sábado, 19 de mayo de 2012

Menéndez Pelayo: demasiado católico para ser recordado

Biblioteca Marcelino Menéndez Pelayo Santander
“Y volveremos a tener un solo corazón y una alma sola, y la unidad, que hoy no está muerta, sino oprimida, tornará a imponerse, traída por la unánime voluntad de un gran pueblo, ante el cuál nada significa la escasa grey de impíos e indiferentes”.

Los Gobiernos españoles de izquierdas quisieron borrar su nombre de la Historia e incluso trataron de desterrar su presencia escondiendo la estatua que le homenajea en la Biblioteca Nacional. En cuanto al actual Gobierno español supuestamente de derechas, tan ocupado incumpliendo sus compromisos electorales, emplea su tiempo y todo su esfuerzo en borrar cualquier vestigio de su propia identidad y se ha cuidado mucho de que nadie reparara en el centenario del fallecimiento de Don Marcelino.
En un país donde se organiza “el año de…” con cualquier fútil excusa, siempre que sirva a mayor gloria del bobo progre de turno, resuena el silencio de este sábado, 19 de mayo, cuando se cumplen 100 años de la muerte de la máxima autoridad de la cultura española de todos los tiempos.
"España, evangelizadora de la mitad del orbe; España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vetones o de los reyes de taifas.
A este término vamos caminando más o menos apresuradamente, y ciego será quien no lo vea. Dos siglos de incesante y sistemática labor para producir artificialmente la revolución, aquí donde nunca podía ser orgánica, han conseguido no renovar el modo de ser nacional, sino viciarle, desconcertarle y pervertirle."
Estas palabras fueron escritas en 1880 por Marcelino Menéndez Pelayo, que contaba entonces 24 años de edad, en el epílogo de su monumental y luminosa Historia de los heterodoxos españoles. En esta magna obra plasmó su visión de España y supo desvelar con singular acierto los riesgos que corría y aun corre nuestra nación.
"Pueblo que no sabe su historia es pueblo condenado a irrevocable muerte. Puede producir brillantes individualidades aisladas, rasgos de pasión de ingenio y hasta de género, y serán como relámpagos que acrecentará más y más la lobreguez de la noche."
Menéndez Pelayo contaba doce años de edad cuando enumeró los libros que tenía en su ya notable biblioteca: eran obras en francés y latín de Cátulo, Quinto Curcio, Ovidio, Cicerón, Fenelon, Chateaubriand y Bossuet.
Casa Museo Menendez Pelayo SantanderA los 21 años, Don Marcelino ya era catedrático en la Universidad de Madrid. A los 24 años era miembro de la Academia Española de la Lengua. A los 26 años, de la Academia de la Historia, que también dirigió. E inmediatamente, de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, de la Academia de Bellas Artes de San Fernando... Fue asimismo director de la Biblioteca Nacional, diputado a Cortes y senador.
Este sábado, 19 de mayo de 2012, centenario de su fallecimiento, solo Santander recordará la figura del mayor intelectual español, que recibirá el homenaje de sus paisanos en la Biblioteca que lleva su nombre.
Mientras tanto la derecha española, a la sazón en el poder (tal parece, al menos en teoría), permanece muda, la cabeza baja, tratando de que pase esta fecha lo más rápidamente posible.
Avergonzada de su propia identidad, ignorante hasta producir sonrojo, nuestra derecha, la oficial, la que recibe votos y sienta culo en Cortes, cree que el tintineo de las monedas basta para construir una nación.
Pero la identidad de la derecha española no está en los charlatanes de nuevo cuño que mueven sus plumas al amparo de esa institución ridícula y caduca a la que llamamos “autonomías”. Ni está en un consejo de ministros que clona a su predecesor, ni en los decretos de un Ministerio de Economía que escribe con renglones socialdemócratas.
La identidad del pensamiento conservador español está en quienes queremos borrar de la faz de la tierra.
Cien años sin Don Marcelino. Así nos va. 
