martes, 27 de mayo de 2008

LEY SÁLICA DE FELIPE V, DUQUE DE ANJOU Y REY DE LAS ESPAÑAS

Felipe V de Borbón, Duque de Anjou era el familiar más cercano al difunto y último rey de España de la Casa de Austria, Carlos II, de quien heredó los derechos legítimos para ocupar el trono español, confirmados en textamento.
Felipe V, juró los diversos Fueros de los distintos reinos, señoríos y principados españoles y aun a pesar de la formación del partido austriaco y la puesta en escena de los hipotéticos derechos sucesorios del Archiduque Carlos,  Felipe de Borbón hubo de enfrentarse en guerra civil contra los partidarios Carlistas defensores de los Fueros.
Así es como Felipe V subió al Trono Español, instaurando la Dinastía Borbónica heredera directa de la Dinastía Austriaca del difunto rey Carlos II de las Españas.
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La Ley Sálica era una ley secular de la monarquía española introducida por Felipe V, de acuerdo con las Cortes Generales, para apartar del trono español los posibles derechos de los descendientes del Archiduque Carlos de Austria y sus hipotéticos derechos a ocupar y encarnar la Corona de España.
Su funcionamiento en realidad, aplicado en España, había sido semisálico, porque las mujeres transmitían los derechos sucesorios a sus hijos y además a falta de hijos varones podían llegar a reinar las mujeres.
Los liberales conservadores y progresistas partidarios de Isabel "II" de España y de su madre María Cristina de Borbón influenciaron en la camarilla real de Fernando VII para que este, derogara la Ley Sálica, en perjuicio de su hermano Don Carlos María Isidro de Borbón y en favor de la hija Fernando VII, Isabel "II".
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La derogación de la Ley Sálica no podía hacerse por decreto real, ni por camarilla interesada, sino mediante acuerdo, reunión y convocatoria de las Cortes Generales de todos los Reinos, Señoríos y Principados Hispánicos, al tratarse de una ley interna fundamental y secular de la Monarquía Hispánica, y siempre que no existiera perjuicio a principe alguno, que tuviera derechos adquiridos a ocupar el Trono Español por la existencia y plena vigencia de dicha Ley Sálica, y Don Carlos María Isidro de Borbón los tenía.
Cuando la hipotética y farsa derogación de la Ley Sálica por parte de los intereses liberales y de la plutocracia del reino, Don Carlos María Isidro de Borbón ya tenía una familia establecida y legitimada en la tradición que respaldaba esta ley, y por tanto tenía unos derechos adquiridos, él y sus descendientes, sus hijos, que ya habían nacido, mientras que Fernando VII había sido incapaz de dar varones como hijos sucesores, las normas, así, quedaban bien claras.
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La camarilla liberal presionó a Fernando VII, quien derogó la Ley Sálica de forma unilateral, afirmando que con la derogación se restablecería la Ley de Sucesión de Partidas de Alfonso X el Sabio, que permitía reinar a las mujeres, incluso existiendo hijos varones. Sin embargo no eran precisamente los liberales amigos acerrimos defensores de la tradición española y curiosamente pretendían legitimar la sucesión de Isabel "II" en la Ley de Partidas de Alfonso X, ignorando completamente el error que cometían en su supuesto hecho, al poder considerar de nuevo los partidarios de los Austrias, los derechos de la Casa de Austria de recuperar hipotéticamente el Trono español, ya que la Ley Sálica había sido introducida para terminar de concretar el apartar del Trono español a la Casa de Austria, exactamente a los descendientes del Archiduque Carlos.
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Los liberales enemigos de la tradición española, esgrimieron la Ley de Partidas de Alfonso X el Sabio y la anulación de la Ley Sálica para perjudicar a Don Carlos María Isidro de Borbón y hacer subir al Trono a Isabel "II". Afirmaban los liberales, que era mucho más tradicional defender la Ley de Partidas de Alfonso X, y que era mucho más nacional, acusando de extranjera a la Ley Sálica de Felipe V, que gracias a ella los dominios territoriales españoles permanecieron bajo un mismo cetro real, mientras que yendo en contra de ella se favorece la dispersión territorial de los distintos reinos, señoríos y principados en favor  de otros príncipes.
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Por otro lado los liberales pretendían ignorar la existencia tradicional de distinta normativa sucesoria al Trono en la Corona de Aragón, donde jamás existió la Ley de Partidas de Alfonso X el Sabio, y por tanto no podían legitimamente imponer a Isabel "II" en el Trono de la Corona de Aragón, por mucha Ley de Partidas que intentaran evidenciar, siendo además los liberales enemigos de la tradición española.
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Cuando los Carlistas, partidarios de Don Carlos María Isidro de Borbón, Carlos V Rey Legítimo de las Españas, gritaban en favor de la defensa de los Fueros, reivindicaban al mismo tiempo la restauración particular del modo y forma de sucesión al Trono en cada uno de los Reinos, Señoríos y Principados Españoles, que habían sido ajenos tradicion almente a la Ley de Partidas de Alfonso X el Sabio, que solo circunscribía al reino de Castilla, al ser una ley de sucesión castellana, pero jamás Catalana, Valenciana, Mallorquina, ni Aragonesa, pretendiendo incluso restaurar el ordinal de los reyes.
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La Causa Carlista no es la defensa machista de la Ley Sálica que los liberales intentaron atribuirle para desprestigiarla, ni es justo simplificarla a una simple causa dinástica, como si no existieran otras cuestiones políticas, sociales y económicas de arraigo en la masa carlista. El Carlismo, los carlistas, tradicionalmente siempre vinieron defendiendo la Ley Sálica, no por machismo, sino porque estaba vigente, cuando a Don Carlos María Isidro de Borbón se le intentaba y se le consiguió injustamente arrebatar su legítimo derecho a ocupar el Trono de España. El liberalismo político constitucionalista oligárquico y la plutocrácia del reino estaban detrás de la supuesta causa progresista que defendía el derecho al trono para una mujer como fue Isabel "II", sin embargo la defensa de los diversos Fueros territoriales, el Comunal de los Municipios, el mantenimiento eclesiástico de Leproserías, Horfanatos, Hospitales y Hospicios, que garantizaban en aquel tiempo unos derechos sanitarios y sociales vinculados a los curas rurales y a la religiosidad popular, ponen de manifiesto que la causa carlista fue y es una causa social, que defiende al pueblo, al campesinado frente a los ricos hombres y la plutocracia cortesana de palacio. Genealogicamente Don Carlos María Isidro de Borbón tenía más y mejores derechos legítimos de ocupar el Trono Español al haber estado plenamente vigente la Ley Sálica de Felipe V, ley que la camarilla liberal de Isabel "II" y María Cristina de Borbón quisieron abolir.

Se les acusa historiográficamente a los carlistas de ser los instigadores y principales responsables de azuzar al país, de llevarlo a la guerra civil, de ser los culpables y responsables de las tres guerras carlistas. Mas bien diría yo, que los principales responsables de que hubiera insurgencia carlista casi permanente, fue en todo caso de las arbitrariedades e irresponsabilidades políticas llevadas a cabo por los gobiernos golpistas de conservadores y progresistas liberales. Medidas antisociales como la abolición del Comunal o la derogación foral, pusieron a gran parte del campesinado de parte del bando carlista. Esos campesinos hicieron causa común con Don Carlos de Borbón, porque a ellos la revolución liberal burguesa les usurpaba la propiedad de la tierra, la cual pasaba a los grandes propietarios y ricos burgueses, quienes se la compraron a un gobierno, el liberal, que las vendía en pública subasta. Al mismo tiempo los campesinos se comprometieron en apoyar los derechos legítimos al Trono Español, que tenía Don Carlos de Borbón, siempre que este jurase los Fueros y restaurara el Comunal de los Municipios, devolviéndoles a los campesinos sus legítimas tierras robadas y usurpadas por los liberales.

lunes, 26 de mayo de 2008

ALGUNAS CITAS DE GILBERT K. CHESTERTON



* "A algunos hombres los disfraces no los disfrazan, sino los revelan. Cada uno se disfraza de aquello que es por dentro."

