargó Smith Ely Jelliffe. En este caso, la última impresión de que tengo noticia es la 13ª, hecha en 1930. La traducción italiana (Payot, 1907), preparada por G. Amodeo, se reeditó al menos hasta 1924.
He localizado 16 ejemplares de las diversas ediciones en francés en 11 bibliotecas españolas. La mayoría son de instituciones universitarias y centros de investigación públicos, pero 4 están vinculadas a la Iglesia católica. Mayor difusión alcanzó sin duda la traducción (Payot, 1896) de Manuel Antón y Ferrándiz, que en su momento acabó publicando la editorial Jorro (Payot, 1905). En 1943 ésta hizo la 6ª y al parecer última reedición. Se conservan al menos 46 ejemplares de la citada traducción en 38 bibliotecas españolas de todo tipo: universitarias y de investigación (13), de centros de enseñanza civiles y militares (5), públicas (16) o de instituciones católicas (4). La obra figura también en dos colecciones privadas. Podemos hablar, pues, de una difusión bastante amplia, en particular por no estar restringida al ámbito de los especialistas, sino por el contrario abierta al público culto en general.
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Su autor reitera una y otra vez cuál es el motivo por el que escribió el libro cuyo contenido vamos a analizar. Quiere contribuir a solventar una grave deficiencia del sistema de enseñanza francés: cuando el estudiante llega a la universidad, aunque eso es lo que se espera de él, no tiene la suficiente fuerza de voluntad para tomar las riendas de su propia formación, porque hasta entonces ha permanecido en todo momento bajo la estricta disciplina de sus padres y profesores (Payot, 1922, pp. 43, 99, 223 y 319-320). Es “el error capital de nuestros sistemas de educación, que sacrifican la cultura de la voluntad a la cultura intelectual. […] Así se logran en los colegios, jóvenes prodigiosos que nada harían entregados a sí mismos” (Payot, 1922, p. 298). Y esto pasa cuando “las pasiones invaden su alma ¡y desgraciado sí, como sucede en todas las facultades de enseñanza en Europa y en América, se encuentra libre, con libertad absoluta, sin apoyo, sin un director de conciencia, sin posibilidad de traspasar la densa atmósfera de ilusiones que lo asfixia! El estudiante se encuentra como aturdido, incapaz de marchar, arrastrado por las preocupaciones reinantes a su alrededor” (Payot, 1922, pp. 177-178). Y no sólo es frágil desde el punto de vista moral, sino que tampoco posee hábitos de trabajo intelectual, pues “en su aislamiento ni aun sabe trabajar, nunca se le ha dado un método de trabajo adaptado a sus fuerzas y a la naturaleza de su entendimiento” (Payot, 1922, p. 178). En suma, libre de las cargas familiares o profesionales, está en la situación ideal para formarse, “los días son suyos, completamente suyos. Pero ¡ay! ¿qué es la libertad exterior para quien no es dueño de sí mismo?” (Payot, 1922, p. 179). El resultado final es que la mayoría de los alumnos apenas trabajan y si lo hacen es sólo por miedo al suspenso. Además, no entienden lo que estudian, porque en los exámenes lo único que se les pide es que repitan lo que han memorizado, con lo que se ahoga cualquier iniciativa y el esfuerzo personal (Payot, 1922, pp. 38-40).
A la vista de esta descripción, uno siente la tentación de sucumbir ante el desaliento y afirmar que los males que aquejan a los sistemas educativos son endémicos. Ahora bien, no puede decirse en absoluto que el diagnóstico que se hace de las causas que los provocan sea el mismo. Payot no propone sólo –como se suele hacer hoy en día– cambiar los métodos de enseñanza. Después de todo es un burgués republicano que confía más en los individuos que en los sistemas, pues cree que la causa profunda y última de los problemas está siempre en las decisiones que toma cada cual. Es más, no tiene reparos en comenzar su análisis afirmando que “la causa de casi todas nuestras adversidades y desgracias es única, y consiste en la debilidad de nuestra voluntad, en la aversión a todo esfuerzo del ánimo y principalmente al esfuerzo perseverante” (Payot, 1922, p. 31).
