domingo, 13 de diciembre de 2009

¿Qué es Tradicionalismo?


¿Qué es tradicionalismo?

Tradicionalismo, de consiguiente, es el amor a los principios y deducciones de la Tradición, es su estudio y desarrollo y defensa, es el sistema que tiene por objeto establecerlos prácticamente en España; y en virtud de esto, son absolutamente contrarios al espíritu y al programa tradicionalista, tanto los abusos del poder público como la sedición contra la autoridad legítima, así el absolutismo oligárquicos y demagógicos, lo mismo la opresión de la libertad que la autorización de la licencia, igual los antiguos despotismos que los despóticos liberalismos flamantes.

El tradicionalismo nada tiene de crédulo aunque es creyente, no restaura rigorismos extremos aunque es católico; es íntegro sin ser extremado, es intransigente sin ser intolerante, es moderno sin ser modernista, nada tiene que ver con el reprobado tradicionalismo de los Ráulica y los Bonald, ni con el absolutismo galicano de los Bossuet y Luis XIV, ni con el regalismo jansenista de los Pimentel y los Chumacero; defiende principios naturales y cristianos de buen gobierno monárquico, no demasías cortesanas ni privados intereses de dinastías o de favoritos; es de herencia nacional de enseñanzas y procedimientos sanos, que no de tiranías y vetusteces insanas; da origen divino a la autoridad, no al derecho personal de ejercerla, que es humano; y si por derecho divino presta obediencia a los gobernantes que la ejercen rectamente, también por derecho divino pueden negarla a los que la ejerzan tiránicamente.

Tanto se aparta la influencia de los Nithard, como de las infamias de los Godoy; tan lejos va de la mitra de los Opas, Gelmírez y Fonsecas, como de la privanza fatal de los Lunas, Olivares y Oropesas; lo mismo reprueba a la funesta bonachería de Carlos II y Carlos IV, que las tiranías de Felipe V y Fernando VII; si le agrandan reyes como San Fernando, Isabel la Católica, Carlos I y Felipe II quiérelos ver con la investidura de todos los modernos adelantos legítimos; recoge todo lo bueno de las leyes, mas no todas las obras de los reyes; es españolísimo y no dinastisimo, es regionalismo y no centralización; no es francés ni alemán, no es Austria ni es Borbón; es español y españolista, es patria y nación y bandera y se llama España.

España, no partido, antes exige el acabamiento de los partidos, bien admite que admite y respeta la variedad de escuelas y tendencias españolistas dentro de la unidad tradicionalista; porque, en suma, el Tradicionalismo no es más que el españolismo de los siglos, neto, auténtico, legítimo, probado, que no está reñido con la variedad de opiniones honestas y quiere en lo necesario, unidad; en lo dudoso, libertad ; y en todo, caridad.

Si en tiempos que ya pasaron hubo tradicionalistas creyente que de buena fe en los reyes de derecho divino personal o dinástico, y de defensores de la potestad absoluta y de rigorismos extremados, fue porque las extremadas circunstancias de sus días eclipsaron por algunos momentos la verdadera Tradición católica-monárquica de las Españas y porque la clara explicación y aplicación de ella, como de las ciencias mismas, sólo podía venir con el curso de los tiempos.

Oponiendo ardorosos la fortaleza de su celo a las violencias de la malicia revolucionaria , no advirtieron que antes del gobernante es el pueblo; antes del derecho regitivo de la persona ó dinastía designada, el derecho designativo que por ley natural tiene la sociedad; pero bien sabían y propugnaban que no se hizo el pueblo para el rey, sino el rey para el pueblo, y la libertad que es santa y se debe proteger su uso cuanto reprimir su abuso, como de cualquier otra facultad ó virtud moral, por los cual no debían haber consentido que les usurpase la hermosa palabra de Libertad ese sistema opresor y corruptor de la libertad misma, que por antífrasis tomó el nombre de liberalismo.

De la revista valenciana “Tradición y Progreso”Año 1912

viernes, 4 de diciembre de 2009

Por qué abortar es progresista

Muchos impugnan la nueva ley del aborto española diciendo que abortar no es progresista. Sin embargo, el aborto parece inseparable de la Modernidad y de su ideología nuclear, el progresismo.

¿Qué es la Modernidad? Una reducción y una renuncia. La reducción del ámbito racional a la actividad de la materia, hasta llegar a absolutizarla. La renuncia a descubrir la naturaleza humana, hasta llegar a inventarla. En eso dio el “atrévete a saber” de Kant, la emancipación del entendimiento que había de traer el imperio de la ciencia, el progreso indefinido y la paz perpetua.

Pero las profecías ilustradas no se cumplieron. Como dijo Donoso, cuando se esparció la fe en el paraíso terreno la sangre brotó hasta de las rocas duras. Al febricitante incremento de la técnica le acompañó un inaudito menosprecio del hombre. Llegaron la“santa guillotina”, la devastación napoleónica, el nacionalismo, las sociedades eugenésicas y las guerras mundiales. Avergonzada, la Modernidad huyó hacia delante y se rebautizó en Postmodernidad, intensificando la reducción y la renuncia modernas hasta el imperio del relativismo. La razón se deshizo en el “deconstructivismo”, donde todo pierde su valor; el entendimiento renunció a la verdad, en nombre de una tolerancia donde todo vale. Hoy no hay Auschwitz, no hay Gulag. Pero hay 40 millones de abortos cada año.

¿Cómo es posible que la sociedad moderna, presentada como heraldo de la ciencia, del progreso y de la paz, admita tal masacre de seres humanos inocentes? ¿Es el aborto un accidente de la Modernidad o una consecuencia esencial de la misma?. La respuesta debe tener en cuenta lo difícil que le resulta al pensamiento moderno sustentar y vivificar al hombre, la familia y la sociedad, los tres elementos básicos de la comunidad política. Mejor dicho, parece que el progresismo infunde una inercia necrótica a estos tres pilares, como si tendiera intrínsecamente a destruir el orden de la vida en común. Veámoslo.

¿Qué es el hombre para la doctrina moderna? Materia evolucionada, de la misma naturaleza que el resto de la biosfera, cuyo estatuto está sujeto a la opinión mayoritaria del momento y puede reformularse a gusto de cualquier ideólogo. Esto tiene dos consecuencias. En primer lugar, el concepto de ser humano se licua. No es extraño que el parlamento español debata extender los derechos humanos a los simios, que la ministra Bibiana Aído diga que el nasciturus no es humano, o que Paul Ehrlich y otros biólogos presenten al hombre como un gorgojo para el planeta. En segundo lugar, se olvida desde y hasta cuándo el hombre es sujeto de derechos. Por eso catedráticos de ética como Peter Singer recomiendan el aborto, la eutanasia y el infanticidio; o el Colegio de Ginecólogos británico solicita matar a los bebés minusválidos. La idea moderna del hombre, que desconoce la dignidad de la persona humana, mina los cimientos de los derechos humanos y justifica la muerte como deber humanitario.

La razón jibarizada de la Modernidad tampoco es capaz de reconocer la naturaleza de la familia. La familia -dice el moderno- es un lugar triplemente peligroso: celebra la maternidad que origina la opresión de la mujer, ceba la “bomba demográfica”, y estorba el adoctrinamiento ideológico del Estado. Por consiguiente, es lógico que la España de Zapatero trate de reducir el matrimonio a una unión de Progenitor A con Progenitor B, de cualquier sexo, inmediatamente cancelable por repudio. O que la ONU y la Unión Europea hayan proscrito el término “maternidad” de su jerga burocrática, y a cambio cohonesten el aborto como “salud reproductiva”. De ahí que en Europa, cuna de la Modernidad, no haya niños en 2 de cada 3 hogares, y el 20% de los embarazos sea abortado. La esterilidad y la muerte parecen requisitos progresistas para que la familia, escudo del hombre y arbotante de la sociedad, quede inerme ante el Estado.

Sí, el progresismo es letal para el hombre y la familia. Pero también lo es para la sociedad. El clásico ponía en el bien común -el bien de todos sin excepción- el fin de la sociedad; el desencantado postmoderno, que ya no se atreve a proponer bienes, sólo aspira al consenso mayoritario. A la mayoría le corresponde, en la Modernidad, definir lo que es ley y sostener la balanza de la justicia, sin obligación de subordinarse a principios superiores que permitan juzgar las normas. El consenso, que es la expresión política del relativismo, se absolutiza y se antepone al hombre. Así se cumple el sueño de Rousseau y Spinoza: quien está fuera del consenso, de lo políticamente correcto, no merece vivir en la sociedad moderna.

El Estado es el responsable de crear y administrar el consenso, destruyendo para ello las ligaduras de la vida social y manipulándolas con la teta presupuestaria. La certidumbre de la ciencia y la técnica funciona aquí como bálsamo metafísico, como religión. Ahora bien, bajo la apariencia de concordia hay una sociedad desarmada que ha roto el equilibrio con el individuo, que no puede distinguir el bien del mal y que encierra la libertad en lo políticamente correcto. Una sociedad inane, nihilista, yerma. Su divisa ya no dice “no matarás”, sino “relativizarás”. Su fruto es la cultura de la muerte. Sus abortorios producen cada año tantas víctimas como la Segunda Guerra Mundial. Y -dice la ley de Zapatero- no cabe objeción de conciencia.

Esto es la Modernidad. La reducción de la razón y la renuncia del entendimiento. La disolución del hombre, la familia y la sociedad. Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que la razón levantaba sumas y catedrales, y el entendimiento se aventuraba más allá de lo sensible. Hubo un tiempo en que Boecio le dijo a Tomás de Aquino que el hombre era persona, dotado de suprema dignidad; en que Francisco de Vitoriaconversaba con Cicerón sobre el asiento de la ley en la razón, y no en la voluntad. La Modernidad olvidó estos logros y menospreció mil años de desarrollo. Las consecuencias, hemos visto, son cada vez más sangrientas.

¿Puede el progresismo generar un cultura amable con la vida? No es probable. La Modernidad no traerá una civilización pacífica y justa. Si hay que esperar un verdadero desarrollo humano es necesario recobrar la entereza de la razón. Sustituir el “Sapere aude” del filósofo de Königsberg por el “Duc in altum” del carpintero de Nazaret es el primer paso para conseguirlo.