* "A los comienzos de toda discusión conviene fijar lo que ha de quedar fuera de la disputa; y quien la emprenda, antes de decir lo que se propone probar, ha de decir qué es lo que no desea probar."

* "Ante un problema humano, los materialistas analizan la parte fácil, niegan la parte dificil y se van a casa a tomar el té."

* "Desde la aurora del hombre todas las naciones han tenido gobierno, y todas se han avergonzado de sus gobiernos."

* "Desear la acción es desear una limitación. En este sentido todo acto es un sacrificio. Al escoger una cosa rechazamos necesariamente algunas otras."

* "El criminal peligroso es el criminal culto."

* "El juego de ponerse límites a sí mismos es uno de los secretos placeres de la vida."

* "El periodismo consiste en buena medida en decir "Ha muerto el señor Jones" a gente que no sabía que existiera un tal señor Jones."
* Original: “Journalism largely consists of saying "Lord Jones is dead" to people who never knew Lord Jones was alive.”

* "El silencio es la réplica más aguda."

* "En todo placer y goce de la vida hay algo ficticio, como un esfuerzo o propósito personal para conseguir que aquello nos dé de veras satisfacción. Esta es la impureza del placer y, al mismo tiempo, una ley de vida."

* "Es una prueba de cortesía escuchar disquisiciones sobre cosas que se conocen bien, de quien las ignora en absoluto."

* "Hay algo que da esplendor a cuanto existe, y es la ilusión de encontrar algo a la vuelta de la esquina."

* "La aventura podrá ser loca, pero el aventurero, para llevarla a cabo, ha de ser cuerdo."

* "La Biblia nos enseña a amar al prójimo y a amar a nuestros enemigos: probablemente porque se trata de la misma gente."
* Original: “The Bible tells us to love our neighbors, and also to love our enemies; probably because they are generally the same people.”

* "La gente, por lo general, riñe porque no sabe discutir."

* “La Iglesia nos pide que al entrar en ella nos quitemos el sombrero, no la cabeza.”

* "La madurez hace al hombre más espectador que autor de vida social."

* "La mediocridad, posiblemente, consiste en estar delante de la grandeza y no darse cuenta."

* "La raza humana, a la que pertenecen tantos de mis lectores (...)"
* Original: "The human race, to wich so many of my readers belong (...)"

* "La única educación eterna es ésta: estar lo bastante seguro de una cosa, para atreverse a decírsela a un niño."

* "Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en todo."

* "Lo más increíble de los milagros es que ocurren."
* Nota: De El candor del Padre Brown

* "Los enigmas de Dios son más satisfactorios que las soluciones de los hombres."

* “Muchos críticos de hoy han pasado de la premisa de que una obra maestra puede ser impopular, a la premisa de que si no es impopular no puede ser una obra maestra.”

* "No existe en el mundo un tema que no sea interesante; lo que existen son personas que no lo son."

* "No hay cosas sin interés. Tan sólo personas incapaces de interesarse."

* "Optimista es el que os mira a los ojos, pesimista, el que os mira a los pies."

* "Se dice que los ladrones respetan la propiedad. Sólo desean que la ajena se convierta en propia para respetarla mejor."

* “Siempre se ha creído que existe algo que se llama destino, pero siempre se ha creído también que hay otra cosa que se llama albedrío. Lo que califica al hombre es el equilibrio de esa contradicción.”

* "Siendo niños éramos agradecidos con los que nos llenaban los calcetines por Navidad. ¿Por qué no agradecíamos a Dios que llenara nuestros calcentines con nuestros pies?"

* "Si no hubiera Dios no habría ateos.“
* Original: "If there were no God, there would be no Atheists.”

* "Todo argot es metáfora, y toda metáfora es poesía."

* "Una aventura es, por naturaleza, algo que nos sucede. Es algo que nos escoge a nosotros, no algo que nosotros escogemos."

* "Una buena novela nos dice la verdad sobre su protagonista; una novela mala nos dice la verdad acerca de su autor."
* Original: "A good novel tell us the truth about its hero; but a bad novel tells us the truth about its author."

* "Un gran clásico es un hombre del que se puede hacer el elogio sin haberlo leído."

* "Un ideal fijo es condición para toda clase de revoluciones."

* "Lo maravilloso de la infancia es que cualquier cosa en ella es maravillosa."

DON MANUEL FAL CONDE - 02

Aunque no venga a colación, debemos recordar que hoy ha sido detenido el máximo jefe de la organización terrorista ETA y uno cuantos asesinos que estaban con este individuo.
Nosotros a lo nuestro, a recordar a don Manuel José Fal Conde, a quien sus próximos trataban como Pepe y no como Manolo. Es tanta la documentación que estamos manejando que ceñirse solo a unos datos biográficos sería extremadamente poca cosa. Queremos dedicar a este Caballero Carlista un ramillete de documentos, artículos, libros, canciones, etc., que nos ayuden a todos a recordarlo y perpetuar su memoria.


 Esta primera tarjeta es una carta de pésame a otro insigne carlista y a su familia por la muerte de un hijo. Los espacios blancos corresponden a datos personales que deben quedar en el anonimato. En el encabezado podemos leer "MANUEL J. FAL CONDE, Albareda, 19, Sevilla 27 de diciembre de 1.954".
Dice el texto: "Muy querido amigo y correligionario: García Verde me trae la triste noticia de la coble pena con que el Señor prueba a Vds. Les considero y tengo muy presente dándome cuenta de la amargura y dolor que estarán experimentando.
Cuenten con mis pobres oraciones y sírvales de consuelo uno de los nombres de su padre y su tía q.e.p.d. a los sufragios que en tanta cantidad aplica nuestra Comunión por sus queridos muertos.
A toda la familia el pésame más sentido y de ésta y para V. un abrazo de su buen amigo y correligionario".
Rúbrica de Manuel Fal Conde al pie de la tarjeta.
Recientemente me hablaba el querido Domingo Fal, de lo importante que era para su padre cualquier persona, por muy alejada de la familia que estuviera; don Manuel siempre tenía un hueco para dedicarle parte de su tiempo. Cuidaba los detalles como esta muestra de pésame con un cariño infinito.
 
En el segundo documento vemos la pragmática, concisa y clara instrucción del mando, del hombre con responsabilidades, del delegado del Legítimo Rey de las Españas; sin descuidar nunca las formas, el afecto y la proximidad:
Encabezado: COMUNIÓN TRADICIONALISTA, Jefatura Nacional Delegada.
Sevilla 15 de septiembre de 1.951.
"Mi querido amigo y correligionario:
He tenido el gusto de proponerle para Consejero en el curso próximo 1.951-52. Dios mediante celebrará el Consejo su primera reunión en los días 12, 13 y 14 de Octubre próximo.
En las primeras horas del día 12 deberá V. preguntar en Misión el horario de los actos.
Le ruego encarecidamente su asistencia y quedo como siempre suyo buen amigo y correligionario que le abraza".
Rúbrica de don Manuel Fal Conde al pie del documento.

jueves, 22 de mayo de 2008

Dos brindis y un Epílogo; Menéndez Pelayo

de mmorillo

Se habían sucedido diversos actos académicos y conferencias con motivo del bicentenario de Calderón. El mismo Menéndez Pelayo había pronunciado ocho conferencias en torno al dramaturgo. Con el fin de agasajar a cuantos desde el extranjero y las provincias habían llegado a Madrid, los catedráticos de la Universidad Central ofrecieron un banquete en el Retiro. Era el 30 de mayo de 1881. Contaba, a la sazón, don Marcelino 24 años. La celebración corría por cauces muy lejanos de lo que Calderón representaba. Con el final del banquete llegó el momento de los brindis. Menéndez Pelayo, rogado por muchos, también brindó. Todos los periódicos lo publicaron. Resonancia, polvareda, injurias... siguieron al brindis.

