domingo, 29 de enero de 2012

Antecedentes al carlismo

La historia señala el inicio del Carlismo con la muerte, el 29 de septiembre de 1833, de Fernando VII y el alzamiento de los seguidores de don Carlos María Isidro de Borbón. Es una manera de simplificar la historia. Existen antecedentes. Los realistas, después de la guerra de la Independencia, mantuvieron los principios que, hasta ese momento, habían regido la vida política, social y religiosa española. Esto es, los realistas mantuvieron los principios del Antiguo Régimen.

Los primeros años del reinado de Fernando VII, después de la guerra de la Independencia, fueron sacudidos por diversas revueltas encaminadas a resucitar la constitución de 1812 derogada, por Real Decreto, el 4 de mayo de 1814. Los intentos liberales no triunfaron hasta marzo de 1820, gracias a la insurrección de Riego en Andalucía y de otras guarniciones militares, que contaron con amplios sectores populares. El 1 de enero de 1820, en Cabezas de San Juan, donde estaban las tropas expedicionarias encargadas de sofocar la sublevación americana, Rafael del Riego proclamó, junto a otros oficiales, la constitución de 1812. Iniciaron una marcha por Andalucía que, pese a su escaso éxito, fue el detonante de los movimientos insurreccionales que obligaron al rey a aceptar otra vez la constitución liberal. Fernando VII la juró hipócritamente, a la vez que pedía ayuda a los soberanos de la Santa Alianza. 

En agosto de 1822 se reunió, en Verona, la Santa Alianza. Asistieron: el emperador de Austria, el zar de Rusia, el rey de Prusia, Wellington en representación de Inglaterra y el vizconde de Chateaubriand en representación de Francia. El motivo era finalizar con el régimen constitucional español. 

El Trienio Liberal acabó con la invasión de los Cien mil hijos de San Luis,  nombre que se dio a las tropas francesas mandadas por el sobrino de Luis XVIII, el duque de Angulema, que entraron en España, 7 de abril de 1823, para acabar con el régimen liberal y restaurar a Fernando VII como monarca absoluto. La intervención atendía a lo acordado en el Congreso de Verona por las potencias pertenecientes a la Santa Alianza. 

Mientras todo esto sucedía, ¿qué hicieron los realistas? Después de la marcha de las tropas francesas, los Voluntarios Realistas no fueron admitidos en el ejército gubernamental. Esto supuso que se convirtieran en un grupo de militares independientes que, de tanto en tanto eran remunerados por los ayuntamientos, al menos en Cataluña. Los Voluntarios Realistas obedecían a la proclama de: Religión, Patria, Rey. Cansados de su estatus social, comenzaron a protestar. Esta protesta hizo que el pueblo los bautizara con el nombre de Malcontents.

Las circunstancias económicas, sociales y políticas españolas hicieron que el rey Fernando VII les diera la espalda, según el pensamiento de los Malcontents. El Rey, según ellos, sólo protegía al ejército regular que, por otra parte, había vendido al gobierno constitucional esperando poder traicionar el absolutismo. Por eso los Malcontents cambiaron de mentalidad y publicaron el Manifiesto de la Federación de Realistas Puros, 1 de noviembre de 1826. Se contabilizó que, en 1826, existían más de doscientos mil Voluntarios Realistas.

Si recapitulamos, los hechos que llevaron a los Malcontents a levantarse contra el sistema político de Fernando VII, pueden subdividirse en tres causas. En primer lugar, el respaldo que tuvieron de la Iglesia, en especial, la de Vic y la de Manresa. En segundo lugar, la desconfianza hacia las instituciones liberales. Y, en tercer lugar, la política favorecedora del Capitán General de Cataluña, marqués del Campo Sagrado, hacia los liberales.

 

Promulgación Fernando VII como ley del Reino 

la Pragmática Sanción (año 1830)

Obra de F. Blanch

En el año 1827, el Obispo de Vic, publicó un manifiesto donde, de manera explicita, quedó expuesto el perfil ideológico de los Malcontents. El Obispo argumentaba que el problema surgía del no restablecimiento del Santo Oficio; la concesión de indultos a los liberales arrepentidos; y, especialmente, que los cargos públicos fueran dados a los masones y a los comuneros, despreciando a los realistas, y que estos se vieran despreciados en sus aspiraciones a entrar en el ejército, mientras eran readmitidos los encarnizados liberales.