¿Qué es la Modernidad? Una reducción y una renuncia. La reducción del ámbito racional a la actividad de la materia, hasta llegar a absolutizarla. La renuncia a descubrir la naturaleza humana, hasta llegar a inventarla. En eso dio el “atrévete a saber” de Kant, la emancipación del entendimiento que había de traer el imperio de la ciencia, el progreso indefinido y la paz perpetua.Pero las profecías ilustradas no se cumplieron. Como dijo Donoso, cuando se esparció la fe en el paraíso terreno la sangre brotó hasta de las rocas duras. Al febricitante incremento de la técnica le acompañó un inaudito menosprecio del hombre. Llegaron la “santa guillotina”, la devastación napoleónica, el nacionalismo, las sociedades eugenésicas y las guerras mundiales. Avergonzada, la Modernidad huyó hacia delante y se rebautizó en Postmodernidad, intensificando la reducción y la renuncia modernas hasta el imperio del relativismo. La razón se deshizo en el “deconstructivismo”, donde todo pierde su valor; el entendimiento renunció a la verdad, en nombre de una tolerancia donde todo vale. Hoy no hay Auschwitz, no hay Gulag. Pero hay 40 millones de abortos cada año.

¿Cómo es posible que la sociedad moderna, presentada como heraldo de la ciencia, del progreso y de la paz, admita tal masacre de seres humanos inocentes? ¿Es el aborto un accidente de la Modernidad o una consecuencia esencial de la misma?. La respuesta debe tener en cuenta lo difícil que le resulta al pensamiento moderno sustentar y vivificar al hombre, la familia y la sociedad, los tres elementos básicos de la comunidad política. Mejor dicho, parece que el progresismo infunde una inercia necrótica a estos tres pilares, como si tendiera intrínsecamente a destruir el orden de la vida en común. Veámoslo.

¿Qué es el hombre para la doctrina moderna? Materia evolucionada, de la misma naturaleza que el resto de la biosfera, cuyo estatuto está sujeto a la opinión mayoritaria del momento y puede reformularse a gusto de cualquier ideólogo. Esto tiene dos consecuencias. En primer lugar, el concepto de ser humano se licua. No es extraño que el parlamento español debata extender los derechos humanos a los simios, que la ministra Bibiana Aído diga que el nasciturus no es humano, o que Paul Ehrlich y otros biólogos presenten al hombre como un gorgojo para el planeta. En segundo lugar, se olvida desde y hasta cuándo el hombre es sujeto de derechos. Por eso catedráticos de ética como Peter Singer recomiendan el aborto, la eutanasia y el infanticidio; o el Colegio de Ginecólogos británico solicita matar a los bebés minusválidos. La idea moderna del hombre, que desconoce la dignidad de la persona humana, mina los cimientos de los derechos humanos y justifica la muerte como deber humanitario.

La razón jibarizada de la Modernidad tampoco es capaz de reconocer la naturaleza de la familia. La familia -dice el moderno- es un lugar triplemente peligroso: celebra la maternidad que origina la opresión de la mujer, ceba la “bomba demográfica”, y estorba el adoctrinamiento ideológico del Estado. Por consiguiente, es lógico que la España de Zapatero trate de reducir el matrimonio a una unión de Progenitor A con Progenitor B, de cualquier sexo, inmediatamente cancelable por repudio. O que la ONU y la Unión Europea hayan proscrito el término “maternidad” de su jerga burocrática, y a cambio cohonesten el aborto como “salud reproductiva”. De ahí que en Europa, cuna de la Modernidad, no haya niños en 2 de cada 3 hogares, y el 20% de los embarazos sea abortado. La esterilidad y la muerte parecen requisitos progresistas para que la familia, escudo del hombre y arbotante de la sociedad, quede inerme ante el Estado.

Sí, el progresismo es letal para el hombre y la familia. Pero también lo es para la sociedad. El clásico ponía en el bien común -el bien de todos sin excepción- el fin de la sociedad; el desencantado postmoderno, que ya no se atreve a proponer bienes, sólo aspira al consenso mayoritario. A la mayoría le corresponde, en la Modernidad, definir lo que es ley y sostener la balanza de la justicia, sin obligación de subordinarse a principios superiores que permitan juzgar las normas. El consenso, que es la expresión política del relativismo, se absolutiza y se antepone al hombre. Así se cumple el sueño de Rousseau y Spinoza: quien está fuera del consenso, de lo políticamente correcto, no merece vivir en la sociedad moderna.

El Estado es el responsable de crear y administrar el consenso, destruyendo para ello las ligaduras de la vida social y manipulándolas con la teta presupuestaria. La certidumbre de la ciencia y la técnica funciona aquí como bálsamo metafísico, como religión. Ahora bien, bajo la apariencia de concordia hay una sociedad desarmada que ha roto el equilibrio con el individuo, que no puede distinguir el bien del mal y que encierra la libertad en lo políticamente correcto. Una sociedad inane, nihilista, yerma. Su divisa ya no dice “no matarás”, sino “relativizarás”. Su fruto es la cultura de la muerte. Sus abortorios producen cada año tantas víctimas como la Segunda Guerra Mundial. Y -dice la ley de Zapatero- no cabe objeción de conciencia.

Esto es la Modernidad. La reducción de la razón y la renuncia del entendimiento. La disolución del hombre, la familia y la sociedad. Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que la razón levantaba sumas y catedrales, y el entendimiento se aventuraba más allá de lo sensible. Hubo un tiempo en que Boecio le dijo a Tomás de Aquino que el hombre era persona, dotado de suprema dignidad; en que Francisco de Vitoriaconversaba con Cicerón sobre el asiento de la ley en la razón, y no en la voluntad. La Modernidad olvidó estos logros y menospreció mil años de desarrollo. Las consecuencias, hemos visto, son cada vez más sangrientas.

¿Puede el progresismo generar un cultura amable con la vida? No es probable. La Modernidad no traerá una civilización pacífica y justa. Si hay que esperar un verdadero desarrollo humano es necesario recobrar la entereza de la razón. Sustituir el “Sapere aude” del filósofo de Königsberg por el “Duc in altum” del carpintero de Nazaret es el primer paso para conseguirlo.


Guillermo Elizalde Monroset

jueves, 12 de noviembre de 2009

Dios hace matanzas donde no llega la cruz

Una de las ideas que más se repiten en los escritos de los primeros cristianos es el deseo de reafirmar frecuentemente un concepto: nosotros cristianos somos diferentes a los paganos, también porque no asesinamos a nuestros hijos, ni en el vientre de nuestras mujeres, ni fuera de él.

El libro de Harry Wu “Matanza de inocentes. La política del hijo único en China” demuestra cómo hoy, en el siglo XXI, en dicho país miles y miles de niños son asesinados en el vientre materno, en cualquier momento de la gestación, o son ahogados, estrangulados, dejados morir de frío, una vez nacidos. Cosas semejantes ocurren también en India.

Pues bien, quien ama la historia sabe que lo que sucede hoy en estos dos enormes países, que juntos constituyen casi un tercio de la población mundial, ha ocurrido siempre, en el pasado, incluso en la vieja Europa o en el Nuevo Mundo. Hasta la llegada del cristianismo.

De hecho una de las ideas que más se repiten en los escritos de los primeros cristianos es el deseo de reafirmar frecuentemente un concepto: nosotros cristianos somos diferentes a los paganos, también porque no asesinamos a nuestros hijos, ni en el vientre de nuestras mujeres, ni fuera de él.

Minucio Felice, un apologeta del siglo II, en su “Octavio”, en el capítulo XXX, párrafo 2, comparando la enseñanza de Cristo con lo que enseñaban los paganos, escribe: “Vosotros abandonáis vuestros hijos apenas nacidos a las fieras y a los pájaros, o estrangulándolos los eliminan con una muerte mísera; hay algunas que tragando unos medicamentos sofocan aún en las propias entrañas el germen destinado a hacerse creatura humana y cometen un infanticidio antes de haber parido. Y esto lo aprendéis de vuestros dioses, de hecho Saturno no abandonó a sus propios hijos, sino que los devoró”.

A su vez, el gran Tertuliano, en su “Apologético”, cap. IX, afirma: “A nosotros cristianos el homicidio está expresamente prohibido, y por lo tanto no nos está permitido ni siquiera suprimir el feto en el útero materno. Impedir el nacimiento es un homicidio anticipado. No importa nada que se suprima una vida ya nacida o que se le trunque al nacer: ya es ser humano el que está por nacer. Cada fruto ya existe en su semilla”.

Otro documento muy importante del cristianismo del siglo II, proveniente de Asia Menor, la Carta a Diogneto, reafirma los mismos ideales en este modo muy sintético: “los cristianos se casan como todos y generan hijos, pero no abandonan a los neonatos”.
Precisamente sobre este tema del infanticidio el historiador A. Baudrillart escribió: “Quizá no hay materia en la que la oposición sea más acentuada entre la sociedad antigua y pagana y la sociedad cristiana y moderna, que en sus respectivos modos de considerar al niño”.

En efecto, si miramos al mundo antiguo, notamos que el aborto y el infanticidio están muy difundidos. “Séneca - recuerda el sociólogo americano Rodney Stark, en ‘Ascensión y afirmación del cristianismo’ - consideraba el ahogamiento de niños al nacer un hecho ordinario y razonable. Tácito acusaba a los judíos a los cuales ‘está prohibido eliminar uno de los hijos después del primogénito’, lo que consideraba otra de sus usanzas ’siniestras y repugnantes’. Era común abandonar un hijo no deseado en un lugar en el cual, en principio, quien quería criarlo podría haberlo recogido, si bien frecuentemente era dejado a merced de la intemperie y de animales y pájaros”.

Los niños, en Roma como en Grecia, son pues tranquilamente asesinados, o vendidos, o abandonados o dejados morir de hambre y de frío, cuando no hay alguno que los salve, con frecuencia para hacerlos esclavos. Sabemos por hallazgos, en los desagües romanos, de amasijos de huesos pertenecientes a neonatos, abandonados y luego arrojados como residuos e inmundicias.
Las niñas son más frecuentemente víctimas de infanticidio, como en la China y en la India de hoy, y no es raro que el aborto comporte, además de la muerte del feto, también el deceso o la esterilidad de la madre.

El rechazo de los primeros cristianos al recurso al aborto y al infanticidio, ligado pues a una alta fecundidad en ellos, no es solamente una gran conquista de la humanidad, sino también uno de los elementos que permiten a los primeros cristianos, junto con las conversiones, crecer hasta superar en número a los paganos.

Pero el infanticidio no es practicado solamente en Roma, como lo testimonia también la leyenda de Rómulo y Remo, o en Grecia, sino en todo el mundo antiguo.
El célebre especialista en bioética y animalista Peter Singer, sostiene con fuerza la idea de que esa costumbre antigua se debe redescubrir también hoy, junto al aborto legal. De hecho, si es que es verdad que sólo los cristianos la rechazaron con fuerza - argumenta Singer -, ¿por qué debemos creer que ellos hayan sido los únicos que tienen razón, mientras todos los otros pueblos y religiones del pasado, estarían equivocados?