El segundo discurso que transcribimos encontró su momento unos días después en el Círculo de Unión Católica.
Ambos discursos los hemos tomado del t. III de los Estudios de crítica histórica y literaria, Santander, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1941, págs. 385 y ss.
El epílogo de su Historia de los heterodoxos españoles, lleva fecha de 7 de junio de 1882. La razón es sencilla: es síntesis de su visión de España, lo que vale tanto como decir de su ser español y de su amor a la patria, con lo cual se nos allanará el camino para conocer su personalidad, así como nuestra historia. En él se condensa apretadamente el ser de España, el influjo de Roma y del cristianismo, que le dieron unidad, el alto destino de completar el planeta a que fue llamada, la fe que durante siglos la informó y la llevó a la evangelización de la mitad del orbe..., al que se opone un presente oscuro en el que España rueda hacia el abismo de la desmembración.
Leámoslos.

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Yo no pensaba hablar; pero las alusiones que me han dirigido los señores que han hablado antes, me obligan a tomar la palabra. Brindo por lo que nadie ha brindado hasta ahora: por las grandes ideas que fueron alma e inspiración de los poemas calderonianos. En primer lugar, por la fe católica, apostólica, romana, que en siete siglos de lucha nos hizo reconquistar el patrio suelo, y que en los albores del Renacimiento abrió a los castellanos las vírgenes selvas de América, y a los portugueses los fabulosos santuarios de la India. Por la fe católica, que es el substratum, la esencia y lo más grande y lo más hermoso de nuestra teología, de nuestra filosofía, de nuestra literatura y de nuestro arte.
Brindo, en segundo lugar, por la antigua y tradicional monarquía española, cristiana en la esencia y democrática en la forma, que durante todo el siglo XVI vivió de un modo cenobítico y austero; y brindo por la casa de Austria, que con ser de origen extranjero y tener intereses y tendencias contrarios a los nuestros, se convirtió en porta-estandarte de la Iglesia, en gonfaloniera de la Santa Sede durante toda aquella centuria.
Brindo por la nación española, amazona de la raza latina, de la cual fue escudo y valladar firmísimo contra la barbarie germánica y el espíritu de disgregación y de herejía que separó de nosotros a las razas septentrionales.
Brindo por el municipio español, hijo glorioso del municipio romano y expresión de la verdadera y legítima y sacrosanta libertad española, que Calderón sublimó hasta las alturas del arte en El Alcalde de Zalamea, y que Alejandro Herculano ha inmortalizado en la historia.
En suma, brindo por todas las ideas, por todos los sentimientos que Calderón ha traído al arte; sentimientos e ideas que son los nuestros, que aceptamos por propios, con los cuales nos enorgullecemos y vanagloriamos nosotros, los que sentimos y pensamos como él, los únicos que con razón, y justicia, y derecho, podemos enaltecer su memoria, la memoria del poeta español y católico por excelencia; el poeta de todas las intolerancias e intransigencias católicas; el poeta teólogo; el poeta inquisitorial, a quien nosotros aplaudimos, y festejamos, y bendecimos, y a quien de ninguna suerte pueden contar por suyo los partidos más o menos liberales, que en nombre de la unidad centralista, a la francesa, han ahogado y destruido la antigua libertad municipal y foral de la Península, asesinada primero por la casa Borbón y luego por los Gobiernos revolucionarios de este siglo.
Y digo y declaro firmemente que no me adhiero al centenario en lo que tiene de fiesta semi-pagana, informada por principios que aborrezco y que poco habían de agradar a tan cristiano poeta como Calderón, si levantase la cabeza.
Y ya que me he levantado, y que no es ocasión de traer a esta reunión fraternal nuestros rencores y divisiones de fuera, brindo por los catedráticos lusitanos que han venido a honrar con su presencia esta fiesta, y a quienes miro y debemos mirar todos como hermanos, por lo mismo que hablan una lengua española, y que pertenecen a la raza española; y no digo ibérica, porque estos vocablos de iberismo y de unidad ibérica tienen no sé qué mal sabor progresista. (Murmullos). Sí: española, lo repito, que españoles llamó siempre a los portugueses Camoens, y aun en nuestros días Almeida-Garret, en las notas de su poema Camoens, afirmó que españoles somos y que de españoles nos debemos preciar todos los que habitamos en la Península Ibérica.
Y brindo, en suma, por todos los catedráticos aquí presentes, representantes de las diversas naciones latinas que, como arroyos, han venido a mezclarse en el grande Océano de nuestra gente romana.
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Señores: No hallo términos con que expresar a la Unión Católica la gratitud que siento al ver el franco, noble y espontáneo entusiasmo con que se ha asociado a un acto mío, que, con valer poco en sí, ha tenido inusitada resonancia y me está valiendo estos días la animadversión, el encono y las más feroces detracciones de los revolucionarios de todos los colores. No quiero repetir la historia, puesto que todos la sabéis. ¿Ni qué mérito contraje en hacer lo que hice? ¿No es deber de todo católico confesar públicamente coram hominibus su fe, en viéndola atacada? ¿Quién de vosotros no hubiera hecho lo mismo, con igual o mayor energía y con una elocuencia de que yo carezco?
Imaginaos una reunión en su mayor parte hostil a todo lo que sentimos y creemos, librepensadora y racionalista en gran parte.
Tened presente el espíritu que allí reinaba de libertad del pensamiento, de emancipación de la razón, unido al insensato empeño de sumar ideas heterogéneas y contradictorias. Recordad que hubo quien osó (sin protesta de nadie) brindar por Julio Ferry, el autor de las leyes de instrucción anticatólicas, el perseguidor de las Comunidades religiosas en Francia, el sacrílego debelador de crucifijos.
¿Quién de vosotros, provocado a hablar en tal ocasión, hubiera dejado de hacerlo? ¿Quién de vosotros, ya tomada la palabra, hubiera dejado de hablar como yo hablé, ensalzando todas las grandes ideas del siglo de Calderón y volviendo por la honra del gran poeta que servía de pretexto a tales profanaciones? ¿Quién hubiese dejado de acentuar más y más las frases recias y aun ásperas de su discurso, a medida que se hacían más violentos los murmullos, las interrupciones y las muestras de desaprobación?
Espectáculo hermoso el que esta noche me ofrece la Unión Católica, adhiriéndose tan de corazón a mi brindis, a despecho de las cuestiones incidentales que pueden separarnos en materias opinables. Todos estáis conformes conmigo en la proclamación de la unidad católica, que hizo nuestra grandeza en el Siglo de Oro. Todos lo estáis en la glorificación de la España antigua, y en que sus principios santos y salvadores tornen a informar la España moderna. Por algo nos llamamos "Unión Católica".
Bastan vuestro cariño y vuestra simpatía a hacerme olvidar del todo la lluvia de dicterios, injurias y menosprecios de todo género con que estos días me ha regalado la prensa periódica que alardea de liberal y tolerante. Desde los más conservadores hasta los más radicales, pocos o ninguno han dejado de tirar su piedra contra mí.
Si no temiera pecar de soberbio os diría que esas injurias me animan y hasta me enorgullecen. Pero como católico, os diré sólo que perdono de todo corazón a sus autores y entiendo que nacen sus ataques más bien de extravío del entendimiento, cegado por falsas doctrinas, que de malicia de voluntad, y que más bien que a mi persona, oscura e insignificante, se dirigen a la santa verdad, de la cual he sido indigno intérprete en esta ocasión.
¿Y qué otra fuerza que la de la verdad pudo obligarme a hablar y a desafiar tales iras, cuando todos sabéis que yo, por mis condiciones físicas, nada aptas para la oratoria, por la índole paciente y sosegada de mis estudios e investigaciones y hasta por mi carácter, no busco desatentadamente el ruido, la notoriedad y el escándalo, y rara vez tomo la palabra en público?
En suma, os doy las gracias por la simpatía cordialísima que me habéis manifestado, y os declaro que estoy satisfecho de haber hecho lo que hice, con la satisfacción que produce el deber cumplido, y que confirmo y ratifico en todas sus partes el brindis, cuyas ideas capitales había yo expuesto antes muchas veces, sobre todo en La Ciencia Española y en la Historia de los Heterodoxos.
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Epilógo
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Epilógo
¿Qué se deduce de esta historia? A mi entender, lo siguiente:
Ni por la naturaleza del suelo que habitamos, ni por la raza, ni por el carácter, parecíamos destinados a formar una gran nación. Sin unidad de clima y producciones, sin unidad de costumbres, sin unidad de culto, sin unidad de ritos, sin unidad de familia, sin conciencia de nuestra hermandad, ni sentimiento de nación, sucumbimos ante Roma, tribu a tribu, ciudad a ciudad, hombre a hombre, lidiando cada cual heroicamente por su cuenta, pero mostrándose impasible ante la ruina de la ciudad limítrofe, o más bien regocijándose de ella. Fuera de algunos rasgos nativos de selvática y feroz independencia, el carácter español no comienza a acentuarse sino bajo la dominación romana. Roma sin anular del todo las viejas costumbres, nos lleva a la unidad legislativa; ata los extremos de nuestro suelo con una red de vías militares; siembra en las mallas de esa red colonias y municipios; reorganiza la propiedad y la familia sobre fundamentos tan robustos, que en lo esencial aún persisten; nos da la unidad de lengua; mezcla la sangre latina con la nuestra; confunde nuestros dioses con los suyos, y pone en los labios de nuestros oradores y de nuestros poetas el rotundo hablar de Marco Tulio y los hexámetros virgilianos. España debe su primer elemento de unidad en la lengua, en el arte, en el derecho, al latinismo, al romanismo.