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Lo fundamental, por tanto, es que uno se empeñe a fondo en la búsqueda de la excelencia personal. Ahora bien, muchos (por ejemplo, Kant, Schopenhauer, Spencer) afirman que el carácter no puede cambiar, y otros tantos confían en exceso en el libre albedrío y sostienen que es tarea sencilla forjarse una sólida personalidad (Payot, 1922, pp. 52-56). De ahí proviene un error educativo que tiene muy graves consecuencias: todo se fía a la formación intelectual y se olvida o malentiende la educación de la voluntad (Payot, 1922, p. 42), cuando debería hacerse justo lo contrario, pues de “la grande obra de nuestro propio autodominio […] depende cuanto hemos de valer, y por tanto lo que hemos de ser y el papel que hemos de representar” (Payot, 1922, p. 58). Y así, los educadores trasmiten un excesivo optimismo a sus alumnos. “¡Sois libres!, decían nuestros maestros –confiesa Payot–; pero nosotros sentíamos con desesperación la mentira de tal afirmación. Ni se nos enseñó que la voluntad se conquista lentamente, ni se pensaba en estudiar cómo se conquista, ni tampoco se nos adiestró para esta lucha, ni se nos alentó a ella” (Payot, 1922, pp. 58-59). Sin embargo, al joven hay que decirle todo lo contrario, que dicha tarea está llena de dificultades, “pero presentándole al propio tiempo asegurado el triunfo con la sola condición de una constancia a toda prueba” (Payot, 1922, p. 58). “Los grandes santos –comenta nuestro autor–, vencedores en esa lucha sin tregua entablada entre nuestra naturaleza humana y nuestra naturaleza animal, no disfrutaron la alegría de los triunfos tranquilos y no disputados” (Payot, 1922, p. 60). Es más, “la libertad moral como la libertad política, y como cuanto vale algo en el mundo, debe conquistarse en lucha abierta y defenderse sin tregua, teniendo en cuenta que es la recompensa de los fuertes, de los hábiles y de los perseverantes. Nadie es libre si no merece serlo. La libertad no es un derecho ni un hecho, sino una recompensa, y por cierto la más alta y la más fecunda en satisfacciones” (Payot, 1922, p. 59).
El motivo es que, en la formación moral, hay un grave obstáculo que superar. La inteligencia no es capaz por sí sola de “contrarrestar las torpes y burdas tendencias animales” (Payot, 1922, p. 66), domeñar “las potencias brutales de la sensibilidad” y triunfar en la “lucha contra las fatalidades de nuestra naturaleza animal” (Payot, 1922, p. 162). Las simples ideas, los buenos propósitos, no bastan para progresar moralmente, a no ser que tengan el poder de suscitar sentimientos profundos y duraderos que muevan a actuar. Y es que, como sostenía San Agustín, “qui amat non laborat, para el que ama, en efecto, todo es fácil y agradable de realizar” (Payot, 1922, p. 85). Sólo entonces puede el ser humano sacrificarse por un ideal de vida, sea éste religioso o humano (Payot, 1922, p. 69-71). En la mayoría de las personas sucede, sin embargo, lo contrario: los afectos acaban por someter a la inteligencia y anular la libertad. “Nadie como nosotros –escribe Payot– se halla convencido de cuán raros son los hombres dueños de sí mismos; la libertad es la recompensa a una acumulación de esfuerzos prolongados que pocos tienen el valor de intentar” (Payot, 1922, p. 87). Por eso, hay tantos hombres que “recorren la vida zarandeados por los acontecimientos externos, y son tan poco originales, tan poco dueños de sí mismos como las hojas que se arremolinan arrastradas por el viento de otoño” (Payot, 1922, p. 129). Puede decirse de ellos que se comportan como autómatas (Payot, 1922, pp. 144-145). Por otra parte, hay que tener en cuenta que nos veremos arrastrados inexorablemente por nuestras pasiones, que caen fuera de nuestro control puesto que tienen un origen fisiológico, a no ser que al menor síntoma evitemos que se desencadenen (Payot, 1922, pp. 88 y 94).
¿Cómo saldrá el niño de la impotencia en que su propia contextura psicológica le sume? Al principio, debe recibir la ayuda de sus padres y de sus maestros, y en esta etapa son de gran ayuda los estímulos externos y los poderosos sentimientos que es capaz de suscitar la religión. Por eso, nuestro autor no pretende cambiar los niveles inferiores del sistema de enseñanza francés (Payot, 1922, pp. 98-99). El problema es que tarde o temprano el joven tendrá que aprender a volar solo y, como hemos visto, nadie se preocupa de fortalecer su voluntad con vistas a su ‘emancipación’ moral, de enseñarle a obrar bien con plena conciencia y libertad, y de convencerle de que, “si hoy no puede podrá mañana, con ayuda de la gran potencia libertadora, el tiempo. La libertad inmediata que nos falta se puede suplir por una estrategia, por procedimientos mediatos e indirectos” (Payot, 1922, p. 91).
