Publicado en Historia y Vida, nº 55, octubre de 1972.
Julio-César Santoyo
Julio-César Santoyo
A la muerte de Fernando VII, en septiembre de 1833, la nación se escindió en dos bandos: los partidarios de Isabel II, durante cuya minoría fue regente su madre María Cristina (de aquí el nombre de cristinos), y los partidarios de don Carlos, hermano del rey difunto y presunto heredero al trono hasta el momento en que Fernando VII derogó la Ley Sálica. Una guerra civil de siete años dividió a España en dos frentes irreconciliables, entre los que no hubo con frecuencia cuartel.
En las Provincias Vascongadas la guerra comenzó con claro dominio carlista. Zumalacárregui batía una y otra vez a todos los generales que el gobierno central enviaba contra él, hasta el punto de que la causa Cristina parecía definitivamente perdida en el País Vasco.
Sin embargo, ocurrieron dos hechos casi simultáneos que cambiaron el curso de la contienda: la muerte del estratega guipuzcoano en Cestona (junio de 1835) y la intervención de tropas francesas, portuguesas y británicas a favor de la Regente.
Miguel Ricardo de Alosa, embajador de España en Londres, gestionó la ayuda inglesa. A pesar de las dudas y negativas iniciales, el 10 de junio de 1835 el Gobierno británico anunciaba la creación de una Legión de 10.000 voluntarios a las órdenes del teniente coronel George de Lacy Evans. Apresuradamente comenzaron a formarse las primeras compañías. El período de servicio era de un bienio (exceptuados los regimientos sexto y octavo de Escoceses, que se alistaron por un año). Les prometieron buenas pagas, comida y uniformes ingleses, así como una gratificación final a su regreso a Gran Bretaña. Se abrieron oficinas de reclutamiento en Londres, Liverpool, Dublín, Glasgow y varias ciudades más. No se precisaba experiencia militar. El resultado fue que acudieron muchos de los parados, maleantes y vagos de las principales ciudades del Reino Unido, que veían la posibilidad de solucionar —al menos temporalmente—sus problemas de dinero y comida. Se permitió incluso que los irlandeses vinieran acompañados de sus esposas e hijos: más de doscientos cincuenta niños y quinientas mujeres siguieron a las tropas durante toda la campaña. Wellington definió aquellas tropas como «la hez de la tierra»; y el Annual Register de 1835 no es menos explícito: «Todos los destacamentos están formados con los haraganes de Londres, Manchester y Glasgows.
En julio comenzaron los primeros embarques hacia la Península, con Santander y San Sebastián como puertos de destino. Con los soldados venían gran cantidad de municiones, armas y animales de carga que el Gobierno inglés vendía al español. Londres envió además una flotilla, al mando de lord Hay, para que actuase en aguas del Cantábrico.
La primera ocupación de los oficiales fue la de instruir a aquellos bisoños e improvisados soldados en el manejo de las armas y en la disciplina militar. Fue una tarea que llevó meses. En agosto, cuando aún se hallaban en período de instrucción, los regimientos acantonados en la capital guipuzcoana tuvieron en Hernani el primer encuentro con los carlistas. Fue un mal presagio: Evans encontró en el enemigo una resistencia tan fuerte que se vio obligado a retirarse presuroso tras las murallas de San Sebastián.
La ciudad de la muerte.
A finales de octubre el alto mando cristino decidió concentrar todos los efectivos británicos en la capital de Alava, centro de la línea de bloqueo que el general Córdova, comandante en jefe del ejército del Norte, había establecido en torno a las Vascongadas. La Legión fue trasladada por mar hacia Bilbao. Desde allí intentaron primeramente pasar a Vitoria a través del valle de Durango, pero cinco mil británicos estuvieron a punto de caer prisioneros de los carlistas. Por fin, guiados por Espartero, dieron un amplio rodeo que evitaba la zona montañosa ocupada por el enemigo y, pasando por Castro-Urdiales, Limpias, Medina de Pomar, Pancorbo y Miranda llegaron el 3 de diciembre a Vitoria.