Pero faltaba otra unidad más profunda: la unidad de la creencia. Sólo por ella adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime; sólo en ella se legitiman y arraigan sus instituciones; sólo por ella corre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tronco social. Sin un mismo Dios, sin un mismo altar, sin unos mismos sacrificios; sin juzgarse todos hijos del mismo Padre y regenerados por un sacramento común; sin ver visible sobre sus cabezas la protección de lo alto; sin sentirla cada día en sus hijos, en su casa, en el circuito de su heredad, en la plaza del municipio nativo; sin creer que este mismo favor del cielo, que vierte el tesoro de la lluvia sobre sus campos, bendice también el lazo jurídico, que él establece con sus hermanos; y consagra, con el óleo de la justicia, la potestad que él delega para el bien de la comunidad; y rodea, con el cíngulo de la fortaleza, al guerrero que lidia contra el enemigo de la fe o el invasor extraño. ¿Qué pueblo habrá grande y fuerte? ¿Qué pueblo osará arrojarse con fe y aliento de juventud al torrente de los siglos?
Esta unidad se la dio a España el cristianismo. La Iglesia nos educó a sus pechos, con sus mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de sus concilios. Por ella fuimos nación, y gran nación, en vez de muchedumbre de gentes colecticias, nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso. No elaboraron nuestra unidad el hierro de la conquista ni la sabiduría de los legisladores; la hicieron los dos apóstoles y los siete varones apostólicos; la regaron con su sangre el diácono Lorenzo, los atletas del circo de Tarragona, las vírgenes Eulalia y Engracia, las innumerables legiones de mártires cesaraugustanos; la escribieron en su draconiano código los Padres de Ilíberis; brilló en Nicea y en Sardis sobre la frente de Osio y en Roma sobre la frente de san Dámaso; la cantó Prudencio en versos de hierro celtibérico; triunfó del maniqueísmo y del gnosticismo oriental, del arrianismo de los bárbaros y del donatismo africano; civilizó a los suevos, hizo de los visigodos la primera nación del Occidente; escribió en las Etimologías la primera enciclopedia; inundó de escuelas los atrios de nuestros templos; comenzó a levantar entre los despojos de la antigua doctrina el alcázar de la ciencia escolástica, por manos de Liciniano, de Tajón y de san Isidoro; borró en elFuego Juzgo la inicua ley de razas; llamó al pueblo a asentir a las deliberaciones conciliares; dio el jugo de sus pechos, que infunden eterna y santa fortaleza, a los restauradores del Norte y a los mártires del Mediodía, a san Eulogio y Álvaro Cordobés, a Pelayo y a Omar-ben-Hafsun; mandó a Teodulfo, a Claudio y a Prudencio a civilizar la Francia carlovingia; dio maestros a Gerberto; amparó bajo el manto prelaticio del arzobispo D. Raimundo y bajo la púrpura del emperador Alfonso VII la ciencia semítico-española... ¿Quién contará todos los beneficios de vida social que a esa unidad debimos, si no hay en España piedra ni monte que no nos hable de ella con la elocuente voz de algún santuario en ruinas? Si en la Edad Media nunca dejamos de considerarnos unos, fue por el sentimiento cristiano, la sola cosa que nos juntaba, a pesar de aberraciones parciales, a pesar de nuestras luchas más que civiles, a pesar de los renegados y de los muladíes. El sentimiento de patria es moderno; no hay patria en aquellos siglos, no la hay en rigor hasta el Renacimiento; pero hay una fe, un bautismo, una grey, un Pastor, una Iglesia, una liturgia, una cruzada eterna, y una legión de santos que combaten por nosotros, desde Causegadia hasta Almería, desde el Muradal hasta la Higuera.
Dios nos conservó la victoria, y premió el esfuerzo perseverante, dándonos el destino más alto entre todos los destinos de la historia humana: el de completar el planeta, el de borrar los antiguos linderos del mundo. Un ramal de nuestra raza forzó el cabo de las Tormentas, interrumpiendo el sueño secular de Adamastor, y reveló los misterios del sagrado Ganges, trayendo por despojos los aromas de Ceilán y las perlas que adornaban la cuna del sol y el tálamo de la aurora. Y el otro ramal fue a prender en tierra intacta aún de caricias humanas, donde los ríos eran como mares y los montes veneros de plata, y en cuyo hemisferio brillaban estrellas nunca imaginadas por Tolomeo ni por Hiparco.
¡Dichosa edad aquélla, de prestigios y maravillas, edad de juventud y de robusta vida! España era o se creía el pueblo de Dios, y cada español, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al son de las trompetas, o para atajar al sol en su carrera. Nada parecía ni resultaba imposible: la fe de aquellos hombres, que parecían guarnecidos de triple lámina de bronce, era la fe que mueve de su lugar las montañas. Por eso en los arcanos de Dios les estaba guardado el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades; el hundir en el golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia, y salvar, por ministerio del joven de Austria, la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas bátavas, con la espada en la boca y el agua a la cinta, y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía.
España, evangelizadora de la mitad del orbe, España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de san Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectones, o de los reyes de taifas.
A este término vamos caminando más o menos apresuradamente, y ciego será quien no lo vea. Dos siglos de incesante y sistemática labor para producir artificialmente la revolución, aquí donde nunca podía ser orgánica, han conseguido, no renovar el modo de ser nacional, sino viciarle, desconcertarle y pervertirle. Todo lo malo, todo lo anárquico, todo lo desbocado de nuestro carácter se conserva ileso, y sale a la superficie, cada día con más pujanza. Todo elemento de fuerza intelectual se pierde en infecunda soledad, o sólo aprovecha para el mal. No nos queda ni ciencia indígena, ni política nacional, ni, a duras penas, arte y literatura propia. Cuanto hacemos es remedo y trasunto débil de lo que en otras partes vemos aclamado. Somos incrédulos por moda y por parecer hombres de mucha fortaleza intelectual. Cuando nos ponemos a racionalistas o a positivistas, lo hacemos pésimamente, sin originalidad alguna, como no sea en lo estrafalario y en lo grotesco. No hay doctrina que arraigue aquí: todas nacen y mueren entre cuatro paredes, sin más efecto que avivar estériles y enervadoras vanidades, y servir de pábulo a dos o tres discusiones pedantescas. Con la continua propaganda irreligiosa, el espíritu católico, vivo aún en la muchedumbre de los campos, ha ido desfalleciendo en las ciudades; y aunque no sean muchos los librepensadores españoles, bien puede afirmarse de ellos que son de la peor casta de impíos que se conocen en el mundo, porque, a no estar dementado como los sofistas de cátedra, el español que ha dejado de ser católico, es incapaz de creer en cosa ninguna, como no sea en la omnipotencia de un cierto sentido común y práctico, las más veces burdo, egoísta y groserísimo. De esta escuela utilitaria suelen salir los aventureros políticos y económicos, los arbitristas y regeneradores de la Hacienda, y los salteadores literarios de la baja prensa, que, en España, como en todas partes, es un cenagal fétido y pestilente. Sólo algún aumento de riqueza, algún adelanto material, nos indica a veces que estamos en Europa, y que seguimos, aunque a remolque, el movimiento general.
No sigamos en estas amargas reflexiones. Contribuir a desalentar a su madre, es ciertamente obra impía, en que yo no pondré las manos. ¿Será cierto, como algunos benévolamente afirman, que la masa de nuestro pueblo está sana, y que sólo la hez es la que sale a la superficie? ¡Ojalá sea verdad! Por mi parte, prefiero creerlo, sin escudriñarlo mucho. Los esfuerzos de nuestras guerras civiles no prueban, ciertamente, falta de virilidad en la raza; lo futuro, ¿quién lo sabe? No suelen venir dos siglos de oro sobre una misma nación; pero mientras sus elementos esenciales permanezcan los mismos, por lo menos en las últimas esferas sociales; mientras sea capaz de creer, amar y esperar; mientras su espíritu no se aridezca de tal modo que rechace el rocío de los cielos; mientras guarde alguna memoria de lo antiguo, y se contemple solidaria con las generaciones que la precedieron, aún puede esperarse su regeneración; aún puede esperarse que, juntas las almas por la caridad, torne a brillar para España la gloria del Señor, y acudan las gentes a su lumbre y los pueblos al resplandor de su Oriente.
El cielo apresure tan felices días. Y entretanto, sin escarnio, sin baldón ni menosprecio de nuestra madre, dígale toda la verdad el que se sienta con alientos para ello. Yo, a falta de grandezas que admirar en lo presente, he tomado sobre mis flacos hombros la deslucida tarea de testamentario de nuestra antigua cultura. En este libro he ido quitando las espinas; no será maravilla que de su contacto se me haya pegado alguna aspereza. He escrito en medio de la contradicción y de la lucha, no de otro modo que los obreros de Jerusalén, en tiempo de Nehemías, levantaban las paredes del templo, con la espada en una mano y el martillo en la otra, defendiéndose de los comarcanos que sin cesar los embestían. Dura ley es, pero inevitable en España, y todo el que escriba conforme al dictado de su conciencia, ha de pasar por ella, aunque en el fondo abomine, como yo, este hórrido tumulto, y vuelva los ojos con amor a aquellosserenos templos de la antigua sabiduría, cantados por Lucrecio:
               Edita doctrina sapientum templa serena!
M. MENÉNDEZ PELAYO