El primer problema argumentado por el Obispo de Vic no era del todo cierto. La verdad es que Fernando VII ni abolió ni restableció de una manera clara la Inquisición. Como escribe Arthur Stanley Turbervill: “Fernando juró mantener la constitución de 1812, pero como hombre vil y despreciable, su palabra no ofrecía garantía alguna (…) pronto se convenció de que el restablecimiento de la Inquisición era necesario (…) El 4 de mayo de 1814 anuló toda la actuación de las Cortes de Cádiz, cosa que significaba la invalidación de la constitución de 1812, y de una manera tácita, el reconocimiento de la Inquisición: el 21 de julio, el Rey anunció que los tribunales de aquella iban a reasumir sus funciones”.

El 7 de marzo de 1820, el Rey renovó su juramento constitucional y publicó un decreto donde se abolía la Inquisición. Digamos, pues, que en el año 1814 sólo anunció a los tribunales inquisitoriales que podían volver a asumir sus funciones, no publicó ningún decreto. En abril de 1823, después de un periodo anárquico, las tropas francesas devolvieron el pleno ejercicio del poder real a Fernando VII. Lo primero que hizo, al volver a tener poder, fue publicar una serie de decretos, donde se invalidaba todo lo aprobado desde el 7 de marzo de 1820. Como escribe Henry Kramen: “A pesar de la revocación de todos los decretos aprobados desde el 7 de marzo de 1820, lo que parecía implicar el reestablecimiento de la Inquisición, Fernando VII no dio ningún paso para dar nueva vida al tribunal, quizás porque ahora ya lo consideraba más un estorbo que una ayuda”.

De ahí se desprende que Fernando VII jamás abolió definitivamente la Inquisición, ni nunca publicó ningún decreto volviéndola a restablecer. Con esta incertidumbre algunos tribunales continuaron actuando con el supuesto beneplácito del Rey, pues no había hecho nada en contra. Así pues, sin la fuerza de siglos atrás, la Inquisición española continuó en activo. La última víctima fue un maestro valenciano, Cayetano Ripoll, el cual fue condenado a muerte porque no llevaba a sus alumnos a la iglesia, y sustituyó la frase Ave María por Alabado sea Dios. Además fue acusado de deísmo. La ejecución se produjo el 26 de julio de 1826. La abolición definitiva de la Inquisición se produjo en real decreto, firmado el 15 de julio de 1834.

Por lo que hace a los liberales, la situación iba relacionada con la crisis económica que sufría Cataluña. En pocas palabras, la economía catalana estaba en la bancarrota. Los motivos eran varios: las exportaciones a América se habían reducido en un 10% en el año 1827; la agricultura y la industria vinícola estaban en recesión; la helada de 1825 acabó con la mayor parte de los olivares catalanes; y, finalmente, el aumento de los impuestos, como consecuencia de las necesidades monetarias de Fernando VII, agravó la crisis.

El problema se complicó como consecuencia de la política del Capitán General de Cataluña, el marqués del Campo Sagrado. Desde su nombramiento, en 1824, su política liberal apoyó a todos aquellos que pensaban con él. Los Malcontents culpabilizaron del problema agrícola a los liberales y al propio Fernando VII. Es por esto que, al levantarse en armas, cremaron granjas y comercios de los liberales o de todos aquellos presuntos liberales. Los malcontents, durante el levantamiento, gritaron las siguientes proclamas: “¡Viva el Rey Absolutista! ¡Mueran los franchutes! ¡Viva la Religión! ¡Muera la política! ¡Viva la Inquisición!”.