En lo alto de la puerta de la muralla una inscripción les daba la bienvenida: «A la nobleza de los ingleses que luchan por la libertad de las naciones». El recibimiento, sin embargo, no fue tan entusiasta como habían esperado. «Los habitantes de Vitoria son más carlistas que partidarios de la reina», comentaba aquel mismo día un oficial inglés en su diario.
Los oficiales pasaron a residir en casas particulares, pero a los soldados se los alojó en varios conventos húmedos y sombríos, donde incluso carecieron de camas para dormir. Un poco de paja fue la única comodidad que muchos conocieron aquel invierno.
Los dos regimientos de irlandeses fueron destinados al cercano pueblo de Arriaga, y allí los siguió «el regimiento supernumerario de mujeres».
Al día siguiente comenzó de nuevo con intensidad la instrucción de los voluntarios, que poco a poco se iban transformando en una fuerza aceptable; a mediados de diciembre se hablaba ya de un próximo enfrentamiento con los carlistas que ocupaban Arlabán, la sierra que separa Álava de Guipúzcoa.
Fue aquel el momento en que los ingleses empezaron a verse acosados por una epidemia que ocasionaba cada semana trescientas bajas y que llegó a contar hasta diecisiete muertos diarios. Las causas podían ser múltiples, aunque entre ellas ocupaba un lugar destacado la alimentación, siempre mala y escasa. El pan, yen especial, recibe las diatribas de todos los cronistas:
«El pan era negro, medio cocido, gelatinoso y maleable como liga de cazar pájaros. El pan, que se hacia de cereales rancios, ,era tan fofo y pastoso que si lo hubiéramos lanzado contra la pared, se habría quedado pegado».
Otro de los motivos que pudieron ayudar al desarrollo de la enfermedad fue el frío extraordinario que aquel invierno reinó en la llanada alavesa, y que hizo que trescientos ingleses vieran sus pies amputados por gangrena y congelación. Pronto quedó rebasada la capacidad del hospital civil de Santiago y hubo que ir asignando edificios que sirvieran de hospitales a la Legión. Las cifras de enfermos aumentaron alarmantemente en enero de 1836. El mayor Richardson comentaba el 8 de este mes:
«Puede decirse en verdad que Vitoria es en este momento la ciudad de la muerte. Hace ya varias jornadas que venimos enterrando seis y ocho soldados diarios».
Proclama del teniente general inglés De Lacy Evans pidiendo a los alaveses se enrolen en el Batallón de Guías por él mandado. Se promete, a cambio, cinco reales diarios de soldada, ración de pan, vino y carne y «el competente vestuario» para cada individuo.
Por su parte, una relación anónima publicada en Scarborough trazaba las lineas siguientes:
«Los hospitales pronto se vieron repletos de enfermos ingleses y las escenas que ocurrieron en la ciudad fueron de lo más horrible. acercándose a las descripciones que conservamos de la plaga de Londres. De la mañana a la noche .se reían carretas tiradas por bueyes y cargadas de cadáveres, que eran así transportados donde se los arrojaba desnudos, unos sobre otros. sin ningún tipo de ceremonia».
Comenzaron a enterrarlos en el cementerio de la ciudad. Pero el Ayuntamiento decidió a los pocos días que, si aquel ritmo de muertes continuaba, pronto iba a quedar todo el campo santo ocupado,: mandó en consecuencia, que en adelante los sepultasen en las mismas huertas de los conventos que ocupaban.
Las autoridades sanitarias aseguraron que la causa de aquella mortandad era el tifus: pero hubo muchos que presintieron algo más que tifus y acertaron en su presentimiento.
