viernes, 4 de mayo de 2012

Manifiesto foralista versus manifiesto abertzale : 1.512


Refutación del historiador Jaime  Ignacio del Burgo al manifiesto del colectivo Nafarroa Bizirik sobre el quinto centenario de 1.512. Integro y en primicia
Jaime Ignacio del Burgo es académico correspondiente de la Real Academia de la Historia, además de la de Ciencias Morales y Políticas y la de Jurisprudencia y Legislación. También es doctor en Historia del Derecho y fue profesor de Derecho Foral Público en la Universidad de Navarra.
Ha publicado veintiocho libros referidos a la historia de Navarra y el régimen foral así como decenas de artículos y trabajos monográficos. Próximamente publicará un nuevo libro titulado “Historia de Navarra. Desde la prehistoria hasta la incorporación a la monarquía española”, en el que rescata, corrige, revisa y amplia un compendio inacabado de la “Historia General de Navarra” escrita por su padre. La mayor parte del libro se centrará en la etapa histórica que comprende desde el Príncipe de Viana hasta 1524.
En relación al manifiesto abertzale publicado por el colectivo Nafarroa Bizirik, Jaime Ignacio del Burgo ha escrito la siguiente refutación que Navarra Confidencial les adelanta hoy íntegra y en primicia:

EL MANIFIESTO ABERTZALE SOBRE 1512
Se analiza a continuación, párrafo por párrafo, el contenido del manifiesto aberzale sobre 1512 que, en forma de moción, se ha presentado en diversas instituciones municipales y forales de Navarra.
Este año se cumple el 500 aniversario de la conquista del reino de Navarra por tropas castellano-aragonesas. Eran tiempos de expansión territorial para España. En aquel julio de 1512, sus tropas invadieron el corazón de Navarra, como siglos atrás hicieron con sus territorios más occidentales.
Lo único cierto es que se cumple el 500 aniversario de los sucesos que condujeron a la inserción de Navarra en la Corona española.
Fernando el Católico protegió a los reyes Catalina de Foix y Juan de Albret desde el inicio de su reinado, frente a las pretensiones de Juan de Foix que, con apoyo de los reyes franceses, pretendían privarles de la herencia de los Foix en Francia, incluido el señorío del Bearne. Incluso, gracias a esa protección, los reyes navarros pudieron coronarse en la catedral de Pamplona.
La expansión territorial de España tenía como escenario la Europa mediterránea y América. En 1512 estalló la guerra entre el papa Julio II, a quien apoyaba el rey Fernando el Católico, Enrique VIII de Inglaterra, el emperador Maximiliano de Alemania, la República de Venecia y los suizos, y el rey francés Luis XII, que apoyaba a un grupo de cardenales cismáticos que pretendía destituir al papa. Los aliados constituyeron la Liga Santa, donde se establecía que quien apoyara a los cismáticos serían declarados herejes. Y en aquella época los reyes excomulgados podían ser privados de sus reinos.
Los reyes navarros pretendieron permanecer neutrales, tal y como se lo pedía el rey Fernando, que se proponía apoyar a los ingleses a recuperar la Guyena (actual Aquitania) que habían perdido hacía sesenta años. La neutralidad navarra era esencial para el éxito de la empresa, pues el ejército anglo-castellano podía ser copado en Francia al ser acometido por la retaguardia en el sitio de Bayona.
Pero Luis XII presionó a los reyes navarros –que eran vasallos suyos por los numerosos territorios de los Foix y Albret en territorio francés- y les amenazó con privarles de sus dominios. Juan y Catalina vacilaron y al final prefirieron mantener sus dominios en Francia (incluido el Bearne), de donde obtenían sus principales rentas, y a riesgo de perder Navarra hicieron un pacto secreto en Blois que los convertía en aliados del monarca francés.