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Esta apología del mérito personal y de la capacidad de superación del ser humano es típica del discurso moral del laicismo republicano. Lo novedoso y lo llamativo es cómo explica nuestro autor el mecanismo en el que se funda la educación de la voluntad. “Si mandamos en nuestra naturaleza humana –sostiene– es obedeciéndola, y la única garantía de nuestra libertad son las leyes de la psicología, único instrumento posible a la vez de nuestra redención. Para nosotros no existe libertad sino en el seno del determinismo” (Payot, 1922, pp. 60-61). Y así, Payot niega que el libre albedrío sea el fundamento de la educación: “Todos somos predestinados en el buen sentido de la palabra. […] La moral sólo necesita libertad, lo que es muy diferente, y la libertad no es posible sino en y por el determinismo” (Payot, 1922, p. 63). Por eso, para educar la voluntad hay que apoyarse en la fuerza de los sentimientos y seguir las leyes de la asociación de ideas: “¿Qué es […] la educación, sino el hecho de poner en juego sentimientos poderosos para crear hábitos de pensar y obrar, es decir, para organizar en el entendimiento del niño sistemas combinados de ideas con ideas, ideas con sentimientos e ideas con actos?” (Payot, 1922, p. 97-98). Tales asociaciones o ‘soldaduras’ son ‘artificiales’, pues no le resulta nada fácil al hombre dominar su mente por medio de la atención. Por eso, el aprendizaje nunca es placentero sino que exige esfuerzo moral (Payot, 1922, p. 102). Ahora bien, “nuestro poder para hacer atractivo por asociación lo que antes no lo era se extiende muy lejos. Podemos desde luego transformar los sentimientos favorables a nuestra voluntad y enriquecerlos hasta el punto de transformarlos” (Payot, 1922, p. 104).
En efecto, aunque no es posible suscitar sentimientos que no se posean ya, sí es posible manejar los que ya existen. En este terreno, “nuestra atención, de la cual disponemos, sustituye a la potencia creadora de que carecemos” (p. 105). A la hora de educar la voluntad, el objetivo ha de ser, pues, establecer “una alianza tan estrecha que no se sabe si la idea es absorbida por el sentimiento o éste por aquélla” (Payot, 1922, p. 69). Para ello, como aconseja Spencer (Payot, 1922, p. 105), el único método es apoyarse en ciertos sentimientos naturales y elementales que –si son normales– todos los seres humanos poseen, e ir construyendo poco a poco ideas-fuerza cada vez más complejas y elevadas. Se podría constituir así una especie de combinatoria de la educación moral fundada en las leyes de la asociación de ideas descubiertas por la Psicología (Payot, 1922, pp. 104-105). “Estas ideas –sostiene nuestro autor– no son por completo tales, sino sustitutos obligados, precisos y fácilmente manejables de los sentimientos, es decir, de estados psicológicos poderosos, pero lentos, torpes y difíciles de manejar” (Payot, 1922, p. 70). Cuanto más tiempo sea capaz la atención capaz de mantener activas en la conciencia tales ideas, y si además tienen el poder de evocar los sentimientos a ellas asociados en caso de necesidad, más se habrá avanzado en la formación moral (Payot, 1922, pp. 109-110).
Sin duda, “el joven ya instruido, que por la severa enseñanza de las cosas y la educación de los padres y maestros ha adquirido un gran dominio sobre sí, puede sostener por mucho tiempo, en la conciencia, las representaciones más de su gusto o más convenientes” (Payot, 1922, pp. 108-109), pero le queda aún mucho camino que recorrer. Al igual que tantos adultos poco formados, cuando siente la seducción de las pasiones, no es capaz de expulsarlas de la conciencia y reafirmarse en sus buenos propósitos. Tiene que apoyarse entonces en motivaciones extrínsecas, por ejemplo el miedo al deshonor o el afán de destacar, aferrarse a la pura voluntad de resistir, o intentar distraerse con alguna ocupación; pero en tal caso la lucha será muy desigual, y los malos sentimientos se saldrán muy a menudo con la suya. Tiene también que recurrir a apoyos externos, es decir, tiene que contar con un ambiente favorable para su formación y huir de todo aquello que pueda inquietarlo y hacerle vacilar o incluso claudicar: escoger bien los amigos, leer libros edificantes, conocer y admirar la vida de los grandes hombres del pasado, evitar las diversiones mundanas y no prestar atención a los sofismas con los que a menudo se justifican los vicios (Payot, 1922, pp. 111-118 y 312-313). Es también importante la higiene, que tanto preocupaba a los pedagogos del siglo XIX: hay que ser frugal al comer y beber, no dormir en exceso y levantarse en cuanto uno se despierte, tonificar el cuerpo y el espíritu con la gimnasia y el ejercicio al aire libre, saber distraerse el tiempo justo cuando es necesario, etc. (Payot, 1922, pp. 197-224).
