- Veamos lo que dejó dicho ( Desgraciadamente ) el que fuera glorioso general del legitimismo español, ante la III Guerra Carlista:
Manifiesto de D. Ramón Cabrera al Partido Carlista
Debo y deseo explicar a mi partido el acto voluntario, espontáneo y patriótico que acabo de verificar reconociendo por Rey de España a D. Alfonso XII. Poniendo como soldado la lealtad ante todo. Voy a hacerlo con entera franqueza...
Consideraría que insultaba a mis fieles amigos, a mis compañeros, a mis hermanos y creería insultarme a mí propio si protestase de la pureza de mis intenciones y de la nobleza de mis sentimientos.
Dios, Patria y Rey, dice nuestra bandera; Dios primero, después la Patria y por último el Rey.
Olvidar a Dios y destruir la patria por un rey es hacer pedazos nuestra bandera. No lo haré esto yo; ni como católico ni como español puedo hacerlo, porque la religión y la patria reclaman imperiosamente la paz, y la Providencia en sus altos designios lo exige... Sobre el deber de una consecuencia estéril está el deber de una abnegación fecunda.
Cumplo este deber con profunda convicción, y al aceptar un hecho consumado, al reconocer a D. Alfonso por Rey, pongo en sus manos para que la guarde y honre la bandera que he defendido siempre y que lleva escritos los sagrados principios de nuestra causa.
No escribiré aquí el capítulo de las faltas cometidas; no opondré a los insultos, a las calumnias, a las indignidades de que he sido objeto, amargas críticas o razonadas acusaciones. En todo lo que pasa veo una gran desgràcia, y mi corazón es muy noble para no respetar el infortunio de mi partido. Las mismas causas que en 1839 y en 1848 frustraron nuestros esfuerzos han vuelto a aparecer en 1875. ¿Debemos sostener constantemente esa lucha sorda y alimentar ese germen de discordia que condena a nuestra patria a un eterno martirio? ¿Debemos predicar la caridad sobre cadáveres? ¿Debemos edificar nuestros principios sobre las ruinas de un pueblo? Nuestra causa ha contado siempre con heroicos soldados, con sublimes mártires y ha dado ejemplo de admirables sacrificios ¿por qué pues no hemos triunfado?
Permitidme guardar respetuoso silencio sobre esto. Os aseguro bajo mi palabra de caballero y de soldado queconozco las causas de ese mal éxito; y por lo mismo que las conozco y que amo a mi patria, doy este paso con ánimo de salvar los principios que siempre he defendido, que quiero continuar defendiendo y que espero me ayudareis a defender en un terreno noble, generoso, y fecundo, donde estaré a vuestro lado y donde moriré, si Dios escucha mis ruegos, después de haber conseguido que os admiren hasta nuestros enemigos.
Para saber lo que valéis es preciso haber vivido entre vosotros, conocer vuestras necesidades y vuestras aspiraciones; en una palabra saber que lo que vosotros defendéis son los principios fundamentales de una sociedad honrada. Así, pues, quiero dedicar el resto de mi vida a inducir con toda la energía de mi alma al soberano, a quien deseo confiar la defensa de nuestra causa, a satisfacer nuestras aspiraciones legítimaspara que los gobiernos se ocupen más en la administración y menos en la política, piensen más en los pueblos del campo y menos en las ciudades, y tengan en cuenta nuestros sentimientos, nuestra educación y nuestro bienestar. Vosotros podéis ayudarme en esta empresa que será la última de mi vida, robusteciendo el principio de autoridad y obligando con vuestra decisión y vuestro ejemplo al gobierno a hacer justicia a todos.
Si yo creyese que podéis alcanzar el triunfo por el camino que seguís, mi sangre regaría ese camino. Yo he nacido para vosotros y con vosotros he vivido ¡Qué gloria para mí mayor que la de morir por vosotros!
He estado siempre dispuesto a marchar a vuestro lado y a ser vuestro en todo y por todo; pero se han desechado mis consejos y mi persona. Lejos de vosotros en este retiro, os he seguido paso a paso, he visto vuestros sacrificios y mi corazón estaba en medio de vosotros. Al respetar la voluntad de Dios, deploraba la ceguedad que hacia fracasar vuestros esfuerzos. Hubiera deseado que la Providencia os favoreciera. En cuanto a mí, siempre he cumplido mi deber, indicando los peligros y dando los consejos que hacían para mí una obligación mi edad y mi historia.
La sangre generosa de nuestros soldados se gasta en combates gloriosos pero estériles. El país que conoce su valor y su habilidad, espera, pero en vano una noticia cualquiera referente a la política de los hombres que los dirigen. Tenemos ante nosotros a la Europa liberal, y nada se ha hecho hasta ahora para asociar a nuestra causa los elementos asimilables que contiene; somos católicos y hemos obtenido, sin que quepa la menor duda, la bendición de la Cabeza visible de la Iglesia.