El pacto secreto fue negociado por embajadores bearneses –sin participación de ningún navarro- y no fue aprobado por las cortes navarras, por lo que su formalización fue un gravísimo contrafuero al vulnerar los preceptos del Fuero General.  Este pacto fue una gran traición de los reyes navarros. En primer lugar, porque en el conflicto del rey francés con el papado a Navarra no se le había perdido nada apoyando a los cismáticos. En segundo lugar, porque gracias a Fernando el Católico habían podido mantener durante la últimas décadas la integridad de sus dominios, puesta en entredicho por Juan de Foix y su hijo Gastón, que contaban con el beneplácito de los reyes de Francia. Al morir Gastón, generalísimo de los ejércitos franceses, en la batalla de Rávena (primavera de 1512), Juan y Catalina se sintieron aliviados y abandonando al rey Católico decidieron aliarse con Luis XII a fin de lograr el reconocimiento definitivo de la pacífica posesión de sus dominios en Francia, singularmente del señorío del Bearne (capital Pau).
Cuando Fernando el Católico tuvo conocimiento de la firma del pacto, por el que los reyes navarros se convertían en aliados del rey francés, ordenó que sus tropas entraran en Navarra para garantizar su neutralidad. Conseguido su propósito, Juan de Albret negoció un tratado de amistad que le permitiría recuperar el trono, pero se arrepintió y no sólo no lo firmó sino que encarceló al obispo de Zamora, embajador de Fernando el Católico, y lo entregó a los franceses.
El papa Julio dictó tres bulas: el monitorio Etsi hii qui christiani era una advertencia de carácter general para que nadie ayudara a los herejes y cismáticos del conciliábulo de Pisa; la bula “Pastor ille caelestis”, firmada el 21 de julio de 1512 al igual que el monitorio, declaraba excomulgados, cualquiera que fuera su dignidad, a cuantos a cuantos apoyaran a los cismáticos franceses, ordenando la confiscación de sus bienes. Tanto la bula como el monitorio se publicaron en España los días 22-23 de agosto de 1512 en la catedral de Calahorra y daban plena legitimidad a la actuación de Fernando el Católico. Hubo una última bula, la  “Exigit contumacium”, de 18 de febrero de 1513, por la que Julio II confería el reino de Navarra –que a causa del apoyo de sus reyes al cisma de Pisa ya era cosa de nadie- al rey Fernando que hasta entonces se considerabadepositario del mismo.  Esto permitió a las Cortes de Navarra de 1513 proclamarle rey y señor natural.
En aquélla época, el derecho internacional amparaba la “plenitudo potestatis” (potestad plena) del papa en los asuntos temporales que tuvieran repercusión en el plano eclesiástico. Hoy nos parece algo inaceptable, pero por aquel entonces era un principio comúnmente aceptado, aunque muy pronto entraría en crisis.
Esos acontecimientos aceleraron un proceso que supondría el fin de la soberanía de todo un Pueblo. Navarra era un país independiente; un país pequeño, pero estratégicamente anclado a ambos lados del Pirineo; un país que existía mucho antes de la aparición de la propia Castilla y sus ansias de expansión Ya en el siglo IX  las gentes de estas tierras conocieron el germen de su estatalidad bajo la estructura político-institucional del Reino de Pamplona, más tarde Reino de Navarra.
No tiene sentido hablar de soberanía del pueblo navarro cuando Navarra estaba regida por unos reyes franceses que subordinaron sus intereses propios al interés del reino. Una dinastía que subió al trono en 1479 como consecuencia de un infame crimen protagonizado por Leonor de Navarra, esposa de Gastón de Foix, la menor de las hijas del Juan II de Navarra y de Aragón, que ordenó asesinar a su hermana Blanca, a quien correspondía la corona navarra a la muerte del Príncipe de Viana que ocurrió en 1460.
El reino de Pamplona nace a la historia a finales del siglo VIII y comienzos del IX con una vocación netamente española.   El reino de Pamplona hubiera desaparecido a manos de los moros o de los francos de no haber sido por el apoyo de la monarquía astur-leonesa, con la que los reyes pamploneses comparten la gran tarea de la Reconquista.
Sancho III el Mayor, que llegó a ser considerado como “hispaniarum rex”, ejerció su dominio sobre Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, al igual que sobre todos los reinos cristianos españoles y la “tierra de vascos” en el sur de Francia. A su muerte acrecentó los dominios del reino de Pamplona, pero sus límites no coincidían con los de todas las tierras de habla vasca (“heuskalherrian”), puesto que comprendía la Rioja y buena parte del condado de Castilla sin incluir los territorios vascofranceses de Labourd, Soule y lo que ahora llamamos Baja Navarra.
