jueves, 12 de noviembre de 2009

Dios hace matanzas donde no llega la cruz

Una de las ideas que más se repiten en los escritos de los primeros cristianos es el deseo de reafirmar frecuentemente un concepto: nosotros cristianos somos diferentes a los paganos, también porque no asesinamos a nuestros hijos, ni en el vientre de nuestras mujeres, ni fuera de él.

El libro de Harry Wu “Matanza de inocentes. La política del hijo único en China” demuestra cómo hoy, en el siglo XXI, en dicho país miles y miles de niños son asesinados en el vientre materno, en cualquier momento de la gestación, o son ahogados, estrangulados, dejados morir de frío, una vez nacidos. Cosas semejantes ocurren también en India.

Pues bien, quien ama la historia sabe que lo que sucede hoy en estos dos enormes países, que juntos constituyen casi un tercio de la población mundial, ha ocurrido siempre, en el pasado, incluso en la vieja Europa o en el Nuevo Mundo. Hasta la llegada del cristianismo.

De hecho una de las ideas que más se repiten en los escritos de los primeros cristianos es el deseo de reafirmar frecuentemente un concepto: nosotros cristianos somos diferentes a los paganos, también porque no asesinamos a nuestros hijos, ni en el vientre de nuestras mujeres, ni fuera de él.

Minucio Felice, un apologeta del siglo II, en su “Octavio”, en el capítulo XXX, párrafo 2, comparando la enseñanza de Cristo con lo que enseñaban los paganos, escribe: “Vosotros abandonáis vuestros hijos apenas nacidos a las fieras y a los pájaros, o estrangulándolos los eliminan con una muerte mísera; hay algunas que tragando unos medicamentos sofocan aún en las propias entrañas el germen destinado a hacerse creatura humana y cometen un infanticidio antes de haber parido. Y esto lo aprendéis de vuestros dioses, de hecho Saturno no abandonó a sus propios hijos, sino que los devoró”.

A su vez, el gran Tertuliano, en su “Apologético”, cap. IX, afirma: “A nosotros cristianos el homicidio está expresamente prohibido, y por lo tanto no nos está permitido ni siquiera suprimir el feto en el útero materno. Impedir el nacimiento es un homicidio anticipado. No importa nada que se suprima una vida ya nacida o que se le trunque al nacer: ya es ser humano el que está por nacer. Cada fruto ya existe en su semilla”.

Otro documento muy importante del cristianismo del siglo II, proveniente de Asia Menor, la Carta a Diogneto, reafirma los mismos ideales en este modo muy sintético: “los cristianos se casan como todos y generan hijos, pero no abandonan a los neonatos”.
Precisamente sobre este tema del infanticidio el historiador A. Baudrillart escribió: “Quizá no hay materia en la que la oposición sea más acentuada entre la sociedad antigua y pagana y la sociedad cristiana y moderna, que en sus respectivos modos de considerar al niño”.

En efecto, si miramos al mundo antiguo, notamos que el aborto y el infanticidio están muy difundidos. “Séneca - recuerda el sociólogo americano Rodney Stark, en ‘Ascensión y afirmación del cristianismo’ - consideraba el ahogamiento de niños al nacer un hecho ordinario y razonable. Tácito acusaba a los judíos a los cuales ‘está prohibido eliminar uno de los hijos después del primogénito’, lo que consideraba otra de sus usanzas ’siniestras y repugnantes’. Era común abandonar un hijo no deseado en un lugar en el cual, en principio, quien quería criarlo podría haberlo recogido, si bien frecuentemente era dejado a merced de la intemperie y de animales y pájaros”.

Los niños, en Roma como en Grecia, son pues tranquilamente asesinados, o vendidos, o abandonados o dejados morir de hambre y de frío, cuando no hay alguno que los salve, con frecuencia para hacerlos esclavos. Sabemos por hallazgos, en los desagües romanos, de amasijos de huesos pertenecientes a neonatos, abandonados y luego arrojados como residuos e inmundicias.
Las niñas son más frecuentemente víctimas de infanticidio, como en la China y en la India de hoy, y no es raro que el aborto comporte, además de la muerte del feto, también el deceso o la esterilidad de la madre.