En esta situación la guerra podría prolongarse muchísimos años, pero en fin, aun cuando nuestro triunfo estuviese asegurado, no izaríamos nuestra bandera sino sobre un montón de ruinas. Es una verdad dolorosa; pero es una verdad.
Don Alfonso, colocado en el trono por circunstancias providenciales y que por razón de su edad no es responsable de funestos errores, ha expresado un deseo que forma su grandeza; la paz. Los hombres de su partido le han secundado. Unos y otros, llenos de admiración por vuestras virtudes y haciendo justicia a vuestra lealtad, han creído que era hora de poner término a la lucha, dando prueba de una gran abnegación y de un gran espíritu de justicia. Se me ha enterado de estos nobles proyectos; y yo que podía dejar en el abandono a los que me habían abandonado, he querido hacer un gran sacrificio y dar el ejemplo a todos.
Después de haberme oído, el partido carlista tendrá, según creo, la cordura y la justa apreciación necesarias para formar de mi conducta un juicio equitativo; pues si hasta ahora he llevado la abnegación hasta el punto de sobrellevar en silencio los ataques y las calumnias, deberes más imperiosos que los de la prudencia me obligarían a revelaciones que, en honor de la historia, vale más sepultarlas en un olvido generoso. Apelo a vuestra razón y a vuestros sentimientos, exponiéndoos lealmente mi resolución. Si la imitáis, haréis una gran cosa, pues obedeceréis a la voz del patriotismo que pone la paz por encima de todo. En otro caso, nuestra bandera será destrozada; vosotros os quedaréis con el Rey; yo me pondré al lado de Dios y de la patria.
Ramón Cabrera. (Liberté) Diario de Barcelona, Marzo de 1875 - pág. 2990
Manifiesto de D. Ramón Cabrera a la Nación
Españoles: En nombre de Dios que manda que no se desprecien los consejos de la prudencia, tened un momento, un solo momento de serenidad, y escuchadme.
Yo soy quien cuarenta años ha mandaba en Aragón y en Cataluña las tropas que defendían la tradición, y más adelante las dirigía en una campaña contra el poder constituido; yo soy aquel que arrancado de las aulas de las Universidades por el torbellino de la guerra, llegué a hacerme amar y temer como general, y no recuerdo por vanagloria lo que fui, sino simplemente para deciros sincera y verdaderamente que soy aquel mismo hombre, y que aspiro a servir a mi patria con el mismo ardor y con la misma fe que me animaba cuando caía herido en el campo de batalla, o cuando apoyado en los hombros de mis soldados, tenia que dictar órdenes en el fuego de la acción y a pesar de la fiebre que me devoraba.
Si; yo soy el que vine, merced a Dios y a mi desgracia, para personificar en su más alto grado de exaltación los efectos particulares de la guerra civil. Españoles, creedme, hablar de esta calamidad me aflige, porque la conozco demasiado y la detesto.
Es indudable que la guerra puede ser justa cuando es justo su fin, y este fin es determinado y seguro. Después de la muerte de Fernando VII el fin de la lucha era popular: queríamos conservar instituciones seculares, usos piadosos y tradiciones queridas; combatíamos porque quitarnos aquel régimen era en cierto modo expulsarnos de la patria católica, española y monárquica, y por eso nuestro pecho servía de escudo al sacerdote que nos instruía y al Rey cristiano que representaba dignamente nuestra causa.
En 1848, aquel mundo que había desaparecido de la realidad vivía aun en la memoria, y por lo tanto el fin de la guerra estaba comprendido en esta sola palabra: restauración. Pero en la actualidad ¿quién puede saber para que serviría la dominación del carlismo? Ante esta falta absoluta de plan y de concierto ¿quién nos dice que aun triunfando, después de una guerra tan desastrosa, no nos encontraríamos con un triunfo mezquino de palabras y con otra guerra indispensable para asegurar el triunfo de las ideas? ¿Quién nos asegura que no se diezma la juventud y se devasta el país para entronizar lo que se combate? Los que no han visto podrán decir: ¿quién lo sabe? Pero nosotros que hemos visto... lo sabemos.