Un oficial que pasó un mes en cama anotó durante su convalecencia:
«La fiebre tifoidea continúa haciendo estragos en Vitoria con creciente violencia. Hemos perdido desde Navidad más de setecientos hombres y cuarenta oficiales, aparte de los que han caído en otros lugares. Se ha dejado de contemplar a la muerte como visitante extraordinario, y la pregunta más frecuente entre los oficiales es ¿quién ha muerto hoy? refiriéndose a ellos mismos. Yo atribuyo mi enfermedad a haberme mezclado mucho con los convalecientes. El oficial que me sucedió en el' puesto murió pocos dial después, aunque le dejé en perfecto estado de salud. Otros dos capitanes que, lo mismo que yo, habían convivido bastante con los convalecientes, han muerto también. Y en cuanto a los soldados, la mortandad es realmente grande. Casi ha muerto la mitad de mi compañía. En el segundo regimiento, a los oficiales y soldados se los entierra sin honores militares de ninguna clase. Hay que señalar que ya han caldo doce oficiales médicos víctimas de esta cruel enfermedad».
Los ingleses tenían mientras tanto que luchar no sólo contra el frío y la epidemia, sino contra los mismos habitantes de la ciudad, sea cual fuere su clase social: las autoridades les negaban mejores alojamientos, mantas y medicinas: los sacerdotes y personas devotas evitaban su trato, por protestantes y herejes: los vecinos que tenían un oficial alojado, lo ponian en la calle en cuanto caía enfermo con la sola disculpa de que el mal era contagioso: los mismos enfermeros y practicantes del hospital les robaban lo poco que poseían: los pueblos vecinos se negaban a traer leña, asegurando que estaban tan esquilmados por la guerra que no tenían de dónde sacarla. No parecía, en definitiva, sino que Vitoria fuese una quinta columna de las tropas carlistas.
La batalla de Arlabán
La primera acción importante en que participaron los ingleses tuvo lugar seis meses después de su desembarco, a mediados de enero de 1835. Córdova reunió en Vitoria una fuerza e 25.000 hombres (compuesta de soldados regulares, chapelagorris, legionarios franceses llegados de Argelia y legionarios británicos) y la dividió en un triple frente de ataque: Espartero avanzaría por la izquierda, la Legión Británica por la derecha y el propio Córdova por el centro. En un momento dado las tres columnas realizarían un empuje coordinado e intentarían abrirse paso a través de la sierra de Arlabán hasta Oñate, donde residía la corte de Don Carlos. La realidad, no obstante, quedó muy lejos de los proyectos iniciales, y las tres columnas permanecieron separadas a lo largo de la batalla, sin llegar a arrebatar ninguna posición a los carlistas. La gran cantidad de nieve acumulada en las montañas (en algunos momentos parecían próximas a desaparecer columnas enteras) y la densa niebla que cubrió las zonas de combate redujeron los planes del estado mayor a mera especulación.
La columna inglesa partió de Vitoria en dirección a Salvatierra, y el día 16 de enero ocurrieron las primeras escaramuzas con los carlistas, que se retiraban sin presentar batalla. Preferían la táctica de guerrillas, y dejaban casi sin resistencia los pueblos a los que se acercaba la Legión. Al oeste y en el centro, las columnas de Espartero y Córdova cruzaron también aquel día los primeros disparos con los carlistas.
El día siguiente transcurrió sin incidentes para las tropas británicas y sin que Evans recibiese instrucciones del comandante en jefe. La niebla impedía todo movimiento. El Boletín de Alava anotaba aquellos días que reinaba una niebla tan fuerte y espesa que no hay memoria de haberse visto igual en el país. Los soldados tuvieron que pasar al raso aquellas noches extremadamente gélidas de enero. Dormían apelotonados unos contra otros en torno a las débiles hogueras de madera húmeda. Muchos enfermos tenían que ser trasladados a los hospitales de Vitoria. adonde llegaban medio muertos de frío. «Gran parte de nuestros soldados —escribió Córdova, años después— estaban sin capote. y batallones enteros con pantalón de verano; con los muchos heridos bajaban centenares de enfermos, sin que tuviésemos dónde colocarlos. ni medios de conducirlos, ni con qué asistirlos y curar las heridas. El hambre, la sed y el frío tenían a la gente rendida».
Los centenares de enfermos a los que Córdova hace referencia pertenecían en su mayor parte a la Legión Británica, que diariamente envió a Vitoria carros y carretas llenos de atacados por el tifus y la disentería.