“El asesinato de los neonatos no deseados - escribe Singer en su libro ‘Repensar la vida’ - ha sido la praxis normal en muchísimas sociedades, en todo el curso de la prehistoria y de la historia. La encontramos por ejemplo en la antigua Grecia, donde los niños discapacitados eran abandonados en las pendientes de las montañas. La encontramos en tribus nómadas, como la de Kung del desierto de Kalahari, donde las mujeres asesinan a niños nacidos cuando hay un hijo mayor que todavía no está en grado de caminar. El infanticidio era praxis corriente también en las islas de la polinesia como Tikopia, donde el equilibrio entre recursos alimenticios y población era mantenido asfixiando después del nacimiento a los niños no deseados. En Japón, antes de la occidentalización, el ‘mabiki’ - palabra nacida de la práctica de arrancar algunos ramos a las plantitas de arroz para permitir florecer a todas los ramos restantes, pero que terminó por indicar también el infanticidio - era ampliamente practicado no sólo por los campesinos, que contaban con modestos pedazos de terreno, sino también por los que gozaban de buena situación”.

Con la difusión del cristianismo en buena parte del mundo, aborto e infanticidio se convierten en fenómenos mucho más raros y circunscritos, mientras las legislaciones, a partir de Constantino, intervienen en la tutela de los infantes y se desarrollan obras de caridad y de asistencia para los niños abandonados y para las familias en dificultad. Hasta el regreso del aborto en las legislaciones comunistas y nazistas, en el siglo XX, y del infanticidio, con la nueva ley sobre la eutanasia de niños hasta los doce años en Holanda.

***

Si regresamos ahora con la mente a los dos grandes países en los que el aborto, también forzado, y el infanticidio son fenómenos de masa, es fácil, después de este breve excursus, entender el por qué de todo ello: China e India están entre los países en los cuales el Evangelio de Cristo ha penetrado menos, y con ello también la cultura occidental, portadora, conscientemente o no, de este mensaje o al menos de una parte del mismo.

Cuando los primeros misioneros jesuitas llegaron a China, se quedaron más bien admirados de esta gran civilización. Pero lo que impactó negativamente al gran Matteo Ricci, cuando en 1583 pisó el Celeste Imperio, fue la prostitución campante, la gran corrupción, el frenesí por el dinero, y sobre todo, la difusión de la práctica del infanticidio. El régimen comunista, capaz de planificar millones de abortos forzados, esterilizaciones masivas, asesinatos en serie de neonatos, tiene un largo camino que recorrer, pero el respeto de los niños en aquel país - que en otros aspectos es admirable - está del todo ausente.

Como escribirá J. J. Matignon a inicios del siglo XX en “Superstition, crime e misère en Chine”, los chinos frecuentemente ven a sus hijas como prostitutas, o las asesinan, por la pobreza, pero también a causa de sus supersticiones mágicas, de su obsesivo culto de los antepasados: “Como siempre en China la superstición juega un rol clave: de hecho los ojos, la nariz, la lengua, la boca, el cerebro de los niños son considerados materia orgánica dotada de una gran virtud terapéutica. Sucede que después del parto, la puérpera cae enferma, y entonces, para congraciarse a los espíritus, las niñas o en ciertos casos los niños son eliminados. Existen unas mujeres que tienen la tarea específica de causar la muerte a los neonatos… Los neonatos son eliminados o tirándolos en una esquina de la habitación o en una caja de desechos; donde el polvo y las inmundicias no tardarán en obstruirles las vías respiratorias”. Otras veces los niños son ahogados o asfixiados con unos almohadones, si bien la influencia de los europeos, concluye Matignon, parece tener algún efecto limitante en relación a estas costumbres.

Casi en los mismos años de Matignon, dos misioneros cuentan sobre China las mismas cosas. El primero es un jesuita, san Alberto Crescitelli, luego decapitado y eviscerado, a los 37 años, el 21 de julio de 1900, durante la revolución de los Boxer. El segundo es un misionero verbita de la Val Badia, en el Trentino Alto Adige, san Giovanni Freinademetz. Llegado al país que amará por toda su vida, hasta morir allí de tifus, escribe a sus seres queridos, en varias ocasiones, que los chinos tienen la “costumbre de abandonar el propio hijo o simplemente intercambiarlo o venderlo… Uno de nuestros mejores cristianos, antes de su conversión, había matado a su hija arrojándola contra piedras simplemente porque lloraba demasiado” (Sepp Hollweck, “Il cinese dal Tirolo”, “El chino del Tirol”, Athesia, 2003).

En otra carta escrita desde Hong Kong el 28 de abril de 1879, Freinademetz cuenta cómo las monjas católicas construyeron dos orfanatos, en los que recogían más de mil niños al año. Los chinos “los regalan por nada o por algunos céntimos, y no les importa nada más”.
Los misioneros - escribe desde Puoli el 2 de julio de 1882 - dan vueltas por las calles para recogerlos, encuentran miles de ellos agonizantes y se limitan a bautizarlos, mientras que a los que pueden salvarlos los salvan: “Muchas almas fueron ya bautizadas y salvadas después de que llegamos aquí, muchos niños de paganos bautizados que luego murieron y ayer hemos hecho una sepultura solemne con una niñita de más de un año que se murió. Su propia madre quería estrangularla para poder dar de mamar al bebé de otro y así ganar dinero, luego escuchó que nosotros aceptamos todo tipo de niños y que los criamos bien; entonces nos la trajo con más de dos meses, se enfermó y murió después de haber sido confirmada por nosotros media hora antes de morir. Queríamos sepultarla con toda pompa para demostrar a los paganos cómo honramos a sus propias criaturas que ellos mismos abandonan. Los paganos aquí no usan ataúdes para estos niñitos, sino que apenas mueren hacen un hueco y lo tiran dentro. Nosotros le hicimos a esa niñita un hermoso cofre pintado de rojo, la vestimos con un bello vestido azul, la llevamos a la iglesia todos los misioneros, acompañados de los cristianos, que no habían visto nunca algo así. Muchos paganos vinieron a verlo…” (G. Freinademetz, “Lettere di un santo”, “Cartas de un santo”, Imprexa).

***

Como en China, donde el infanticidio es incluso un asunto del Estado, en la India ocurre algo análogo. También en el gran país dominado por la religión hinduista el asesinato, sobre todo de niñas, está ampliamente difundido, no sólo por motivos económicos. La Agencia misionera “Asia News” informaba recientemente de esta noticia: en muchas poblaciones tribales las niñas son consideradas sólo un peso y la mentalidad social admite tanto el feticidio como el infanticidio de ellas. En el 2006 en una pequeña aldea del distrito de Ranga Reddy, a 80 kilómetros de Hyderabad, once bebés recién nacidas fueron dejadas morir de hambre por los padres. Muchos tribales suelen envolver a la niña no deseada dentro de trapos y dejarla morir. Según la prensa local, Jarpula Peerya Nayak, padre de 27 años, ha dicho que ‘mi esposa por tercera vez ha tenido una niña. Una hija es un peso y hemos decidido no darle de comer. Así murió. Es demasiado difícil criar una niña y encontrarle esposo’. El 25 de febrero también su primo J. Ravi y su esposa dejaron morir de hambre a su hija recién nacida. ‘Mi hija - cuenta Ravi - murió dos días después del nacimiento, porque no la alimentamos. Tenemos dos hijas, no podemos permitirnos tener otra’. Un tribal explica que como dote de la hija deberá dar ‘un scooter, hasta 70 gramos de oro y 50 mil rupias, para tener un buen marido’. Después de la muerte, los tribales cavan una fosa y entierran a la recién nacida con una piedra encima. Los perros excavaron la fosa y se comieron parte del cuerpo de la hija de Ravi, así que la enterraron de nuevo. La mayor parte de las cuarenta familias de la aldea han participado de episodios similares o los han cometido, después de que han tenido dos o más hijas. Jarpula Lokya Nayak mató de hambre a dos hijas”.
También en India el compromiso de los misioneros y de la minoría cristiana está dedicado, aparte de tratar de abatir el muro de las castas y de las desigualdades sociales, a la defensa de la vida naciente y de la infancia, en nombre de Dios que se hizo niño. Baste un solo ejemplo: el de la Madre Teresa de Calcuta.

Todos saben que la misión de esta mujer ha sido la de ayudar a los pobres de la India, los marginados, los débiles, los últimos. Ente ellos la Madre Teresa nunca olvidó citar a los niños en el seno materno, definidos por ella como “los más pobres entre los pobres”. En el libro “Dénmelos a mí. La Madre Teresa y el compromiso por la vida”, Pier Giorgio Levirani expone el pensamiento de la santa, expresado en mil circunstancias, con una gran fuerza, como en esta frase: “El aborto es lo que destruye la paz hoy. Porque si una madre puede matar a su propio hijo, ¿qué cosa me impide a mí matarlos a ustedes o que ustedes me maten a mí? Nada. Es lo que yo pregunto en India, lo que interrogo en todas partes: ¿qué hemos hecho por los niños? Nosotros combatimos el aborto con la adopción. Así salvamos miles de vidas. Hemos difundido la voz en todas las clínicas, en los hospitales, en las estaciones de policía: les rogamos no matar a los niños, nosotros nos haremos cargo de ellos”.

La lucha a favor de los niños contra el aborto y el infanticidio fue conducida por la Madre Teresa y por sus religiosas, a veces hasta el martirio, con gran fuerza, enfrentándose con una cultura ignorante de la sacralidad de la vida desde su origen. Para los hinduistas por ejemplo, los niños abandonados o rechazados por los padres, si sobreviven, son y quedan como parias, los infra-casta, que pagan culpas anteriores. Las mujeres, en general, y más las niñas, son costosas, debido a la dote, y son consideradas inferiores al varón, “hasta el punto, no poco común, de envenenarlas al pecho, untándolo de veneno, mientras toman la leche materna”.

Así sucede que a veces haya un número de nacimientos muy alto, por la búsqueda del varón a toda costa y por el consecuente número alto de infanticidios femeninos: se aborta selectivamente, hasta que no se tiene el hijo deseado, de sexo masculino. La Madre Teresa y las religiosas fundaron numerosas casas de la caridad, escuelas y orfanatos, ganándose un gran aprecio, pero también oposición del primer ministro Morarij Desai, que en 1979 la acuso de ayudar a niños con las escuelas y los orfanatos únicamente con el fin de bautizarlos y convertirlos. La Madre Teresa le respondió: “Me parece que usted no se da cuenta del mal que el aborto está provocando a su pueblo. La inmoralidad está en aumento, se están disgregando muchas familias, están en alarmante aumento los casos de locura en las madres que han asesinado a sus propios hijos inocentes. Señor Desai: quizá, dentro de poco usted se encontrará cara a cara con Dios. No sé qué explicación podrá darle por haber destruido las vidas de tantos niños no nacidos, pero - sin duda - inocentes, cuando se encuentre frente al tribunal de Dios, que lo juzgará por el bien hecho y por el mal provocado desde lo alto de su cargo de gobierno”. El grito de los niños no nacidos, de los infantes asesinados, decía la Madre Teresa, repitiendo de otra manera los conceptos expresados siglo tras siglo desde Minucio Felice, Tertuliano y tantos otros, “hiere los oídos de Dios”.

