jueves, 9 de abril de 2009

Un jueves para salir a la calle

CARLOS AMIGO VALLEJO

AL comienzo de esta Semana tan importante salíamos a la calle con ramos verdes de olivo en las manos: era señal de esperanza y de paz. Al que aclamábamos no era otro sino al Señor Jesucristo, el que trae la paz y llena de esperanza la vida del hombre. Salir a la calle, y de esta manera, es lealtad y coherencia con la fe cristiana, aunque tampoco hay que olvidar los riesgos que ello comporta.

Suele acusarse a la Iglesia de "meterse" en política, de ingerirse en los asuntos públicos. Más bien lo que había que reprochar es que los católicos no ejercieran su derecho a interesarse positivamente por todo cuanto atañe al bien común. Sería una inhibición tan cómoda como irresponsable, y lejos de cuanto el Evangelio exige de coherencia para el cristiano. Mi reino no es de este mundo, dijo el Señor. Por eso hay que trabajar para que el mundo sea verdaderamente un espacio del agrado de Dios.

Si se pretende camuflar la propia identidad, la presencia pública resulta falsa, engañosa y fraudulenta. Igual que es equivocado el pensar que lo mejor, para que se nos aceptara sin dificultad, estaría en que cada uno ocultara su fe y sus comportamientos morales, y que se limitara a un encuentro meramente humano, social. Se parte de la sospecha, del miedo a que el interlocutor sea capaz de aceptarnos tal como somos, como creyentes. Solamente con la sinceridad y el respeto a las diferencias es como pueden darse pasos firmes hacia una convivencia respetuosamente positiva.

Los derechos humanos -decía Benedicto XVI en la ONU- deben incluir el derecho a la libertad religiosa y a la unidad de la persona, aun distinguiendo claramente entre la dimensión de ciudadano y la de creyente. Por tanto, resulta inconcebible que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos, de su fe, para ser ciudadanos activos. Nunca debe ser necesario renegar de Dios para poder gozar de los propios derechos. La religión no puede limitarse a un culto íntimo y dentro de las paredes del propio templo.

Salir a la calle para ofrecer llanamente lo que cada uno tiene y vive. Que se nos reconozca lo que somos: hombres y mujeres de fe, cristianos. Con todas las consecuencias morales que ello comporta. Defender la vida humana desde la concepción hasta la muerte; practicar la caridad fraterna; comprometerse en la defensa de la justicia y del derecho; ser misericordioso; trabajar por la paz; tomar la cruz con Cristo, y seguir su camino, que ha de ser siempre el nuestro.

Como católicos, no tenemos vocación alguna para ser litigantes permanentes con las administraciones públicas, pero sí defensores de los derechos que nos asisten como ciudadanos y como creyentes. No nos consideramos víctimas de sistema alguno, sino testigos de Cristo resucitado. Tampoco queremos ser unas gentes destinadas a vivir en una escondida catacumba, sino dar testimonio del Evangelio a plena luz. No sólo no nos dejamos apabullar por los avances científicos y técnicos, sino que deseamos ser auténticos pioneros en el estudio y la investigación, pero respetando escrupulosamente el valor de la persona y guardando unos inexcusables principios éticos. No podemos permanecer como hombres y mujeres impasibles e indiferentes ante la injusticia y el sufrimiento de los demás, sino defender la auténtica dignidad de la vida humana en cualquier momento de su existencia.

Y tomar la palabra a Dios. "Habla, para que te conozcamos". Era una invitación para darse a conocer. Dime cómo hablas y sabré quién eres. Dios se adelanta a la petición y ha hablado de una manera elocuente, clara y fascinante. No deja indiferente a quien le escucha. Dios habla de sí mismo, cómo es su vida y su querer para el hombre y el mundo. Desvela el origen y el final de la humanidad. Señala el camino a recorrer en el itinerario de la existencia por este mundo. 

Esta carta de Dios está personalizada. Escrita para todos y enviada a cada uno, a fin de que se aprenda a conocer a Dios leyendo y escuchando su misma Palabra. ¡Te tomo la palabra! Que es tanto como decir: me fío de ti y llevo tu voluntad a las aspiraciones, al compromiso moral, a la esperanza en el futuro. La Biblia no es simplemente un libro para leer y guardar, sino sabiduría divina para vivir. Y si en el camino hay algún tropiezo, ya decían los santos Padres que en la Palabra de Dios hay medicina y remedio para todas las enfermedades del alma.

Cristo es la forma más viva y admirable y expresiva con la que habla Dios. Cristo es Dios. Cuando su Palabra cae sobre nuestra vida, cambia todo. Una muestra inigualable es lo que acontece y revivimos hoy, Jueves Santo. El Señor se humilla y lava los pies a sus discípulos. El hijo de Dios tomó el pan y lo hace presencia y vida suya. Toma la rigidez legal sin alma, ojo por ojo, y la transforma en la sabiduría del amor: amaos unos a otros con amor desbordado, como el que lleva a Cristo hasta la muerte para salvarnos a todos.

¿Dónde está la explicación para misterio tan sublime y tan esencial para la vida cristiana? El amor todo lo explica. Sin amor, la ceguera de las cosas de Dios está asegurada.

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