lunes, 21 de mayo de 2012

No podéis servir a Dios y al dinero


Queridos hermanos y hermanas: 

De buen grado he vuelto a vosotros para presidir esta solemne celebración eucarística, respondiendo así a vuestra reiterada invitación. He vuelto con alegría para encontrarme con vuestra comunidad diocesana, que durante varios años fue, de modo singular, también mía y sigue siendo siempre muy querida.

Os saludo a todos con afecto. En primer lugar, saludo al señor cardenal Francis Arinze, que me ha sucedido como cardenal titular de esta diócesis. Saludo a vuestro pastor, el querido mons. Vincenzo Apicella, a quien agradezco las hermosas palabras de bienvenida con las que ha querido acogerme en vuestro nombre. Saludo a los demás obispos, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los agentes pastorales, a los jóvenes y a todos los que están activamente comprometidos en las parroquias, en los movimientos, en las asociaciones y en las diversas actividades diocesanas. Saludo, asimismo, al comisario de la prefectura de Velletri, a los alcaldes de los ayuntamientos de la diócesis de Velletri-Segni, y a las demás autoridades civiles y militares que nos honran con su presencia.

Saludo a los que han venido de otras partes y, en particular, de Alemania, de Baviera, para unirse a nosotros en este día de fiesta. Mi tierra natal está unida a la vuestra por vínculos de amistad:  testigo de esta amistad es la columna de bronce que me regalaron en Marktl am Inn, en septiembre del año pasado, con ocasión del viaje apostólico a Alemania. Recientemente, como ya se ha dicho, cien ayuntamientos de Baviera, me regalaron una columna casi gemela de esa, que será colocada aquí, en Velletri, como un signo más de mi afecto y de mi benevolencia. Será el signo de mi presencia espiritual entre vosotros. Al respecto, deseo dar las gracias a los que me la regalaron, al escultor y a los alcaldes, que veo aquí presentes con muchos amigos. Muchas gracias a todos.

Queridos hermanos y hermanas, sé que os habéis preparado para mi visita con un intenso camino espiritual, adoptando como lema un versículo muy significativo de la primera carta de san Juan:  "Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él" (1 Jn4, 16). Deus caritas est, Dios es amor: con estas palabras comienza mi primera encíclica, que atañe al centro de nuestra fe:  la imagen cristiana de Dios y la consiguiente imagen del hombre y de su camino.

Me alegra que, como guía del itinerario espiritual y pastoral de la diócesis, hayáis escogido precisamente esta expresión:  "Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él". Hemos creído en el amor:  esta es la esencia del cristianismo. Por tanto, nuestra asamblea litúrgica de hoy no puede por menos de centrarse en esta verdad esencial, en el amor de Dios, capaz de dar a la existencia humana una orientación y un valor absolutamente nuevos.

El amor es la esencia del cristianismo; hace que el creyente y la comunidad cristiana sean fermento de esperanza y de paz en todas partes, prestando atención en especial a las necesidades de los pobres y los desamparados. Esta es nuestra misión común:  ser fermento de esperanza y de paz porque creemos en el amor. El amor hace vivir a la Iglesia, y puesto que es eterno, la hace vivir siempre, hasta el final de los tiempos.

En los domingos pasados, san Lucas, el evangelista que más se preocupa de mostrar el amor que Jesús siente por los pobres, nos ha ofrecido varios puntos de reflexión sobre los peligros de un apego excesivo al dinero, a los bienes materiales y a todo lo que impide vivir en plenitud nuestra vocación y amar a Dios y a los hermanos.

También hoy, con una parábola que suscita en nosotros cierta sorpresa porque en ella se habla de un administrador injusto, al que se alaba (cf. Lc 16, 1-13), analizando a fondo, el Señor nos da una enseñanza seria y muy saludable. Como siempre, el Señor toma como punto de partida sucesos de la crónica diaria:  habla de un administrador que está a punto de ser despedido por gestión fraudulenta de los negocios de su amo y, para asegurarse su futuro, con astucia trata de negociar con los deudores. Ciertamente es injusto, pero astuto:  el evangelio no nos lo presenta como modelo a seguir en su injusticia, sino como ejemplo a imitar por su astucia previsora. En efecto, la breve parábola concluye con estas palabras:  "El amo felicitó al administrador injusto por la astucia con que había procedido" (Lc 16, 8).

Pero, ¿qué es lo que quiere decirnos Jesús con esta parábola, con esta conclusión sorprendente? Inmediatamente después de esta parábola del administrador injusto el evangelista nos presenta una serie de dichos y advertencias sobre la relación que debemos tener con el dinero y con los bienes de esta tierra. Son pequeñas frases que invitan a una opción que supone una decisión radical, una tensión interior constante.

En verdad, la vida es siempre una opción:  entre honradez e injusticia, entre fidelidad e infidelidad, entre egoísmo y altruismo, entre bien y mal. Es incisiva y perentoria la conclusión del pasaje evangélico:  "Ningún siervo puede servir a dos amos:  porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo". En definitiva —dice Jesús— hay que decidirse:  "No podéis servir a Dios y al dinero" (Lc 16, 13). La palabra que usa para decir dinero —"mammona"— es de origen fenicio y evoca seguridad económica y éxito en los negocios. Podríamos decir que la riqueza se presenta como el ídolo al que se sacrifica todo con tal de lograr el éxito material; así, este éxito económico se convierte en el verdadero dios de una persona.

Por consiguiente, es necesaria una decisión fundamental para elegir entre Dios y "mammona"; es preciso elegir entre la lógica del lucro como criterio último de nuestra actividad y la lógica del compartir y de la solidaridad. Cuando prevalece la lógica del lucro, aumenta la desproporción entre pobres y ricos, así como una explotación dañina del planeta. Por el contrario, cuando prevalece la lógica del compartir y de la solidaridad, se puede corregir la ruta y orientarla hacia un desarrollo equitativo, para el bien común de todos.

En el fondo, se trata de la decisión entre el egoísmo y el amor, entre la justicia y la injusticia; en definitiva, entre Dios y Satanás. Si amar a Cristo y a los hermanos no se considera algo accesorio y superficial, sino más bien la finalidad verdadera y última de toda nuestra vida, es necesario saber hacer opciones fundamentales, estar dispuestos a renuncias radicales, si es preciso hasta el martirio. Hoy, como ayer, la vida del cristiano exige valentía para ir contra corriente, para amar como Jesús, que llegó incluso al sacrificio de sí mismo en la cruz.

Así pues, parafraseando una reflexión de san Agustín, podríamos decir que por medio de las riquezas terrenas debemos conseguir las verdaderas y eternas. En efecto, si existen personas dispuestas a todo tipo de injusticias con tal de obtener un bienestar material siempre aleatorio, ¡cuánto más nosotros, los cristianos, deberíamos preocuparnos de proveer a nuestra felicidad eterna con los bienes de esta tierra! (cf. Discursos 359, 10).

Ahora bien, la única manera de hacer que fructifiquen para la eternidad nuestras cualidades y capacidades personales, así como las riquezas que poseemos, es compartirlas con nuestros hermanos, siendo de este modo buenos administradores de lo que Dios nos encomienda. Dice Jesús:  "El que es fiel en lo poco, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho" (Lc 16, 10).

De esa opción fundamental, que es preciso realizar cada día, también habla hoy el profeta Amós en la primera lectura. Con palabras fuertes critica un estilo de vida típico de quienes se dejan absorber por una búsqueda egoísta del lucro de todas las maneras posibles y que se traduce en afán de ganancias, en desprecio a los pobres y en explotación de su situación en beneficio propio (cf. Am 4, 5).

El cristiano debe rechazar con energía todo esto, abriendo el corazón, por el contrario, a sentimientos de auténtica generosidad. Una generosidad que, como exhorta el apóstol san Pablo en la segunda lectura, se manifiesta en un amor sincero a todos y en la oración.

En realidad, orar por los demás es un gran gesto de caridad. El Apóstol invita, en primer lugar, a orar por los que tienen cargos de responsabilidad en la comunidad civil, porque —explica— de sus decisiones, si se encaminan a realizar el bien, derivan consecuencias positivas, asegurando la paz y "una vida tranquila y apacible, con toda piedad y dignidad" para todos (1 Tm 2, 2). Por consiguiente, no debe faltar nunca nuestra oración, que es nuestra aportación espiritual a la edificación de una comunidad eclesial fiel a Cristo y a la construcción de una sociedad más justa y solidaria.