martes, 20 de mayo de 2008

D. Manuel Fal Conde, 20 de mayo de 1975. In memoriam.

 Se cumple este 20 de mayo el XXXIII aniversario de la muerte del que fuera Jefe Delegado del carlismo desde 1934 a 1955, el inolvidable D. Manuel Fal Conde.
En prueba de nuestro recuerdo a su persona publicamos el texto necrológico que escribió a los pocos días de su fallecimiento otro insigne carlista, D. Raimundo de Miguel.

FAL CONDE 


por Raimundo de Miguel

Hace unos días ha muerto en Sevilla Don Manuel Fal Conde. No ha habido grandes alardes periodísticos para dar la noticia, ni para destacar la influencia decisiva de su intervención personal, en el curso de la política española de estos últimos cuarenta años. Ha muerto, como ha vivido; con la sencilla dignidad cristiana del que cumple en todo momento con su deber y del que sabe que la entrega de su vida es el último servicio que el hombre tiene que rendir a Dios. Pero por su mano había dejado escrito en el Devocionario del Requeté una frase lapidaria que ha sido guía y meta de muchos miles de carlistas: “Ante Dios nunca serás héroe anónimo”.

Y la trayectoria de su vida fue un constante acto de reflexiva heroicidad, que conviene destacar también ante los hombres, para que sirva de ejemplaridad y estímulo. Fal Conde fue designado por Don Alfonso Carlos, Jefe Delegado de la Comunión Tradicionalista, para reorganizar el carlismo y combatir la revolución agazapada de la república. Con energía de titán, con el vigor que da la convicción de que ese era el deber ante Dios en aquellos momentos, no rehuyó esfuerzos, sacrificios, ni persecuciones para conseguirlo. La Comunión resurgió potente en la vida política española y miles de muchachos se encuadraron en el Requeté, no para la acción callejera, sino para un más elevado y noble propósito de llegar si fuera preciso a una cuarta guerra carlista. En esta coyuntura entronca sus trabajos con los preparativos militares para el Alzamiento y es el representante ante el Ejército de todas las fuerzas civiles que van a participar en aquél. Es historia conocida la generosidad de sus condiciones para la incorporación del Requeté: abolición de la legislación anticatólica de la república, sociedad orgánica y bandera nacional. Y por su tesonero empeño vuelve a establecerse la bandera bicolor como bandera de España.

Setenta mil boinas rojas sobre las armas – derroche de sangre heroica – y la victoria que, hubiese resultado imposible sin la aportación organizada y combativa del Requeté desde el primer día. Pero entonces, cuando todos se apuntaban al triunfo y a acogerse a sus dulzuras (unos pasando la cuenta, otros aún sin méritos para presentarla) es cuando Don Manuel pasa por la gran prueba de fortaleza del poolítico cristiano. No está conforme con muchas cosas y tiene entonces (cuando esa postura no era tan facilona como ahora) el valor de disentir. Ofrecimientos, destierros, amenazas, riesgos ciertos de su vida, ostracismo, pobreza, silencio, nada hace a Fal apartarse del camino que su conciencia le dicta. Su figura se agiganta aún más en esta adversidad, que en la lucha primera.