Francesco Agnoli | Il Foglio

martes, 10 de noviembre de 2009

Somos unos pobres siervos

No os preocupéis buscando cuales son las causas de los grandes problemas de la humanidad; contentaos con hacer lo que podáis para resolverlos ayudando a los que lo necesitan. Algunos me dicen que haciendo caridad a los demás, quitamos las responsabilidades que los Estados tienen hacia los necesitados y los pobres. Yo no me preocupo por ello en absoluto, porque, por lo general, no es el amor lo que ofrecen los Estados. Hago sencillamente lo que debo hacer, el resto no me compete.

¡Dios ha sido tan bueno con nosotras! Trabajar en el amor es siempre un medio de unirnos a él. ¡Fijaos en lo que Cristo ha hecho durante su vida terrestre! Pasó haciendo el bien (Hch 10,38). Recuerdo a mis hermanas que pasó tres años de su vida pública curando enfermos, leprosos, niños y otros también. Es exactamente lo que hacemos nosotras predicando el Evangelio a través de nuestras acciones.

Consideramos un privilegio el hecho de poder servir a los demás e intentamos a cada instante hacerlo con todo nuestro corazón. Sabemos bien que nuestra acción no es más que una pequeña gota de agua caída en el océano, pero sin nuestra acción faltaría esta gota.

Beata Teresa de Calcuta (1910-1997), fundadora de las Hermanas misioneras de la Caridad

Soy carlista



Soy carlista con honra y sin tacha
Requeté de indomable valor
yo no sé tener miedo a las balas
ni me asusta el rugir del cañón.
Mis heridas son rosas de sangre
que le ofrezco a la Patria y a Dios
pues la Muerte pensando en España
es un timbre de gloria y honor.

Soy carlista, soy carlista, (estribillo)
soy cristiano y español
sé rezar como un cruzado
y luchar como un león.
Soy carlista, soy carlista,
solo tengo una ambición:
el gritar en la batalla
entre el fuego y la metralla:
¡Viva España! ¡Viva Cristo Emperador!

Por la Patria y por la Fe,
adelante el Requeté.
Cuando un día la Patria angustiada
a sus hijos valientes llamó
a la arena saltamos a miles
los soldados de la Tradición.
Aunque rujan las bombas de fuego
aunque silbe el traidor proyectil
allá va el Requeté valeroso
por España a vencer o morir.

Soy carlista, soy carlista…… (sigue el estribillo).

lunes, 2 de noviembre de 2009

Derecho divino y Legitimidad del poder


El hombre no ha sido criado para vivir solo, que su existencia supone una familia, y que sus inclinaciones tienden a formar otra nueva, sin lo cual no podría perpetuarse el linaje humano.

Las familias están unidas entre sí con relaciones íntimas indestructibles; tienen necesidades comunes, las unas no pueden ser felices, ni aun conservarse, sin el auxilio de las otras, luego han decidido reunirse en sociedad.

Ésta no podría subsistir sin un orden, ni el orden sin justicia, y tanto la justicia como el orden necesitan de una guarda, de un intérprete, de un ejecutor: éste es el poder civil. Dios, que ha criado al hombre, que ha querido la conservación del humano linaje, ha querido por consiguiente la existencia de la sociedad y del poder que ésta necesitaba: luego la existencia del poder civil, es conforme a la voluntad de Dios, como la existencia de la patria potestad; si la familia necesita de ésta, la sociedad no necesita menos de aquél; luego también el poder civil emana de Dios, no solo por ser éste fuente de todo dominio, sino también por haber dispuesto su existencia en sus supremos designios.

Pero no se entienda que todo príncipe es constituido por Dios. Los teólogos no hablan de ningún príncipe en particular, sino de la misma cosa, es decir, de la potestad misma. Éste es el derecho divino que la sociedad recibe inmediatamente de Dios, y que de ella se traspasa por medio legítimos a la persona o personas que lo ejercen. Para que el poder civil pueda exigir la obediencia, es necesario que sea legítimo, que la persona o personas que lo poseen lo hayan adquirido legitimamente.

La legitimidad la determinan y declaran las leyes de cada país, y por lo mismo el órgano del derecho divino es la ley. Decía Santo Tomas, que las leyes injustas pueden serlo de dos maneras: o por contrarias al bien común, o por su autor o forma, y que en ningún caso deben ser acatadas.

Resistir al poder cuando éste es ilegítimo, era doctrina universalmente reconocida, pero según los doctores de la Iglesia, necesitábase para que la insurreción fuese legítima y prudente que aquéllos que la intentasen estuviesen seguros de la ilegitimidad del poder, se propusiesen sustituirle un poder legítimo, y contasen además con probabilidad de buen éxito.

domingo, 25 de octubre de 2009

Catecismo Tradicionalista

Catecismo Tradicionalista. Juan María Romá. Barcelona. 1934.
Impreso bajo el Reinado de S.M.C. don Alfonso Carlos, Duque de san Jaime
CATECISMO TRADICIONALISTA
DIOS
1. ¿Cuál es la divisa de la Comunión Tradicionalista?

Dios, Patria y Rey. La escribieron nuestros padres, que constituían la España católica y monárquica.

2. ¿Por qué decís que fue escrita por nuestros padres?
Porque la heredamos de nuestros mayores como rico patrimonio, como Ley fundamental del Reino, como lema glorioso de nuestras banderas, como grito de guerra contra nuestros enemigos.

3. ¿Tiene la sociedad, como el individuo, el deber de dar culto a Dios?
Lo tiene. La sociedad humana fue constituida por Dios, autor de la naturaleza, y de Él emana, como de principio y fuente, toda la copia y perennidad de los bienes en que la sociedad abunda.

4. ¿Qué religión ha de profesar el Estado?
Siendo necesario al Estado profesar una religión, como afirman los grandes Doctores, ha de ser la Católica, Apostólica y Romana, por ser la única verdadera.

5. ¿Puede un tradicionalista ser liberal?
No puede serlo, porque el liberalismo arranca del protestantismo y desciende en línea recta de los réprobos principios de Lutero, siendo uno de los principios a que obedece la negación de Dios en la gobernación de las cosas del mundo. Sin ser liberal se puede, y aún se debe, amar la verdadera libertad, que es hija de Dios.

6. ¿Cómo calificaba Pío IX al liberalismo católico?
De “peste, la más perniciosa, error insidioso y solapado, verdadera calamidad social, pacto entre la justicia y la iniquidad, pérfido enemigo, etc., etc.”.

7. ¿Qué nos impone el deber de ser católicos?
El de profesar abierta y constantemente la doctrina católica y propagarla cada uno según su saber y sus fuerzas, como también el de ser hijos sumisos del Papa y demás autoridades de la Santa Iglesia.

8. ¿Deben los tradicionalistas la Unidad Católica?
Sí. Es nuestro mayor timbre de gloria; y aún políticamente hablando, es el medio más eficaz para que haya unidad y unión en toda España. No por otro motivo, sino por este solo, es tan combatida, y le profesan tanto odio los sectarios y los incrédulos. Esto no obstante, sabemos muy bien que el creer ha de ser obra del entendimiento y de la voluntad por medio de la gracia divina, y que nada debe ser tan voluntario como la religión, la cual, por lo mismo de ser forzada, sería nula. No entienden así la libertad... los liberales, que nos querían hacer laicos a la fuerza.

PATRIA
9. ¿Qué quiere decir “Patria”?
La Patria es cosa natural. Es la herencia de nuestros padres, el tesoro de nuestros hijos, la tierra donde hemos nacido, el hogar que ha sido testigo de nuestras alegrías y de nuestros dolores, es la lengua que hemos aprendido y con la cual nos expresamos fácilmente...

10. ¿Es un deber de conciencia defenderla?
Por ley de naturaleza estamos obligados a amarla y defenderla, de tal manera, que todo buen ciudadano ha de estar pronto a arrostrar la misma muerte por su Patria.

11. ¿Qué relaciones deben de mediar entre la Iglesia y el Estado?
La Iglesia no puede ser sospechosa a los gobernantes ni a los pueblos. A los gobernantes les amonesta a seguir la justicia y a no desviarse jamás del deber, y al mismo tiempo refuerza su autoridad. Las cosas que se refieren al orden civil, la Iglesia no se las disputa, sino que reconoce que pertenecen a su autoridad y a su supremo imperio; en aquellas otras, cuyo juicio, por diverso aspecto, pertenecen a la potestad sagrada y civil, quiere la Iglesia que exista entre ambas potestades concordia.

12. ¿Qué cosas pertenecen a la Iglesia, y qué a la potestad civil?
Todo cuanto, de cualquier modo que sea, tenga razón de sagrado, y todo lo que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, todo ello cae bajo el dominio y arbitrio de la Iglesia; pero las demás que el régimen civil y político, como tal, abraza y comprende, justo es que le estén sujetas, puesto que Jesucristo mandó expresamente que se dé al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

13. Los pecados de la sociedad ¿son castigados en esta vida o en la otra?
La justicia de Dios tiene reservados, para los individuos, premios para las buenas obras, como castigos para los pecados. Mas los pueblos y naciones que no pueden perdurar más allá de la vida, menester es que en la tierra lleven el merecido de sus obras. Podrá ser que, por justos juicios de Dios, pues no hay pueblo alguno que no tenga algo de laudable, a algún pueblo prevaricador le salgan bien sus empresas; pero es ley firmemente establecida que para que la suerte de un pueblo sea próspera, importa el que por el pueblo se rinda culto a la virtud y en particular a la justicia, madre de todas las otras. “La justicia levanta a la nación, más el pecado hace miserables a los pueblos”.

14. ¿Qué humano remedio hay para la regeneración de España?
Por lo que estamos viendo y palpando, no hay otro remedio que la Monarquía Tradicional. Debemos creer que España esté destinada si no a morir, a sepultarse en el caos. Cuestión de tiempo y de acción continua nuestra. Los verdaderos tradicionalistas no necesitamos de esperanzas ni ilusiones lisonjeras para seguir constantes en la empresa comenzada hace 100 años; pues los grandes caracteres y los corazones hidalgos, antes que el aliciente del triunfo atienden al cumplimiento del deber. SI no queremos ser indignos de nuestros padres, ya sabemos cual ha de ser nuestra conducta.

