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viernes, 1 de febrero de 2013

La Señal de la Cruz

Por su inestimable actualidad, valor, y acierto en el fondo y forma, reproduzco íntegramente la entrada de El Brigante. Espero que lo disfruten y practiquen.


En mi infancia, selva de luz intensa, para mí la religión era la señal de la cruz. Y el ángel de la guarda omnipresente. Y mi mamá del cielo. Y las restallantes jaculatorias de mi abuela materna, engarzadas de bárbaros juramentos barrocos que me deslumbraban. Recuerdo aquellos rosarios de antaño en Moncayo, rudos, sin atildamiento ni melindre, casi sin pronunciación: sagrado barullo, avemarías en metralla. El beneficiado don José Luis, menudo, pardusco y arrugado como una pasa de Corinto, ensotanado pugnaba por abreviar, solapándolos, los Diostesalves de las mujeres que le daban réplica con sus ininteligibles roncos latigazos: Samaíamaedio, ¡Santa María, madre de Dios...! Yo, acompañando a mi madre, entre el banco y el reclinatorio jugando, niñamente meditabundo, ante un ritual asombroso que daba calor celestial al tiempo. Dios y la cruz eran tan obvios como el pan de la merienda. Uno se subía al autobús de línea o al tren o al auto y veía cómo, al arrancar el vehículo, la gente se signaba naturalmente y musitaba una plegaria. Al salir de casa, la señal de la cruz, y también, todavía entonces, muchos al pasar ante una iglesia que escondía el tabernáculo.

En la infancia no había impostación y tampoco en la señal de la cruz, que acompañaba las gradas del día, como los cordones a mis zapatos. En cualquier peldaño podía pegar signarse. El mundo andaba bien descompuesto, desgoznado y a la deriva, pero yo no tenía ni remota idea de eso, porque en mi alma todo estaba en su sitio. Mis padres, mi hermana, el universo todo venía transparente de las manos de Dios y mi universo no era ni piadoso ni meapilas: tenía un orden natural, claro e indiscutido.

Hoy, de vuelta a casa tras largo viaje, con intermedias etapas en variados medios de transporte y reposo en hosterías de diverso pelaje, traigo fresca una vez más la melancólica comprobación del exterminio del signo de la cruz entre mis contemporáneos. La lejana infancia me viene a la memoria.

Hace ya años que comía yo, mano a mano, con un declarado católico en un restaurante madrileño. Mi comensal me abroncó con rigor por signarme indisimuladamente mientras bendecía la mesa por lo bajini. Me comunicó que –magister dixit– un sacerdote de una ortodoxísima institución le había ilustrado que en público no se debía ni bendecir la mesa ni hacer la señal de la cruz. Vamos, que era una provocación y una ordinariez. Cada cual, interiormente, debía hacer como creyera oportuno, sin molestar ni incomodar al vecino. ¡Profiláctica religión!

En los cuatro vuelos y dos trenes que he debido tomar en estos días, sólo he visto a una persona –aparte de mí mismo– trazar sobre sí la señal de la cruz en el trance de arrancar. Hace mucho tiempo que no veo las líneas de la cruz sobre los viandantes ante las iglesias, los cementerios, al salir de sus casas, ni tampoco entre los comensales en lugares públicos. Ocasiones, todas ellas, en las que ni quiero ni pienso dejar de hacer ese gesto sagrado (y elemental, como las cebollas de mi huerto). Y ante un peligro inminente y al comenzar la oración y en tantas otras ocasiones. Decisión que es en mí flor, fruto y ramaje de una semilla plantada con la fe infantil y no espíritu de contradicción frente al mundo, ni exhibicionismo ni decisión ascética. Como he aprendido a hacer, ni me exhibo ni me oculto.

El caso de la señal de la cruz, de su abolición pública y su reclusión al templo y a la intimidad, es revelador de una transformación de la menguada fe dentro de nuestra sociedad actual. Desde el arranque del cristianismo los secuaces de Cristo han dibujado con sus dedos los dos maderos de la cruz, sobre su frente y luego hasta su pecho. Más como el hierro objetivo y distintivo que marca al propio ganado que como devoción subjetiva. La teología de la señal de la cruz es opulenta de significado, pero me basta con recordar algunos detalles que atestiguan su importancia. 

El valor espiritual –sacramental máximo, poderoso exorcismo siempre a la mano– y moral del gesto de formar una cruz sobre nosotros sigue inalterado. Pero hay también un valor que podríamos llamar “teológico” o hasta “kerigmático” de la señal de la cruz, por el que se proclaman sin enunciarlas las verdades trinitarias y de la Encarnación y la Redención, sintetizadas en dos líneas recorriendo nuestro cuerpo. La verdad inmarcesible sellando el cuerpo, vil o purificado, liberándolo de deformaciones obsesivas, abriendo una escotilla que nos evite medir nuestro progreso espiritual en función de nosotros, nosotros, nosotros. La verdad (la señal de la cruz es como un Credo gestual, comprimido, rescatador) precede y desborda nuestra insularidad subjetiva. Un gesto pobre y gozoso, que rompe divagaciones y timbra siempre un inicio de esperanza, a cada paso de nuestra vida. 