Por otra parte, en la Edad Media los reinos son propiedad de los reyes y sus límites cambian constantemente en función de ambiciones personales y luchas fratricidas. De ahí que sea un disparate “congelar” la historia en un momento histórico determinado para sacar conclusiones en el siglo XXI.
El ejército español, mandado por el Duque de Alba, entró a sangre y fuego, y en la  Historia de la conquista relatada por Luis Correa se pone en boca del coronel Villalba la barbarie usada por el ejercito invasor: “hubo pueblos incendiados, huida de cientos de navarros, doncellas forzadas, confiscación de bienes, destierros, ejecuciones…”.  Se destruyeron los castillos, se nombraron a los españoles para cargos que correspondían solo a los navarros. Los soldados se excedían en la codicia y los pueblos pagaban los gastos del ejército de ocupación como “gastos de guerra”. La ocupación militar duró cien años, y de hecho ha persistido hasta la actualidad.
El cronista Luis Correa fue testigo de la entrada del ejército castellano-aragonés en Navarra. Y en su relato no hay ninguna frase como la que el manifiesto pone en boca del coronel Villalba. Por el contrario, Correa destaca cómo el rey Fernando no quiso reducir a los navarros por la fuerza sino atraerlos mediante medidas conciliadoras y de buen gobierno, lo cual practicó. La entrada de su ejército se produjo por la Barranca el 19 de julio de 1512 y el 25 de julio, día del Apóstol Santiago, el duque de Alba entraba en Pamplona, siendo vitoreado por sus habitantes que –abandonados por Juan de Albret- decidieron capitular a cambio del reconocimiento de los fueros y privilegios de la ciudad. Ejemplo que siguieron después el resto de los municipios navarros.
Desde 1448, Navarra venía desangrándose en una terrible guerra civil entre dos clanes nobiliarios: beaumonteses y agramonteses. Los primeros habían defendido la legitimidad como rey de Navarra del Príncipe de Viana, hijo de la reina Blanca de Navarra y nieto de Carlos III el Noble. La reina, en su testamento, ordenó a su hijo Carlos que no tomara el título de rey mientras viviera su padre, Juan II de Navarra, que se convertiría poco después en rey de la corona de Aragón. Los agramonteses, a los que luego veremos apoyando a Catalina de Foix y Juan de Albret, fueron firmes defensores de Juan II, que abortó todos los intentos de su hijo de proclamarse rey. Ambos bandos cometieron crímenes horrendos en una lucha fratricida que duró setenta años.
En 1512 las tornas habían cambiado. Los beaumonteses del conde de Lerín y condestable de Navarra apoyaban a Fernando el Católico, porque no querían convertirse en un protectorado francés y pretendían el alineamiento del reino con Castilla y Aragón, mientras los agramonteses del mariscal Pedro de Navarra permanecieron fieles a los Foix-Albret, porque temían que el triunfo de los beaumonteses les arrebatara el control del poder político en el reino que detentaban desde la instauración de la dinastía foxiana. Por tanto, no estamos en presencia de un conflicto por la independencia nacional sino de una lucha por el poder entre dos clanes nobiliarios en el seno de Navarra, que se saldará con un cambio de dinastía.
En su historia, publicada en 1513, Correa tan sólo refiere un acto de violencia extrema que protagoniza el coronel Villalba en el valle de Garro, sito en la tierra de vascos o Merindad de Ultrapuertos (hoy Baja Navarra), cuando trata de reducir al señor de Garro por no rendir vasallaje a Fernando el Católico. Su actuación fue contraria a las instrucciones de Fernando el Católico. La frase que el manifiesto pone en boca del coronel Villalba es manifiestamente falsa, pues no aparece en el libro de Correa ni se desprende de su narración de los hechos.