Como escribe Antonio Manuel Moral: “En 1826 se produjeron una serie de contactos entre la oposición moderada liberal y el propio monarca, a través de intermediarios fernandinos, igualmente moderados, partidarios de implantar en España un régimen de transacción o de monarquía templada. Se llegó a ofrecer al rey un plan para favorecer ese cambio político, al tiempo que se desarticulaba a la oposición ultrarrealista. El carácter dubitativo del monarca le llevó a consultar el asunto con varios políticos fieles y con su hermano don Carlos. Tanto el infante como el duque del Infantado, ministro de Estado, desaconsejaron su apoyo, por lo que la conspiración liberal fracasó. No se sabe con certeza si la opinión de su hermano fue decisiva pero lo cierto es que, por este hecho y por su posicionamiento favorable a las esencias del realismo, a partir de esos momentos todos los partidarios de un cambio político en España vieron necesario el alejamiento del infante de la corte, de su hermano y del trono. Por ello, los liberales divulgaron el famoso Manifiesto de la Federación de Realistas Puros en noviembre de ese mismo año, con el objetivo de asustar al monarca, al favorecer una nueva intentona ultrarrealista, indisponiendo al rey con su hermano y, de esta manera, alejar de la corte al principal y más poderoso valedor del realismo. Los sucesos de Los Agraviados, si bien demostraron la solidez de la autoridad de Fernando VII en Cataluña, no mejoraron los recelos familiares que comenzaron a rodear al monarca”.

Los Malcontents que dirigieron el alzamiento de 1827 fueron: Narciso Abrés, el Carnicero; Agustín Superes, el Caracol; y José Buson, Gep de l’Estany. El levantamiento de los Malcontents se desarrollo, principalmente, en Cataluña. Hubo pequeñas insurrecciones en Valencia, Aragón y el País Vasco pero, sólo fueron breves escaramuzas.

El levantamiento, en Cataluña, se dividió en dos periodos. Entre marzo y abril de 1827 los Malcontents se levantaron Tortosa, Gerona, Manresa y Vic. Éste primer levantamiento no tuvo la influencia deseada. La gente no prestó la suficiente atención a los llamamientos formulados por los Malcontents. A esto hay que añadir las represalias del marques del Campo Sagrado. En abril de 1827 se promulgó un Real Decreto por el cual se concedía amnistía a todos aquellos que se entregaran. El levantamiento parecía controlado pero, no fue así.

El segundo levantamiento de los Malcontents se produjo entre julio a octubre de 1827. Esta vez obtuvo mayor aceptación entre el pueblo catalán. El 25 de agosto de 1827 Agustín Superes dio a conocer la siguiente proclama: “No os recordaré las obligaciones en que todo Realista se halla de contribuir por cuantos medios estén a su alcance y rechazar un enemigo tan infame que después de habernos introducido un guerra civil en nuestro suelo intenta arrebatarnos el precioso don de la Santa Religión, y del Rey Absoluto (…) Una muerte honrosa es preferible mil veces; huyamos pues buenos Realistas de las reconvenciones que puedan hacernos la posteridad por falta de energía, y grandeza del alma, y procuremos llevar adelante la Santa lucha que hemos emprendido poniendo en movimientos cuantos resortes consideremos capaces de afianzar el Triunfo sobre los enemigos interiores y exteriores, haciendo que tiemblen los malvados aún antes de maldecir sus aceros contra los nuestros; en la unión estriba la victoria”.

En el mes de septiembre, los Malcontents tenían en su poder Cervera, Manresa, Vic, Berga, Olot y el Campo de Tarragona. En Manresa se creó la Junta Superior Provisional del Gobierno del Principado. También se empezó a imprimir El Catalán Realista, periódico trimestral malcontent. La Junta apoyó la religión católica y rechazó la masonería. A pesar del grito religioso, del que fueron partidarios los principales sacerdotes de Manresa, los Malcontents se guiaban por otra proclama: “¡Viva el Rey y muera el mal gobierno!”.

El 22 de septiembre de 1827 Narciso Abrés, Pixola, dio a conocer una proclama donde, entre otras cosas decía: “Algunos de estos mismos prelados saben bien que los que ahora llaman cabecillas desnaturalizados, nos hicieron saber palpablemente que el rey se había hecho sectario, y que si no queríamos ver la religión destruida, debía elevarse al trono al infante don Carlos: que en esta empresa estaban comprometidos los confesores de Estado Fray Cirilo Alameda, el duque del Infantado, el Excmo. Señor don Francisco Calomarde, ministro de Gracia y Justicia, el inspector de voluntarios realistas don José María de Carvajal y otros varios personajes de primera jerarquía, contando con cuantos recursos eran precisos, tanto nacionales como extranjeros”.