Queridos hermanos y hermanas, oremos, en particular, para que vuestra comunidad diocesana, que está sufriendo una serie de cambios, a causa del traslado de muchas familias jóvenes procedentes de Roma, al desarrollo del sector "terciario" y al establecimiento de muchos inmigrantes en los centros históricos, lleve a cabo una acción pastoral cada vez más orgánica y compartida, siguiendo las indicaciones que vuestro obispo va dando con elevada sensibilidad pastoral.

A este respecto, ha sido muy oportuna su carta pastoral de diciembre del año pasado con la invitación a ponerse a la escucha atenta y perseverante de la palabra de Dios, de las enseñanzas del concilio Vaticano II y del Magisterio de la Iglesia.

Pongamos en manos de la Virgen de las Gracias, cuya imagen se conserva y venera en esta hermosa catedral, todos vuestros propósitos y proyectos pastorales. Que la protección maternal de María acompañe el camino de todos los presentes y de quienes no han podido participar en esta celebración eucarística. Que la Virgen santísima vele de modo especial sobre los enfermos, sobre los ancianos, sobre los niños, sobre aquellos que se sienten solos y abandonados, y sobre quienes tienen necesidades particulares.

Que María nos libre de la codicia de las riquezas, y haga que, elevando al cielo manos libres y puras, demos gloria a Dios con toda nuestra vida (cf. Colecta). Amén.

Benedicto XVI | Homilía del Domingo 23 de septiembre de 2007


domingo, 20 de mayo de 2012

La Monarquía contra la Revolución: Las formas nunca son accidentales en política


La lucha secular entre la Monarquía y la Revolución encarnada como mecanismo político de la Democracia, ha dado como resultado que estos dos sistemas no sólo se diferencien por su estructura, sino por un contenido moral y doctrinal que como realidad histórica han adquirido y representan.

De aquí la ingenuidad de los teóricos accidentalistas de la forma de gobierno. Las formas no son nunca accidentales ni en filosofía, ni en arte y mucho menos en política, que es el arte de realizar en formas históricas, en cada pueblo, y en cada momento (hic et nunc) una doctrina y un contenido teóricos.

En España hay que raer de las mentes estos tópicos comodones. Ni la Monarquía es, teóricamente, la sola presencia del Rey en el trono, si no va acompañada de un sistema político y de un contenido moral del Estado, ni la República es la simple ausencia del monarca. La Revolución requiere la previa ausencia del Rey porque, fundadamente, le impone un obstáculo para la realización de su programa. Cuando en España nos declaramos monárquicos, no decimos únicamente que queremos un Rey a la cabeza del Estado, sino que esto es una consecuencia lógica y fatal de un sistema político, que implica también un determinado contenido moral y una estructura jerárquica social cuyo remate es la Corona con Cruz.

La Democracia, y su expresión política la República, es la forma normal en España de toda la doctrina contraria. Se engañan, y la experiencia nos está dando la razón, los que creen que la República es a modo de un vaso vacio que la voluntad de la mayoría—la democracia—va llenando en cada momento de un contenido diferente. Y no es así. La Monarquía afirma un contenido dogmático permanente que está por encima de las votaciones. El reflejo de esto es lo que llaman los demócratas obstáculos tradicionales. Pero la República también tiene sus dogmas y susobstáculos tradicionales. Cuando la voluntad de la mayoría es contraria a los dogmas permanentes de la República, entonces los republicanos dicen que se les desvirtúa la República, que desaparece la esencia republicana del Estado. En la realidad histórica son dos cosas distintas democracia y República.

La República española ha nacido con la impronta de unos dogmas que por mucho que logremos triunfar, con los mecanismos democráticos. Jamás le lograremos arrebatar.

¿Cuál es, históricamente, el régimen conveniente para cada pueblo en cada momento de su vida? Muy largamente se podría disertar sobre este punto, pero una norma sencilla puede damos la respuesta. Los regímenes son para los pueblos y no los pueblos para los regímenes. Cuando en una nación se han de poner a contribución todos los elementos vitales del país para sostener el régimen, cuando en cada crisis grave del país no se piensa más que en la necesidad de salvar el régimen, cuando la mayor parte de los conflictos públicos son provocados para sostener dogmas del régimen, entonces se puede afirmar que ese sistema es artificioso en aquel país y, desde luego, evidentemente nocivo.

Pedro Sainz Rodríguez, “La tradición nacional y el Estado futuro”. Acción Española, I, pág. 182, t. X.

DEL BLOG AMIGO: NÚCLEO DE LA LEALTAD

sábado, 19 de mayo de 2012

Menéndez Pelayo: demasiado católico para ser recordado

Biblioteca Marcelino Menéndez Pelayo Santander
“Y volveremos a tener un solo corazón y una alma sola, y la unidad, que hoy no está muerta, sino oprimida, tornará a imponerse, traída por la unánime voluntad de un gran pueblo, ante el cuál nada significa la escasa grey de impíos e indiferentes”.