En cambio, sí refiere cómo en el otoño de 1512, Juan de Albret, con el apoyo de un gran ejército de franceses y mercenarios alemanes, pone sitio a Pamplona, donde se hallaba el duque de Alba, el rey Juan de Albret había prometido a los mercenarios germánicos que podrían saquear la ciudad una vez conquistada. Refiere cómo los pamploneses colaboraron en la defensa de la ciudad y se mostraban “alegres por las calles, mandando que todos los vecinos estuviesen armados toda la noche, prestos a lo que el Duque mandase”, destacando la “fidelidad” de los pamploneses al rey Fernando.
La destrucción de los castillos tanto de agramonteses como de beaumonteses fue una medida que adoptó, una vez muerto el rey Católico, el cardenal Cisneros, regente de Castilla, y su principal finalidad era evitar que la nobleza pudiera utilizarlos en sus luchas fratricidas. Esto mismo había hecho Cisneros con numerosos castillos en tierras de Castilla y León. El pueblo llano veía con satisfacción esta medida, pues desde los castillos se ejercía el poder en ocasiones despótico de los nobles.
Los gastos de los pueblos en el mantenimiento del ejército fueron resarcidos por la Hacienda real.
Es falso que se nombrara a los “españoles” para desempeñar los cargos públicos. Por el contrario se cumplió escrupulosamente el Fuero General que sólo permitía al rey nombrar a cinco funcionarios que no tuvieran naturaleza navarra. Y así se mantuvo hasta el primer tercio del siglo XIX.
No obstante, durante ese largo siglo, hubo conspiraciones en contra de los castellanos, eran navarros, gentes de aquí a quienes los virreyes llamaban “rebeldes contra su propia tierra”. La conquista y el tiempo que le siguió fue duro, inquieto y no pacífico. Esto contradice la versión del “pacto entre iguales”, una “feliz unión”, una malintencionada interpretación histórica, al fin y al cabo, que es la que pretende justificar y legitimar la situación actual de Navarra. Es la actitud de esas instancias oficiales que pretenden celebrar esa fecha como origen de supuestas prosperidades presentes y felicidades futuras.
El párrafo contiene una gran falsedad. Si hubo alguna conspiración, alentada desde el Bearne por la dinastía destronada, careció de importancia. En 1524 el “conflicto político” interno de Navarra finalizó con el perdón general concedido por Carlos IV de Navarra, I de Castilla y Aragón y V de Alemania, a los agramonteses. A partir de ese momento, se inició una paz verdadera que acabó en poco tiempo con la fratricida rivalidad entre las dos facciones. Los dirigentes de ambos clanes nobiliarios acabarán emparentado con la nobleza castellana. Es el caso del hijo del mariscal Pedro de Navarra. Este último había muerto en el castillo de Simancas, después de permanecer preso durante seis al caer prisionero en el segundo intento de recuperación del reino que tuvo lugar en 1516. Su hijo Pedro, que heredó el título de mariscal de Navarra, en 1524 reconoció como rey al emperador y recibió el marquesado de Cortes. Ejemplo que fue seguido también por los hermanos de San Francisco Javier. Todos ellos emparentaron con la nobleza castellana y es la razón por la que el señorío de Javier pertenece a la casa ducal de Villahermosa, que ostenta además el marquesado de Cortes. En cuanto a los Beaumont, el título de conde de Lerín y condestable de Navarra pertenece a la actual duquesa de Alba.
En 1513 las cortes de Navarra reconocieron a Fernando el Católico como rey y señor natural, previo juramento de los fueros del reino. En 1515, el rey comunica a las cortes de Castilla su decisión  de que a su muerte heredase la corona de Navarra su hija Doña Juana (la Loca) y quienes le sucedieran en Castilla y León, con el fin de que la unión de ambas coronas –la castellana y la navarra- fuera indisoluble. El rey ordena respetar los fueros de Navarra. Fallece en 1516, sucediéndole su nieto, el futuro emperador Carlos, que incluye en la fórmula del juramento foral la obligación de mantener a Navarra como “reino de por sí”.