Al atardecer del día 18, el general inglés no pudo contener su impaciencia y partió con un escuadrón de lanceros en busca de Córdova. Cuando le encontró ya de noche éste le informó que se estaba retirando hacia Vitoria y que las fuerzas inglesas debían hacer lo mismo. Evans regresó al instante a su cuartel general. Existía la posibilidad de que los carlistas se volvieran contra los ingleses ahora que Córdova y Espartero retrocedían y dejaban de hostigarlos. A las doce de la noche Evans dio la orden de retirada. La evacuación se hizo rápida y sigilosamente, dejando hogueras en los campamentos abandonados para engañar al enemigo. Así terminó la inútil batalla de Arlabán.
«Mala la hubisteis, ingleses...»
La nota dominante de aquellos meses siguió siendo la epidemia que diezmaba las filas de la Legión.
«El número de muertes aumentó hasta tal punto que se abolió todo intento de ceremonia fúnebre. Los hospitales estaban repletos de enfermos y moribundos, y las calles resonaban desde el alba hasta el atardecer con los sonidos melancólicos de las trompetas y tambores que tocaban la marcha fúnebre. Esta fue la única música que se escuchó en Vitoria a lo largo de aquellos cinco meses. Los hombres morían a cientos, los oficiales caían como las hojas de los árboles y toda la Legión parecía estar a punto de acabar hecha añicos.
Los regimientos segundo y quinto fueron totalmente deshechos por la epidemia. El segundo sólo pudo presentar antes de su disolución 150 soldados útiles.
Las casas viejas que se habían acondicionado como hospitales, rebosaban enfermos. No había médicos suficientes, ni medicinas, ni enfermeros, ni espacio, ni fuego siquiera con que calentarse. La caótica situación sanitaria de aquel invierno queda bien reflejada en estos párrafos publicados un año después en Searborough por un voluntario de la Legión:
«Los hospitales estaban abarrotados de enfermos ingleses en el estado más deplorable. Aun a aquellos que yacían dominados por la fiebre más alta se des obligaba con frecuencia a permanecer sobre las tablas desnudas del suelo, sin sábanas ni mantas con que cubrirse, descuidados una y otra vez por los ayudantes médicos, tratados siempre de mala manera, despojados de las dietas por una cuadrilla de individuos rastreros que actuaban como practicantes, y robados de cada pieza de ropa y de la más pequeña cantidad de dinero. Cuando se restablecían, tenían a menudo que quedarse en el mismo hospital, por no tener ropa decente que ponerse, o se les despedía medio desnudos y se les obligaba a afrontar todas las dificultades de la vida de soldado en su estado de debilidad, sin una alimentación adecuada y sin un lecho caliente. Además de este abandono, los hospitales estaban mal provistos de medicinas y vendajes, y muchos murieron por falta de remedios adecuados o proporcionados a tiempo. A causa de la alarmante mortandad que aumentaba por todos los lados, en cuanto se evacuaba el depósito de cadáveres, inmediatamente era ocupado de nuevo por los restos espantosos y esqueléticos de más soldados ingleses muertos. Los hombres solían comer, dormir, beber y prepararse la comida indiferentes a los cadáveres de sus compañeros que les rodeaban en aquellos míseros alojamientos».
¿Cuántos ingleses murieron aquel invierno en Vitoria? Los cronistas hablan de mil quinientos, dos mil y hasta de cuatro mil. Según el doctor Alcock, los enfermos ingleses recibidos en los hospitales vitorianos fueron exactamente 4.706, de los cuales 3.100 recibieron posteriormente el alta.
Mientras tanto, el número de deserciones aumentaba proporcionalmente al de enfermos y muertos, y los carlistas llegaron a formar varías compañías con los huidos británicos. Y es que muchos soldados intentaban escapar como fuera de aquel infierno de enfermedad, hambre, frío, muerte y miseria en la que se había convertido Vitoria. Las deserciones privaron a la Legión de tantos hombres como el mismo tifus.