Sobre estas y otras cuestiones vuelve nuestro autor en la parte final de su libro, en concreto en los Capítulos II y III del Libro IV y en parte del Libro V. En este último propone también cambiar el modo en que se realiza la enseñanza universitaria. Los profesores tendrían que crear pequeños grupos de trabajo de estudiantes con elevadas aspiraciones, para que se apoyen entre sí y no se dejen llevar por la mediocridad y la ruindad que les rodea (Payot, 1922, pp. 300-303). También deberían olvidarse de la pura erudición –de que los alumnos sepan cosas– y aspirar por encima de todo a apasionarlos por el saber e involucrarlos lo más posible en la investigación. De ese modo, acabarán estudiando y aprendiendo por sí mismos, y además lo harán de una forma creativa (Payot, 1922, pp. 305-310).
Ahora bien, además todo profesor debe tener muy presente que sólo puede consagrarse al saber quien no está inmerso en una penosa lucha ascética, quien está cerca de la emancipación moral, porque es capaz de “mantener la tranquila posesión de la conciencia” (Payot, 1992, p. 113), es decir, el imperio en ella de ideas y sentimientos nobles, elevados y viriles. Por eso, lograr que los jóvenes accedan a ese supremo estadio de la formación, ha de ser una de las principales misiones del docente universitario. Éste debería tomar conciencia de que no es un ‘sabio’ puro o un investigador, sino que “cobra por ser profesor, y tiene por tanto deberes para con sus alumnos” (Payot, 1922, p. 301). Es más, los alumnos deberían admirar a sus maestros, y éstos tendrían que tener con ellos un estrecho contacto personal y actuar como una especie de ‘directores de conciencia’ (Payot, 1922, pp. 303-304). Si así fuese, “el cuerpo docente podría crear en el país esa aristocracia de que antes hemos hablado; aristocracia de caracteres ya templados para todos los trabajos elevados” (Payot, 1922, p. 305). No en vano, los estudiantes universitarios forman un grupo privilegiado, ya que tienen la posibilidad de acceder en plenitud a la vida del espíritu. Por ello, hay que tener muy presente que “formarán necesariamente la clase directora de todos los países, hasta en los regidos por el sufragio universal, porque la multitud, incapaz de dirigirse por sí misma, se someterá siempre a las luces de los que han dominado y fortalecido su entendimiento por algunos años de cultura aprovechada”. Ello les impone onerosos deberes, y uno de los principales es hacer menos odiosa su superioridad social e intelectual dando ejemplo de rectitud moral (Payot, 1922, p. 189).
Por lo demás, aun contando con el auxilio de sus profesores, lo cierto es que, en lo fundamental, la responsabilidad educativa seguirá recayendo en cada alumno, pues si no lucha con tenacidad por alcanzar su emancipación moral, de nada servirán los apoyos externos. Y para lograrla, deberá hacer dos cosas: por una parte, entregarse con regularidad a lo que Payot denomina ‘reflexión meditativa’, y por otra combatir con energía el ‘sentimentalismo vago’ y la ‘sensualidad’, dos emociones que minan e incluso agostan la capacidad de esfuerzo.
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¿En qué consiste reflexionar y por qué es tan importante? Meditar, explica nuestro autor, no es aprender o investigar. “En el estudio, en efecto, perseguimos el convencimiento, y en la reflexión meditativa pasan las cosas de otro modo, porque nuestro propósito es provocar en el alma movimientos de odio o de amor. En aquél nos domina la preocupación de la verdad, y en ésta nada nos importa la verdad. Aún más, preferimos a veces una mentira útil a una verdad perjudicial, y toda nuestra investigación se halla dominada exclusivamente por un motivo de utilidad”. Tal y como escribió Montaigne, el objetivo ha de ser ‘forjar’ el alma, no ‘vestirla’ (Payot, 1922, p. 126). Quien no sabe meditar, progresa con mucha dificultad en la vida moral. Aunque sepa muy bien en qué consiste vivir bien, tendrá muchas dificultades para conseguirlo, puesto “que nuestras acciones son casi siempre provocadas por estados afectivos”, y por eso para actuar con rectitud necesitamos “‘destilar en nuestra alma’ las ideas y los sentimientos favorables, y transformar las ideas abstractas en afecciones sensibles y vivas” (Payot, 1922, p. 127). Para ello, uno tiene que buscar la soledad interior una vez por semana o incluso todos los días (Payot, 1922, p. 152), y también pasar una parte de las vacaciones en plena naturaleza haciendo balance de su vida (Payot, 1922, p. 168), con el fin “suscitar en su alma enérgicas afecciones o vehementes repulsiones”, en lugar de dedicarse a “pensar sólo con palabras” (Payot, 1922, p. 132).