El 8 de septiembre de 1827, el rey Fernando VII decidió venir a Cataluña, para examinar la situación in situ. El 23 de septiembre llegó a Tarragona, donde impuso el perdón para todos aquellos que reconsideraran su conducta. La mano floja para los arrepentidos se volvió dura para los que decidieron seguir con sus ideas y posiciones revolucionarias. En pocos días la tranquilidad volvió al Campo de Tarragona. El encargado de poner las cosas en su sitio fue Carlos de España, conde de España.

Ya tenemos al conde de España como Capitán General de Cataluña. Antes de conocer el poder ejercido por él debemos preguntarnos: ¿Por qué mandó asesinar a sus compañeros apostólicos? Tanto el conde de España como Calomarde, eran apostólicos o, mejor dicho, realistas. Mucho antes del levantamiento de los Malcontents, habían entablado conversaciones y hasta habían pertenecido a éste movimiento revolucionario. Ahora bien, cuando el rey decidió poner fin al alzamiento militar y venir a Cataluña, las cosas cambiaron. Antes de perder la vida decidieron darles la espalda y mandaron asesinar a los cabecillas. El conde de España fue la cabeza visible de esos asesinatos, pero Calomarde es tan culpable como el Conde, si bien permaneció en la sombra. 

Volvamos a la historia. Ya en Tarragona, Fernando VII dio a conocer un manifiesto donde, entre otras cosas, decía: “Ya veis desmentidos con mí venida los vanos y absurdos pretextos con que hasta ahora han procurado cohonestar su rebelión. No yo estoy oprimido, ni las personas que merecen mi confianza conspiran contra nuestra Santa Religión, ni la Patria peligra, ni el honor de mi Corona se halla comprometido, ni mi Soberana autoridad es coartada por nadie”. Mientras el conde de España iniciaba una atroz represión contra los Malcontents, Fernando VII se dirigió a Valencia, para evitar que los condenados pudieran pedirle clemencia. Los primeros ejecutados en noviembre del 1827 fueron: el coronel graduado de infantería Juan Rafí Vidal; el capitán graduado del teniente coronel Alberto Olives; Narciso Abrés, conocido por Pixola; los tenientes coroneles Rafael Bosch Ballester y Joaquín Laguardia; Miguel Bericart, de Tortosa; y el doctor en Medicina Magín Pallas, de Manresa. 

 
Conato de sublevación carlista en León (1833)
Pintor J. Cuchy

La represión no finalizó aquí. Como expresó el Conde de España, los presuntos criminales, que eran denominados así por su pretendida adhesión a una causa que no se adscribía a la de Fernando VII, serían lanzados a la eternidad, para gloria y salvación de España.

Los primeros fueron lanzados el 19 de noviembre del 1828, a las seis de la mañana. En total trece hombres fueron pasados por las armas en la Ciudadela de Barcelona. Sus nombres: José Ortega, coronel graduado, siendo sargento mayor de Infantería y primer ayudante del regimiento de Infantería del Infante don Carlos; Juan Antonio Cavallero, teniente coronel graduado, capitán del extinguido Regimiento de Infantería de Mallorca; Joaquín Jaques, teniente con grado de capitán; Juan Domínguez Romero, teniente graduado; Ramón Mestre, sargento 1º del Regimiento de Infantería ligera de Gerona; Vicente Llorca, cabo 1º del Regimiento de Caballería del Rey; Antonio Rodríguez, cabo 1º del Regimiento de Caballería del Rey; Manuel Coto, empleado en la Secretaría del Resguardo de Rentas; José Ramonet, cabo 1º de Artillería; Magín Porta, paisano pintor; Domingo Ortega, paisano; Francisco Fidalgo, profesor de lenguas vivas.

El 29 de febrero del 1829, un nuevo grupo de hombres fueron lanzados a al eternidad. Sus nombres: Teniente coronel José Rovira de Vila, comandante de cuerpos francos, agregado al E.M. de Barcelona; Teniente coronel Félix Soler, capitán retirado y agregado al E.M. de Figueras; Joaquín Vilar, natural de Barcelona, pasante de escribano; José Ramón Nadal, natural de Barcelona, corredor de cambios; Jaime Clavell, natural de Barcelona, corredor de cambios; José Medrano, natural de Barcelona, Pedro Pera, de oficio cubero; Sebastián Puig-Oriol, natural de Moyá, presidiario; Agustín Serra, natural de Reus, conductor de correos cesante; José Sans, apodado Pep Morcaire, natural de Reus, comerciante. 