José de Elósegui
Las dudas sobre la verdadera naturaleza de la epidemia crecian de día a día. ¿Cómo es que no fuimos atacados por ningún mal los cinco primeros meses de nuestra estancia en España, ni durante la marcha de Bilbao a Vitoria?», preguntaba el teniente Thompson. Las dudas iban a tener una respuesta cumplida e inesperada. El hilo que desenmarañó la trampa fue un sargento llamado Richardson. Había desertado, como otros muchos ingleses, y escribió desde el campamento carlista a un sobrino suyo llamado Nangles, que por entonces estaba enfermo en el hospital. Ponderaba en la carta el buen trato que recibía, la regularidad de las soldadas y la buena comida de que disfrutaban. Terminaba pidiéndole que imitase su ejemplo, para lo cual hallaría toda clase de facilidades en un panadero vitoriano, cuyo nombre era José de Elósegui.
Nangles enseñó la carta a sus superiores y se fijó un plan de acción para detener con toda clase de pruebas a los que ayudaban a los desertores. Nangles acudió al dia siguiente a Elósegui, asegurando que él y varios compañeros querían pasarse al enemigo. Para eliminar toda duda, enseñó la carta del sargento Richardson. Elósegui accedió y fijaron el día de la fuga. Al anochecer de la fecha concertada, Nangles y sus compañeros se presentaron en casa del panadero, donde ya les esperaba uno de sus ayudantes, encargado de guiarlos hasta los carlistas. Les repartió capas y sombreros para darles aspecto de campesinos, que eran los únicos que a aquella hora podían abandonar la ciudad. Por fin se encaminaron todos hasta una de las salidas, como si se tratase de uno cualquiera de los grupos que partían a diario en busca de forraje. No habían aún cruzado la muralla, cuando los soldados de guardia detuvieron y pusieron a buen recaudo al guía, mientras Nangles y sus hombres regresaban a detener a Elósegui. La misma noche se efectuó un registro oficial en el domicilio de éste último y se encontraron varias substancias venenosas.
Tres días más tarde ambos fueron juzgados y condenados al garrote vil por haber ayudado a los desertores y envenenar el alimento de las tropas británicas. Elósegui admitió los cargos y se entregó a la misericordia del tribunal civil que le juzgaba. El 28 de marzo, una semana después de haber sido arrestados, se les ejecutó en la plaza Vieja, llena hasta rebosar de público, saldados españoles y voluntarios de la Legión.
Con la ejecución de Elósegui y su ayudante, las muertes por enfermedad se redujeron a un número mínimo, aunque los convalecientes siguieron aún largo tiempo en los hospitales de la ciudad.
Los carlistas se repliegan.
Disgustado Evans por la inactividad que sus tropas venían observando, insistió ante Córdova para obtener el traslado a la costa, donde tendrían más ocasiones de combatir, actuando en conjunción con los navíos de lord Hay, que operaban entre Santander y San Sebastián. Córdova parecía reacio, pero la inactividad de las operaciones en Álava era manifiesta. Permitió, pues, el traslado.
La Legión partió de Vitoria a primeros de abril, entre la alegría general de los soldados, que sólo habían encontrado en ella muertes Y sufrimiento. A finales de mes llegaron a Santander, y desde allí se trasladaron por mar a San Sebastián. Era la única forma segura de alcanzar este puerto, ya que el resto del País Vasco estaba ocupado por el enemigo. Su urgente traslado respondía a una petición del comandante de la plaza para que se le enviaran refuerzos con que librarse del asedio que sufría.
El 5 de mayo se entabló un combate en las inmediaciones de la ciudad. Mientras los navíos de lord Hay disparaban sus baterías sobre las fortificaciones carlistas, la Legión atacó a la bayoneta y logró desalojarlos de sus posiciones. Los carlistas tuvieron que retroceder hasta Oriamendi.
Aunque esta combate levantó un tanto los ánimos desmoralizados de los británicos, Evans lo estimó demasiado caro: había tenido quinientas noventa y siete bajas, con más de cien muertos. Mientras tanto, el problema del dinero se agudizaba de día en día. El Gobierno español daba largas y se negaba a pagar a los legionarios, a muchos de los cuales debía siete y ocho meses de paga. Los regimientos escoceses se amotinaron. Querían regresar a Gran Bretaña y llevarse consigo todo lo que pudieran, incluso los fusiles, a cuenta del dinero atrasado. El desánimo aumentó cuándo el 11 de junio Evans atacó Fuenterrabia: «Al primer choque los soldados rehuyeron el combate y se batieron en retirada; fue un auténtico desastre para la fuerza inglesa; numerosos legionarios se pasaron al enemigos.