Se produce así un cambio de dinastía, pero tanto el reino como su estatalidad permanecen intactos. Se fortalecen las Cortes de Navarra, surge la Diputación del Reino para velar por el estricto cumplimiento de los fueros, se mantiene el Consejo Real como tribunal supremo, que además asiste al virrey en la tarea de gobernar en nombre del rey. Sigue vigente el Fuero General y las leyes de Castilla no rigen en Navarra. Las ordenanzas que el rey dicta con carácter general para todos sus reinos sólo se aplican en Navarra si no son contrarias a los fueros y leyes navarros. La Cámara de Comptos se ocupa de las finanzas reales y Navarra bate su propia moneda. Las aduanas separan al reino con Castilla y Aragón. Se respeta la numeración propia de los reyes privativos hasta el reinado de Isabel II (1833), que se titula Isabel I de Navarra. Los navarros disfrutan de un importantísimo haz de derechos y libertades que les reconoce el Fuero General bajo la protección y amparo de la Diputación y de las Cortes del reino.
Por otra parte, la paz produce efectos muy beneficiosos. El reino se recupera de la ruina en que estaba a causa de setenta años de guerra civil y se fomenta la agricultura y el comercio. Los navarros participan en las empresas comunes de la monarquía, tanto en la milicia como en la administración, dentro y fuera de la península. Se realizan importantes obras públicas, florecen las bellas artes, se promueve la instrucción de la población y se crea la Universidad de Irache. En 1800 Navarra era el reino español con mayor nivel de renta.
Como proclama la “Novísima Recopilación de las leyes del reino de Navarra desde el año 1512 hasta 1716”, publicada por las Cortes en 1735, “la incorporación del Reino de Navarra a la Corona de Castilla fue por vía de unión aeqüe principal reteniendo cada uno su naturaleza antigua así en leyes como en territorio y gobierno” (Ley 33, tít. 8º, lib. 1º). “De tal modo que verificada la unión, Navarra quedó y permaneció Reino de por sí, rigiéndose por sus fueros, leyes, ordenanzas, usos, costumbres, franquezas, exenciones, libertades y privilegios: es Reino distinto en territorio, jurisdicción, jueces y gobierno de los demás Reinos del Rey de España” (Ley 59, tít. 2º, lib. I).
La resistencia a la ocupación fue continuada; con gestas inolvidables, como la de los defensores de Amaiur. Pese a ello, desde entonces y hasta hoy ha seguido el proceso de degradación del estatus de este Pueblo, incluida su soberanía, hasta pasar a provincia y en estos días a Comunidad Autónoma, desapareciendo casi hasta el mismo nombre de Navarra.
La ocupación del reino se realizó en 1512 sin ninguna resistencia. Los reyes destronados trataron de recuperarlo con el apoyo de los franceses. En los tres intentos posteriores (otoño de 1512, 1516 y 1521) el pueblo navarro no se sublevó a favor de los reyes destronados, salvo un reducido núcleo de nobles agramonteses que, como ya hemos visto, acabaron por reconocer como rey a Carlos IV de Navarra, I de Castilla y Aragón, en 1524.
La llamada “gesta” de Amaiur de 1522 fue un episodio de escasa trascendencia militar. Tras la derrota de los franceses en Noáin (1521), unos doscientos caballeros agramonteses se encerraron en la fortaleza de Maya, hasta que al año siguiente, a petición de los propios baztaneses que estaban hartos de sufrir el saqueo de sus ganados y demás propiedades, el virrey organizó una expedición militar. La nobleza beaumontesa se movilizó y tras un par de días de asedio los agramonteses se rindieron. La gran mayoría de ellos aparecerán después en Fuenterrabía, plaza ocupada por los franceses y asediada por los españoles. Fue el mariscal Pedro de Navarra quien convencería al gobernador francés de la conveniencia de capitular ante las tropas del emperador. Jugó un papel destacado en todo ello, el afamado jurista Martín de Azpilcueta, a quien se conoce como “el Doctor Navarro”. Era de familia agramontesa y tío de San Francisco Javier. Su criterio será también determinante más adelante para el rechazo por parte de Felipe II de las pretensiones de Juana de Albret sobre el reino de Navarra.