El rechazo de los primeros cristianos al recurso al aborto y al infanticidio, ligado pues a una alta fecundidad en ellos, no es solamente una gran conquista de la humanidad, sino también uno de los elementos que permiten a los primeros cristianos, junto con las conversiones, crecer hasta superar en número a los paganos.

Pero el infanticidio no es practicado solamente en Roma, como lo testimonia también la leyenda de Rómulo y Remo, o en Grecia, sino en todo el mundo antiguo.
El célebre especialista en bioética y animalista Peter Singer, sostiene con fuerza la idea de que esa costumbre antigua se debe redescubrir también hoy, junto al aborto legal. De hecho, si es que es verdad que sólo los cristianos la rechazaron con fuerza - argumenta Singer -, ¿por qué debemos creer que ellos hayan sido los únicos que tienen razón, mientras todos los otros pueblos y religiones del pasado, estarían equivocados?

“El asesinato de los neonatos no deseados - escribe Singer en su libro ‘Repensar la vida’ - ha sido la praxis normal en muchísimas sociedades, en todo el curso de la prehistoria y de la historia. La encontramos por ejemplo en la antigua Grecia, donde los niños discapacitados eran abandonados en las pendientes de las montañas. La encontramos en tribus nómadas, como la de Kung del desierto de Kalahari, donde las mujeres asesinan a niños nacidos cuando hay un hijo mayor que todavía no está en grado de caminar. El infanticidio era praxis corriente también en las islas de la polinesia como Tikopia, donde el equilibrio entre recursos alimenticios y población era mantenido asfixiando después del nacimiento a los niños no deseados. En Japón, antes de la occidentalización, el ‘mabiki’ - palabra nacida de la práctica de arrancar algunos ramos a las plantitas de arroz para permitir florecer a todas los ramos restantes, pero que terminó por indicar también el infanticidio - era ampliamente practicado no sólo por los campesinos, que contaban con modestos pedazos de terreno, sino también por los que gozaban de buena situación”.

Con la difusión del cristianismo en buena parte del mundo, aborto e infanticidio se convierten en fenómenos mucho más raros y circunscritos, mientras las legislaciones, a partir de Constantino, intervienen en la tutela de los infantes y se desarrollan obras de caridad y de asistencia para los niños abandonados y para las familias en dificultad. Hasta el regreso del aborto en las legislaciones comunistas y nazistas, en el siglo XX, y del infanticidio, con la nueva ley sobre la eutanasia de niños hasta los doce años en Holanda.

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Si regresamos ahora con la mente a los dos grandes países en los que el aborto, también forzado, y el infanticidio son fenómenos de masa, es fácil, después de este breve excursus, entender el por qué de todo ello: China e India están entre los países en los cuales el Evangelio de Cristo ha penetrado menos, y con ello también la cultura occidental, portadora, conscientemente o no, de este mensaje o al menos de una parte del mismo.

Cuando los primeros misioneros jesuitas llegaron a China, se quedaron más bien admirados de esta gran civilización. Pero lo que impactó negativamente al gran Matteo Ricci, cuando en 1583 pisó el Celeste Imperio, fue la prostitución campante, la gran corrupción, el frenesí por el dinero, y sobre todo, la difusión de la práctica del infanticidio. El régimen comunista, capaz de planificar millones de abortos forzados, esterilizaciones masivas, asesinatos en serie de neonatos, tiene un largo camino que recorrer, pero el respeto de los niños en aquel país - que en otros aspectos es admirable - está del todo ausente.

Como escribirá J. J. Matignon a inicios del siglo XX en “Superstition, crime e misère en Chine”, los chinos frecuentemente ven a sus hijas como prostitutas, o las asesinan, por la pobreza, pero también a causa de sus supersticiones mágicas, de su obsesivo culto de los antepasados: “Como siempre en China la superstición juega un rol clave: de hecho los ojos, la nariz, la lengua, la boca, el cerebro de los niños son considerados materia orgánica dotada de una gran virtud terapéutica. Sucede que después del parto, la puérpera cae enferma, y entonces, para congraciarse a los espíritus, las niñas o en ciertos casos los niños son eliminados. Existen unas mujeres que tienen la tarea específica de causar la muerte a los neonatos… Los neonatos son eliminados o tirándolos en una esquina de la habitación o en una caja de desechos; donde el polvo y las inmundicias no tardarán en obstruirles las vías respiratorias”. Otras veces los niños son ahogados o asfixiados con unos almohadones, si bien la influencia de los europeos, concluye Matignon, parece tener algún efecto limitante en relación a estas costumbres.