Fue la última operación de 1836. El resto del año y los primeros meses del siguiente transcurrieron en una completa inactividad, sólo interrumpida por los desórdenes internos, que se sucedían sin cesar. Cuando los regimientos sexto y octavo de Escoceses terminaron en julio su año de servicio, se negaron a continuar en la Legión, pero al no disponerse de barcos para su traslado, se les obligó a permanecer en ella. Ambos regimientos se amotinaron. Los soldados del sexto fueron encerrados en el castillo de San Sebastián, hasta que poco a poco se les calmaron los ánimos y aceptaron la situación. Los que formaban el octavo, más refractaríos a las medidas disciplinarias, fueron un constante problema para Evans, que por fin se libró de ellos enviándolos a Santander. «En San Sebastián se los embarcó literalmente a punta de bayonetas, comenta Somerville. Su conducta allí fue nefasta, ya que estaban borrachos de la noche a la mañana. Las autoridades montañesas optaron por devolverlos inmediatamente a Guipúzcoa, donde muchos fueron condenados a trabajos forzados hasta el fin de la campaña.
En diciembre nevó copiosamente sobre San Sebastián, y las Navidades transcurrieron con más de un metro de nieve. La inactividad era la nota dominante en los diversos frentes.
La derrota de Oriamendi El alto mando cristino había planeado durante el invierno una importante ofensiva basada en el ataque simuitáneo de tres columnas procedentes de Bilbao, Pamplona y San Sebastián, que se unirían con posterioridad en un solo frente. Espartero, Sarsfield y Evans eran los responsables de la operación.
La ofensiva comenzó el 10 de marzo de 1837. Pronto surgieron dificultades: Sarsfield, cortado su avance por una fuerte tormenta, tuvo que regresar a la capital navarra. El Infante don Sebastián, comandante en jefe del ejército carlista, decidió entonces atacar a Evans y a Espartero por separado, antes de que uniesen sus fuerzas. Evans fue el primer objetivo.
El día 15 los británicos y algunos batallones cristinos se enfrentaron en Oriamendi con las fuerzas carlistas que ocupaban las inmediaciones de San Sebastián. Jáuregui, que mandaba el flanco derecho de Evans, tomó, al frente de tres regimientos, la posición de Oriamendi. Pero las esperanzas de una victoria no iban a ser duraderas: a la mañana siguiente llegaron a la zona de combate las tropas del Infante don Sebastián y la lucha se recrudeció.
El general carlista Villarreal conquistó a la bayoneta las posiciones perdidas el día anterior, y su empuje fue tan fuerte que varias compañías inglesas iniciaron una retirada desordenada. El movimiento se contagió rápidamente a todas los batallones británicos y a los pocos minutos la desbandada era general. Los carlistas los persiguieron de cerca, ensartando con las bayonetas a cuantos legionarios se ponían a su alcance. «Dejaban a un lado a los españoles para correr tras los ingleses, a los que mataban sin compasión; muchos carlistas ostentaban luego las casacas coloradas de los que habían sacrificados.
La Legión perdió aquel día varios centenares de hombres, casi todos muertos, muy pocos prisioneros. Fue la mayor derrota que conoció en su breve historia. En el campo de batalla, además, gran cantidad de armas, bagajes y equipo. Alcalá Galiano anota que «fue tan completa la derrota de las armas de la reina en aquella trágica jornada, que estuvo a punto de caer en manos del enemigo o de ser pasada a cuchillo la división entera».
La ofensiva conjunta había terminado. Espartero, al tener noticias de la derrota, se refugió tras las posiciones fortificadas de Bilbao.