El manifiesto oculta además que desde 1512 las milicias de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya tuvieron una destacada participación en los ejércitos castellanos. En su intervención en Navarra, acompañaron al duque de Alba 3.000 alaveses, entre 2.500 y 3.000 guipuzcoanos y 2.000 vizcaínos. Un hecho sin duda heroico fue la actuación de los guipuzcoanos que en diciembre de 1512 destrozaron en Velante la retaguardia del ejército francés en retirada al grito de “Santiago y cierra, España”, arrebatándoles los doce cañones que desde entonces y hasta 1979 figuraron en el escudo de Guipúzcoa. En 1521, Iñigo de Loyola se comportó con gran valentía en el sitio del castillo de Pamplona por los franceses en defensa de la permanencia de Navarra en España. Y en la batalla de Noáin también fue decisiva la intervención de las milicias guipuzcoanas, que cuando la infantería del ejército imperial comenzaba a flaquear rodearon el Perdón y acometieron por la retaguardia a los franceses. El propio general francés, Asparrós, fue hecho prisionero por Francés de Beaumont. En la batalla murieron 4.000 soldados, en su mayoría reclutados en Francia. Murieron también algunos nobles agramonteses, pero a la mayoría de ellos los veremos poco después en la fortaleza de Maya. Las Provincias Vascongadas –nombre del que se sentían muy orgullosos sus habitantes- habían estado insertas primero en la monarquía astur-leonesa y más tarde en la castellana. Menos de un siglo estuvieron sujetas Álava y Guipúzcoa al rey de Pamplona, al que abandonaron en tiempos de Sancho el Fuerte en el año 1200, presumiendo desde entonces de su lealtad a la corona castellana a causa de su “voluntaria entrega”. El señorío de Vizcaya desde su fundación estaba estrechamente vinculado a Castilla y nunca reconoció de buen grado la soberanía de los reyes navarros.
El reino de Navarra se mantuvo intacto hasta 1839, en que se produjo su incorporación en el Estado español mediante un nuevo pacto de estatus, que se plasmó en la Ley  Paccionada de 1841. El antiguo reino dejó paso a la inserción de Navarra en el Estado liberal español como una provincia foral, es decir, dotada de un régimen singular de autonomía.
En 1982, un nuevo pacto –fruto de los derechos históricos de Navarra, amparados y respetados por la Constitución de 1978- permitió la reintegración y amejoramiento del régimen foral. Navarra adopta entonces la denominación de Comunidad Foral, lo que es una muestra de la singularidad del antiguo reino en el actual Estado autonómico español. En virtud de lo que se ha dado en llamar “Amejoramiento del Fuero” Navarra recuperó sus viejas Cortes –el Parlamento foral-, democratizó sus instituciones históricas y fortaleció su régimen de autogobierno. Hoy Navarra es una de las comunidades con mayor grado de autonomía en el conjunto europeo.
Decir que casi ha desaparecido el nombre de Navarra demuestra que el manifiesto ha sido escrito con orejeras, fruto del fundamentalismo antihistórico de sus autores. No deja de ser contradictorio que quienes han cambiado el nombre de Navarra por Nafarroa denuncien ahora que el nombre de Navarra casi ha desaparecido. Olvidan que en vascuence Navarra se escribe “Nabarra” (según Sabino Arana y Arturo Campeón) o “Naparra” (según Iparraguirre, el autor del Gernikako arbola).
Hoy, frente a las falsedades que hablan de una libre incorporación de Navarra al proyecto de España, queremos recordar que 2012 es el 500 aniversario del inicio de la Conquista de la actual Alta Navarra por España, y por tanto una fecha clave en la destrucción, por la fuerza, de nuestra estatalidad.
Falso de toda falsedad. La estatalidad navarra se mantiene hasta bien entrado el siglo XIX. En 1839 triunfa definitivamente en España el principio de la soberanía nacional. El reino de Navarra, vinculado al Antiguo Régimen monárquico-absolutista, desaparece por voluntad de la Diputación liberal-progresista de Navarra que pacta con el Gobierno la Ley Paccionada. Puede decirse que en virtud de dicha ley, Navarra se incorpora al “mercado común” español, manteniendo un importante grado de autogobierno, destacando sobre todo el derecho a establecer y mantener su propio régimen tributario. La autonomía de 1841, fundamentalmente administrativa, se convierte en autonomía política en 1982.