Casi en los mismos años de Matignon, dos misioneros cuentan sobre China las mismas cosas. El primero es un jesuita, san Alberto Crescitelli, luego decapitado y eviscerado, a los 37 años, el 21 de julio de 1900, durante la revolución de los Boxer. El segundo es un misionero verbita de la Val Badia, en el Trentino Alto Adige, san Giovanni Freinademetz. Llegado al país que amará por toda su vida, hasta morir allí de tifus, escribe a sus seres queridos, en varias ocasiones, que los chinos tienen la “costumbre de abandonar el propio hijo o simplemente intercambiarlo o venderlo… Uno de nuestros mejores cristianos, antes de su conversión, había matado a su hija arrojándola contra piedras simplemente porque lloraba demasiado” (Sepp Hollweck, “Il cinese dal Tirolo”, “El chino del Tirol”, Athesia, 2003).

En otra carta escrita desde Hong Kong el 28 de abril de 1879, Freinademetz cuenta cómo las monjas católicas construyeron dos orfanatos, en los que recogían más de mil niños al año. Los chinos “los regalan por nada o por algunos céntimos, y no les importa nada más”.
Los misioneros - escribe desde Puoli el 2 de julio de 1882 - dan vueltas por las calles para recogerlos, encuentran miles de ellos agonizantes y se limitan a bautizarlos, mientras que a los que pueden salvarlos los salvan: “Muchas almas fueron ya bautizadas y salvadas después de que llegamos aquí, muchos niños de paganos bautizados que luego murieron y ayer hemos hecho una sepultura solemne con una niñita de más de un año que se murió. Su propia madre quería estrangularla para poder dar de mamar al bebé de otro y así ganar dinero, luego escuchó que nosotros aceptamos todo tipo de niños y que los criamos bien; entonces nos la trajo con más de dos meses, se enfermó y murió después de haber sido confirmada por nosotros media hora antes de morir. Queríamos sepultarla con toda pompa para demostrar a los paganos cómo honramos a sus propias criaturas que ellos mismos abandonan. Los paganos aquí no usan ataúdes para estos niñitos, sino que apenas mueren hacen un hueco y lo tiran dentro. Nosotros le hicimos a esa niñita un hermoso cofre pintado de rojo, la vestimos con un bello vestido azul, la llevamos a la iglesia todos los misioneros, acompañados de los cristianos, que no habían visto nunca algo así. Muchos paganos vinieron a verlo…” (G. Freinademetz, “Lettere di un santo”, “Cartas de un santo”, Imprexa).

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Como en China, donde el infanticidio es incluso un asunto del Estado, en la India ocurre algo análogo. También en el gran país dominado por la religión hinduista el asesinato, sobre todo de niñas, está ampliamente difundido, no sólo por motivos económicos. La Agencia misionera “Asia News” informaba recientemente de esta noticia: en muchas poblaciones tribales las niñas son consideradas sólo un peso y la mentalidad social admite tanto el feticidio como el infanticidio de ellas. En el 2006 en una pequeña aldea del distrito de Ranga Reddy, a 80 kilómetros de Hyderabad, once bebés recién nacidas fueron dejadas morir de hambre por los padres. Muchos tribales suelen envolver a la niña no deseada dentro de trapos y dejarla morir. Según la prensa local, Jarpula Peerya Nayak, padre de 27 años, ha dicho que ‘mi esposa por tercera vez ha tenido una niña. Una hija es un peso y hemos decidido no darle de comer. Así murió. Es demasiado difícil criar una niña y encontrarle esposo’. El 25 de febrero también su primo J. Ravi y su esposa dejaron morir de hambre a su hija recién nacida. ‘Mi hija - cuenta Ravi - murió dos días después del nacimiento, porque no la alimentamos. Tenemos dos hijas, no podemos permitirnos tener otra’. Un tribal explica que como dote de la hija deberá dar ‘un scooter, hasta 70 gramos de oro y 50 mil rupias, para tener un buen marido’. Después de la muerte, los tribales cavan una fosa y entierran a la recién nacida con una piedra encima. Los perros excavaron la fosa y se comieron parte del cuerpo de la hija de Ravi, así que la enterraron de nuevo. La mayor parte de las cuarenta familias de la aldea han participado de episodios similares o los han cometido, después de que han tenido dos o más hijas. Jarpula Lokya Nayak mató de hambre a dos hijas”.
También en India el compromiso de los misioneros y de la minoría cristiana está dedicado, aparte de tratar de abatir el muro de las castas y de las desigualdades sociales, a la defensa de la vida naciente y de la infancia, en nombre de Dios que se hizo niño. Baste un solo ejemplo: el de la Madre Teresa de Calcuta.