El 30 de julio del 1829 se lanzaron a la eternidad a los últimos presos en la Ciudadela de Barcelona. Sus nombres: Pedro Mir; Domingo Prats; Manuel López; Antonio de Haro; Juan Cirlot; Salvador de Mata; Manuel Sancho; Manuel Latorre y Prado; Antonio Bendrell.

jueves, 12 de enero de 2012

Trasladando fiestas

Si Zapatero hubiese tenido la ocurrencia de trasladar las fiestas a los lunes, y de cargarse de paso festividades de gran arraigo como la Asunción de la Virgen o el día de Todos los Santos, habríamos escuchado enseguida -con voz tonante y airada- que su propósito no era otro sino descristianizar la sociedad. Pero quien ha tenido la ocurrencia ha sido Rajoy; y, misteriosamente, nadie le ha atribuido semejante propósito. De donde se deduce -risum teneatis- que si las festividades religiosas se las carga un gobierno de izquierdas, hemos de presumir que su propósito es descristianizar la sociedad; en cambio, si quien se las carga es un gobierno de derechas, hemos de presumir que su propósito es «racionalizar el calendario laboral y reactivar la economía». Que la economía vaya a reactivarse por quitar cuatro días de fiesta, o por correrlos al lunes, es una sandez que sólo se le habría ocurrido a aquellos arbitristas demenciales de los que se cachondeaba Quevedo; pero vivimos en una época tan confusa que las sandeces más grotescas pueden pasar fácilmente por ideas geniales. 

El mundo liberal siempre tuvo la obsesión de cepillarse el calendario cristiano. Primero lo intentó con el desquiciado calendario napoleónico; y, fracasado aquel empeño arbitrista, se dedicó, al tiempo que la Iglesia reducía sus fiestas de precepto, a multiplicar las suyas, hasta tupir el calendario con una caterva de fiestas civiles, a cada cual más relamida y rimbombante. Las fiestas verdaderas, que sólo pueden ser religiosas, no tienen más sentido que santificar la vida: se basan en la necesidad que el hombre tiene de encontrarse a sí mismo bajo la luz de una fe comunitaria; y se cumplen en la recepción de un don espiritual. Las fiestas civiles, que son falsificaciones paródicas de las religiosas, nunca cumplieron ninguna de estas dos funciones; pero su proliferación insensata logró enturbiar el sentido originario de las fiestas religiosas, hasta equipararlo con el de las fiestas civiles, como mera ocasión para el ocio consumista. Una vez lograda esta equiparación turbia, se prueba ahora a cambiar de fecha las fiestas religiosas, o a borrarlas del calendario, en la confianza de que su traslado o supresión no ocasionará mayores resistencias que el traslado o supresión de las insustanciales fiestas civiles. Y como quien anuncia esta barrabasada no es Zapatero, sino Rajoy, ni los católicos rechistamos, en lo que se demuestra que la ofuscación ideológica ha logrado desecar el meollo de nuestra fe, convirtiéndola en una sucesión de automatismos vacuos; en esto consiste el fariseísmo.

Existe un axioma biológico infalible: a medida que disminuye lo vivo, aumenta lo automático. Cuando las fiestas religiosas se convierten en un automatismo vacuo importa poco, en efecto, que se cambien de día. Si fuesen fiestas vivas, su traslado por decreto nos resultaría tan desquiciado y abusivo como una orden ministerial que nos exigiese celebrar nuestro cumpleaños en domingo, o parir durante el mes de vacaciones; pues ese traslado obedece a la misma visión mecanicista -automática- del hombre, reducido a un gurruño de carne sin necesidades espirituales, para quien las fiestas se han convertido en meras ocasiones para el ocio consumista. ¡A trabajar y a consumir, españolitos sin fe, que hay que «reactivar» la economía! 

«Al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará», leemos en el Evangelio. Así se recompensa la fe de los tibios. Después de todo, la ocurrencia de Rajoy de quitarnos o trasladarnos las fiestas religiosas puede que sea un instrumento del designio divino.

Juan Manuel de Prada | ABC