Queremos señalar que nuestro recorrido a lo largo de los siglos nos demuestra que no sólo tenemos derecho a recuperar lo que de manera ilegítima nos arrebataron, sino que la pérdida de la soberanía ha sido nefasta para nuestro país.
Con independencia de que hablar de soberanía nacional a comienzos del siglo XVI es algo más que discutible y de que si se hubiera mantenido la dinastía Foix-Albret con toda probabilidad Navarra hubiera quedado incorporada a Francia, como les ocurrió a los bajonavarros (abandonados por el emperador Carlos en 1530 ante las dificultades para su defensa por estar situada al otro lado de los Pirineos). Esto fue así cuando Enrique III de Borbón, señor del Bearne y rey de la Navarra de Ultrapuertos, se convirtió en rey de Francia (1594). Aunque resulte paradójico, resulta que el rey Juan Carlos I de España es sucesor por línea directa de Enrique IV de Borbón.
Por otra parte, a lo largo de estos últimos quinientos años, el pueblo navarro dio muestras de su plena identificación con la monarquía española –que surge cuando el emperador Carlos se ciñe en 1516 las coronas de Castilla, de Aragón y de Navarra. El reino navarro conservó su personalidad política y el pueblo navarro reforzó su identidad colectiva, plenamente compatible con su vocación española. Cuando la Revolución liberal acaba con el Antiguo Régimen y la soberanía del rey es sustituida por la de la nación, la personalidad de Navarra es tan poderosa que consigue que se respete su personalidad mediante el reconocimiento de un estatus autonómico singular al que llamamos “régimen foral”. Régimen sobre el que se asienta el Amejoramiento del Fuero de 1982, que confiere a la Navarra democrática un autogobierno jamás conocido a lo largo de su historia.
Compartir la soberanía con el resto del pueblo español no ha sido nefasto para nuestro país. En nuestros días, los problemas de convivencia han surgido cuando se ha pretendido torcer, por la violencia y la extorsión, la trayectoria histórica del pueblo navarro que desde la instauración de la democracia en 1978 ha demostrado inequívocamente su voluntad mayoritaria de seguir siendo navarro y español.
La historia nos enseña que fuimos independientes, y que dejamos de serlo, no por la voluntad de nuestros antepasados, sino por las conquistas españolas y las ambiciones francesas. La guerra, la colonización y la violencia han frustrado el libre desarrollo de nuestra identidad. Y precisamente porque nuestro interés principal no está en el pasado, sino en el presente y el futuro, afrontamos la recuperación de la memoria histórica como un paso hacia nuestra libertad y en defensa de nuestros derechos.
Es precisamente la historia la que demuestra la sinrazón de las argumentaciones del manifiesto, que esconde además que su pretensión no es luchar por la independencia de Navarra sino por la inserción de nuestro antiguo reino en la pretendida nación euskalherríaca. Se apela a la memoria histórica y se pretende que las actuales generaciones abominemos de lo que ocurrió hace quinientos años pero olvidemos el sufrimiento provocado por quienes han querido imponer a sangre y fuego sus propias convicciones, cometiendo crímenes nefandos que siguen vivos en nuestra memoria colectiva.
Nuestros antepasados tenían un gran amor a la libertad. Y aun con las injusticias inherentes a un sistema donde la representación política estaba vinculada a la clase social (alto clero, nobleza y unos pocos pueblos y ciudades), supieron defenderla primer frente al absolutismo monárquico y después frente al centralismo del Estado. Pretender que durante quinientos años nuestro pueblo ha vivido de rodillas, sometido a la colonización de una potencia extranjera y, lo que es peor, colaborando intensamente con ella, es un insulto a la memoria de nuestros antepasados que jamás permitieron que se apagara en Pamplona la antorcha de la libertad colectiva como pueblo.