Evans, confundido y humillado, ignoraba si la culpa era suya o de sus soldados. Pocos días después de la batalla escribió a Espartero ofreciéndole la dimisión: el tono de la carta parece acentuar el reproche sobre el comportamiento de las tropas: «No siendo una clase de hombres escogidos, debo confesar a usted francamente que no espero de ellos mucho bueno en adelante». Pero en esto se equivocaba. En los pocos meses que restaban para su licenciamiento, la Legión iba a cumplir unos pocos hechos importantes que aún debían salvarla ante la Historia.
La última oportunidad
Los cristinos volvieron a intentar en mayo una ofensiva en torno a San Sebastián. Habían marchado a Aragón abundantes tropas carlistas en la llamada «expedición regla», por lo que algunas guarniciones enemigas eran débiles. Era preciso sacar ventaja de esta circunstancia y apoderarse de las principales poblaciones que rodeaban la capital guipuzcoana.
El día 14 tomaron Hernani. El 16 cayó Oyarzun, que se entregó sin resistencia, ya que los carlistas la habían evacuado la víspera. Aquella misma tarde. Evans ponía sitio a Irún, únicamente defendida por ochocientos hombres, la mitad de los cuales eran campesinos. Envió parlamentarios a la ciudad para comunicar que permitiría la evacuación de mujeres y niños antes de que el ataque comenzase. Cuando éstos salieron, toda la artillería británica concentró sus fuegos sobre la plaza, a la que mantuvo aquella noche bajo un continuo bombardeo. A las diez de la mañana, y ante la negativa de las autoridades irunesas a rendirse, Evans dio la orden de asalto. «En contra de lo que se esperaba y a pesar de estar pobremente fortificada, la ciudad resistió hasta mediodía. (The Times, 23 de mayo).
Tras la capitulación, los ingleses se lanzaron al saqueo y la rapiña. Tal vez nunca haya contemplado Irún escenas como aquellas. Alcalá Galiano los acusa de haber cometido «hechos de bárbara crueldad, al tiempo que Alexander Somerville, soldado entonces en la Legión, habla de «incidentes horribles y desagradables». Saquearon varías iglesias e innumerables casas particulares. Si hallaban algún carlista oculto, lo pasaban inmediatamente por las armas, muchas veces disparando a bocajarro o ensartándolo en la bayoneta. Así perecieron muchos civiles inocentes. Pero los ingleses, conscientes de que aquella era su última oportunidad, querían tomar cumplida venganza de la derrota de Oriamendi.
El licenciamiento. Escenas grotescas en San Sebastián.Al día siguiente, 18 de mayo, la Legión atacó la inmediata localidad de Fuenterrabía, que capituló casi sin resistencia.
El 10 de junio de 1837 finalizó el contrato de servicio y los legionarios fueron licenciados. Para entonces quedaba ya menos de la mitad de los efectivos que habían salido de Inglaterra dos años antes. Las muertes por enfermedad, las deserciones y las bajas en el campo de batalla habían reducido la Legión a poco más de 4.500 hombres.
Los últimos días que pasaron en San Sebastián en espera de los barcos fueron una pesadilla para las autoridades donostiarras. Los ingleses habían cobrado parte de los atrasos que el Gobierno español les adeudaba y aunque alguno los guardó para Inglaterra, la mayoría lo gastó todo in situ. El cuadro que Somerville ofrece de estos días de espera es casi grotesco: soldados borrachos las veinticuatro horas de cada jornada, motines, bandas incontrolables que recorrían las calles cantando y alborotando. Hubo quien gastó parte de la paga en unas pistolas de lujo, o en un asno en que pasearse, o en un gorro de general. Muchos se compraron elegantes vestidos españoles y encargaron uniformes británicos de gala; hubo quien se sintió opulento y alquiló dos criados con librea. «Se vela a numerosos ex legionarios pavoneando sus elegantes uniformes nuevos».
Los barcos, sin embargo, tardaron en llegar casi un mes, y para entonces todos habían tenido que vender lo poco que antes habían comprado apresuradamente. A finales de junio eran muy pocos los que aún disponían de un penique.