Y es en este momento cuando se nos ocurre una reflexión. Ahora en que estamos bajo el signo oficial de la apertura, de la disparidad de criterios y de la concurrencia de pareceres, puede comprenderse mucho mejor la visión política de Fal cuando hace casi treinta años se oponía con toda su energía a una concepción uniforme y monolítica de la convivencia política, propugnando la necesidad de basar la vida pública de la nación, no en un partido (que el principio es el mismo para uno que para muchos) sino en un desarrollo espontáneo, no dirigido, de las fuerzas sociales institucionalizadas, que así constituirían la base de una auténtica representación y participación popular en el gobierno y hubieran supuesto la integración de la comunidad nacional con éste. Con ello hubiera constituido la fórmula original y distinta del régimen que salía de la guerra y le hubiera conducido por otros derroteros muy distintos de los que nos encontramos hoy.

Don Manuel fue un ejemplo de lealtad dinástica a la rama Borbón Parma a pesar de la incomprensión e ingratitud, que también por este lado sufrió. Pero quizá convenga destacar en esta visión esquemática de su vida, algo de lo que señalé el principio: la aceptación confiada de los designios de Dios sobre su persona. A estas alturas podemos ver bien claro cómo se le exigió la parte más dura: la puesta en marcha del carlismo, la preparación del Alzamiento, la perduración de la Comunión Tradicionalista. Cumplidos estos tres objetivos, la enfermedad, al privarle de la voz, retiró de la escena pública al político. Ya había realizado su misión y Dios le habrá recompensado por la constante tensión de su esfuerzo, en el que pocas satisfacciones tuvo como no fueran las de su conciencia tranquila, las de la elegancia espiritual de su conducta, la devoción de sus hijos (compensación muy de estimar en los tiempos que corremos) y el afecto de sus amigos, a los que sólo nos detiene para seguir su camino que nos trazara, la magnitud de su desinterés y sacrificio, ante el que desfallecen los ánimos mejor templados.

Fal con su vida política, su forzado y digno retiro y su santa muerte, es una lección vivificadora de político cristiano, cuyas páginas conviene repasar a menudo, para elevar el espíritu y ponerle alas de generosidad y nobleza.


 

lunes, 19 de mayo de 2008

"LA GUERRA DE 1808: SU ESPÍRITU Y HECHOS"





CONFERENCIA EN LA SEDE DE LA COMUNIÓN TRADICIONALISTA CARLISTA (10 DE MAYO DE 2008)


Por Diego Mirallas Jiménez


Estimados amigos, queridos correligionarios, buenas tardes:

Vaya por delante que, quien os habla, es un humilde medievalista y Profesor de Historia que, para mitigar sus deudas y en ratos libres, también hace de abogado, ágrafo sobre los asuntos que va a tratar aquí y que, por tanto, os pide sincero perdón por atreverse a perorar sobre un tema que no es de su especialidad (la Historia Medieval) y que sólo a petición de la causa que profesa –el tradicionalismo carlista- y, sobre todo, por invitación de su buen amigo y no muy antiguo Profesor de Filosofía del Derecho en la Complutense, Don Evaristo Palomar, ha accedido a decir unas palabras sobre un tema de necesaria efemérides, palabras que pomposamente, como intuyendo al intruso que quiere impresionar al auditorio, alguien más sensato que él ha querido que versen sobre La Guerra de 1808: su espíritu y sus hechos. //


Pero no debéis asustaros: la tarde es agradable; los asientos, escuetos pero pasables; el tono se promete sosegado… ¿Qué mejor excusa para que algunos echéis una cabezadita, como uno mismo ha hecho en algunas de sus más de mil horas de asistencia a simposios, conferencias o mesas redondas sobre muy variopintos temas históricos?

Y, pese a todo, el tema es en verdad oportuno, como todos sabéis, o igual no, porque estamos en un país de muy poca memoria histórica. ¿El tema? ¿Qué tema? ¿De qué va éste? ¡Sí, hombre, lo de los héroes de mayo! ¡Aquello de Esperanza Aguirre! ¿O era Aguirre, Gallardón y la Maja del Montón? ¡Ah, ya! ¡Vaya, hombre, otro que nos viene con el tostón de la Nación Española, liberal y apoteósica…!


¡Pues no! ¡Resulta que no! Tranquilos otra vez. Esto va a ir de otra cosa, sí, pero no esperéis encontrar aquí un pormenorizado análisis del mayo del año ocho, ni de mí grandes erudiciones, sino una reflexión muy personal y, por ende, muy discutible sobre el engaño (uno más, pero uno muy importante) que el liberalismo ha perpetrado en nuestras tierras de España, y tan personal es… que muy bien puede y debe discutirse, de manera que desde ahora se somete a cuantas preguntas o comentarios queráis hacer después de que os dé la tarde con otro tostón de Historia, como, siempre que me ven venir, dicen mis alumnos desde hace, con este curso que termina, veinte años.


El problema central aquí es, una vez más, la reinvención de la Historia por los enemigos del género humano. Hay un antes y un después de que irrumpiera en el mundo la pezuña de los valedores del liberalismo o el marxismo: un antes y un después de la reinvención de la Historia. Torciendo la recta vía de Aristóteles y Santo Tomás, la misma que guió la concepción de las sociedades cristianas hasta la aparición de esa caterva, unos cuantos (Hobbes, Spinoza, Rousseau, Hegel o Marx entre otros) pusieron los pilares de una tristemente consolidada concepción social del Estado, excluyendo a sabiendas la verdad de que éste no puede ser otra cosa que la suma de voluntades particulares temerosas, o eternamente deudoras, de principios naturales inalterables.


Y –diréis-, ¿a qué viene ese `speech´ filosófico? ¿Le está haciendo éste ahora, otra vez, la pelota al Profesor Palomar? No, sino que, partiendo de una muy exigua minoría de iluminados o, más bien, barnizados por el liberalismo en su condición de admiradores de esa sangría que fue la pretendida revolución francesa, cuando entre 1808 y 1814 la casi totalidad del pueblo español libraba una guerra contra la dominación napoleónica y contra su demoledora batería de infamias que querían pulverizar nuestras tradiciones, desde ese mismo momento se puso en marcha un inventado concepto de nación de ciudadanos firmemente creyentes en la soberanía popular y demás zarandajas, en todo caso foráneas o absolutamente ajenas a la Constitución Histórica de España, fundada (al menos hasta esos fatídicos años) en las más recias libertades personales y territoriales, como en la lealtad de los Reinos a su Rey, a sus Cortes y a sus usos y costumbres secularmente pactados con la Corona.


Por eso mismo quiero empezar diciendo, con o sin el permiso de mis sesudos colegas de Historia Contemporánea, que la Guerra de 1808 es, entre otras cosas pero quizá por encima de todas, una traición liberal gestada desde dentro y desde fuera de España, una urdimbre de la masonería, una maraña de siniestras pero claras tramas, si uno se quita la venda que hoy nos quiere imponer el pretendido pensamiento único.

Porque creo que el verdadero tradicionalismo no nace en 1832, ni quizá en 1808, sino en la respuesta católica a la insensata masonería del siglo XVIII, conviene recordar que la España del último tercio del siglo XVIII fue (nos duele decirlo) un país cuyas autoridades entregaron cobardemente a una Francia primero masónica y después revolucionaria, y creo que así fue desde las funestas políticas de Carlos III. Con su hijo y sucesor, Carlos IV, el mismo Gobierno se entregó a un aventurero, el Oficial de la Guardia de Corps Manuel Godoy, galán de garrida apariencia cuya carrera y ascenso político se hicieron a costa de la Reina o más bien, bajo las faldas de la Reina. Si hasta entonces había sido evidente, con este personaje la entrega de nuestras Españas a Napoleón, desde que el corso dio su golpe de 1799 como Cónsul y desde 1804 como emperador de la revolución, fue absoluta. // Si antes nuestro país tuvo que soportar (de la mano de Francia) las costosas guerras de los Siete Años, o las dinásticas de Polonia o Austria, con Godoy lo tuvo que hacer en la de las Naranjas contra Portugal, en 1801, o en el fatídico y estúpido Desastre de Trafalgar de 1805.