Ahora bien, no es fácil aprender a meditar y dicha actividad comporta sus riesgos. El principal es dejarse llevar por las fantasías, y entonces uno acaba dominado por las emociones primarias. Tal cosa sucede cuando “la atención dormita, dejando las tramas de ideas y de sentimientos difundirse suavemente en la conciencia y encadenarse a los azares de la asociación de ideas, con frecuencia de la manera más imprevista” (Payot, 1922, p. 125). En la reflexión meditativa sucede precisamente lo contrario: gracias a la atención el espíritu se reconcentra sobre sí mismo y va construyendo paciente y deliberadamente vínculos entre las ideas y los sentimientos. Y así, lo mismo que sucede con los minerales en la naturaleza, en virtud de las leyes de la asociación, los estados psicológicos, sean intelectuales o morales, cristalizan, y la atención los mantiene por largo tiempo en el primer plano de la conciencia. “Si esta ‘cristalización’ se opera lentamente –afirma Payot–, sin sacudidas ni interrupciones, adquiere un notable carácter de solidez, y el grupo así organizado ostenta algo de poderoso, de estable, de definitivo” (Payot, 1922, pp. 128-129). Entonces, uno es capaz de suscitar amores y odios positivos, asociar ideas y sentimientos entre sí y mutuamente, destruir otras asociaciones funestas, grabar en la memoria las que son positivas y borrar de ella las negativas (Payot, 1922, p. 126).
En la práctica, concluye nuestro autor, al meditar hay que seguir cinco reglas: 1ª) en el momento mismo en que uno sienta una emoción favorable, debe fijar su atención en ella para fortalecerla; 2ª) si los buenos sentimientos no brotan, habremos de evocar aquellas ideas con los que sabemos están asociados y tienen el poder de suscitarlos; 3ª) si experimentamos un afecto perjudicial, hemos de hacer todo lo posible por apartar la atención de él; 4ª) si dicho sentimiento se apodera de nuestra conciencia, hay que someter a una severa crítica todas las ideas con él asociadas, que no son sino seductores sofismas; y 5ª) hay que procurar asociar las ideas con detalles y circunstancia concretos de la vida personal (Payot, 1922, pp. 130-131). Por ello, “se impone aquí como regla dominante el reemplazar siempre las palabras por las cosas, y no por una imagen vaga e indeterminada de ellas, sino por las cosas consideradas en sus más minuciosos detalles” (Payot, 1922, p. 164). De lo contrario la solidez de las asociaciones de ideas y el poder de los sentimientos que permiten suscitar será escaso (Payot, 1922, p. 135).
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Sin embargo, la educación moral no puede limitarse a la reflexión meditativa, que “es indispensable, pero impotente por sí sola”. Además el hombre ha de esforzarse sin descanso por adquirir hábitos morales, puesto que “nada se pierde en nuestra vida psicológica; la naturaleza es un escrupuloso administrador. Nuestros actos más insignificantes, en apariencia, repetidos poco a poco, forman al cabo de semanas, meses y años, un total enorme inscrito en la memoria orgánica bajo forma de hábitos inextirpables. El tiempo, precioso auxiliar de nuestra emancipación, trabaja con tranquila obstinación contra nosotros, si no le obligamos a trabajar en nuestro provecho, y utiliza en nosotros la ley preponderante de la psicología, la ley del hábito, ya en pro o ya en contra”. Por eso puede decirse que “la conversión y fijación de nuestra energía en hábitos, puede realizarse mediante la actividad, y de ningún modo por la sola reflexión meditativa” (Payot, 1922, pp. 171-172).