Dados el cambio sobrevenido desde 1833 y la triste realidad de tantos desastres ¿qué medidas o reformas de una realidad apremiante realizaría el carlismo en el poder? Se ha querido llenar el vacío con proclamas y manifiestos que nada determinan, y este vacío es imperdonable, porque si basta al voluntario, inquietado en su fe y herido en su dignidad de español, saber que se bate, importa a la nación saber positivamente porque se hace la guerra, pero saberlo de modo que pueda decir antes del triunfo, antes del tiempo de las ingratitudes: ¡Esto se escribió y selló con la sangre de mis mejores hijos! Los excesos de la revolución produjeron indudablemente en la sociedad española una impresión tan profunda que los hijos de familias pobres y de familias acomodadas, los carlistas de tradición y hasta los que habían sido hasta entonces los enemigos de nuestra bandera, corrieron un día como yo, con el fin de combatir por Dios, por la patria y por el rey, sin pensar en si iban inútilmente al sacrificio. Los aplaudí y los admiro, los reconocí en su abnegación. Eran los mismos o de la misma raza que los que combatieron otro tiempo a mi lado. Que la patria les haga justicia y vea en ellos una gran esperanza. Dios sabe que el afecto que les profeso me da vida y aliento para la empresa que he acometido. Pero si cuarenta años atrás me dejé arrastrar por la corriente del entusiasmo, más adelante me incumbió otro deber y lo cumplí. Deseaba que el príncipe llamado a representar las grandes virtudes del partido, se aprovechase de la experiencia, pero en vez de aprovecharse de ella, el que tenía derecho a la corona de España no ha querido aprender nada.
Antes de combatir hubiera deseado, si era necesario, que conquistase pacíficamente el aprecio y la aprobación de un país que no le conocía, y al mismo tiempo que el partido se reorganizase, y que, definiendo, y formulando sus ideas de una manera práctica, diera una garantía segura de su objeto político y de su sistema de gobierno; pero mis consejos fueron inútiles y mi conducta se ha considerado como un desprecio de la patria.
Para hacerme odioso en España se ha dicho de mí que en la prosperidad había perdido la fe religiosa, por la cual he derramado tantas veces mi sangre y por la cual estoy dispuesto a dar mi vida, y hasta se me ha calumniado llamándome traidor ¡Traidor yo sin ningún mando, sin ninguna relación, sin ningún compromiso con el príncipe especialmente por Ramón Cabrera ! Perdonad esta expresión, pero nadie en España lo creerá, y el que autoriza semejante acusación sabe más que nadie que no es verdad.
Previsiones se han realizado; la ineficacia de tantos esfuerzos, la inutilidad de tantos sacrificios me han dado la razón, pero hasta ahora he debido limitarme a hacer un llamamiento a mis conciudadanos y a deplorar en silencio los males de la patria.
El triunfo de la anarquía no era ocasión oportuna para oponerme a una guerra justificada desde el momento que la revolución ha dado un paso que promete ser duradero, desde el momento que la corona ciñe las sienes de un príncipe que se envanece del más precioso de sus títulos del título de católico, y que ha sabido demostrar que desde su deber y la alta misión del que está llamado a ser el jefe de los generales, de los hombres de estado, y hasta de los ministros del Señor, incurriríamos, españoles, en irresponsabilidad, si nosotros, defensores de un pasado no siempre justo; si nosotros, defensores de reformas no siempre aceptables, desperdiciásemos esta ocasión de acudir a redimir en las gradas del trono el abrumador peso de nuestras discordias.
Los necios procurarán, sin embargo, avivar hoy más que nunca los resentimientos; pero veis ¿quién más ofendido que yo? Y no obstante, en vano han intentado impedir prestar mi adhesión al monarca, evocando en mi alma dolorosos recuerdos. [...] me enseña y el corazón me dice que yo, al igual que mi hija, ser querido a quien [...] de una manera profana, debo morir perdonando a mis enemigos, y yo sé, y yo veo a ese ser querido me dice desde el cielo que hago bien. Españoles : apiadaros de la nación que es también nuestra madre. Mi partido, que es el más perseverante de todos, secundará pronto, así lo espero, mi determinación, cada cual con sus convicciones y luchando noblemente bajo la protección de las leyes. Rechacemos de una vez la ofensa que a nuestra dignidad hacen los que nos califican de ingobernables, [...] conquistadores por tradición y por carácter, realicemos la mayor conquista que un pueblo puede hacer, la de triunfar de su desaliento. El día, el más brillante de nuestra historia, vendrá con la paz que desea ardientemente España, vuestro compatriota que os ama con toda su alma.
Ramón Cabrera. París, 11 de marzo de 1875.
Veamos, pues, las réplicas:
Ejército Real de Aragón y de Valencia
Voluntarios, grande es mi pesar al anunciaros que Don Ramón Cabrera ha sido traidor a la Santa Causa que defendemos a nuestra cara patria y anuestro bien amado rey y señor, Don Carlos VII.
Ello me ha hecho una impresión dolorosa, porque no hubiera jamás creido, sin las pruebas que tengo a la vista, que quien fue el primer campeón de nuestra santa causa, la ha abandonado como un simple recluta, para encargarse de llenar el triste papel de jefe de los confidentes que le ha encomendado el gobierno de Madrid.
El hombre que tanto se ha preciado de querer a su patria, no ha vacilado en arojar en medio del combate una nueva tea de discordia para ensangrentarla y empobrecerla.