Los Gobiernos españoles de izquierdas quisieron borrar su nombre de la Historia e incluso trataron de desterrar su presencia escondiendo la estatua que le homenajea en la Biblioteca Nacional. En cuanto al actual Gobierno español supuestamente de derechas, tan ocupado incumpliendo sus compromisos electorales, emplea su tiempo y todo su esfuerzo en borrar cualquier vestigio de su propia identidad y se ha cuidado mucho de que nadie reparara en el centenario del fallecimiento de Don Marcelino.
En un país donde se organiza “el año de…” con cualquier fútil excusa, siempre que sirva a mayor gloria del bobo progre de turno, resuena el silencio de este sábado, 19 de mayo, cuando se cumplen 100 años de la muerte de la máxima autoridad de la cultura española de todos los tiempos.
"España, evangelizadora de la mitad del orbe; España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vetones o de los reyes de taifas.
A este término vamos caminando más o menos apresuradamente, y ciego será quien no lo vea. Dos siglos de incesante y sistemática labor para producir artificialmente la revolución, aquí donde nunca podía ser orgánica, han conseguido no renovar el modo de ser nacional, sino viciarle, desconcertarle y pervertirle."
Estas palabras fueron escritas en 1880 por Marcelino Menéndez Pelayo, que contaba entonces 24 años de edad, en el epílogo de su monumental y luminosa Historia de los heterodoxos españoles. En esta magna obra plasmó su visión de España y supo desvelar con singular acierto los riesgos que corría y aun corre nuestra nación.
"Pueblo que no sabe su historia es pueblo condenado a irrevocable muerte. Puede producir brillantes individualidades aisladas, rasgos de pasión de ingenio y hasta de género, y serán como relámpagos que acrecentará más y más la lobreguez de la noche."
Menéndez Pelayo contaba doce años de edad cuando enumeró los libros que tenía en su ya notable biblioteca: eran obras en francés y latín de Cátulo, Quinto Curcio, Ovidio, Cicerón, Fenelon, Chateaubriand y Bossuet.
Casa Museo Menendez Pelayo SantanderA los 21 años, Don Marcelino ya era catedrático en la Universidad de Madrid. A los 24 años era miembro de la Academia Española de la Lengua. A los 26 años, de la Academia de la Historia, que también dirigió. E inmediatamente, de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, de la Academia de Bellas Artes de San Fernando... Fue asimismo director de la Biblioteca Nacional, diputado a Cortes y senador.
Este sábado, 19 de mayo de 2012, centenario de su fallecimiento, solo Santander recordará la figura del mayor intelectual español, que recibirá el homenaje de sus paisanos en la Biblioteca que lleva su nombre.
Mientras tanto la derecha española, a la sazón en el poder (tal parece, al menos en teoría), permanece muda, la cabeza baja, tratando de que pase esta fecha lo más rápidamente posible.
Avergonzada de su propia identidad, ignorante hasta producir sonrojo, nuestra derecha, la oficial, la que recibe votos y sienta culo en Cortes, cree que el tintineo de las monedas basta para construir una nación.
Pero la identidad de la derecha española no está en los charlatanes de nuevo cuño que mueven sus plumas al amparo de esa institución ridícula y caduca a la que llamamos “autonomías”. Ni está en un consejo de ministros que clona a su predecesor, ni en los decretos de un Ministerio de Economía que escribe con renglones socialdemócratas.
La identidad del pensamiento conservador español está en quienes queremos borrar de la faz de la tierra.
Cien años sin Don Marcelino. Así nos va. 
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“Ni por la naturaleza del suelo que habitamos, ni por la raza, ni por el carácter, parecíamos destinados a formar una gran nación. Sin unidad de clima y producciones, sin unidad de costumbres, sin unidad de culto, sin unidad de ritos, sin unidad de familia, sin conciencia de nuestra hermandad ni sentimiento de nación, sucumbimos ante Roma tribu a tribu, ciudad a ciudad, hombre a hombre, lidiando cada cual heroicamente por su cuenta, pero mostrándose impasible ante la ruina de la ciudad limítrofe o más bien regocijándose de ella.
España debe su primer elemento de unidad en la lengua, en el arte, en el derecho, al latinismo, al romanismo.
Pero faltaba otra unidad más profunda: la unidad de la creencia. Sólo por ella adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime, sólo en ella se legitiman y arraigan sus instituciones, sólo por ella corre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tronco social.
Sin un mismo Dios, sin un mismo altar, sin unos mismos sacrificios; sin juzgarse todos hijos del mismo Padre y regenerados por un sacramento común; sin ver visible sobre sus cabezas la protección de lo alto; sin sentirla cada día en su hijos, en su casa, en el circuito de su heredad, en la plaza del municipio nativo; sin creer que este mismo favor del cielo, que vierte el tesoro de la lluvia sobre sus campos, bendice también el lazo jurídico que él establece con sus hermanos y consagra con el óleo de la justicia la potestad que él delega para el bien de la comunidad; y rodea con el cíngulo de la fortaleza al guerrero que lidia contra el enemigo de la fe o el invasor extraño, ¿qué pueblo habrá grande y fuerte? ¿Qué pueblo osará arrojarse con fe y aliento de juventud al torrente de los siglos?
Esta unidad se la dio a España el cristianismo. La Iglesia nos educó a sus pechos con sus mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de sus concilios. Por ella fuimos nación, y gran nación, en vez de muchedumbre de gentes colecticias, nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso. No elaboraron nuestra unidad el hierro de la conquista ni la sabiduría de los legisladores; la hicieron los dos apóstoles y los siete varones apostólicos; la regaron con su sangre el diácono Lorenzo, los atletas del circo de Tarragona, las vírgenes Eulalia y Engracia, las innumerables legiones de mártires cesaraugustanos.
Marcelino Menéndez Pelayo Biblioteca Nacional
Si en la Edad Media nunca dejamos de considerarnos unos, fue por el sentimiento cristiano, la sola cosa que nos juntaba, a pesar de aberraciones parciales, a pesar de nuestras luchas más que civiles, a pesar de los renegados y de los muladíes. El sentimiento de patria es moderno; no hay patria en aquellos siglos, no la hay en rigor hasta el Renacimiento; pero hay una fe, un bautismo, una grey, un pastor, una Iglesia, una liturgia, una cruzada eterna y una legión de santos que combaten por nosotros.
Dios nos conservó la victoria, y premió el esfuerzo perseverante dándonos el destino más alto entre todos los destinos de la historia humana: el de completar el planeta, el de borrar los antiguos linderos del mundo. Un ramal de nuestra raza forzó el cabo de las Tormentas, interrumpiendo el sueño secular de Adamastor, reveló los misterios del sagrado Ganges, trayendo por despojos los aromas de Ceilán y las perlas que adornaban la cuna del sol y el tálamo de la aurora. Y el otro ramal fue a prender en tierra intacta aun de caricias humanas, donde los ríos eran como mares, y los montes, veneros de plata, y en cuyo hemisferio brillaban estrellas nunca imaginadas por Tolomeo ni por Hiparco.
Quiso Dios que por nuestro suelo apareciesen, tarde o temprano, todas las herejías, para que de ninguna manera pudiera atribuirse a aislamiento o intolerancia esa unidad preciosa, sostenida con titánicos esfuerzos en todas las edades contra el espíritu del error. Y hoy, por misericordia divina, puede escribirse esta historia mostrando que todas las heterodoxias pasaron, pero que la verdad permanece, y a su lado está el mayor número de españoles, como los mismos adversarios confiesan. Y si pasaron los errores antiguos, así acontecerá con los que hoy deslumbran, y volveremos a tener un solo corazón y una alma sola, y la unidad, que hoy no está muerta, sino oprimida, tornará a imponerse, traída por la unánime voluntad de un gran pueblo, ante el cuál nada significa la escasa grey de impíos e indiferentes.

jueves, 17 de mayo de 2012

Del montepío al usurero


En la Cristiandad medieval la Iglesia prohibió a los católicos el préstamo a interés (usura), que quedó reservado a los infieles, entre los cuales los judíos fueron especialistas. Los créditos tenían intereses de más del 30% (en ocasiones llegaban hasta el 200%) y los tomadores del préstamo lo garantizaban con bienes inmuebles: su casa, sus tierras o sus talleres, lo que se conoce como “crédito hipotecario”. Esto suponía que cuando no podían devolverlos, quedaban privados con frecuencia de su hogar y su medio de vida, condenados a la pobreza.
  
El antijudaísmo medieval tuvo raíz de celo religioso, pero está demostrado que los periódicos furores homicidas contra las comunidades hebraicas (desde mediados del siglo XIV a principios del XV) coincidían frecuentemente con crisis económicas en las que muchos habitantes perdían sus posesiones dadas en garantías a los judíos por sus préstamos.

Los franciscanos fueron pioneros en la preocupación por el problema social del préstamo hipotecario. Inspirado en los tradicionales pósitos de grano, el primer ensayo de crédito aceptable según los mandatos de la Iglesia tuvo lugar en España, cuando don Pedro de Haro y el rey Juan II de Castilla solicitaron al papa Eugenio IV su permiso para crear el “Arca de Misericordia” o “Arca de limosnas” Era una asociación benéfica que guardaba en un arca el dinero o los granos de cereal donados por benefactores que se prestaban a los necesitados con obligación de devolverlo al cabo de un año. La administración era confiada al rector de la iglesia de los franciscanos. La bula de aprobación papal fue emitida el 22 de septiembre de 1431.

Los franciscanos difundieron esta iniciativa en la Italia renacentista, donde era común que judíos (y también cristianos por medio de infieles interpuestos) prestaran a usura en las grandes ciudades mercantiles. Era costumbre llamar allí Monte a una suma de dinero grande (amontonada) y empleado como sinónimo de caja o depósito. Los franciscanos crearon los Montes de Piedad (Monte di Pietà) recalcando con ese nombre que su función no era el préstamo a beneficio, sino el auxilio de los más necesitados. El más antiguo fue el de Ascoli Piceno, en 1458. El beato Michele Carcano fundó el Monte de Perusa en 1462, y el beato Bernardino de Feltre el de Mantua en 1484. Pronto todas las grandes urbes y muchas ciudades pequeñas de la península tuvieron su Monte de Piedad.

¿Cuál era el principio de actuación del Monte de Piedad o Montepío? La asociación caritativa tenía como finalidad el préstamo sin interés a las personas con menos recursos. En lugar de bienes inmuebles, únicamente aceptaban como garantía bienes muebles; principalmente alhajas y ropa, pero también mobiliario, obras de arte o cualquier objeto valioso que se pudiese transportar. A este tipo de préstamo se le llama “crédito prendario”, por la cualidad de “prenda” que se deja como garantía de devolución. Las garantías muebles eran guardadas en depósito, y si el préstamo no se devolvía en el plazo previsto se subastaban, ganando el montepío la diferencia que se pudiese obtener con respecto a lo prestado, o perdiéndola si el precio que se obtenía era menor. En cualquier caso, el tomador del préstamo no perdía ni su casa ni su medio de vida, sino únicamente un objeto superfluo. Como han descubierto los modernos apóstoles del microcrédito, los franciscanos ya comprobaron hace 5 siglos que los humildes suelen ser mucho mejores pagadores de sus deudas que los ricos.

Para obtener sus recursos, el Monte de Piedad tenía varias fuentes. Funcionaba como caja de caudales, cobrando una pequeña suma por la custodia del depósito de dinero. Asimismo solía recibir donaciones de limosnas, donantes, ayudas de la corona o los municipios y celebraciones religiosas.