No necesitaba el corso más evidencias o ardides para invadir un país que él reputaba servil, gobernado por una Corona servil y por un Godoy servil. // Serviles y siniestros fueron también los oscuros personajes que aconsejaron al Príncipe de Asturias (el futuro Fernando VII) su usurpación de la Corona en aquello que fue la Conspiración de El Escorial, de octubre de 1807, y más aún en lo que se llamó el Motín de Aranjuez en marzo de 1808. Serviles, sí, vergonzosamente serviles, fueron los subsiguientes episodios de Bayona, en los que, a requerimiento del astuto Bonaparte, nuestra Familia Real en pleno acudió para rendir a los pies del corso la Corona de las Españas, el honor de sus Reinos y hasta sus hijos. // Nada de tales traiciones supo el honrado pueblo español. Nada, el humilde pueblo de esta Corte de Madrid que, con el ejército francés tutelando España desde la surrealista invasión de sus puntos fuertes en el invierno de 1807 a 1808 (con la pueril excusa de invadir Portugal) quiso impedir que se llevaran a uno de sus Infantes y fue tiroteado por el maldito Murat el 2 de mayo de 1808.


Iletrado sería el pueblo, pero no tonto, pues ni lo de Portugal ni lo de la invitación a Bayona se lo tragaba. Mal está que otros traicionen a tu patria y se holle la dignidad de tus soberanos, pero lo que pocos españoles toleran es que los tomen por tontos, ni, incluso siéndolo, los de ahora.


Los de ahora, sí, porque a mí me da que tantas vergüenzas juntas tienen algo que ver con que, en ese acto de hace ocho días en la Puerta del Sol, aunque fuera uno de tantos que manipula el liberalismo del Partido Popular, no estuvieran destacados gobernantes actuales de esta desgraciada España que nos toca vivir, empezando por uno que se apellida Borbón, escondidos luego en Móstoles. ¿Y los socialistas? Peor, siempre peor: con el libro de Los afrancesados de Artola bajo el brazo y con un descaro a favor de la traición verdaderamente inaudito en gobierno español alguno, la Vicepresidenta De la Vega reivindicaba el otro día el gobierno de José Bonaparte y a quienes colaboraron con él. No precisamente risa, sino vergüenza y asco hemos de sentir ante estos sujetos que dicen representarnos.


¿Que dónde están los hechos? Intentaré hacer un resumen apretado de lo más tostón del tostón. Los franceses (ya los vimos en el invierno de los años 7 al 8) van entrando en España y ocupando plazas estratégicas. El mismo Murat (el petulante, odioso y cruel Murat) ha llegado a Madrid a finales de marzo de 1808, un día antes de que haga su entrada en la capital Fernando VII quien, pese a su éxito en el montaje de Aranjuez, no se siente seguro. Tanto Fernando como sus instigadores buscan el apoyo de Napoleón para que valide su usurpación del trono, y el astuto corso, conocedor de la debilidad de la Familia Real Española, la atrae a Bayona junto con Godoy. Allí tienen lugar las intrigas de abril entre tanto traidor, y allí se reciben las noticias del 2 de mayo en Madrid, que finalmente desencadenan las bajezas de nuestros Reyes del 5 de mayo en Bayona: Fernando VII renuncia primero a la Corona; Carlos IV abdica después a favor de Napoleón, y éste finalmente lo hace en su hermano mayor, el triste José. ¡Cuatro veces en el mismo día pasa la Corona de España por cuatro manos! En este extremo escriben hasta bien los historiadores liberales, como el Profesor Seco Serrano, que dice: “la falta de dignidad de los Reyes darán a Napoleón la idea errónea de que tiene todos los hilos del problema español entre sus manos”. Pero el hecho tiene, a la vez, otra dimensión que ha señalado el profesor Miguel Artola: “Los Monarcas han renunciado de manera injustificable, cualquiera que sea la teoría política a cuya luz se consideren estos acontecimientos, las prerrogativas de su condición real. En la crisis más trascendental de nuestra historia moderna, los Monarcas, al despojarse de sus atributos, abandonan simultáneamente la soberanía”. // Este es, amigos míos, el doble y profundo significado de las abdicaciones de Bayona. Que Dios los perdone, si puede.


Pero, ¿qué ha pasado realmente el 2 de mayo en Madrid? Un hecho quizá anecdótico para quien no sea monárquico, pero trascendental para nosotros, es ver al Infante Francisco de Paula en ropas de viaje, preparado para ser el último en ser enviado a Bayona. La cobarde Junta de Regencia quería que esta salida se hiciera de noche, pero el bravucón Murat la organizó para las 9 de la mañana. El pueblo entero se lanzó a la calle para impedir la marcha de su Infante. Y la violencia asesina, canalla (y no nos cansamos de repetir que maldita) de Murat, perpetró la cruel matanza de aquel día, primera de otras repetidas en toda España. Mesonero Romanos nos ha dejado sus impresiones, algo infantiles, de aquél día, pero fue el Conde de Toreno quien hizo la descripción más ajustada (y ya clásica) de los acontecimientos. En definitiva, el 2 de mayo fue un estallido popular por Dios, por la Patria y el Rey. Gentes de toda condición y clases lucharon en distintos puntos de Madrid, aunque fue el Parque de Artillería de Monteleón el foco más importante. Junto a los repetidos nombres de los oficiales Daoíz, Velarde y Ruiz, hay que unir los de la valiente quinceañera Manuela Malasaña, el esquilador Antonio Romero, el zapatero José Dotor…, y tantos otros de la más diversa escala social. La tremenda represión francesa inmortalizada por Goya, quien por otra parte dejó mucho que desear como patriota en los meses y años siguientes, pinta una admirable masa de hombres entregados a las bayonetas polaco-francesas o a los alfanjes mamelucos. Sin entrar en el medianamente digno oportunismo del escritor Arturo Pérez Reverte, hace dos semanas nos hemos enterado por la prensa que alguno de estos eficaces ratones de biblioteca (cuyo nombre no logro recordar y que nunca faltan en estos obituarios históricos), ha esclarecido los nombres de varios protagonistas de ese gran lienzo goyesco de Los fusilamientos, incluyendo al buen clérigo que, por simbolizar una lucha tan religiosa como política cual fue la Guerra del Año 8, debe recordarnos nuestro primer deber: la defensa de la Fe.


Aunque en abril hubiera algunas revueltas, fue en mayo cuando se extendió aceleradamente el levantamiento por toda España, desembocando en una guerra larga y cruenta que duró exactamente cinco años y once meses, de mayo de 1808 hasta el lejano abril de 1814, fecha ésta en que, al conocerse la entrada de los ejércitos coaligados en París y la abdicación de Napoleón, los mariscales Soult y Souchet pactaron separadamente con Wellington la evacuación de las últimas plazas que los franceses aún tenían en la Península. Casi toda la historiografía establece cuatro etapas de la guerra:

PRIMERA, de la rápida ocupación al episodio de Bailén, en la primavera y parte del verano de 1808, en que el plan francés de ocupar rápidamente el país chocó con el monumental tropiezo gabacho a los pies de Sierra Morena, a saber, la derrota de Dupont ante Castaños en los campos del Santo Reino. Tan dura debió ser la tenida de Bailén para los invencibles ejércitos de la Grandeur que los franceses, temerosos de que los pobres restos del ejército regular español pudieran seguir hasta Madrid, hicieron que José Bonaparte abandonara la capital. Después diremos algo sobre ese héroe de pacotilla.

SEGUNDA, la campaña personal de Napoleón de 1808 a 1809, en que los franceses han de reconquistar Madrid, y vuelven a hacerse fuertes en las dos submesetas.