En este punto, nuestro autor hace suya, sin citar la fuente, la doctrina sobre los hábitos de Aristóteles: “El acto penoso al principio acaba por constituirse poco a poco en una necesidad, y si tan desagradable fue primero, después lo será su no realización. ¡Dónde encontrar un aliado más precioso para los actos que debemos desear!” (Payot, 1922, p. 172). En cambio, sí cita Payot a Bossuet, al que tiene por “un admirable director de conciencia”, quien sostenía que a la virtud no se llega por causa de unos cuantos grandes impulsos, sino gracias a multitud de pequeños sacrificios cotidianos (Payot, 1922, p. 173). “La gran regla aquí –comenta nuestro autor– es evadir siempre, hasta en las más pequeñas acciones, la tiranía de la pereza, de los deseos y de los impulsos perturbadores. Hasta debemos buscar las ocasiones de ganar esas pequeñas victorias. […] Con tales ‘mortificaciones’ os habituaréis a triunfar de vuestras inclinaciones, a ser activos para todo y siempre… hasta cuando dormís o vagáis sin objeto, que sea porque habéis querido ese reposo” (Payot, 1922, p. 174). Es más, una vez instaurado un hábito, el propio placer de la actividad lo refuerza –de nuevo estamos ante una idea aristotélica enmascarada–, y se vuelve una necesidad. “Tal placer, tiene algo de embriagador que nos perturba el sentido, y acaso este fenómeno provenga de que la acción, más que cualquier otra cosa, nos da el sentimiento de nuestra existencia y de nuestra fuerza” (Payot, 1922, p. 176).
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Vencidas, pues, las seducciones del mundo y la tentación de la vida muelle, el camino hacia la vida del espíritu parece despejado, porque “cuando se consolida en un joven este importante y fecundo hábito de decidirse rápidamente, de hacer las cosas sin agitación febril, rotundamente, de buena fe y con sencillez, no existe objetivo intelectual, por elevado que sea, al cual no se pueda aspirar” (Payot, 1922, p. 188).
Sin embargo, queda aún otro poderoso enemigo al que derrotar: la sensualidad. Los jóvenes se hallan en “un momento decisivo en la vida; es preciso gastar ardor, y si no se dirige hacia ocupaciones dignas, acaba por inclinarse hacia los placeres viles y vergonzosos” (Payot, 1922, p. 234). Y la mayoría, por su endeble formación, disgustados con el estudio y carentes de voluntad, se ven arrastrados por el ambiente y las malas compañías, y se inclinan por lo más fácil: rumiar ensoñaciones amorosas que agitan su mente y les impiden concentrarse en el trabajo, o lo que es mucho peor, frecuentan los prostíbulos, seducen doncellas o se divierten con sus amantes, pues el ‘sentimentalismo vago’ de la pubertad acaba convirtiéndose en ‘sensualidad’ (Payot, 1922, pp. 234, 241, 245, 246 y 261).
Es lógico, pues la lucha no es nada sencilla, ya que todo conspira contra la castidad. “Rara vez un estudiante puede casarse antes de los treinta años, y así los diez años más hermosos de la vida se pasan, o bien en luchas, siempre penosas, contra las necesidades fisiológicas, o bien en el vicio” (Payot, 1922, p. 235). Por otra parte, las muchachas casaderas de la buena sociedad –tan codiciadas por su dote– están acostumbradas a la frívola e insustancial vida mundana, en la que introducen a sus pretendientes (Payot, 1922, pp. 238-239, 247-248 y 270-271). Y además, “la literatura contemporánea es casi, en su mayor parte, una glorificación del acto sexual. ¡A creer a muchos de nuestros novelistas y de nuestros poetas, el más elevado, el más noble fin que puede proponerse al ser humano, es la satisfacción de un instinto común con todos los animales!” (Payot, 1922, p. 248). Incluso los médicos dan demasiada importancia a la satisfacción de las necesidades sexuales, y aun a pesar de las enfermedades venéreas, hay quien sostiene que la castidad es perjudicial para la salud (Payot, 1922, p. 250 y 252).