Para garantizar su continuidad comenzó al cabo de unas décadas la costumbre de cobrar pequeños intereses, generándose un agrio debate dentro de la Iglesia, por ir en contra de la enseñanza católica y los propios principios de los montepíos. El concilio de Letrán de 1515 aceptó finalmente el cobro de intereses, siempre que fuesen moderados (nunca más del 10%). El concilio de Trento reforzó el carácter benéfico que debían tener los Montes de Piedad. Podemos afirmar que un pequeño interés en realidad no supone usura, pues la inflación o devaluación de la ley de la moneda es más frecuente que la deflación.

El primer Monte de Piedad de la Corona española se fundó en 1536, en Nueva España de las Indias, y en 1550 el primero de la península, en Dueñas. Pronto se generalizaron por todos los reinos y virreinatos hispanos. Estaban patrocinados por la Corona y su naturaleza era semejante a la de las cofradías, fuertemente ligada a un concepto moral y religioso católico, enemigo de la usura.

Precisamente el rechazo calvinista a los principios religiosos del montepío dio lugar al nacimiento de las cajas de ahorro (con Jeremy Bentham y su concepto de autoayuda), a lo largo del siglo XVIII en el norte de Europa, y en el XIX en Francia e Italia. En España fueron introducidas por el liberalismo, a partir de la regulación de 1835, tratando de sustituir la función de las entidades religiosas de ayuda al necesitado que habían quedado privadas de sus medios de sustento con la desamortización de sus bienes aquel mismo año.

El principio rector de la caja de ahorros estaba fundado en el estímulo del ahorro como la forma de mejorar las condiciones de vida de las clases más humildes. Se crearon asociaciones mutualistas en las que sus miembros benefactores aportaban dinero para una caja cooperativa que captaba depósitos de particulares remunerados por medio de un interés (al contrario que los montepíos que cobraban el depósito). El metálico depositado era empleado por la caja para a su vez conceder préstamos, aunque no financieros. Dado que su fin era benéfico y no usurario, los intereses que se cobraban al préstamo eran bajos, muy similares a los de los Montes de Piedad. Si bien el fin ético-religioso de los montepíos se perdía con este nuevo concepto, seguían tratándose de asociaciones sin ánimo de lucro, cooperativas y muy arraigadas al lugar donde nacían, con un objeto social indudable. El abandono del crédito prendatario por el hipotecario suponía que las cajas de ahorro amenazaban como los usureros el hogar y los medios de subsistencia de aquellos a quienes prestaban. La realidad es que en España muchos Montes de Piedad crearon sus propias cajas de ahorro, ejerciendo ambos tipos de crédito en la misma entidad, de forma que sus clientes podían acogerse a la modalidad de préstamo que más les conviniese. No olvidemos todos los servicios que como mutuas cooperativas ofrecían a sus socios y clientes: seguros de vida, vivienda o cosechas, pensiones, atención sanitaria, etc, con lo que ello suponía para la estabilidad y prosperidad social.

Como es obvio, tanto los Montes de Piedad como las cajas de ahorro suponían una competencia muy dura para los prestamistas usurarios, sobre todo en el mercado del crédito a las clases medias y bajas, que prácticamente coparon las nuevas entidades. Es bien sabido que los prestamistas usurarios evolucionaron hacia la creación de empresas de financiación a interés: los bancos.

Con el Real Decreto de 29 de junio de 1853, el gabinete del general Lersundi (en las agonías de la década del gobierno de los liberales moderados) se aseguró de que la iniciativa social que pudiese haber detrás de las cajas de ahorro quedase sujeta a la tutela del estado. Se creó así la “Caja General de Depósitos y Consignaciones”, en la que las cajas debían depositar el capital no invertido (excedentario) que era empleado ilegítimamente por la Hacienda en la financiación de deuda pública (provocando la protesta de las juntas rectoras que desconfiaban de la solvencia del estado). Asimismo, se ordenó que las cajas quedasen bajo la protección del Ministerio de la Gobernación (ministerio del Interior actual) y que los gobernadores civiles crearan una caja de ahorros en cada capital de provincia. Con la injerencia estatal en la iniciativa privada, los liberales trataban de controlar desde el gobierno el dinero depositado en instituciones en las que confiaban los ciudadanos. La bancarrota del tesoro público causada por el déficit a partir de 1865 afectó a las cajas de ahorro, convertidas por la fuerza en financieras de la deuda a través de la Caja General, provocando la quiebra de muchas de ellas. En 1880, una ley del gobierno Cánovas del Castillo atenuó parcialmente la sujeción de la de 1853, anulando la uniformidad en la gestión y la sujeción al régimen institucional. Gracias a esta ley se fundaron muchas cajas nuevas, pero la Caja General persistió.

La historia de las cajas de ahorro a lo largo del siglo XX es la de la progresiva injerencia del Banco de España en la regulación y dirección de su funcionamiento. Pronto absorbieron a los Montes de Piedad de los cuales habían nacido, convirtiéndolos en meros apéndices de las mismas, o incluso haciéndolos desaparecer. También comenzaron a dar prestamos financieros ocupando otra parcela del negocio usurario. Únicamente su naturaleza de mutualidad y la obligación de reinvertir todos sus beneficios en créditos sociales o en obras de beneficencia les diferenciaba ya de los bancos.

La ley de 1978 puso la gestión y control de las cajas de ahorro en manos de las flamantes autonomías españolas. El principal cometido de los gobiernos autonómicos en estos últimos 30 años ha sido unir diversas cajas municipales del territorio en una o dos autonómicas, de forma que perdieran buena parte de su implantación local, y emplear sus fondos para financiar la deuda pública autonómica (como sus antecesores centrales decimonónicos), así como conceder créditos de dudosa devolución a todo tipo de empresarios o especuladores con contactos entre los políticos en el poder.

Todos sabemos lo que lo que ello ha generado: al calor del crédito hipotecario en la vivienda, en plena expansión, las cajas de ahorro han concedido créditos a particulares insolventes, con frecuencia tasando su vivienda por encima del precio real, al igual que ha ocurrido con los proyectos urbanísticos de constructores (y con ello colaborando al fenómeno que se ha venido en llamar la “burbuja inmobiliaria”) y lo que es peor, entrando a financiar la compra de suelo sobrevalorado para futuras urbanizaciones. Todos ellos, y particularmente el último, negocios especulativos muy alejados de la función social de ayuda a los más necesitados con la que nacieron montepíos y cajas de ahorro. Casas, proyectos y suelo que han perdido en poco tiempo al menos la mitad de su valor.

La crisis inmobiliaria y financiera ha sorprendido a las cajas en el peor escenario posible, dada la incuria e imprevisión con la que han sido gestionadas por los gobiernos autonómicos con la complacencia de los mecanismos reguladores. Son las entidades financieras con mayor porcentaje de créditos hipotecarios de imposible devolución (“activos tóxicos” se les llama en el argot). Ante la amenaza de quiebra, han acudido al auxilio del fondo de rescate público del Banco de España. Para acceder a esta ayuda el gobierno de Rodríguez Zapatero (oficialmente del Partido Socialista Obrero, pero sin duda en el mejor espíritu del liberalismo progresista masónico y jacobino de épocas pretéritas) les ha puesto dos condiciones: la fusión en entidades supraautonómicas y su conversión en bancos. Su objeto social continuará en sus estatutos un tiempo, y luego desaparecerá sin que nadie pregunte por él. El golpe de gracia.

En resumen, la continua injerencia de los gobiernos liberales en los Montes de Piedad y Cajas de Ahorro, ha convertido a entidades nacidas como cooperativas de crédito social para los más desfavorecidos en entidades prestamistas usurarias a la vuelta de un par de siglos. Si hubiese un manual de como desproteger a los más pobres, dejándolos a merced de la siempre palpable avaricia de los prestamistas y de la siempre etérea protección del estado, la historia de los montepíos y las cajas en nuestro país debería figurar en la introducción.

No hay forma cabal, sensata, cristiana y tradicionalista para resolver esta corrupción de las entidades de crédito social que eliminar la injerencia estatal en ellas, y revivir el espíritu cooperativo de ayuda al más necesitado que partió hace muchos siglos de aquellos humildes franciscanos, ayudados por muchos cristianos pudientes, para evitar que los más pobres se viesen privados de sus casas, sus campos y sus talleres, por los usureros que se lucraban con su necesidad de dinero. Urge vivificar de nuevo el espíritu de montepíos y cajas de ahorro. Ninguna ingeniería financiera podrá resolver esta situación estructuralmente corrompida por la codicia.

