Por su inestimable actualidad, valor, y acierto en el fondo y forma, reproduzco íntegramente la entrada de El Brigante. Espero que lo disfruten y practiquen.
En mi infancia, selva de luz intensa, para mí la religión era la señal de la cruz. Y el ángel de la guarda omnipresente. Y mi mamá del cielo. Y las restallantes jaculatorias de mi abuela materna, engarzadas de bárbaros juramentos barrocos que me deslumbraban. Recuerdo aquellos rosarios de antaño en Moncayo, rudos, sin atildamiento ni melindre, casi sin pronunciación: sagrado barullo, avemarías en metralla. El beneficiado don José Luis, menudo, pardusco y arrugado como una pasa de Corinto, ensotanado pugnaba por abreviar, solapándolos, los Diostesalves de las mujeres que le daban réplica con sus ininteligibles roncos latigazos: Samaíamaedio, ¡Santa María, madre de Dios...! Yo, acompañando a mi madre, entre el banco y el reclinatorio jugando, niñamente meditabundo, ante un ritual asombroso que daba calor celestial al tiempo. Dios y la cruz eran tan obvios como el pan de la merienda. Uno se subía al autobús de línea o al tren o al auto y veía cómo, al arrancar el vehículo, la gente se signaba naturalmente y musitaba una plegaria. Al salir de casa, la señal de la cruz, y también, todavía entonces, muchos al pasar ante una iglesia que escondía el tabernáculo.
En la infancia no había impostación y tampoco en la señal de la cruz, que acompañaba las gradas del día, como los cordones a mis zapatos. En cualquier peldaño podía pegar signarse. El mundo andaba bien descompuesto, desgoznado y a la deriva, pero yo no tenía ni remota idea de eso, porque en mi alma todo estaba en su sitio. Mis padres, mi hermana, el universo todo venía transparente de las manos de Dios y mi universo no era ni piadoso ni meapilas: tenía un orden natural, claro e indiscutido.
Hoy, de vuelta a casa tras largo viaje, con intermedias etapas en variados medios de transporte y reposo en hosterías de diverso pelaje, traigo fresca una vez más la melancólica comprobación del exterminio del signo de la cruz entre mis contemporáneos. La lejana infancia me viene a la memoria.
Hace ya años que comía yo, mano a mano, con un declarado católico en un restaurante madrileño. Mi comensal me abroncó con rigor por signarme indisimuladamente mientras bendecía la mesa por lo bajini. Me comunicó que –magister dixit– un sacerdote de una ortodoxísima institución le había ilustrado que en público no se debía ni bendecir la mesa ni hacer la señal de la cruz. Vamos, que era una provocación y una ordinariez. Cada cual, interiormente, debía hacer como creyera oportuno, sin molestar ni incomodar al vecino. ¡Profiláctica religión!
En los cuatro vuelos y dos trenes que he debido tomar en estos días, sólo he visto a una persona –aparte de mí mismo– trazar sobre sí la señal de la cruz en el trance de arrancar. Hace mucho tiempo que no veo las líneas de la cruz sobre los viandantes ante las iglesias, los cementerios, al salir de sus casas, ni tampoco entre los comensales en lugares públicos. Ocasiones, todas ellas, en las que ni quiero ni pienso dejar de hacer ese gesto sagrado (y elemental, como las cebollas de mi huerto). Y ante un peligro inminente y al comenzar la oración y en tantas otras ocasiones. Decisión que es en mí flor, fruto y ramaje de una semilla plantada con la fe infantil y no espíritu de contradicción frente al mundo, ni exhibicionismo ni decisión ascética. Como he aprendido a hacer, ni me exhibo ni me oculto.
El caso de la señal de la cruz, de su abolición pública y su reclusión al templo y a la intimidad, es revelador de una transformación de la menguada fe dentro de nuestra sociedad actual. Desde el arranque del cristianismo los secuaces de Cristo han dibujado con sus dedos los dos maderos de la cruz, sobre su frente y luego hasta su pecho. Más como el hierro objetivo y distintivo que marca al propio ganado que como devoción subjetiva. La teología de la señal de la cruz es opulenta de significado, pero me basta con recordar algunos detalles que atestiguan su importancia.
El valor espiritual –sacramental máximo, poderoso exorcismo siempre a la mano– y moral del gesto de formar una cruz sobre nosotros sigue inalterado. Pero hay también un valor que podríamos llamar “teológico” o hasta “kerigmático” de la señal de la cruz, por el que se proclaman sin enunciarlas las verdades trinitarias y de la Encarnación y la Redención, sintetizadas en dos líneas recorriendo nuestro cuerpo. La verdad inmarcesible sellando el cuerpo, vil o purificado, liberándolo de deformaciones obsesivas, abriendo una escotilla que nos evite medir nuestro progreso espiritual en función de nosotros, nosotros, nosotros. La verdad (la señal de la cruz es como un Credo gestual, comprimido, rescatador) precede y desborda nuestra insularidad subjetiva.
Un gesto pobre y gozoso, que rompe divagaciones y timbra siempre un inicio de esperanza, a cada paso de nuestra vida.
La señal de la cruz es distintivo del cristianismo real, no del cristianismo personal de cada quien; va dulcemente moldeando el alma, en silencioso concierto con los demás humildes utensilios objetivos de la santidad cristiana, por el álveo de una senda que no hacemos nosotros al andar, sino que se nos muestra anticipada, más nuestra que nuestros pecados y nuestros cálculos.
La señal de la cruz es catequista paciente, gutta cavat lapidem, de nuestro cuerpo y de nuestra alma. Su humildad no es carencia, sino opulencia callada. Lleva en sí las procesiones de las tres divinas personas, su amor mutuo que se escenifica sobre nuestra piel, y si tuviéramos ojos angélicos podríamos ver la luz con que refulge cada vez que –rutinaria, deliberada, alegre o indiferentemente– la formamos sobre nuestra carne. La cruz signada sobre el cristiano es faro de simplicidad segura para nuestras complicadas especulaciones sobre la fe.
La señal de la cruz me conserva en la infancia en que mi madre sostenía mi torpe mano y trazaba conmigo y sobre mí la heroica divisa de Jesús. Yo hago lo mismo con mis pequeños, cada día, y ellos no saben que, cuando hago la señal de la cruz, soy tan pequeño como ellos: soy más su hermano que su padre.
Además está el valor –de la cruz, no nuestro– del testimonio, de la edificación de los restos de la ciudad cristiana. Hacer la señal de la cruz en público es una caridad para con nuestros semejantes, también. Es parte de su resplandor, de su energía y de su bálsamo, mostrándonos hermanos en la encrucijada. Y no olvidemos la semántica: testimonio, martirio.
En fin, ahora que tanto se cavila sobre evangelización nueva, me viene a las mientes la vieja señal de la cruz, querida compañera fiel. Cuando me llegue la suprema hora, no sé si tendré la dicha de gozarme en el recuerdo de la rectitud de mis obras. De lo que estoy seguro es de que las marcas de la cruz, que el tiempo ha labrado en mi pecho, me darán consuelo.
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