El resultado es que “el hábito de los placeres físicos reemplaza la emociones suaves, pero duraderas del alma por las groseras e impetuosas. Esos violentos sacudimientos destruyen la alegría de los placeres tranquilos, y como los goces sensuales son cortos y dejan tras de sí fatiga y disgusto, el carácter llega a hacerse triste, lúgubre, de una tristeza abrumadora, que incita a buscar los placeres tumultuosos, brutales, violentos. Círculo vicioso desesperante” (Payot, 1922, pp. 242-243). Y en lo que a la formación intelectual se refiere, “después de estas sacudidas tan violentas no se puede en mucho tiempo volver al trabajo pacífico y a los delicados goces del pensamiento. Estos desórdenes depositan una especie de fermento maléfico que desorganiza los sentimientos elevados, tan inestables en el joven” (Payot, 1922, p. 245). Una situación en verdad desoladora, porque la pureza constituye “el supremo triunfo del propio autodominio. […] La fuerza de las fuerzas, la pura energía, la voluntad libre, victoriosa, ¿no ha de quedar dueña del campo en la lucha contra ese instinto tan poderoso? En esto, y no en otra cosa, consiste la virilidad: en el dominio de sí mismo, y tiene razón la Iglesia al ver en la castidad la suprema garantía de la energía de la voluntad, energía que a su vez garantiza la posibilidad de todos los demás sacrificios para el sacerdote” (Payot, 1922, p. 253).
Quien quiera triunfar en tan ardua batalla, tiene que evitar la glotonería y la embriaguez; que dormir lo justo y en una cama no demasiado confortable; que dar largos paseos incluso aunque haga mal tiempo. Con ello podrá disminuir sus necesidades fisiológicas, pero le restará lo más difícil: controlar su imaginación. Lo irá consiguiendo si evita la lectura de obras licenciosas –por ejemplo algunas de Diderot– y la visión de grabados obscenos, si huye de la vida mundana y no trata con jóvenes ricos y holgazanes, y si evita estar ocioso y se mantiene siempre ocupado. Ahora bien, no estará repuesto del todo hasta que, tras la dura y prolongada lucha, descubra “el placer y la alegría del trabajo fecundo” (Payot, 1922, pp. 254-256 y 265-266).
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Hasta aquí el análisis del contenido de nuestro libro. Las ideas expuestas nos inspiran varias reflexiones conclusivas. La primera tiene que ver con el ingenuo ‘positivismo’ del autor, que abomina de la metafísica y presume de formular una teoría de la educación moral de carácter psicológico (Payot, 1922, pp. 17-18, 59 y 140). Sin embargo, como tantos otros seguidores del positivismo espiritualizado, en gran medida acaba designando con una nueva terminología supuestamente científica conceptos clave de la tradición pedagógica occidental previa. Como hemos destacado, explica la formación de los hábitos de un modo muy aristotélico, pero es que además su doctrina sobre las pasiones y la lucha moral está casi calcada del estoicismo. Cuando insiste en la necesidad que tiene el ser humano de forjarse a sí mismo y de tener una serie de convicciones que le impulsen a la acción como si fueran un resorte, parece que por su boca habla Séneca, para quien los ‘principios’ eran mucho más importantes que los ‘preceptos’. No menos estoica es la tesis de que el hombre ha de conquistar su libertad siguiendo a su naturaleza. El problema es que tiende a ser un tanto materialista, puesto que recurre a una explicación en exceso simple y bastante mecánica de la educación moral, que a veces queda reducida a un simple proceso de asociación de ideas guiado por la atención.
Un segundo aspecto que llama tal vez aún más poderosamente la atención es la actitud de Payot hacia a la religión. En modo alguno se le puede calificar de antirreligioso, ni siquiera de anticlerical. En el pórtico de su libro, afirma, por ejemplo, que la Iglesia católica ha sido una incomparable educadora de los caracteres (Payot, 1922, p. 13). Más adelante, habla del “prodigioso poder de la Iglesia católica, que sabe adonde conduce a las gentes, y, puesta al corriente por la confesión y la dirección de almas, de las más profundas verdades de la psicología práctica, traza una ancha vía para ese ejército de maniquies, sostiene a los débiles cuando vacilan y da una dirección sensiblemente uniforme a la multitud, que, sin ella, sin su eficaz auxilio, hubiera descendido o permanecido al nivel del animal, desde el punto de vista de la moralidad” (Payot, 1922, p. 146). Y en otro lugar afirma: “Si la universidad, con su cultura moral superior, su profunda ciencia, tomase de la Iglesia católica todo cuanto el admirable conocimiento del corazón humano ha sugerido a esa prodigiosa institución, la universidad gobernaría el alma de la juventud sin competencia posible” (Payot, 1922, p. 304).
Por otra parte, a pesar de no haber sido educado en la fe y de ser un laicista convencido, no tiene inconveniente alguno en citar o incluso alabar, en pie de igualdad con el resto (Rabelais, Montaigne, Descartes, Spinoza, Leibniz, Newton, Marivaux, Kant, Rousseau, Carlyle, Michelet, Comte, Bain, Spencer, Stuart Mill, Manzoni, Renouvier, Schopenhauer, Marion, Wilkie Collins, Darwin, Pasteur, Tolstoi), a muchos de autores y personajes estrechamente vinculados con la Iglesia católica (San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Santo Domingo Guzmán, San Ignacio de Loyola, San Francisco de Sales, Bossuet, Fénelon, San Vicente de Paul) o el jansenismo (Nicole, Pascal).