En 1796 Napoleón ocupó Italia, y por derecho de conquista se incautó de todos los depósitos de los Montes di Pietà, arruinándolos; eran entidades religiosas asociadas al Sistema Tradicional que su Revolución estaba afanándose en destruir. Este prototipo de autócrata liberal fue brutal, pero bastante más franco que los liberales españoles, los cuales han empleado métodos mucho más retorcidos para mantener la ficción de la existencia de cooperativas sociales de crédito benéfico, hasta dejarlas exhaustas. Una vez las han exprimido y no les pueden sacar más beneficio, las convierten en otra cueva de prestamistas.

Con ánimo de lucro.

viernes, 4 de mayo de 2012

Manifiesto foralista versus manifiesto abertzale : 1.512


Refutación del historiador Jaime  Ignacio del Burgo al manifiesto del colectivo Nafarroa Bizirik sobre el quinto centenario de 1.512. Integro y en primicia
Jaime Ignacio del Burgo es académico correspondiente de la Real Academia de la Historia, además de la de Ciencias Morales y Políticas y la de Jurisprudencia y Legislación. También es doctor en Historia del Derecho y fue profesor de Derecho Foral Público en la Universidad de Navarra.
Ha publicado veintiocho libros referidos a la historia de Navarra y el régimen foral así como decenas de artículos y trabajos monográficos. Próximamente publicará un nuevo libro titulado “Historia de Navarra. Desde la prehistoria hasta la incorporación a la monarquía española”, en el que rescata, corrige, revisa y amplia un compendio inacabado de la “Historia General de Navarra” escrita por su padre. La mayor parte del libro se centrará en la etapa histórica que comprende desde el Príncipe de Viana hasta 1524.
En relación al manifiesto abertzale publicado por el colectivo Nafarroa Bizirik, Jaime Ignacio del Burgo ha escrito la siguiente refutación que Navarra Confidencial les adelanta hoy íntegra y en primicia:

EL MANIFIESTO ABERTZALE SOBRE 1512
Se analiza a continuación, párrafo por párrafo, el contenido del manifiesto aberzale sobre 1512 que, en forma de moción, se ha presentado en diversas instituciones municipales y forales de Navarra.
Este año se cumple el 500 aniversario de la conquista del reino de Navarra por tropas castellano-aragonesas. Eran tiempos de expansión territorial para España. En aquel julio de 1512, sus tropas invadieron el corazón de Navarra, como siglos atrás hicieron con sus territorios más occidentales.
Lo único cierto es que se cumple el 500 aniversario de los sucesos que condujeron a la inserción de Navarra en la Corona española.
Fernando el Católico protegió a los reyes Catalina de Foix y Juan de Albret desde el inicio de su reinado, frente a las pretensiones de Juan de Foix que, con apoyo de los reyes franceses, pretendían privarles de la herencia de los Foix en Francia, incluido el señorío del Bearne. Incluso, gracias a esa protección, los reyes navarros pudieron coronarse en la catedral de Pamplona.
La expansión territorial de España tenía como escenario la Europa mediterránea y América. En 1512 estalló la guerra entre el papa Julio II, a quien apoyaba el rey Fernando el Católico, Enrique VIII de Inglaterra, el emperador Maximiliano de Alemania, la República de Venecia y los suizos, y el rey francés Luis XII, que apoyaba a un grupo de cardenales cismáticos que pretendía destituir al papa. Los aliados constituyeron la Liga Santa, donde se establecía que quien apoyara a los cismáticos serían declarados herejes. Y en aquella época los reyes excomulgados podían ser privados de sus reinos.
Los reyes navarros pretendieron permanecer neutrales, tal y como se lo pedía el rey Fernando, que se proponía apoyar a los ingleses a recuperar la Guyena (actual Aquitania) que habían perdido hacía sesenta años. La neutralidad navarra era esencial para el éxito de la empresa, pues el ejército anglo-castellano podía ser copado en Francia al ser acometido por la retaguardia en el sitio de Bayona.
Pero Luis XII presionó a los reyes navarros –que eran vasallos suyos por los numerosos territorios de los Foix y Albret en territorio francés- y les amenazó con privarles de sus dominios. Juan y Catalina vacilaron y al final prefirieron mantener sus dominios en Francia (incluido el Bearne), de donde obtenían sus principales rentas, y a riesgo de perder Navarra hicieron un pacto secreto en Blois que los convertía en aliados del monarca francés.
El pacto secreto fue negociado por embajadores bearneses –sin participación de ningún navarro- y no fue aprobado por las cortes navarras, por lo que su formalización fue un gravísimo contrafuero al vulnerar los preceptos del Fuero General.  Este pacto fue una gran traición de los reyes navarros. En primer lugar, porque en el conflicto del rey francés con el papado a Navarra no se le había perdido nada apoyando a los cismáticos. En segundo lugar, porque gracias a Fernando el Católico habían podido mantener durante la últimas décadas la integridad de sus dominios, puesta en entredicho por Juan de Foix y su hijo Gastón, que contaban con el beneplácito de los reyes de Francia. Al morir Gastón, generalísimo de los ejércitos franceses, en la batalla de Rávena (primavera de 1512), Juan y Catalina se sintieron aliviados y abandonando al rey Católico decidieron aliarse con Luis XII a fin de lograr el reconocimiento definitivo de la pacífica posesión de sus dominios en Francia, singularmente del señorío del Bearne (capital Pau).
Cuando Fernando el Católico tuvo conocimiento de la firma del pacto, por el que los reyes navarros se convertían en aliados del rey francés, ordenó que sus tropas entraran en Navarra para garantizar su neutralidad. Conseguido su propósito, Juan de Albret negoció un tratado de amistad que le permitiría recuperar el trono, pero se arrepintió y no sólo no lo firmó sino que encarceló al obispo de Zamora, embajador de Fernando el Católico, y lo entregó a los franceses.
El papa Julio dictó tres bulas: el monitorio Etsi hii qui christiani era una advertencia de carácter general para que nadie ayudara a los herejes y cismáticos del conciliábulo de Pisa; la bula “Pastor ille caelestis”, firmada el 21 de julio de 1512 al igual que el monitorio, declaraba excomulgados, cualquiera que fuera su dignidad, a cuantos a cuantos apoyaran a los cismáticos franceses, ordenando la confiscación de sus bienes. Tanto la bula como el monitorio se publicaron en España los días 22-23 de agosto de 1512 en la catedral de Calahorra y daban plena legitimidad a la actuación de Fernando el Católico. Hubo una última bula, la  “Exigit contumacium”, de 18 de febrero de 1513, por la que Julio II confería el reino de Navarra –que a causa del apoyo de sus reyes al cisma de Pisa ya era cosa de nadie- al rey Fernando que hasta entonces se considerabadepositario del mismo.  Esto permitió a las Cortes de Navarra de 1513 proclamarle rey y señor natural.
En aquélla época, el derecho internacional amparaba la “plenitudo potestatis” (potestad plena) del papa en los asuntos temporales que tuvieran repercusión en el plano eclesiástico. Hoy nos parece algo inaceptable, pero por aquel entonces era un principio comúnmente aceptado, aunque muy pronto entraría en crisis.
Esos acontecimientos aceleraron un proceso que supondría el fin de la soberanía de todo un Pueblo. Navarra era un país independiente; un país pequeño, pero estratégicamente anclado a ambos lados del Pirineo; un país que existía mucho antes de la aparición de la propia Castilla y sus ansias de expansión Ya en el siglo IX  las gentes de estas tierras conocieron el germen de su estatalidad bajo la estructura político-institucional del Reino de Pamplona, más tarde Reino de Navarra.
No tiene sentido hablar de soberanía del pueblo navarro cuando Navarra estaba regida por unos reyes franceses que subordinaron sus intereses propios al interés del reino. Una dinastía que subió al trono en 1479 como consecuencia de un infame crimen protagonizado por Leonor de Navarra, esposa de Gastón de Foix, la menor de las hijas del Juan II de Navarra y de Aragón, que ordenó asesinar a su hermana Blanca, a quien correspondía la corona navarra a la muerte del Príncipe de Viana que ocurrió en 1460.
El reino de Pamplona nace a la historia a finales del siglo VIII y comienzos del IX con una vocación netamente española.   El reino de Pamplona hubiera desaparecido a manos de los moros o de los francos de no haber sido por el apoyo de la monarquía astur-leonesa, con la que los reyes pamploneses comparten la gran tarea de la Reconquista.
Sancho III el Mayor, que llegó a ser considerado como “hispaniarum rex”, ejerció su dominio sobre Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, al igual que sobre todos los reinos cristianos españoles y la “tierra de vascos” en el sur de Francia. A su muerte acrecentó los dominios del reino de Pamplona, pero sus límites no coincidían con los de todas las tierras de habla vasca (“heuskalherrian”), puesto que comprendía la Rioja y buena parte del condado de Castilla sin incluir los territorios vascofranceses de Labourd, Soule y lo que ahora llamamos Baja Navarra.
Por otra parte, en la Edad Media los reinos son propiedad de los reyes y sus límites cambian constantemente en función de ambiciones personales y luchas fratricidas. De ahí que sea un disparate “congelar” la historia en un momento histórico determinado para sacar conclusiones en el siglo XXI.
El ejército español, mandado por el Duque de Alba, entró a sangre y fuego, y en la  Historia de la conquista relatada por Luis Correa se pone en boca del coronel Villalba la barbarie usada por el ejercito invasor: “hubo pueblos incendiados, huida de cientos de navarros, doncellas forzadas, confiscación de bienes, destierros, ejecuciones…”.  Se destruyeron los castillos, se nombraron a los españoles para cargos que correspondían solo a los navarros. Los soldados se excedían en la codicia y los pueblos pagaban los gastos del ejército de ocupación como “gastos de guerra”. La ocupación militar duró cien años, y de hecho ha persistido hasta la actualidad.
El cronista Luis Correa fue testigo de la entrada del ejército castellano-aragonés en Navarra. Y en su relato no hay ninguna frase como la que el manifiesto pone en boca del coronel Villalba. Por el contrario, Correa destaca cómo el rey Fernando no quiso reducir a los navarros por la fuerza sino atraerlos mediante medidas conciliadoras y de buen gobierno, lo cual practicó. La entrada de su ejército se produjo por la Barranca el 19 de julio de 1512 y el 25 de julio, día del Apóstol Santiago, el duque de Alba entraba en Pamplona, siendo vitoreado por sus habitantes que –abandonados por Juan de Albret- decidieron capitular a cambio del reconocimiento de los fueros y privilegios de la ciudad. Ejemplo que siguieron después el resto de los municipios navarros.
Desde 1448, Navarra venía desangrándose en una terrible guerra civil entre dos clanes nobiliarios: beaumonteses y agramonteses. Los primeros habían defendido la legitimidad como rey de Navarra del Príncipe de Viana, hijo de la reina Blanca de Navarra y nieto de Carlos III el Noble. La reina, en su testamento, ordenó a su hijo Carlos que no tomara el título de rey mientras viviera su padre, Juan II de Navarra, que se convertiría poco después en rey de la corona de Aragón. Los agramonteses, a los que luego veremos apoyando a Catalina de Foix y Juan de Albret, fueron firmes defensores de Juan II, que abortó todos los intentos de su hijo de proclamarse rey. Ambos bandos cometieron crímenes horrendos en una lucha fratricida que duró setenta años.
En 1512 las tornas habían cambiado. Los beaumonteses del conde de Lerín y condestable de Navarra apoyaban a Fernando el Católico, porque no querían convertirse en un protectorado francés y pretendían el alineamiento del reino con Castilla y Aragón, mientras los agramonteses del mariscal Pedro de Navarra permanecieron fieles a los Foix-Albret, porque temían que el triunfo de los beaumonteses les arrebatara el control del poder político en el reino que detentaban desde la instauración de la dinastía foxiana. Por tanto, no estamos en presencia de un conflicto por la independencia nacional sino de una lucha por el poder entre dos clanes nobiliarios en el seno de Navarra, que se saldará con un cambio de dinastía.