REY
15. ¿Qué y cómo se entiende por Rey, tercer lema de la bandera carlista?
Rey por la Gracia de Dios. Porque por lo que hace a la autoridad la Iglesia enseña con razón que viene de Dios, mientras que el liberalismo afirma que de la soberanía nacional emana todo poder, negando por consiguiente que la autoridad es de origen divino.

16. Y haciendo dimanar de Dios la autoridad, ¿no parece menoscabar la supremacía del que la ejerce, sea Rey o su equivalente?
No es así; antes bien, dando a la autoridad ese origen divino, se refuerza el poder civil y su ejercicio y se le da una mayor dignidad y un mayor respeto de los ciudadanos.

17. ¿De qué defecto adolece la tan sobada “soberanía popular”?
Del que al negar a la autoridad todo origen divino, se abre la puerta a toda corrupción. Armada la multitud con la creencia de su propia y única soberanía, se precipita fácilmente a promover turbulencias y sediciones; y quitados los frenos del deber y de la conciencia, solo queda la fuerza, que raras veces puede contener los apetitos de las muchedumbres, formadas siempre de los menos cultos y los menos aptos.

18. ¿Y qué es esto del sistema de mayorías?
No es más que una triste comedia liberal; siendo, por otra parte, un disfrazado derecho de la fuerza, una… dictadura de los más.

19. ¿Y qué me dice del sufragio universal?
Que, generalmente, es una farsa, una mentira. Y si fuese una verdad, constituiría el monopolio de la ignorancia, o el monopolio de la riqueza.

20. ¿Qué es la Ley?
La Ley no es otra cosa que “el dictamen de la recta razón promulgada por la potestad legítima para el bien común”.

21. ¿Somos libres para obedecer o no las leyes?
Justa y obligatoria es la observancia de las leyes, no por la fuerza o amenaza, sino por la persuasión de que se cumplen como un deber. Esto es lo cristiano y lo lógico… Pero si están en abierta oposición con el derecho divino, con el derecho natural y contra la conciencia del buen ciudadano, entonces la resistencia a esas leyes es un deber.

22. ¿Debe el Rey sujetarse a las leyes como cualquier ciudadano?
Claro que sí. Los Reyes de Aragón no tomaban nombre de Rey hasta después de haber jurado en Cortes la observancia de las leyes del Reino. Carlos II, disponiendo en su testamento que Felipe V fuera reconocido por Rey legítimo, añadía: “… Y se le dé luego sin dilación la posesión… precediendo el juramento que debe hacer de observar las leyes, Fueros y costumbres de dichos mis Reinos y Señoríos”. Y así hicieron los Reyes de nuestra Dinastía en las guerras carlistas.

FUEROS
23. ¿Son los Fueros parte integrante de nuestro programa?
Son parte esencial de nuestro sistema político. El regionalismo ha sido defendido siempre por nuestra Comunión desde que vino a la vida. La restauración de los antiguos Fueros y libertades, atemperándolos a las necesidades de los modernos tiempos, ha sido firme voluntad de nuestros Reyes y los carlistas.

24. ¿No limitan los Fueros el poder del Rey?
No ha sido jamás el Tradicionalismo defensor del poder absoluto, es decir, favorable a una monarquía cesarista. El poder del Rey, primeramente, está limitado por sus deberes para con Dios, y por sus deberes para con sus súbditos. En segundo lugar, tiene una limitación general que abraza mil casos particulares, pues antes que Rey es padre de los pueblos que Dios le ha confiado, y como Rey y como padre debe querer todo el bien posible a su pueblo, y alejar de él en lo posible todo mal.

25. El regionalismo ¿no engendra, como dicen los separatistas el separatismo?
De ninguna manera, como no sea en los que tengan albergado en su corazón el fermento del antiespañolismo. Somos nosotros los tradicionalistas, fervorosos amigos de la unidad de la Patria española, pero asimismo decididos defensores de todas aquellas libertades municipales y regionales que la revolución ha ido destruyendo en todas partes. Nuestra monarquía sería llamada federal, si esa palabra no fuese algunas veces desnaturalizada. Digamos, pues, que es representativa por oposición a la parlamentaria, de la que abominamos por el mal que ha hecho a España.

26. Los Fueros ¿son favorables o no a la libertad?
La ínclita Castilla fue libre, las heroicas Navarra y Vascongadas y el nobilísimo Reino de Aragón fueron los pueblos más libres del mundo con las grandes prerrogativas de que gozaron. Lo mismo lo serían una vez restaurados sus Fueros y sus libertades.

Juan María Romá. Barcelona. 1934

jueves, 15 de octubre de 2009

Ágora: Hipatia

El cine es un maravilloso medio para contar la Historia, pero tiene sus limitaciones: a veces, las ambiciones excesivas pasan factura. Los realizadores de «El Código da Vinci» pretendieron convertir a Magdalena en diosa y se pasaron. Amenábar pretende, nada más y nada menos, contar una historia a partir de la cual «el mundo cambió para siempre». Y se ha vuelto a pasar cuatro pueblos más. La película tiene tantos mensajes ideológicos que es imposible meterlos en dos horas y, al mismo tiempo, mantener un ritmo entretenido, interesante y espectacular.

El cine requiere medir las secuencias, los silencios, los tránsitos y, sobre todo, un guión que mantenga la atención del espectador. Es una pena, porque la película contaba con todos los mimbres: un gran director, una generosa producción, una preciosa actriz, un maravilloso decorado y una perfecta ambientación. Pero lo que pretenden es inyectar en una pastilla los siguientes mensajes: primero, que las religiones generan odio y violencia. Segundo, que el cristianismo es la más talibán de todas y la que empezó. Tercero, que existen dos mundos, por una parte, el de la filosofía y la ciencia, contrapuesto e incompatible con el de la religión. Cuarto, que el cristianismo al principio fue misericordioso, pero la jerarquía eclesiástica y la Iglesia son por definición intolerantes y fundamentalistas. Y, sobre todo, hay dos mensajes más que son especialmente queridos por la película y por toda la explosión de libros y propaganda que estos días se vienen haciendo: el cristianismo es la causa de la caída del Imperio Romano y de la desaparición de la sabiduría grecolatina. Además, es el culpable de la subordinación y dominación de la mujer por parte del hombre. En fin, Alejandría e Hipatia son el símbolo de una civilización grecorromana basada en la filosofía, la ciencia y la libertad, hasta que llegó el cristianismo y comenzó la oscura Edad Media. Demasiado para una sola película. Y la cosa continúa porque, según declara el director, «es increíble cómo se parece a la situación actual».

¿Es casualidad que desde julio hasta el estreno de la película se hayan publicado más de cuatro biografías sobre Hipatia, paradigma de las cuales es la de Clelia Martínez Maza, financiada por la Dirección General de Ciencia y Tecnología? Más de 10 novelas, ejemplo de las cuales es la escrita por el hermano de Carmen Calvo, ex ministra de Cultura, además de multitud de estudios de historia sobre la época. Y todo ello con el mismo mensaje. Que todo salga al mismo tiempo no puede ser casualidad. Una vez más, nos encontramos con un ataque ideológico perfectamente orquestado, del cual, por cierto, Amenábar suele ser pistoletazo de salida, como lo fue en el caso de «Mar adentro» con la eutanasia.

Ahora la cosa va directamente contra la religión y particularmente contra el cristianismo. Lo malo de la trama que cuenta la película es que es mentira desde el principio hasta el final. Forma parte de la estrategia de reescribir la Historia a la que es tan aficionada nuestra izquierda. Hipatia no fue asesinada siendo una joven tan hermosa como Rachel Weisz, de 38 años, sino que murió en el año 415 y tenía 61. No fue famosa por sus dotes de astronomía por más que en la película se empeñen terca y cansadamente, atribuyéndole haberse adelantado a Kepler más de mil años; sino porque era una «divina filósofa» platónica, en palabras del obispo cristiano Sinesio de Cirene -única fuente coetánea que se conserva sobre ella-, a la que llama en sus cartas «madre, hermana, maestra, benefactora mía». El citado obispo, a quien en la película se le hace traidor y cómplice en el asesinato de la filósofa, murió dos años antes que ella, así que es imposible que tuviera nada que ver con su muerte. Ella fue virgen hasta el final, pero no vivió la castidad como ha dicho la protagonista, que se ha declarado feminista radical, «para ser igual que un hombre y poder ejercer una profesión con plena dedicación». Lo hizo porque, coherente con su filosofía, ejercía la Sofrosine, es decir el dominio de uno mismo a través de las virtudes entendidas como el control de los instintos y las pasiones.

Hipatia nunca fue directora de la Biblioteca de Alejandría, ni ésta fue destruida por los talibanes cristianos. La biblioteca fue incendiada por Julio César, saqueada junto con el resto de la ciudad por Aureliano en el año 273, y rematada por Diocleciano en 297. Es verdad que en el año 391 fue destruido lo que quedaba del templo del Serapeo después de la destrucción por los judíos en tiempos de Trajano, y también el repaso que le pegó Diocleciano, quien, para conmemorar la hazaña, puso allí su gran columna, razón por la cual los cristianos lo destruyeron, ya que él era el símbolo de las persecuciones que sufrieron durante trescientos años. Pero lo que allí quedaba de la biblioteca era tanto como lo que restaba en otros sitios. El paganismo siguió existiendo en Alejandría hasta que llegaron los árabes. Y el neoplatonismo siguió floreciendo, hasta que lo recuperó el renacimiento cristiano. Por cierto, que yo sepa, su más brillante exponente se llamaba San Agustín, coetáneo de Hipatia.

Jesús Trillo Figueroa | La Razón

sábado, 10 de octubre de 2009

Unamuno habla de carlismo a Joaquín Costa

Don Miguel de Unamuno


El 31 de octubre de 1895, Miguel de Unamuno le hablaba en su carta a Joaquín Costa sobre el Carlismo:


"Hay en nuestra historia contemporánea un acontecimiento que ha sido poco estudiado: se trata de la última guerra civil carlista. Yo he sido testigo y en parte víctima de esta guerra siendo niño, y, en consecuencia, la he estudiado, consagrando cerca de ocho años a descubrir las causas y las razones. Una de las razones que he encontrado es un potente fondo de socialismo rural. Tengo en mi poder proclamas, periódicos carlistas de entonces... y todos estos documentos podrían servirme para hacer un trabajo sobre el elemento socialista presente en el seno de la última guerra civil. Pero lo que es verdaderamente curioso es un plan de gobierno que fue presentado a Don Carlos en 1874. Este plan presenta cosas como éstas: carnet de identidad de profesión en lugar de carnet de identidad de vecindad, y a aquel que no presentara su acreditación profesional no podría iniciar un proceso judicial.