La señal de la cruz es distintivo del cristianismo real, no del cristianismo personal de cada quien; va dulcemente moldeando el alma, en silencioso concierto con los demás humildes utensilios objetivos de la santidad cristiana, por el álveo de una senda que no hacemos nosotros al andar, sino que se nos muestra anticipada, más nuestra que nuestros pecados y nuestros cálculos. La señal de la cruz es catequista paciente, gutta cavat lapidem, de nuestro cuerpo y de nuestra alma. Su humildad no es carencia, sino opulencia callada. Lleva en sí las procesiones de las tres divinas personas, su amor mutuo que se escenifica sobre nuestra piel, y si tuviéramos ojos angélicos podríamos ver la luz con que refulge cada vez que –rutinaria, deliberada, alegre o indiferentemente– la formamos sobre nuestra carne. La cruz signada sobre el cristiano es faro de simplicidad segura para nuestras complicadas especulaciones sobre la fe.

La señal de la cruz me conserva en la infancia en que mi madre sostenía mi torpe mano y trazaba conmigo y sobre mí la heroica divisa de Jesús. Yo hago lo mismo con mis pequeños, cada día, y ellos no saben que, cuando hago la señal de la cruz, soy tan pequeño como ellos: soy más su hermano que su padre. Además está el valor –de la cruz, no nuestro– del testimonio, de la edificación de los restos de la ciudad cristiana. Hacer la señal de la cruz en público es una caridad para con nuestros semejantes, también. Es parte de su resplandor, de su energía y de su bálsamo, mostrándonos hermanos en la encrucijada. Y no olvidemos la semántica: testimonio, martirio.

En fin, ahora que tanto se cavila sobre evangelización nueva, me viene a las mientes la vieja señal de la cruz, querida compañera fiel. Cuando me llegue la suprema hora, no sé si tendré la dicha de gozarme en el recuerdo de la rectitud de mis obras. De lo que estoy seguro es de que las marcas de la cruz, que el tiempo ha labrado en mi pecho, me darán consuelo.

jueves, 12 de enero de 2012

Trasladando fiestas

Si Zapatero hubiese tenido la ocurrencia de trasladar las fiestas a los lunes, y de cargarse de paso festividades de gran arraigo como la Asunción de la Virgen o el día de Todos los Santos, habríamos escuchado enseguida -con voz tonante y airada- que su propósito no era otro sino descristianizar la sociedad. Pero quien ha tenido la ocurrencia ha sido Rajoy; y, misteriosamente, nadie le ha atribuido semejante propósito. De donde se deduce -risum teneatis- que si las festividades religiosas se las carga un gobierno de izquierdas, hemos de presumir que su propósito es descristianizar la sociedad; en cambio, si quien se las carga es un gobierno de derechas, hemos de presumir que su propósito es «racionalizar el calendario laboral y reactivar la economía». Que la economía vaya a reactivarse por quitar cuatro días de fiesta, o por correrlos al lunes, es una sandez que sólo se le habría ocurrido a aquellos arbitristas demenciales de los que se cachondeaba Quevedo; pero vivimos en una época tan confusa que las sandeces más grotescas pueden pasar fácilmente por ideas geniales. 

El mundo liberal siempre tuvo la obsesión de cepillarse el calendario cristiano. Primero lo intentó con el desquiciado calendario napoleónico; y, fracasado aquel empeño arbitrista, se dedicó, al tiempo que la Iglesia reducía sus fiestas de precepto, a multiplicar las suyas, hasta tupir el calendario con una caterva de fiestas civiles, a cada cual más relamida y rimbombante. Las fiestas verdaderas, que sólo pueden ser religiosas, no tienen más sentido que santificar la vida: se basan en la necesidad que el hombre tiene de encontrarse a sí mismo bajo la luz de una fe comunitaria; y se cumplen en la recepción de un don espiritual. Las fiestas civiles, que son falsificaciones paródicas de las religiosas, nunca cumplieron ninguna de estas dos funciones; pero su proliferación insensata logró enturbiar el sentido originario de las fiestas religiosas, hasta equipararlo con el de las fiestas civiles, como mera ocasión para el ocio consumista. Una vez lograda esta equiparación turbia, se prueba ahora a cambiar de fecha las fiestas religiosas, o a borrarlas del calendario, en la confianza de que su traslado o supresión no ocasionará mayores resistencias que el traslado o supresión de las insustanciales fiestas civiles. Y como quien anuncia esta barrabasada no es Zapatero, sino Rajoy, ni los católicos rechistamos, en lo que se demuestra que la ofuscación ideológica ha logrado desecar el meollo de nuestra fe, convirtiéndola en una sucesión de automatismos vacuos; en esto consiste el fariseísmo.

Existe un axioma biológico infalible: a medida que disminuye lo vivo, aumenta lo automático. Cuando las fiestas religiosas se convierten en un automatismo vacuo importa poco, en efecto, que se cambien de día. Si fuesen fiestas vivas, su traslado por decreto nos resultaría tan desquiciado y abusivo como una orden ministerial que nos exigiese celebrar nuestro cumpleaños en domingo, o parir durante el mes de vacaciones; pues ese traslado obedece a la misma visión mecanicista -automática- del hombre, reducido a un gurruño de carne sin necesidades espirituales, para quien las fiestas se han convertido en meras ocasiones para el ocio consumista. ¡A trabajar y a consumir, españolitos sin fe, que hay que «reactivar» la economía! 

«Al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará», leemos en el Evangelio. Así se recompensa la fe de los tibios. Después de todo, la ocurrencia de Rajoy de quitarnos o trasladarnos las fiestas religiosas puede que sea un instrumento del designio divino.

Juan Manuel de Prada | ABC