El Gobierno español les ofreció entonces la oportunidad de continuar en una segunda Legión que se creó a las órdenes del coronel O'Connell; 1.390 aceptaron la oferta (divididos en 250 lanceros, 200 artilleros, 810 de artillería y 130 zapadores, enfermeros y médicos); el resto regresó a Inglaterra tan pronto como pudo.
Cuando finalmente llegaron los barcos, se trataba de navíos de carga, sucios yu malolientes, en los que subían más soldados de lo que era aconsejable. El único orden del embarque era el de preferencia, y los soldados tenían que pasarse tres y cuatro días en los muelles al sol o bajo la lluvia si no querían perder el sitio.
Un final lamentable: náufragos, salteadores o maleantes
Por fin zarparon. «Entre dos y tres mil hombres embarcaron para Gran Bretaña en diferentes barcos; casi todos iban medio desnudos Y sin un solo penique en sus bolsillos». Dos de los barcos naufragaron, uno en la costa bretona, otro en la inglesa, y casi todos sus ocupantes perecieron. Muchos murieron de hambre poco después de haber desembarcado. A otros se les prohibió la entrada en sus propias ciudades; las autoridades de Greenock, por ejemplo, les negaron el permiso para bajar a tierra. Fueron rebotando de lugar en lugar por la geografía británica, hasta que sus últimos restos desaparecieron en los bajos fondos de las grandes poblaciones, de donde habían salido dos años antes.
Ni los particulares ni el Gobierno quisieron saber más de ellos. Cuando tres barcos cargados con estas tropas arribaron a las islas Scilly, los habitantes del archipiélago se encerraron en sus casas mientras los soldados robaban las granjas y huertos. (Parecían los más feroces forajidos que nunca se había visto). Algunos se dedicaron al bandidaje. El diario The Times reproduce el 29 de agosto de 1837 la siguiente noticia, publicada poco antes en el Blackburn Standard:
«Están infestando los caminos de esta ciudad y sus cercanías, donde actúan como los más desaprensivos bandoleros de otros tiempos, haciendo en extremo inseguras las carreteras para aquellos que tienen la costumbre ole viajar solos o desarmados»
Quince días antes el mismo periódico había ofrecido a sus lectores una crónica firmada por su corresponsal en el puerto de Portsmouth:
«La situación actual de Portsmouth y Portsea es extremadamente peligrosa, tanto para la propiedad como para la salud de los habitantes de estas dos poblaciones, a consecuencia del gran número de ex legionarios irlandeses y escoceses en especial, que han sido desembarcados aquí y están infestando estos lugares. Hay unos 2.700 en el más deplorable estado de suciedad e indigencia. La policía los vigila día y noche. No se ha podido impedir que salieran de la zona de los muelles y ahora hay cientos de ellos tumbados en las calles. A cada momento surgen peleas por su causa, en las que en seguida brillan las navajas. Los habitantes de estas dos ciudades van a enviar una protesta al Ministerio del Interior, pidiendo que se les libre de individuos tan intolerablemente molestos. Quince de ellos ya han sido encarcelados por robo»
Meses después de que los primeros legionarios hubiesen llegado a los puertos británicos, todavía se ocupaban de ellos las columnas de los periódicos, y no precisamente con buenas noticias. En vísperas de la Navidad de 1837 aún reproducía The Times con cierta frecuencia noticias similares a ésta:
«Uno de esos seres desgraciados, restos de la Legión Británica, que llevan ya bastante tiempo infestando las calles de Londres con sus harapos y su pobreza fue encontrado el viernes pasado en Sandwell, caído en el suelo y medio muerto de hambre. La gente se había congregado a su alrededor; en vano pedía el pobre hombre una limosna, con voz imperceptible; maldecía desesperado a los oficiales y soldados todos de la infortunada Legión. Y éste no es el único ejemplo de los que a diario pueden citarse».
Asi terminó la breve existencia de la Legión Auxiliar, que ni siquiera mereció el recuerdo de las generaciones posteriores. Los historiadores ingleses han olvidado por completo su memoria, hasta el punto de que hoy resulta difícil encontrar en ellos la más mínima alusión a aquella presencia británica en la primera guerra carlista.
J-C S.
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