Subrayando este mismo plan: que se gobierna para los ricos en detrimento de los pobres, cuando es lo contrario lo que debería suceder... que la pequeña propiedad, preservada de todo tributo, de todo gasto de inscripción y de toda clase de cargas, a través de una carga creciente que grave a la gran propiedad. "El trabajo representado por el trabajo"... En fin, sería interesante reproducir toda esta curiosa utopía socialista, hacer un plan simétrico y esquemático. Por mi parte, yo añadiría a este plan un gran número de proclamas, de manifiestos, de estractos de boletines carlistas, para demostrar que las ideas claramente descentralizadoras y socialistas de este plan eran la expresión del sentimiento de las masas carlistas. Yo no he abandonado mi proyecto de escribir alguna cosa sobre lo que podría llamarse el Socialismo Carlista, utilizando los elementos que he reunido para escribir otra obra que estoy preparando."


En su obra El porvenir de España, Unamuno dice:


"La renovación carlista no es más que una manifestación del regionalismo de una cierta forma socialista o del socialismo regionalista."

lunes, 28 de septiembre de 2009

Cuando se inicia la vida empieza el derecho: las evidencias científicas del Siglo XXI

El principio “Pro Homini” (Pro Hombre – Humanidad) rige lo que ha marcado durante miles de años el desarrollo de códices, códigos, leyes, constituciones, tratados y declaraciones universales: en términos jurídicos la calificación de “lo humano”, recoge y responde a la preeminencia y precedencia de la verdad científica, conforme la misma en cada época fue identificando lo que era humano más allá de cualquier duda, incluyendo el señalar un determinado momento de inicio de la vida humana como tal.

No cabe duda que adentrándonos en el siglo XXI esto ha quedado totalmente dilucidado a partir de un hecho científico de singular importancia, que confirmó lo que la ciencia médica (en especial la genética, la embriología y la gineco-obstetricia) venia sosteniendo durante todo el siglo XX cada vez con mayor validez: la vida humana empieza con la concepción / fertilización / fecundación (tres eventos concurrentes y simultáneos en un solo momento de la vida animal).

En el año 2003 se anunció al mundo desde los Estados Unidos e Inglaterra (el Presidente Bill Clinton y el Primer Ministro Tony Blair respectivamente) que finalmente se había develado por completo el Genoma Humano, en el marco de un proyecto de 15 años iniciado en 1990 y con una inversión de miles de millones de dólares (Proyecto Genoma Humano).

El Genoma Humano es el genoma (del griego ge-o: que genera, y -ma: acción) de la especia humana, es decir, la secuencia exacta del ADN contenido en 23 pares de cromosomas en el núcleo de cada célula humana de cada ser humano.

La secuencia de ADN que conforma el genoma humano contiene codificada la información necesaria para la expresión altamente coordinada y adaptable al ambiente del proteoma humano, es decir, del conjunto de las proteínas del ser humano.

Las proteínas, y no el ADN, son las principales biomoléculas que poseen funciones estructurales, enzimáticas, metabólicas, reguladoras, señalizadoras y que se organizan en enormes y complejas redes funcionales que interactúan entre si. Es decir, el proteoma humano es el que da la particular morfología y funcionalidad de cada célula de un ser humano. De igual manera, la organización estructural y funcional de las distintas células conforma cada tejido y cada órgano, y, finalmente, al organismo de cada ser humano en su conjunto. Así, el genoma humano contiene la información básica necesaria para el desarrollo físico de cada ser humano completo de principio a fin.

En definitiva:

  • El Genoma humano una vez constituido nunca cambiará; será el mismo desde el momento en que la vida humana se inicia hasta que termina.
  • El Genoma del ser humano se conforma en el momento de la concepción –fecundación - fertilización (unión óvulo – espermatozoide o estadio de cigoto); NO SE TERMINA DE FORMAR, NI SE MODIFICA DESPUÉS. Dicho en otros términos, se confirma que lo humano es humano desde el momento inicial, y que ese momento inicial para la vida humana como tal, es el momento de la concepción – fecundación - fertilización (unión óvulo espermatozoide o estadio de cigoto; véase gráfico adjunto).
  • Lo que cambia a lo largo de las horas, días, semanas, meses o años posteriores a ese momento de nuestra existencia como seres humanos únicos e irrepetibles, son nuestras células, tejidos y órganos que en conjunto nos conforman: crecerán, se especializarán, se multiplicarán, envejecerán y morirán (y nosotros con ellas).
  • Los seres humanos son tales desde la concepción (estadío de cigoto), evento que ocurre 7 a 10 días antes de la implantación (en estadío de blastocisto). Por eso es que para las ciencias médicas el estudio del ser humano se inicia con el estudio del embrión unicelular o cigoto, 7 días antes de ser implantado.

La ciencia se preocupa mucho del proceso de la implantación, por que es la causa más importante de aborto espontáneo. La implantación resulta ser una de las partes o momentos posteriores al inicio, y no el inicio de la vida de un ser humano.

Adicionalmente hoy (siglo XXI) ya se hacen estudios genéticos antes de la implantación de los embriones, para evaluar potenciales problemas genéticos.

Teniendo en cuenta la evidencia científica anteriormente señalada, es que diversos autores de tratados de embriología han reafirmado la siguiente verdad científica, mediante algunas premisas importantes:

  1. “El embarazo humano comienza con la fusión de un óvulo y un espermatozoide”. “El óvulo fertilizado, ahora apropiadamente llamado un embrión…” (Bruce M. Carlson, MD, PhD, Profesor y Jefe del Departamento de Anatomía y Biología Celular de la Escuela de Medicina de la Universidad de Michigan, Ann Arbor; en su obra Human Embryology and Developmental Biology).
  2. Cigoto (Gr. zygotos): esta célula resulta de la unión de un óvulo con un espermatozoide. Un cigoto es el comienzo de un nuevo ser humano (i.e . un embrión)”. (Keith L. Moore, PhD, Profesor Emérito de Anatomía y Biología Celular de la Facultad de Medicina de la Universidad de Toronto, Ontario, Canadá, y T.V.N. Persaud, MD, PhD, Profesor y ex Jefe del Departamento de Anatomía y Ciencia Celular, Profesor de Pediatría y Salud Infantil, Profesor de Obstetricia, Ginecología y Ciencias Reproductivas de la Facultad de Medicina de la Universidad de Manitoba, Canadá, en su obra The Developing Human: Clinically Oriented Embryology).
  3. Aborto (L. aboriri, abortar). Este término significa un prematuro detenimiento del desarrollo y se refiere a la expulsión prematura de un conceptus del útero o expulsión de un embrión o feto antes que sea viable–capaz de vivir fuera del útero”. (Keith L. Moore y T.V.N. Persaud, en la obra citada previamente en el numeral ).
  4. El período embrionario propiamente, durante el cual la gran mayoría de las llamadas estructuras del cuerpo aparecen, ocupa las primeras ocho semanas post ovulatorias.” (Ronan O´Rahilly, MD, y Fabiola Müller, de los Laboratorios Carnegie de Embriología de la Universidad de California en Davis, California, EE.UU., en su obra Human Embryology & Teratology).
  5. El momento de la formación del cigoto puede ser considerado como el inicio o punto tiempo cero” del desarrollo del embrión.” (Ronan O´Rahilly, MD, y Fabiola Müller, en la obra citada previamente en el numeral ).

Una aplicación cotidiana de estas afirmaciones es el hecho que todos los tratados de ginecología y obstetricia, todas las escalas y manuales estandarizados para determinar el tiempo de gestación o embarazo de una mujer (incluyendo los emitidos por la OMS y la FIGO), toman como referencia el día (Fecha) de la última regla; una fecha inclusive previa al momento de la concepción.

El Genoma Humano en el momento de la concepción / fertilización / fecundación (momentos y fenómenos biológicos concurrentes), da inicio e identidad al ser humano (entidad biológica – evidencia científica) y a la persona humana (sujeto de derecho, principio jurídico).

La verdad es el sustento de la justicia.

Dr. Fernando Carbone Campoverde

martes, 22 de septiembre de 2009

Conflictos entre la Ley Natural y la Ley Positiva

I

El jurista romano Celso definió con propiedad el Derecho cuando dijo que es el arte de lo bueno y de lo justo (Digesto, I, I, 1). En efecto, el Derecho no es una ciencia teórica sino un arte práctico acerca de las reglas que rigen una Comunidad Política, reglas que se expresan a través de normas jurídicas. Tales normas lógicamente se componen de una forma y un contenido. La forma es la propia norma jurídica en cuanto mandato imperativo, considerada con independencia de su contenido, la cual es válida y eficaz siempre que haya sido dictada según las reglas que regulan la producción de Derecho. En cambio el contenido o materia de la norma es el bien o mal que concretamente manda o prohíbe. El gran jurista neokantiano Stammler desarrolló muy bien esta distinción, llamando a la forma «Concepto de Derecho» y al contenido «Idea de Derecho».

II

La Teoría Pura del Derecho de Hans Kelsen, y en general todo el positivismo jurídico, identifica Derecho con forma de Derecho. Se trata de construir conceptos jurídicos como categorías formales, formas sin contenido, un Derecho puro, tan puro que está alejado de la vida y en él cabe cualquier contenido. La idea es construir un orden coactivo en el que cada norma es válida porque se ampara en otra anterior, y lo es diga lo que diga y disponga lo que dispusiere.

«El Derecho puede tener no importa qué contenido —escribe Kelsen—, pues ninguna conducta humana es por sí misma inepta para convertirse en el objeto de una norma jurídica» (Reine Rechtslehre, IX, 2). De modo que —dice también— «justo es lo que se corresponde con la norma establecida, e injusto lo que le contradice» (La idea del Derecho Natural, XVIII).

Es decir: todo lo formalmente válido es justo; o, con palabras de Peces Barba (Introducción a la Filosofía del Derecho, 1991, p. 157):

«Una norma sigue siendo válida aunque sea inmoral, siempre que forme parte del ordenamiento».

Se comprende fácilmente que esta forma de ver las cosas transforma el Derecho en un arte de coaccionar y aparta de la jurisdicción del jurista el contenido de las normas, convirtiéndole ahora en un artesano del mero arte de coaccionar y dejándole indefenso frente a las disposiciones del Poder, sean las que fueren.