En su historia, publicada en 1513, Correa tan sólo refiere un acto de violencia extrema que protagoniza el coronel Villalba en el valle de Garro, sito en la tierra de vascos o Merindad de Ultrapuertos (hoy Baja Navarra), cuando trata de reducir al señor de Garro por no rendir vasallaje a Fernando el Católico. Su actuación fue contraria a las instrucciones de Fernando el Católico. La frase que el manifiesto pone en boca del coronel Villalba es manifiestamente falsa, pues no aparece en el libro de Correa ni se desprende de su narración de los hechos.
En cambio, sí refiere cómo en el otoño de 1512, Juan de Albret, con el apoyo de un gran ejército de franceses y mercenarios alemanes, pone sitio a Pamplona, donde se hallaba el duque de Alba, el rey Juan de Albret había prometido a los mercenarios germánicos que podrían saquear la ciudad una vez conquistada. Refiere cómo los pamploneses colaboraron en la defensa de la ciudad y se mostraban “alegres por las calles, mandando que todos los vecinos estuviesen armados toda la noche, prestos a lo que el Duque mandase”, destacando la “fidelidad” de los pamploneses al rey Fernando.
La destrucción de los castillos tanto de agramonteses como de beaumonteses fue una medida que adoptó, una vez muerto el rey Católico, el cardenal Cisneros, regente de Castilla, y su principal finalidad era evitar que la nobleza pudiera utilizarlos en sus luchas fratricidas. Esto mismo había hecho Cisneros con numerosos castillos en tierras de Castilla y León. El pueblo llano veía con satisfacción esta medida, pues desde los castillos se ejercía el poder en ocasiones despótico de los nobles.
Los gastos de los pueblos en el mantenimiento del ejército fueron resarcidos por la Hacienda real.
Es falso que se nombrara a los “españoles” para desempeñar los cargos públicos. Por el contrario se cumplió escrupulosamente el Fuero General que sólo permitía al rey nombrar a cinco funcionarios que no tuvieran naturaleza navarra. Y así se mantuvo hasta el primer tercio del siglo XIX.
No obstante, durante ese largo siglo, hubo conspiraciones en contra de los castellanos, eran navarros, gentes de aquí a quienes los virreyes llamaban “rebeldes contra su propia tierra”. La conquista y el tiempo que le siguió fue duro, inquieto y no pacífico. Esto contradice la versión del “pacto entre iguales”, una “feliz unión”, una malintencionada interpretación histórica, al fin y al cabo, que es la que pretende justificar y legitimar la situación actual de Navarra. Es la actitud de esas instancias oficiales que pretenden celebrar esa fecha como origen de supuestas prosperidades presentes y felicidades futuras.
El párrafo contiene una gran falsedad. Si hubo alguna conspiración, alentada desde el Bearne por la dinastía destronada, careció de importancia. En 1524 el “conflicto político” interno de Navarra finalizó con el perdón general concedido por Carlos IV de Navarra, I de Castilla y Aragón y V de Alemania, a los agramonteses. A partir de ese momento, se inició una paz verdadera que acabó en poco tiempo con la fratricida rivalidad entre las dos facciones. Los dirigentes de ambos clanes nobiliarios acabarán emparentado con la nobleza castellana. Es el caso del hijo del mariscal Pedro de Navarra. Este último había muerto en el castillo de Simancas, después de permanecer preso durante seis al caer prisionero en el segundo intento de recuperación del reino que tuvo lugar en 1516. Su hijo Pedro, que heredó el título de mariscal de Navarra, en 1524 reconoció como rey al emperador y recibió el marquesado de Cortes. Ejemplo que fue seguido también por los hermanos de San Francisco Javier. Todos ellos emparentaron con la nobleza castellana y es la razón por la que el señorío de Javier pertenece a la casa ducal de Villahermosa, que ostenta además el marquesado de Cortes. En cuanto a los Beaumont, el título de conde de Lerín y condestable de Navarra pertenece a la actual duquesa de Alba.
En 1513 las cortes de Navarra reconocieron a Fernando el Católico como rey y señor natural, previo juramento de los fueros del reino. En 1515, el rey comunica a las cortes de Castilla su decisión  de que a su muerte heredase la corona de Navarra su hija Doña Juana (la Loca) y quienes le sucedieran en Castilla y León, con el fin de que la unión de ambas coronas –la castellana y la navarra- fuera indisoluble. El rey ordena respetar los fueros de Navarra. Fallece en 1516, sucediéndole su nieto, el futuro emperador Carlos, que incluye en la fórmula del juramento foral la obligación de mantener a Navarra como “reino de por sí”.
Se produce así un cambio de dinastía, pero tanto el reino como su estatalidad permanecen intactos. Se fortalecen las Cortes de Navarra, surge la Diputación del Reino para velar por el estricto cumplimiento de los fueros, se mantiene el Consejo Real como tribunal supremo, que además asiste al virrey en la tarea de gobernar en nombre del rey. Sigue vigente el Fuero General y las leyes de Castilla no rigen en Navarra. Las ordenanzas que el rey dicta con carácter general para todos sus reinos sólo se aplican en Navarra si no son contrarias a los fueros y leyes navarros. La Cámara de Comptos se ocupa de las finanzas reales y Navarra bate su propia moneda. Las aduanas separan al reino con Castilla y Aragón. Se respeta la numeración propia de los reyes privativos hasta el reinado de Isabel II (1833), que se titula Isabel I de Navarra. Los navarros disfrutan de un importantísimo haz de derechos y libertades que les reconoce el Fuero General bajo la protección y amparo de la Diputación y de las Cortes del reino.
Por otra parte, la paz produce efectos muy beneficiosos. El reino se recupera de la ruina en que estaba a causa de setenta años de guerra civil y se fomenta la agricultura y el comercio. Los navarros participan en las empresas comunes de la monarquía, tanto en la milicia como en la administración, dentro y fuera de la península. Se realizan importantes obras públicas, florecen las bellas artes, se promueve la instrucción de la población y se crea la Universidad de Irache. En 1800 Navarra era el reino español con mayor nivel de renta.
Como proclama la “Novísima Recopilación de las leyes del reino de Navarra desde el año 1512 hasta 1716”, publicada por las Cortes en 1735, “la incorporación del Reino de Navarra a la Corona de Castilla fue por vía de unión aeqüe principal reteniendo cada uno su naturaleza antigua así en leyes como en territorio y gobierno” (Ley 33, tít. 8º, lib. 1º). “De tal modo que verificada la unión, Navarra quedó y permaneció Reino de por sí, rigiéndose por sus fueros, leyes, ordenanzas, usos, costumbres, franquezas, exenciones, libertades y privilegios: es Reino distinto en territorio, jurisdicción, jueces y gobierno de los demás Reinos del Rey de España” (Ley 59, tít. 2º, lib. I).
La resistencia a la ocupación fue continuada; con gestas inolvidables, como la de los defensores de Amaiur. Pese a ello, desde entonces y hasta hoy ha seguido el proceso de degradación del estatus de este Pueblo, incluida su soberanía, hasta pasar a provincia y en estos días a Comunidad Autónoma, desapareciendo casi hasta el mismo nombre de Navarra.
La ocupación del reino se realizó en 1512 sin ninguna resistencia. Los reyes destronados trataron de recuperarlo con el apoyo de los franceses. En los tres intentos posteriores (otoño de 1512, 1516 y 1521) el pueblo navarro no se sublevó a favor de los reyes destronados, salvo un reducido núcleo de nobles agramonteses que, como ya hemos visto, acabaron por reconocer como rey a Carlos IV de Navarra, I de Castilla y Aragón, en 1524.
La llamada “gesta” de Amaiur de 1522 fue un episodio de escasa trascendencia militar. Tras la derrota de los franceses en Noáin (1521), unos doscientos caballeros agramonteses se encerraron en la fortaleza de Maya, hasta que al año siguiente, a petición de los propios baztaneses que estaban hartos de sufrir el saqueo de sus ganados y demás propiedades, el virrey organizó una expedición militar. La nobleza beaumontesa se movilizó y tras un par de días de asedio los agramonteses se rindieron. La gran mayoría de ellos aparecerán después en Fuenterrabía, plaza ocupada por los franceses y asediada por los españoles. Fue el mariscal Pedro de Navarra quien convencería al gobernador francés de la conveniencia de capitular ante las tropas del emperador. Jugó un papel destacado en todo ello, el afamado jurista Martín de Azpilcueta, a quien se conoce como “el Doctor Navarro”. Era de familia agramontesa y tío de San Francisco Javier. Su criterio será también determinante más adelante para el rechazo por parte de Felipe II de las pretensiones de Juana de Albret sobre el reino de Navarra.
El manifiesto oculta además que desde 1512 las milicias de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya tuvieron una destacada participación en los ejércitos castellanos. En su intervención en Navarra, acompañaron al duque de Alba 3.000 alaveses, entre 2.500 y 3.000 guipuzcoanos y 2.000 vizcaínos. Un hecho sin duda heroico fue la actuación de los guipuzcoanos que en diciembre de 1512 destrozaron en Velante la retaguardia del ejército francés en retirada al grito de “Santiago y cierra, España”, arrebatándoles los doce cañones que desde entonces y hasta 1979 figuraron en el escudo de Guipúzcoa. En 1521, Iñigo de Loyola se comportó con gran valentía en el sitio del castillo de Pamplona por los franceses en defensa de la permanencia de Navarra en España. Y en la batalla de Noáin también fue decisiva la intervención de las milicias guipuzcoanas, que cuando la infantería del ejército imperial comenzaba a flaquear rodearon el Perdón y acometieron por la retaguardia a los franceses. El propio general francés, Asparrós, fue hecho prisionero por Francés de Beaumont. En la batalla murieron 4.000 soldados, en su mayoría reclutados en Francia. Murieron también algunos nobles agramonteses, pero a la mayoría de ellos los veremos poco después en la fortaleza de Maya. Las Provincias Vascongadas –nombre del que se sentían muy orgullosos sus habitantes- habían estado insertas primero en la monarquía astur-leonesa y más tarde en la castellana. Menos de un siglo estuvieron sujetas Álava y Guipúzcoa al rey de Pamplona, al que abandonaron en tiempos de Sancho el Fuerte en el año 1200, presumiendo desde entonces de su lealtad a la corona castellana a causa de su “voluntaria entrega”. El señorío de Vizcaya desde su fundación estaba estrechamente vinculado a Castilla y nunca reconoció de buen grado la soberanía de los reyes navarros.
El reino de Navarra se mantuvo intacto hasta 1839, en que se produjo su incorporación en el Estado español mediante un nuevo pacto de estatus, que se plasmó en la Ley  Paccionada de 1841. El antiguo reino dejó paso a la inserción de Navarra en el Estado liberal español como una provincia foral, es decir, dotada de un régimen singular de autonomía.