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“Ni por la naturaleza del suelo que habitamos, ni por la raza, ni por el carácter, parecíamos destinados a formar una gran nación. Sin unidad de clima y producciones, sin unidad de costumbres, sin unidad de culto, sin unidad de ritos, sin unidad de familia, sin conciencia de nuestra hermandad ni sentimiento de nación, sucumbimos ante Roma tribu a tribu, ciudad a ciudad, hombre a hombre, lidiando cada cual heroicamente por su cuenta, pero mostrándose impasible ante la ruina de la ciudad limítrofe o más bien regocijándose de ella.
España debe su primer elemento de unidad en la lengua, en el arte, en el derecho, al latinismo, al romanismo.
Pero faltaba otra unidad más profunda: la unidad de la creencia. Sólo por ella adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime, sólo en ella se legitiman y arraigan sus instituciones, sólo por ella corre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tronco social.
Sin un mismo Dios, sin un mismo altar, sin unos mismos sacrificios; sin juzgarse todos hijos del mismo Padre y regenerados por un sacramento común; sin ver visible sobre sus cabezas la protección de lo alto; sin sentirla cada día en su hijos, en su casa, en el circuito de su heredad, en la plaza del municipio nativo; sin creer que este mismo favor del cielo, que vierte el tesoro de la lluvia sobre sus campos, bendice también el lazo jurídico que él establece con sus hermanos y consagra con el óleo de la justicia la potestad que él delega para el bien de la comunidad; y rodea con el cíngulo de la fortaleza al guerrero que lidia contra el enemigo de la fe o el invasor extraño, ¿qué pueblo habrá grande y fuerte? ¿Qué pueblo osará arrojarse con fe y aliento de juventud al torrente de los siglos?
Esta unidad se la dio a España el cristianismo. La Iglesia nos educó a sus pechos con sus mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de sus concilios. Por ella fuimos nación, y gran nación, en vez de muchedumbre de gentes colecticias, nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso. No elaboraron nuestra unidad el hierro de la conquista ni la sabiduría de los legisladores; la hicieron los dos apóstoles y los siete varones apostólicos; la regaron con su sangre el diácono Lorenzo, los atletas del circo de Tarragona, las vírgenes Eulalia y Engracia, las innumerables legiones de mártires cesaraugustanos.
Marcelino Menéndez Pelayo Biblioteca Nacional
Si en la Edad Media nunca dejamos de considerarnos unos, fue por el sentimiento cristiano, la sola cosa que nos juntaba, a pesar de aberraciones parciales, a pesar de nuestras luchas más que civiles, a pesar de los renegados y de los muladíes. El sentimiento de patria es moderno; no hay patria en aquellos siglos, no la hay en rigor hasta el Renacimiento; pero hay una fe, un bautismo, una grey, un pastor, una Iglesia, una liturgia, una cruzada eterna y una legión de santos que combaten por nosotros.
Dios nos conservó la victoria, y premió el esfuerzo perseverante dándonos el destino más alto entre todos los destinos de la historia humana: el de completar el planeta, el de borrar los antiguos linderos del mundo. Un ramal de nuestra raza forzó el cabo de las Tormentas, interrumpiendo el sueño secular de Adamastor, reveló los misterios del sagrado Ganges, trayendo por despojos los aromas de Ceilán y las perlas que adornaban la cuna del sol y el tálamo de la aurora. Y el otro ramal fue a prender en tierra intacta aun de caricias humanas, donde los ríos eran como mares, y los montes, veneros de plata, y en cuyo hemisferio brillaban estrellas nunca imaginadas por Tolomeo ni por Hiparco.
Quiso Dios que por nuestro suelo apareciesen, tarde o temprano, todas las herejías, para que de ninguna manera pudiera atribuirse a aislamiento o intolerancia esa unidad preciosa, sostenida con titánicos esfuerzos en todas las edades contra el espíritu del error. Y hoy, por misericordia divina, puede escribirse esta historia mostrando que todas las heterodoxias pasaron, pero que la verdad permanece, y a su lado está el mayor número de españoles, como los mismos adversarios confiesan. Y si pasaron los errores antiguos, así acontecerá con los que hoy deslumbran, y volveremos a tener un solo corazón y una alma sola, y la unidad, que hoy no está muerta, sino oprimida, tornará a imponerse, traída por la unánime voluntad de un gran pueblo, ante el cuál nada significa la escasa grey de impíos e indiferentes.

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