Pero todavía es más sorprendente comprobar que gran parte de los medios y estrategias de formación moral que recomienda se inspiran en las prácticas piadosas y ascéticas del cristianismo. ¿Acaso no es la ‘reflexión meditativa’ algo muy semejante a un retiro espiritual? La ‘dirección de conciencia’ ¿no ha sido y es una práctica habitual de los confesores? Sus consejos para progresar en la vida moral y los medios que recomienda para preservar la castidad, virtud que tanto valora, ¿no son los mismos que han reiterado durante siglos los moralistas cristianos? Se lamenta además de que no haya un santoral laico del cual puedan tomar los jóvenes modelos para imitar (Payot, 1922, p. 313). Incluso, elogia la belleza y la minuciosidad de la liturgia católica, puesto que sirve para provocar en el creyente emociones muy intensas, y considera el rosario una invención genial, porque es más fácil concentrar la atención si se reza en voz alta (Payot, 1922, pp. 167-168).
Si Payot, aunque achaque en un momento dado a las iglesias graves crímenes y abusos de poder (Payot, 1922, p. 316), propone asimilar lo que considera positivo de la religión, es porque no la ve como un poder alienante, sino que más bien hace de ella una valoración pragmática. La contempla como una etapa fundamental del progreso histórico de la humanidad y como un trampolín para elevarse hasta el máximo grado de excelencia. Por eso, sostiene que hay que considerar a todas las religiones cristianas como aliadas, porque “han tomado como tarea esencial la lucha contra la naturaleza animal del hombre, o sea, en definitiva, la educación de la voluntad, con el objeto de alcanzar en nosotros el dominio de la razón sobre las brutales potencias de la sensibilidad egoísta” (Payot, 1922, p. 138). Sin embargo, la educación religiosa tiene sus limitaciones. Más arriba hemos citado un texto en el que defiende que la moral de base religiosa es apropiada para la mayor parte de los ciudadanos, que no serán jamás capaces de guiarse por sí mismos (Payot, 1922, p. 146). Por eso, explica nuestro autor, para “los grandes directores católicos de la conciencia, […] remover en el alma poderosas emociones no es como para nosotros un medio, sino el fin supremo” (Payot, 1922, pp. 166-167), pues saben que una gran parte de los fieles perderían la fe y se embrutecerían si se les diese una mayor libertad.
Ahora bien, la aristocracia espiritual que está llamada a regir la sociedad debe poseer el más alto grado de formación. Sus miembros tienen que emanciparse desde el punto de vista moral, es decir, tienen que obrar en todo momento con plena conciencia y por convicción personal, no guiados por creencias irracionales y por la benéfica influencia del ambiente. Eso implica que deben liberarse de todas las creencias religiosas, salvo de la siguiente: “admitir que el Universo y la vida humana no existen sin un fin moral, y ningún esfuerzo hacia el bien puede considerarse inútil y perdido” (Payot, 1922, p. 317). Sin embargo, a pesar de ello, no es razonable rechazar buena parte de medios que la Iglesia emplea para formar a sus fieles y prescindir de ellos, pues son muy eficaces, ya que se basan un profundo conocimiento de la naturaleza humana. Por eso, para no fracasar en el empeño, es del mayor interés estudiar cómo la “educación religiosa modela al niño, y por repeticiones, bajo todas formas, enseñanza oral, lecturas, ceremonias públicas, sermones, etc. introduce hasta lo más profundo de su alma los sentimientos religiosos” (Payot, 1922, p. 316), y tomar de ella cuanto sea útil y compatible con la formación superior que han de recibir las personas cultivadas.
Poco o nada tienen que ver las ideas de Payot con lo que hoy suelen defender los ‘laicistas’. Y como hemos mostrado en otros trabajos (Laspalas, 2007; Laspalas, 2008; Laspalas, en prensa), no es el único caso en el que se percibe con meridiana claridad semejante discordancia. Ello plantea un importante enigma histórico: cómo y por qué se ha trasmutado con tanta rapidez una moral y un ideal político cuyos creadores pensaban que estaba llamado a consolidarse y perdurar, en tanto que expresión de un orden democrático justo y benéfico.
Javie Laspalas|Universidad de Navarra
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