En 1982, un nuevo pacto –fruto de los derechos históricos de Navarra, amparados y respetados por la Constitución de 1978- permitió la reintegración y amejoramiento del régimen foral. Navarra adopta entonces la denominación de Comunidad Foral, lo que es una muestra de la singularidad del antiguo reino en el actual Estado autonómico español. En virtud de lo que se ha dado en llamar “Amejoramiento del Fuero” Navarra recuperó sus viejas Cortes –el Parlamento foral-, democratizó sus instituciones históricas y fortaleció su régimen de autogobierno. Hoy Navarra es una de las comunidades con mayor grado de autonomía en el conjunto europeo.
Decir que casi ha desaparecido el nombre de Navarra demuestra que el manifiesto ha sido escrito con orejeras, fruto del fundamentalismo antihistórico de sus autores. No deja de ser contradictorio que quienes han cambiado el nombre de Navarra por Nafarroa denuncien ahora que el nombre de Navarra casi ha desaparecido. Olvidan que en vascuence Navarra se escribe “Nabarra” (según Sabino Arana y Arturo Campeón) o “Naparra” (según Iparraguirre, el autor del Gernikako arbola).
Hoy, frente a las falsedades que hablan de una libre incorporación de Navarra al proyecto de España, queremos recordar que 2012 es el 500 aniversario del inicio de la Conquista de la actual Alta Navarra por España, y por tanto una fecha clave en la destrucción, por la fuerza, de nuestra estatalidad.
Falso de toda falsedad. La estatalidad navarra se mantiene hasta bien entrado el siglo XIX. En 1839 triunfa definitivamente en España el principio de la soberanía nacional. El reino de Navarra, vinculado al Antiguo Régimen monárquico-absolutista, desaparece por voluntad de la Diputación liberal-progresista de Navarra que pacta con el Gobierno la Ley Paccionada. Puede decirse que en virtud de dicha ley, Navarra se incorpora al “mercado común” español, manteniendo un importante grado de autogobierno, destacando sobre todo el derecho a establecer y mantener su propio régimen tributario. La autonomía de 1841, fundamentalmente administrativa, se convierte en autonomía política en 1982.
Queremos señalar que nuestro recorrido a lo largo de los siglos nos demuestra que no sólo tenemos derecho a recuperar lo que de manera ilegítima nos arrebataron, sino que la pérdida de la soberanía ha sido nefasta para nuestro país.
Con independencia de que hablar de soberanía nacional a comienzos del siglo XVI es algo más que discutible y de que si se hubiera mantenido la dinastía Foix-Albret con toda probabilidad Navarra hubiera quedado incorporada a Francia, como les ocurrió a los bajonavarros (abandonados por el emperador Carlos en 1530 ante las dificultades para su defensa por estar situada al otro lado de los Pirineos). Esto fue así cuando Enrique III de Borbón, señor del Bearne y rey de la Navarra de Ultrapuertos, se convirtió en rey de Francia (1594). Aunque resulte paradójico, resulta que el rey Juan Carlos I de España es sucesor por línea directa de Enrique IV de Borbón.
Por otra parte, a lo largo de estos últimos quinientos años, el pueblo navarro dio muestras de su plena identificación con la monarquía española –que surge cuando el emperador Carlos se ciñe en 1516 las coronas de Castilla, de Aragón y de Navarra. El reino navarro conservó su personalidad política y el pueblo navarro reforzó su identidad colectiva, plenamente compatible con su vocación española. Cuando la Revolución liberal acaba con el Antiguo Régimen y la soberanía del rey es sustituida por la de la nación, la personalidad de Navarra es tan poderosa que consigue que se respete su personalidad mediante el reconocimiento de un estatus autonómico singular al que llamamos “régimen foral”. Régimen sobre el que se asienta el Amejoramiento del Fuero de 1982, que confiere a la Navarra democrática un autogobierno jamás conocido a lo largo de su historia.
Compartir la soberanía con el resto del pueblo español no ha sido nefasto para nuestro país. En nuestros días, los problemas de convivencia han surgido cuando se ha pretendido torcer, por la violencia y la extorsión, la trayectoria histórica del pueblo navarro que desde la instauración de la democracia en 1978 ha demostrado inequívocamente su voluntad mayoritaria de seguir siendo navarro y español.
La historia nos enseña que fuimos independientes, y que dejamos de serlo, no por la voluntad de nuestros antepasados, sino por las conquistas españolas y las ambiciones francesas. La guerra, la colonización y la violencia han frustrado el libre desarrollo de nuestra identidad. Y precisamente porque nuestro interés principal no está en el pasado, sino en el presente y el futuro, afrontamos la recuperación de la memoria histórica como un paso hacia nuestra libertad y en defensa de nuestros derechos.
Es precisamente la historia la que demuestra la sinrazón de las argumentaciones del manifiesto, que esconde además que su pretensión no es luchar por la independencia de Navarra sino por la inserción de nuestro antiguo reino en la pretendida nación euskalherríaca. Se apela a la memoria histórica y se pretende que las actuales generaciones abominemos de lo que ocurrió hace quinientos años pero olvidemos el sufrimiento provocado por quienes han querido imponer a sangre y fuego sus propias convicciones, cometiendo crímenes nefandos que siguen vivos en nuestra memoria colectiva.
Nuestros antepasados tenían un gran amor a la libertad. Y aun con las injusticias inherentes a un sistema donde la representación política estaba vinculada a la clase social (alto clero, nobleza y unos pocos pueblos y ciudades), supieron defenderla primer frente al absolutismo monárquico y después frente al centralismo del Estado. Pretender que durante quinientos años nuestro pueblo ha vivido de rodillas, sometido a la colonización de una potencia extranjera y, lo que es peor, colaborando intensamente con ella, es un insulto a la memoria de nuestros antepasados que jamás permitieron que se apagara en Pamplona la antorcha de la libertad colectiva como pueblo.
Por otra parte, los promotores del manifiesto no pretenden la independencia de Navarra sino su integración en la llamada Euskal Herria que al margen de que pueda considerarse como ámbito geográfico donde se habla vascuence, que no puede incluir la totalidad de Navarra, nunca constituyó una entidad política. Jamás existieron instituciones comunes vasco-navarras. Si algún día llegara a consumarse este proyecto político, ese día habrá desaparecido Navarra y mutilados su Fuero y sus instituciones.
Decir que el reino de Navarra fue la quintaesencia de Euskal Herria es otra manera de corromper y manipular la historia. Precisamente lo que ocurrió en 1512 y en la década posterior es la demostración más clara de la falsedad de la pretensión de incluir a Navarra en la ensoñación euskalherríaca, pues vemos a alaveses, guipuzcoanos y vizcaínos marchar junto al duque de Alba. Vemos también a los soldados de Soule y Labourd combatir bajo las banderas del rey de Francia. Unos y otros ellos se aprovecharán de la lamentable división de los clanes nobiliarios navarros, que fueron los responsables de que Navarra durante setenta años se despedazara internamente a sangre y fuego. Clanes a los que veremos poco después marchar juntos junto al emperador Carlos y rivalizar entre sí a la hora de demostrar quién era más leal a la corona española.
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Hasta aquí el comentario sobre el fundamento del manifiesto. En virtud de lo expuesto no procede, por tanto, que el Partido Popular apoye la colocación en los Ayuntamientos de la insignia de laIniciativa Popular 1512-2012 Nafarroa Bizirik en un lugar visible. Ni tampoco se adhiera alManifiesto y a la Marcha Nacional Navarra del 16 de Junio. Y lo mismo respecto a que se haga ondear con crespón negro o se ice a media asta la bandera navarra el día 25 de julio de 2012, fecha del 500 aniversario de la entrada –triunfal- de las tropas vasco-castellanas y navarro-beaumontesas bajo el mando del Duque de Alba en la capital navarra.
Procede, por el contrario, dejar constancia de que el Partido Popular defenderá el derecho de Navarra a conservar su plena identidad y, al mismo tiempo, la identificación de su pueblo con la nación española de la que se siente parte integrante.
El reino de Navarra nació a la historia como un reino español. Así lo proclama en su frontispicio el Fuero General (1237) al decir que “estos son los primeros fueros hallados en España” y después de lamentar la “pérdida” de España a manos de los moros. Español se sentía el gran rey Sancho III el Mayor, que estuvo a punto de conseguir que la unidad española se forjara entre 1005 y 1034 en torno a Navarra. Y así se sentía Sancho VII el Fuerte, al aparcar sus diferencias con el rey Alfonso VIII de Castilla, para acudir al salvamento de la cristiandad española en la batalla de las Navas de Tolosa. Los Foix-Albret tenían el corazón francés y rendían vasallaje a los reyes de Francia. Desoyeron la voluntad de las Cortes navarras en numerosas ocasiones (matrimonios y tratados) y prefirieron conservar sus vastos dominios en Francia que su pequeño reino navarro sumándose a Luis XII en su conflicto con el papado.
En 1512, en el marco de un conflicto internacional, se produce el reencuentro definitivo del reino navarro con el resto de los reinos españoles. Es el inicio de un proceso que continúa en 1513 y se consolida en 1515 y 1516. Navarra no fue anexionada  ni incorporada a Castilla. Su inserción en la Monarquía española fue una unión real, de modo que reinaría en Navarra quien reinara en los reinos de Castilla y León.
Es falso que la unión a la Monarquía española supusiera la pérdida de nuestra identidad colectiva y de nuestra personalidad política. Es falso que Navarra fuera objeto de un genocidio cultural, pues el vascuence perduró entre nosotros junto al idioma que hoy llamamos castellano y que cincuenta años antes que Castilla ya se utilizaba como lengua oficial del reino y en el que nuestros reyes juraban los fueros al tiempo de su coronación (idiomate navarre terre). Es falso que desde 1512 los navarros vivieran esclavizados por Castilla que, por el contrario, supo respetar la integridad de Navarra, sus instituciones, su foralidad histórica y su condición de reino de por sí.
Pamplona, marzo de 2012
Jaime Ignacio del Burgo|NavarraConfidencial