III

Pero el jurista no es un mero artesano de formas jurídicas puras. En primer lugar porque no existen, ya que toda norma tiene un contenido, dispone algo. En segundo término porque eso es muy peligroso, pues admitir que cualquier orden es justa siempre que la norma sea válida puede llevar, y ha llevado de hecho, a imponer por ley las mayores atrocidades y maldades, transformando al abogado, dicho con palabras de Voltaire, en el encargado de conservar usos bárbaros. Radbruch, Larenz y Carnelutti lo vivieron en sus propias carnes y tuvieron que reaccionar contra ello, basta comparar sus publicaciones anteriores a Hitler con lo que escribieron después de los estragos de la guerra. Radbruch, que en 1929 había asegurado que no hay más Derecho que el positivo, en su Primera toma de posición después del desastre de 1945, hizo la siguiente reflexión:

«Mientras que para el soldado el deber y el derecho cesan de requerir obediencia cuando él sabe que la orden es injusta, no conoce el jurista, desde que hace unos cien años se extinguieron los últimos iusnaturalistas, ninguna excepción respecto a la validez de la ley y obediencia de los a ella sometidos. La ley vale porque ella es ley, y es ley porque tiene el poder de imponerse. Esta doctrina positivista ha vuelto a los juristas y a los pueblos indefensos contra las leyes, por más arbitrarias, crueles y criminales que ellas sean. Equipara en última instancia el Derecho al Poder: sólo donde se halla el Poder, allí existe el Derecho».

El jurista no es artesano de la mera coacción, en tercer lugar, porque el contenido de la norma es parte de la misma, es Derecho, auténtico Derecho, y por tanto cae en el campo de su arte. En La paz perpetua Kant emplea duras palabras para aquellos jurisconsultos que no se ocupan de la justicia de la norma, ciegos leguleyos, les llama, que tienen el cráneo seco, dice, juristas artesanos que sólo saben de prácticas y no de ideas, para los cuales cualquier ley vigente es buena aunque repugne a la razón.

IV

Por tanto en un Estado de Derecho es tarea del jurista diferenciar el bien del mal, volviendo a hacer del Derecho un arte de lo bueno y justo. El contenido de la norma también es objeto de nuestro trabajo, ya lo señaló Ulpiano en el Digesto (I, I, 1) al afirmar que los juristas:

«Profesamos el conocimiento de lo bueno y equitativo, separando lo justo de lo injusto, discerniendo lo lícito de lo ilícito».

Así lo han entendido después muchos otros grandes juristas, entre ellos el citado Stammler, quien en 1902 llegó a escribir un libro que tituló La Teoría del Derecho Justo. De manera que al igual que por su forma hay Derecho válido y Derecho no válido, en función de su contenido hay Derecho Justo y Derecho Injusto, que es preciso diferenciar.

V

La estrella polar que nos orienta hacia el Derecho Justo es la Ley natural. Decir que sólo lo que ordenan o prohíben las leyes positivas es justo o injusto, es tanto como decir que antes de que se trazara círculo alguno no eran iguales todos sus radios. Admitir que el criterio de lo justo es que la norma sea válida, es decir, su mera forma, es como poner una espada en manos de un poder humano absoluto y sin límites. Pues, como bien señaló Cicerón, abogado de numerosas causas en el foro y jurisconsulto fuera del foro (en Las Leyes, 15, 42):

«Es absurdo pensar que sea justo todo lo determinado por las leyes de los pueblos. ¿Acaso lo son las leyes de los tiranos?»

Hay que reconocer por tanto, tal como afirmó Blackstone (Commentaries on the Laws of England, Introducción, II), que hay:

«Leyes fundadas en la Justicia que existen en la naturaleza de las cosas anteriormente a cualquier precepto positivo. Ellas son —dice— las Leyes eternas del bien y del mal».

Existen en la naturaleza de las cosas unas reglas acerca del bien y del mal inteligibles y claras para un racional, desde luego para un estudioso de la ley. Y en muchos casos se trata de reglas más claras y fáciles de entender que las leyes positivas, intricadas fabricaciones de los hombres que obedecen a la necesidad de traducir en palabras intereses contrapuestos: Es más fácil comprender la obligación de no matar a un semejante que la enfiteusis o la hipoteca tácita. Hay así una línea que de forma natural separa el bien del mal. Y lo llamativo es que ese bien natural es garante de nuestra vida y de nuestra libertad frente a los dictados del poder, ya que tal Ley natural nos enseña que todos tenemos perfecta libertad y nos obliga a no dañar al prójimo, respetando su vida, su libertad y sus bienes. De todo ello resulta que la ley positiva humana sólo es justa cuando respeta la Ley natural. Por consiguiente, y en función de la relación del contenido de la norma con dicha Ley, hay Derecho positivo justo y Derecho positivo injusto.

Si el Derecho tiene un contenido justo cabe hablar de un Estado material de Derecho o, con palabras de Giorgio del Vecchio, admirable profesor de Filosofía del Derecho italiano nacido en 1878 y convertido al catolicismo en 1939, de un Estado de Justicia. Pero si su contenido no es el bien, de manera que ese Derecho positivo es injusto, lo que hay es fuerza amparada con forma de ley, lo que Del Vecchio llamó un Estado Delincuente en un libro de 1962 que tituló precisamente así, «Lo Stato deliquente». Y cuando esto se convierte en patológico, de manera que el mal se instala como principio de una sociedad a través de sus normas, existe lo que Zubiri llama repetidamente un Estado de maldad (El problema del mal, II, 3, 4).

VI

Esta conclusión también es válida en democracia. La democracia no legitima todo. Es simplemente un modo de toma de decisiones por mayoría que no garantiza que esa decisión sea justa, ya que bien y mal naturales no dependen del capricho de tal mayoría, de la misma forma que no proceden de ella la verdad y la falsedad. «Voz del pueblo, voz de dios» es un antiguo proverbio incierto y falaz, pues fácilmente se comprueba que no ha habido vicio o depravación moral que no haya sido sacralizado alguna vez por las leyes populares. El mecanismo cuantitativo no ofrece garantía alguna en cuanto a la justicia del resultado; más aún, sostener que la mayoría no puede equivocarse jamás es un gran peligro para la Libertad, la cual requiere que el Poder esté limitado, aunque sea democrático. Sobre la tiranía de la mayoría están la Justicia y el Derecho, siguiendo la estela de Aristóteles ya lo razonó Cicerón cuando dijo (Las Leyes, II, 5, 13) que:

«Hay muchas disposiciones populares perversas y funestas que no llegan a merecer más el nombre de ley que si las sancionara el acuerdo de unos bandidos, al igual que no pueden llamarse recetas médicas a las que matan en vez de curar, como hacen algunos médicos ignorantes y sin experiencia».

En definitiva, considerando que la sociedad no es dios, y que por tanto una cosa es la Voluntad General y otra la Voluntad de Dios, de manera que como dice Del Vecchio no todo resulta lícito a la mayoría y el Derecho Justo no depende del capricho del legislador (Teoría del Estado, VI, 3; Filosofía del Derecho, Sec. 1ª, Preliminar), en función de ello, digo, en democracia también hay Derecho positivo Justo y Derecho Positivo Injusto. En el primer caso, en el de un Estado que respeta el Nomos, podemos hablar con propiedad de Estado democrático de Derecho; mientras que en el segundo lo que hay es una Tiranía Democrática no sometida a Derecho alguno.

VII

Sin embargo es un hecho que hay normas aprobadas por Parlamentos democráticos que bordean peligrosamente la línea que separa el bien y el mal naturales, y en algunos casos concretos la traspasan, instaurando el mal mediante sus leyes positivas. No me refiero ahora a leyes absurdas, que siempre las ha habido, como aquella ley ateniense que prohibía morir en Delos, sino a leyes positivas que entran en conflicto con la Ley natural. A modo de ejemplo voy a aludir a dos que violan el natural derecho a la libertad y otras dos que vulneran el elemental derecho a la vida. La Constitución del Estado de Misisipi aprobada mediante Acta de 2 de febrero de 1856 establecía lo siguiente:

«Esclavos: El Poder legislativo no tendrá facultad de aprobar leyes para la emancipación de esclavos sin el consentimiento de sus propietarios».

Y en concreto respecto a la libertad religiosa, el artículo 26 de la Constitución de la República Española de 9 de diciembre de 1931, además de establecer que todas las Órdenes religiosas tenían obligación de rendir anualmente cuentas al Estado, dispuso lo siguiente:

«Quedan disueltas aquellas Órdenes religiosas que estatutariamente impongan además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado. Sus bienes serán nacionalizados».

Con relación al elemental derecho a la vida no es necesario remontarse a la Ley de uno de septiembre de 1939 que en Alemania «legalizó» un programa eutanásico para eliminar a enfermos e incapaces. Recientemente el democrático Parlamento holandés ha aprobado la Ley de Terminación de la Vida a petición propia y del auxilio al suicidio, y modificación del Código Penal y de la Ley reguladora de los Funerales, de 10 de abril de 2001, que faculta al médico para matar al paciente en determinados casos.

Y, ¿qué decir del aborto? El sabio Kant dijo que (Principios Metafísicos de la doctrina del Derecho, AK VI, 281; y P. M. de la Virtud, AK VI, 422):

«Los hijos nunca pueden considerarse propiedad de sus padres», los cuales «no pueden destruir a su hijo como si fuera un artefacto suyo», ni siquiera una embarazada, pues cometería un delito contra la persona que lleva dentro.

Y a pesar de eso en occidente los Parlamentos democráticos amparan el exterminio de niños en el seno materno, privando de la vida a seres humanos inocentes carentes de toda capacidad de autodefensa. En concreto en España estos atentados a la vida ya están permitidos en determinados casos por el Código Penal, y tales supuestos se ampliarán notablemente si se aprueba una Proposición de Ley presentada por el Grupo Mixto, o el reciente Anteproyecto de Ley Orgánica de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, elaborado por el Gobierno. Según él cuando el feto tenga una enfermedad «extremadamente grave e incurable» el aborto puede practicarse en cualquier momento, incluso minutos antes del nacimiento natural (art. 15 c), y esa «prestación sanitaria», que así se le llama (arts. 18 y 19), se lleva a cabo en los centros de la red sanitaria pública, que están sufragados con fondos púbicos. Se trata de un homicidio eugenésico, idéntico al que se llevaría a cabo si se mata al niño durante el día siguiente a su nacimiento, ya que según el artículo 30 del Código Civil el feto no tiene personalidad hasta que vive veinticuatro horas enteramente desprendido del seno materno. Por lo que esa ley positiva tendría un contenido que claramente vulnera la elemental regla natural que ordena respetar toda vida humana.