El hombre que hace confesión de haber deseado, hasta poco tiempo ha, el triunfo de nuestra causa, no se ha escondido en el rincón mas oculto del Universo, antes de anunciar que lo que desea hoy día es el triunfo de nuestros enemigos ¡Triste y fatal consecuencia de su dilatada estancia en Inglaterra!
Esclavo de mi deber como en muchas ocasiones lo he atestiguado y decidido a sostener nuestro santo pabellón hasta la última gota de mi sangre, seré inexorable hacia cualesquiera que osara combatirlo vil e infamemente.
No hubiera sido posible, después de nuestro triunfo, una paz sólida y duradera, si hubiésemos abrigado en nuesto seno elementos tan corrompidos como los que se apartan de nosotros.
Dios, con su infinita sabiduría pruebas repetidas nos ha dado, de que está de nuestra parte; pero la mayor y la mas palpable es la que nos ha enviado ahora.
Confiemos en Él: con su asistencia, con vuestro valor y vuestra abnegación, conseguiremos asegurar a nuestra querida patria la paz y el reposo que tan necesarios le son, librándola de convulsiones bochornosas única prenda que el liberalismo le ha podido asegurar.
¡Voluntarios! ¡Viva la Religión! ¡Viva España! ¡Viva el rey Don Carlos VII!
Vuestro comandante en jefe,
ANTONIO DORREGARAY
Ejército Real de Cataluña
El ejército Real de Cataluña ha sabido con la indignación mas viva, la rebelión y la traición de Don Ramón Cabrera, quien estimulado por el despecho y el orgullo, ha cometido la infamia de renegar de su historia y ponerse al servicio de la revolución coronada.
Nuestro amor por V.M., nuestro amor por la España, y nuestro honor, nos imponen el deber de protestar contra semejante conducta. Es preciso que nadie pueda creer que Don Ramón Cabrera encuentra imitadores o adeptos en este país católico, que jamás olvidará sus tradiciones de nobleza y de honor.
El ejército catalán, que al primer grito de viva Carlos VII se agrupó alrededor de la santa bandera de la legitimidad, no puede aceptar que un renegado declare al mundo que va a poner ese glorioso estandarte a los pies del rey de la revolución. Antes que tal desgracia sobrevenga, sabremos morir todos envueltos en sus pliegues, nosotros todos, que hace tres años acon tanta fuerza lo empuñamos.
Señor:
Habéis prometido matar la revolución, y la mataréis. Confiad para ello en vuestros bravos catalanes, y tened la certeza de que recibirán siempre a tiros a los que osaren hablarles de paz con la revolución, de convenio con el enemigo o de rebelión contra V.M., por quien hoy día mismo vierten su sangre.
Señor:
(firmado) FRANCISCO SAVALLS, ANTONIO LIZÁRRAGA, ALBERTO MORERA
Lilla, 31 de Marzo de 1875
A mis amigos de la frontera
Mi indignación y mi dolor han sido grandes, al saber que mis amigos y mis compañeros de armas han sido engañados y arrastrados a seguir el partido de la revolución, por personas que han recurrido a medios infames y viles, y que han abusado de mi nombre.
Desconocería odiosamente la benevolencia y amistad de que tantos católicos me han dado muestras; sería un miserable si pudiera consentirlo. No. Yo no quiero por nada en el mundo empañar mi honor de católico.
Yo induzco a todos mis amigos de España y de la frontera a que no ayuden a los traidores y a no manchar su honra tratando con los ambiciosos, de lo cual muy pronto se arrepentirían. ¡Les han engañado! ¡les han engañado!. Todo lo que por mi cuenta les han dicho es falso. ¡Yo, ir a combatir en las filas de mis adversarios! Jamás.
Espero que todos mis amigos querrán escucharme. Si, no obstante, impulsados por la pasión de la venganza, reniegan de su bandera, que con tanto valor y fidelidad habían defendido a mi lado, cesan de ser católicos, desde ese momento cesan de ser buenos vascongados, y, por lo tanto, cesan de ser amigos míos.
Sepan que he abandonado completamente la política, y que me preparo a celebrar el santo sacrificio de la misa.
Suponiéndome a las órdenes de Alfonso y de Cabrera, me han inferido un gran ultraje, han desconocido mis principios. Debo, pues, declarar, por mi honor y por el de todos mis amigos españoles y franceses, que he defendido siempre la bandera: Dios, Patria, Rey; que no la he abandonado jamás, y que jamás he tenido la menor complicidad con los enemigos de nuestra santa causa, representada por Don Carlos VII.
MANUEL SANTA CRUZ LOIDI
"NI CARLISTE NAIZ, TA ESPANIE BABESTUCO DOT IL MARTE (Soy Carlista y defenderé a España hasta la muerte)".
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