Todos saben que la misión de esta mujer ha sido la de ayudar a los pobres de la India, los marginados, los débiles, los últimos. Ente ellos la Madre Teresa nunca olvidó citar a los niños en el seno materno, definidos por ella como “los más pobres entre los pobres”. En el libro “Dénmelos a mí. La Madre Teresa y el compromiso por la vida”, Pier Giorgio Levirani expone el pensamiento de la santa, expresado en mil circunstancias, con una gran fuerza, como en esta frase: “El aborto es lo que destruye la paz hoy. Porque si una madre puede matar a su propio hijo, ¿qué cosa me impide a mí matarlos a ustedes o que ustedes me maten a mí? Nada. Es lo que yo pregunto en India, lo que interrogo en todas partes: ¿qué hemos hecho por los niños? Nosotros combatimos el aborto con la adopción. Así salvamos miles de vidas. Hemos difundido la voz en todas las clínicas, en los hospitales, en las estaciones de policía: les rogamos no matar a los niños, nosotros nos haremos cargo de ellos”.

La lucha a favor de los niños contra el aborto y el infanticidio fue conducida por la Madre Teresa y por sus religiosas, a veces hasta el martirio, con gran fuerza, enfrentándose con una cultura ignorante de la sacralidad de la vida desde su origen. Para los hinduistas por ejemplo, los niños abandonados o rechazados por los padres, si sobreviven, son y quedan como parias, los infra-casta, que pagan culpas anteriores. Las mujeres, en general, y más las niñas, son costosas, debido a la dote, y son consideradas inferiores al varón, “hasta el punto, no poco común, de envenenarlas al pecho, untándolo de veneno, mientras toman la leche materna”.

Así sucede que a veces haya un número de nacimientos muy alto, por la búsqueda del varón a toda costa y por el consecuente número alto de infanticidios femeninos: se aborta selectivamente, hasta que no se tiene el hijo deseado, de sexo masculino. La Madre Teresa y las religiosas fundaron numerosas casas de la caridad, escuelas y orfanatos, ganándose un gran aprecio, pero también oposición del primer ministro Morarij Desai, que en 1979 la acuso de ayudar a niños con las escuelas y los orfanatos únicamente con el fin de bautizarlos y convertirlos. La Madre Teresa le respondió: “Me parece que usted no se da cuenta del mal que el aborto está provocando a su pueblo. La inmoralidad está en aumento, se están disgregando muchas familias, están en alarmante aumento los casos de locura en las madres que han asesinado a sus propios hijos inocentes. Señor Desai: quizá, dentro de poco usted se encontrará cara a cara con Dios. No sé qué explicación podrá darle por haber destruido las vidas de tantos niños no nacidos, pero - sin duda - inocentes, cuando se encuentre frente al tribunal de Dios, que lo juzgará por el bien hecho y por el mal provocado desde lo alto de su cargo de gobierno”. El grito de los niños no nacidos, de los infantes asesinados, decía la Madre Teresa, repitiendo de otra manera los conceptos expresados siglo tras siglo desde Minucio Felice, Tertuliano y tantos otros, “hiere los oídos de Dios”.

Francesco Agnoli | Il Foglio

martes, 10 de noviembre de 2009

Somos unos pobres siervos

No os preocupéis buscando cuales son las causas de los grandes problemas de la humanidad; contentaos con hacer lo que podáis para resolverlos ayudando a los que lo necesitan. Algunos me dicen que haciendo caridad a los demás, quitamos las responsabilidades que los Estados tienen hacia los necesitados y los pobres. Yo no me preocupo por ello en absoluto, porque, por lo general, no es el amor lo que ofrecen los Estados. Hago sencillamente lo que debo hacer, el resto no me compete.