VIII

Los Juristas Católicos, como tales y como simples ciudadanos, estamos sujetos a toda norma válida. El principio de legalidad es esencial en un Estado de Derecho, esa es la razón por la que el preámbulo de nuestra Constitución proclama «el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular», y su artículo 9 lo garantiza. En principio, pues, debemos cumplir siempre las leyes positivas, que son Derecho emanado de la Voluntad General. Pero, a la vez, como juristas que se ocupan del arte de lo bueno y justo, como católicos que creen que el bien es una condición establecida por Dios en la realidad, y, en definitiva, como meros hombres que tienen una razón que emite juicios sobre la conducta recta, es decir, con conciencia, como tales, digo, debemos seguir siempre los dictados de la Ley natural, para nosotros basada en la Voluntad de Dios, diferenciando entre Derecho Justo y Derecho Injusto. A lo que, por cierto, nos da pie la propia Constitución Española, la cual, tal como razonó muy bien García de Enterría (Reflexiones sobre la Ley y los Principios Generales del Derecho, III), ha establecido un Estado material de Derecho, es decir, un Estado de Justicia: En efecto, la Justicia se encuentra proclamada en su mismo pórtico, concretamente al comienzo de su preámbulo y en el artículo 1, que la consagra como valor superior. Y precisamente acudiendo a tal valor fundamental consideramos que en ocasiones hay un conflicto entre la forma y el contenido de una ley positiva vigente, a causa de que, siendo formalmente válida, tiene un contenido que vulnera la Justicia natural que vincula también al legislador. Por otra parte es el propio Derecho positivo el que ha establecido los mecanismos para resolver estos conflictos, en los que la última palabra la tienen el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo. En otras épocas fueron fuente de Derecho las respuestas de los prudentes y los escritos de los jurisconsultos, lo recuerda Savigny en su Sistema del Derecho Romano, pero evidentemente hoy no tenemos más remedio que acudir a los mecanismos legales que la propia ley positiva ha establecido. La cual, por cierto, puede someter el cuerpo pero no el alma, ya que no puede mandar un acto puramente interno. Podemos por tanto no sentirnos sujetos internamente al efecto directivo de una ley injusta, pero mientras esté en el ordenamiento externamente estamos sometidos a su efecto coactivo, el principio de legalidad nos lo impone. ¿Qué hacer ante esta especie de incongruencia interna de la ley, que recuerda a la incongruencia de este tipo que a veces se aprecia en una sentencia recurrida en casación ante el Tribunal Supremo?

IX

A mi modo de ver lege ferenda podemos intentar promover un ordenamiento jurídico basado no en la omnipotencia del humano legislador, sino en la Ley natural. El problema actual radica en que la legislación se inspira en el nihilismo postmoderno imperante. Desarrollemos una nueva ética postnihilista con la que se admita que hay un bien y un mal naturales que preservan la vida y al libertad, que hay una solución justa que debe inspirar el contenido correcto de la Ley. A promover tal ética he intentado yo contribuir, en la medida de mis posibilidades, con un libro que acaba de ser publicado precisamente esta misma semana, titulado La Cuestión del bien y del mal (Biblioteca Nueva, Madrid, 2009).

X

El mayor problema práctico se nos presenta de hecho, lege data. Sujetos como a veces estamos a leyes positivas que consideramos injustas, pienso que podemos utilizar en profundidad todos los mecanismos que nos ofrece el ordenamiento jurídico, para intentar que el contenido de la ley positiva no entre en conflicto con la Ley natural.
El primero de ellos, de carácter elemental, es diferenciar Derecho y Ley positiva. No se trata de olvidar la auctoritas de ésta, sino de reducir su papel a términos más modestos que los actuales, recordando que el Ius excede necesariamente a la ley. Leibniz, quien además de filósofo fue abogado de los Estados de un príncipe elector, en un escrito titulado Meditación sobre la noción común de Justicia escribió lo siguiente:

«La equivocación de quienes han hecho que la Justicia dependiese del Poder viene en parte de que han confundido el Derecho con la Ley. El Derecho no puede ser injusto. Sería una contradicción, pero la Ley bien puede serlo. Pues es el Poder quien da y conserva las Leyes. Y si éste carece de sabiduría o de buena voluntad, puede dar o mantener Leyes muy perversas. Pero afortunadamente para el universo las Leyes de Dios siempre son justas».

El Derecho Romano y el Common Law británico tuvieron muy clara esta distinción. Y la Constitución española, que establece un Estado de Derecho, no un Estado de Ley, la reconoce explícitamente en su artículo 103, en el cual diferencia con nitidez la ley, con minúscula, y el Derecho, escrito con mayúscula.

Por tanto el jurista no puede darse por satisfecho con lo que en la ley está escrito, sino que debe además acudir a otras fuentes de Derecho. El artículo 1 de nuestro Código Civil establece que «las fuentes del ordenamiento jurídico español son la ley, la costumbre y los principios generales del derecho»; y dispone expresamente que éstos, los principios, tienen «carácter informador del ordenamiento jurídico», del que evidentemente forma parte la ley positiva. Los Principios Generales del Derecho son Derecho. Son, con palabras de García de Enterría (Reflexiones sobre la Ley y los Principios Generales del Derecho, p. 63):

La «conversión de los preceptos absolutos del Derecho natural en criterios técnicos y especificables».

Es decir, son la positivación de la Ley natural, de manera que aunque no pueden prevalecer contra las leyes particulares sí tienen valor informador sobre y dentro de las mismas, haciéndolas justas. Del Vecchio trató muy bien esta cuestión en su obra titulada Los Principios Generales del Derecho. De esta suerte la Ley natural no queda en algo abstracto y lejano, sino que se convierte en Derecho operante en ámbitos confusos. En cierto modo se concreta en conceptos jurídicos indeterminados, pero fundamentales, como son los apuntados por Ulpiano cuando dice que (Digesto, I, I, 10):

«Los principios del Derecho son estos: vivir honestamente, no hacer daño a otro, dar a cada uno lo suyo».

O los recogidos en el artículo 10 de la Constitución española, al referirse a «la dignidad de la persona» y a sus «derechos inviolables que le son inherentes». Estos Principios son los que pueden proteger hoy nuestra libertad y nuestra vida, como protegieron la de Antonio cuando el judío Shylok reclamaba una libra de su carne (El mercader de Venecia, de W. Shakespeare).

XI

Cuando todos los cauces y recursos ordinarios que nos ofrece el ordenamiento jurídico fracasan, la lucha por el Derecho tiene otro mecanismo, también jurídico: la objeción de conciencia. Que todos tenemos una conciencia lo reconoce la propia Constitución, que en su artículo 20 se refiere a la «clausula de conciencia» y en el 30 prevé la «objeción de conciencia», y también la Ley 22/1998, de 6 de julio, la cual habla de «motivos de conciencia». Es posible, por tanto, que la conciencia individual y la ley positiva entren en conflicto. Por otra parte la Libertad es un valor superior del ordenamiento, según el artículo 1 de la Norma Fundamental, valor que corresponde a los poderes públicos promover, a tenor de su artículo 9, apartado 2. Y así debe ser, pues se trata del primer y principal derecho innato que tenemos, según Kant. ¿Por qué no apostar por ella? In dubio pro libertate significa apostar por la libertad de conciencia frente a la coacción, protegiendo dos derechos fundamentales plasmados en los artículos 15 y 16 de la Constitución: la integridad moral y la libertad ideológica. Admito que el principio general es el imperio de la ley, y que no puede aceptarse con carácter general su incumplimiento. Pero la única limitación a la libertad ideológica que establece el artículo 16 es que no se vulnere el orden público protegido por la ley. En consecuencia, mientras esto no ocurra, el Poder debe respetar las conciencias, y como bien dice el voto particular del Magistrado don Manuel Campos en la Sentencia dictada por el Tribunal Supremo el día 11 de febrero de 2009, en la casación 905 de 2008, existe un ámbito garantizado de libertad de conciencia protegido por un ordenamiento jurídico que se precie de serlo. Tal objeción debe ser examinada desde el prisma del Derecho frente a aquella ley positiva que el objetante considera injusta en su contenido, no excluyendo el silencio del legislador tal derecho subjetivo, pues la propia Ley Orgánica del Poder Judicial, añado yo, establece en su artículo 5 que los Tribunales aplicarán las leyes según los «principios constitucionales». La fortaleza del Estado de Derecho no se resentirá si el Tribunal Constitucional resuelve sobre una objeción de conciencia contra una ley, y el Tribunal Supremo lo hace en relación a disposiciones inferiores.

XII

Cuando también este singular mecanismo falla sólo nos queda apelar al Cielo, es decir, a la Justicia natural. Otro jurista, gran demócrata, Tocqueville, lo expresó en su libro La democracia en América (I, capítulo tiranía de la mayoría) con estas palabras:

«Considero impía y detestable la máxima de que en materia de gobierno la mayoría de un pueblo tenga derecho a hacerlo todo… Existe una ley general hecha, o cuando menos adoptada, no sólo por la mayoría de tal o cual pueblo, sino por la mayoría de los hombres. Esta ley es la Justicia, que constituye el límite del Derecho de todo pueblo. Así pues, cuando yo rehúso obedecer a una ley injusta no niego a la mayoría el derecho de mandar: no hago sino apelar contra la soberanía del pueblo ante la soberanía del género humano».

A mi modo de ver está claro que hay una línea que no se puede traspasar, y que si un profesional de lo bueno y justo, que además es cristiano, se encuentra desgraciadamente en el dilema de tener que obedecer a la Voluntad General o a la Voluntad de Dios, debe seguir ésta. Pues como declaró Edmund Burke, también gran jurista y demócrata (Laws against Proterty in Ireland, IX, p. 350):

«Las leyes humanas carecen de jurisdicción sobre la Justicia original».

Exactamente lo mismo afirmó Radbruch, Ministro de Justicia en la República de Weimar, después de haber sufrido en sus carnes los efectos de leyes injustas (Arbitrariedad legal y Derecho supralegal, 3). Aunque eso no era nada nuevo. Ya en el siglo primero el buen Plutarco escribió un ensayo al que dio un título muy significativo, pues era el de A un gobernante falto de instrucción, en el que se preguntaba (780c): «¿Quién gobernará al que gobierna?». Y el propio Plutarco contestaba lo siguiente:

«La Ley que reina sobre todos, mortales e inmortales, como dijo Píndaro, que no está escrita exteriormente en libros ni en tablas, sino que es una palabra con vida propia en su interior, que siempre vive con él, lo vigila, y jamás deja a su alma desprovista de gobierno».

Es decir, lo que debe gobernar al indocto gobernante es la Ley natural.

José Ramón Recuero