Por otra parte, los promotores del manifiesto no pretenden la independencia de Navarra sino su integración en la llamada Euskal Herria que al margen de que pueda considerarse como ámbito geográfico donde se habla vascuence, que no puede incluir la totalidad de Navarra, nunca constituyó una entidad política. Jamás existieron instituciones comunes vasco-navarras. Si algún día llegara a consumarse este proyecto político, ese día habrá desaparecido Navarra y mutilados su Fuero y sus instituciones.
Decir que el reino de Navarra fue la quintaesencia de Euskal Herria es otra manera de corromper y manipular la historia. Precisamente lo que ocurrió en 1512 y en la década posterior es la demostración más clara de la falsedad de la pretensión de incluir a Navarra en la ensoñación euskalherríaca, pues vemos a alaveses, guipuzcoanos y vizcaínos marchar junto al duque de Alba. Vemos también a los soldados de Soule y Labourd combatir bajo las banderas del rey de Francia. Unos y otros ellos se aprovecharán de la lamentable división de los clanes nobiliarios navarros, que fueron los responsables de que Navarra durante setenta años se despedazara internamente a sangre y fuego. Clanes a los que veremos poco después marchar juntos junto al emperador Carlos y rivalizar entre sí a la hora de demostrar quién era más leal a la corona española.
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Hasta aquí el comentario sobre el fundamento del manifiesto. En virtud de lo expuesto no procede, por tanto, que el Partido Popular apoye la colocación en los Ayuntamientos de la insignia de laIniciativa Popular 1512-2012 Nafarroa Bizirik en un lugar visible. Ni tampoco se adhiera alManifiesto y a la Marcha Nacional Navarra del 16 de Junio. Y lo mismo respecto a que se haga ondear con crespón negro o se ice a media asta la bandera navarra el día 25 de julio de 2012, fecha del 500 aniversario de la entrada –triunfal- de las tropas vasco-castellanas y navarro-beaumontesas bajo el mando del Duque de Alba en la capital navarra.
Procede, por el contrario, dejar constancia de que el Partido Popular defenderá el derecho de Navarra a conservar su plena identidad y, al mismo tiempo, la identificación de su pueblo con la nación española de la que se siente parte integrante.
El reino de Navarra nació a la historia como un reino español. Así lo proclama en su frontispicio el Fuero General (1237) al decir que “estos son los primeros fueros hallados en España” y después de lamentar la “pérdida” de España a manos de los moros. Español se sentía el gran rey Sancho III el Mayor, que estuvo a punto de conseguir que la unidad española se forjara entre 1005 y 1034 en torno a Navarra. Y así se sentía Sancho VII el Fuerte, al aparcar sus diferencias con el rey Alfonso VIII de Castilla, para acudir al salvamento de la cristiandad española en la batalla de las Navas de Tolosa. Los Foix-Albret tenían el corazón francés y rendían vasallaje a los reyes de Francia. Desoyeron la voluntad de las Cortes navarras en numerosas ocasiones (matrimonios y tratados) y prefirieron conservar sus vastos dominios en Francia que su pequeño reino navarro sumándose a Luis XII en su conflicto con el papado.
En 1512, en el marco de un conflicto internacional, se produce el reencuentro definitivo del reino navarro con el resto de los reinos españoles. Es el inicio de un proceso que continúa en 1513 y se consolida en 1515 y 1516. Navarra no fue anexionada  ni incorporada a Castilla. Su inserción en la Monarquía española fue una unión real, de modo que reinaría en Navarra quien reinara en los reinos de Castilla y León.
Es falso que la unión a la Monarquía española supusiera la pérdida de nuestra identidad colectiva y de nuestra personalidad política. Es falso que Navarra fuera objeto de un genocidio cultural, pues el vascuence perduró entre nosotros junto al idioma que hoy llamamos castellano y que cincuenta años antes que Castilla ya se utilizaba como lengua oficial del reino y en el que nuestros reyes juraban los fueros al tiempo de su coronación (idiomate navarre terre). Es falso que desde 1512 los navarros vivieran esclavizados por Castilla que, por el contrario, supo respetar la integridad de Navarra, sus instituciones, su foralidad histórica y su condición de reino de por sí.
Pamplona, marzo de 2012
Jaime Ignacio del Burgo|NavarraConfidencial

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