¡Dios ha sido tan bueno con nosotras! Trabajar en el amor es siempre un medio de unirnos a él. ¡Fijaos en lo que Cristo ha hecho durante su vida terrestre! Pasó haciendo el bien (Hch 10,38). Recuerdo a mis hermanas que pasó tres años de su vida pública curando enfermos, leprosos, niños y otros también. Es exactamente lo que hacemos nosotras predicando el Evangelio a través de nuestras acciones.

Consideramos un privilegio el hecho de poder servir a los demás e intentamos a cada instante hacerlo con todo nuestro corazón. Sabemos bien que nuestra acción no es más que una pequeña gota de agua caída en el océano, pero sin nuestra acción faltaría esta gota.

Beata Teresa de Calcuta (1910-1997), fundadora de las Hermanas misioneras de la Caridad

Soy carlista



Soy carlista con honra y sin tacha
Requeté de indomable valor
yo no sé tener miedo a las balas
ni me asusta el rugir del cañón.
Mis heridas son rosas de sangre
que le ofrezco a la Patria y a Dios
pues la Muerte pensando en España
es un timbre de gloria y honor.

Soy carlista, soy carlista, (estribillo)
soy cristiano y español
sé rezar como un cruzado
y luchar como un león.
Soy carlista, soy carlista,
solo tengo una ambición:
el gritar en la batalla
entre el fuego y la metralla:
¡Viva España! ¡Viva Cristo Emperador!

Por la Patria y por la Fe,
adelante el Requeté.
Cuando un día la Patria angustiada
a sus hijos valientes llamó
a la arena saltamos a miles
los soldados de la Tradición.
Aunque rujan las bombas de fuego
aunque silbe el traidor proyectil
allá va el Requeté valeroso
por España a vencer o morir.

Soy carlista, soy carlista…… (sigue el estribillo).

lunes, 2 de noviembre de 2009

Derecho divino y Legitimidad del poder


El hombre no ha sido criado para vivir solo, que su existencia supone una familia, y que sus inclinaciones tienden a formar otra nueva, sin lo cual no podría perpetuarse el linaje humano.

Las familias están unidas entre sí con relaciones íntimas indestructibles; tienen necesidades comunes, las unas no pueden ser felices, ni aun conservarse, sin el auxilio de las otras, luego han decidido reunirse en sociedad.

Ésta no podría subsistir sin un orden, ni el orden sin justicia, y tanto la justicia como el orden necesitan de una guarda, de un intérprete, de un ejecutor: éste es el poder civil. Dios, que ha criado al hombre, que ha querido la conservación del humano linaje, ha querido por consiguiente la existencia de la sociedad y del poder que ésta necesitaba: luego la existencia del poder civil, es conforme a la voluntad de Dios, como la existencia de la patria potestad; si la familia necesita de ésta, la sociedad no necesita menos de aquél; luego también el poder civil emana de Dios, no solo por ser éste fuente de todo dominio, sino también por haber dispuesto su existencia en sus supremos designios.

Pero no se entienda que todo príncipe es constituido por Dios. Los teólogos no hablan de ningún príncipe en particular, sino de la misma cosa, es decir, de la potestad misma. Éste es el derecho divino que la sociedad recibe inmediatamente de Dios, y que de ella se traspasa por medio legítimos a la persona o personas que lo ejercen. Para que el poder civil pueda exigir la obediencia, es necesario que sea legítimo, que la persona o personas que lo poseen lo hayan adquirido legitimamente.

La legitimidad la determinan y declaran las leyes de cada país, y por lo mismo el órgano del derecho divino es la ley. Decía Santo Tomas, que las leyes injustas pueden serlo de dos maneras: o por contrarias al bien común, o por su autor o forma, y que en ningún caso deben ser acatadas.

Resistir al poder cuando éste es ilegítimo, era doctrina universalmente reconocida, pero según los doctores de la Iglesia, necesitábase para que la insurreción fuese legítima y prudente que aquéllos que la intentasen estuviesen seguros de la ilegitimidad del poder, se propusiesen sustituirle un poder legítimo, y contasen además con probabilidad de buen éxito.