TERCERA: ocupación y guerra de desgaste, de 1809 a 1811, en que el enemigo somete los Reinos de la Corona de Aragón, con el segundo sitio de Zaragoza, y conquista Andalucía y Extremadura, no sin sufrir grandes bajas por culpa de una guerrilla que se va mostrando como el mejor y eficacísimo medio de lucha en la Historia contemporánea de Europa, hasta el punto de convertirse en un fenómeno de masas capaz de admirar a historiadores franceses de la talla de Aymés. El mismo Napoleón lo comentó en sus epílogos memorandos de Santa Elena repitiendo a cada instante eso de “aquella desgraciada Guerra española me perdió”. Obviamente se refería a la guerrilla, a la que la propia historiografía francesa atribuye la muerte de no menos de 300.000 compatriotas de la Grand Armée. // Georges Roux, por ejemplo, tras declararse ferviente defensor de la causa napoleónica, recoge el mejor recuento de víctimas francesas desde diversos testimonios, arrojando una cifra que va de trescientas mil a 470.000 bajas, ¡y sólo entre franceses! No fue, pues, cosa de poco aquella guerra. No hay tiempo aquí (¡qué pena!) de hablar de los muchos jefes guerrilleros buenos, pues también los hubo malos, señalándose entre los primeros los catalanes Franch y el Barón de Eroles, Mina y Porlier en el Norte cantábrico, los castellanos Merino (éste Clérigo), o Sánchez, o el Empecinado, o el valenciano Romeu, y un largo etcétera.

LA CUARTA Y ÚLTIMA FASE es la que bien podemos denominar ofensiva hispano-inglesa de 1812 a 1814 e incluye los señalados triunfos de Arapiles, Vitoria y San Marcial. Es cierto que los preparativos de la campaña de Rusia se llevaron de España a los mejores efectivos franceses, y que sin duda ello también fue aprovechado por los no muy valientes liberales de Cádiz. // Por otra parte, mucho se ha hablado de la participación inglesa (Blake, Moore, Wellington) en nuestra guerra. // No hay que mitificarla. // Hacer daño al enemigo que quería destruirlos les servía de excelente excusa para pretender y conseguir concesiones mineras y comerciales en España y el Nuevo Mundo. ¡Cuidado con los ingleses, siempre envidiosos de nuestras grandezas, lobos de nuestra economía y tan o más culpables que los franceses en la difusión y protección de la hedionda doctrina liberal!


¿Y qué decir de José Bonaparte, el pobre José, el falso rey rodeado de falsos cortesanos, que sólo reina en un falso reino, que se asienta en una falsa y onírica constitución de Bayona, siendo el suyo, a la postre, un falso reinado que, reinando sobre falsedades, sobre nadie reinó? // Encumbrado por la historiografía liberal, que habla de un hombre de excepcionales dotes intelectuales y las mejores intenciones reformistas, sus valedores no tienen más remedio que reconocer, sin embargo, que su principal defecto consistía en “no tener una gran firmeza”. Pobre hombre… Yo, en cambio, sin dejar de reconocer su evidente conocimiento de la infamia revolucionaria, de la que era hijo como su hermano, creo que ha sido un peón que no tiene importancia alguna para la Historia, un patético y risible dato para alumnos de la ESO, al que se le ha dado una enjundia que no tiene en absoluto. Risum teneatis.


Veamos ahora qué espíritu encuentra en nuestra guerra del año 8 la sagrada (y universalmente aceptada) interpretación que de ella hace la inmensa jauría liberal y marxista. // Como gallinas hinchadas, no dejan de cloquear “guerra nacional”, y así lo repite el incansable e inefable Pierre Vidal. // “Es la nación luchando contra los franceses” –dice, impertérrito, su correligionario comunista Manuel Tuñón de Lara-. // “La revolución que, jurídicamente al menos, viene a significar la ruptura con el Antiguo Régimen, y del contexto de la guerra brotará la revolución”, alumbra la gris eminencia de José Urbano Martínez Carreras en la Complutense, períclito historiador del que yo desconocía su añadida autoridad como jurista. // Otra perla, ahora de Miguel Artola: “significó la quiebra de las viejas instituciones, y es en tales momentos cuando se acaba el Antiguo Régimen”; - y sigue:- “hubo un sentimiento de reasunción de la soberanía por el pueblo, lo que claramente implicaba una situación revolucionaria…” –para concluir, feliz y triunfante:- “…al sustituirse la legitimidad monárquica por la popular, lo que venía a significar la ruptura con el pasado”. // En fin… // Fijáos, queridos carlistas, que “hasta la guerrilla” –dice Artola- “es la primera aparición histórica de lo que hoy se denomina guerra revolucionaria”. No sabemos si con ello Artola se refiere al Che Guevara o a los terroristas vascos. // Y no hablamos de ese lince del análisis histórico que responde al nombre de Juan Pablo Fusi: a tales alturas se mueven sus juicios… que no debemos ofenderlo ni aun despertar su inteligentísima persona con estas pequeñas citas.


Pero, vamos a ver, decrépitas e hinchadas gallinas a cuyos huevos (es decir, vuestros libros y conferencias) jamás les faltan compradores y dineros: ¿Participó el pueblo español en una tergiversación tan mezquina de la Historia (¡de nuestra Historia, tan nuestra como vuestra!) como ésta en que seguís empeñados liberales, socialdemócratas y marxistas? No, si miramos los datos históricos de los pocos que pudieron fraguar la infamia liberal, concentrados en una exclusiva ciudad (Cádiz) asediada en tiempos de guerra. No, si atendemos a los gritos y proclamas del pueblo cuando se enfrentaba al invasor, que nada tenían de liberalismo y sí mucho de adhesión perpetua a su Monarquía y tradiciones. No, si acudimos a la propia historiografía más o menos profesional, aunque sea retorcida. // Cuando uno quiere contar la verdad, frecuentemente hay que acudir a enemigos cualificados y, así, Pabón, historiador tan poco sospechoso de tradicionalismo como ardiente devoto del liberalismo, dice literalmente: “La obra de Napoleón en España es una síntesis de errores, un triple error. Por un lado, error monárquico, al no entender la vinculación del pueblo español a sus Reyes; tarde ya, así lo reconocería el Emperador. Por otro lado, error nacional, al no comprender los sentimientos del pueblo español, arrebatado por una doble ira: cólera por la Patria invadida e indignación por la nación traicionada. Por último, error religioso, al no advertir la religiosidad del pueblo español y el peso moral, ante éste, del clero, de todo lo cual nacía una clara hostilidad contra el espíritu irreligioso de la Francia revolucionaria”. // Queridos amigos, en estas palabras y por mucho que vuelva a utilizar la palabra “nación”, el Profesor Pabón resume bastante bien, aun sin quererlo, que el pueblo español de hace doscientos años estaba aferrado a sus largas y santas tradiciones, y que de ningún modo luchaba por la “nación liberal”, como quiere hacernos creer Doña Esperanza Aguirre y sus adláteres, quienes con toda seguridad o no han investigado en las fuentes históricas o, lo que es peor, las han visto y quieren falsearlas, y seguirán falseándolas para sus torcidos fines, que de esto no os quepa la menor duda.


Dice luego la inmensa pléyade de historiadores liberales y marxistas que la llama de la numantina resistencia al invasor francés la pusieron las Juntas Territoriales que se formaron precipitadamente frente a él, y que eran “Juntas de clara inspiración liberal”. Pues bien, véase lo que dice la que luego refundió a todas, la “muy liberal” Junta Suprema de Sevilla el 6 de junio de 1808, poco antes de que el descalabro francés en Bailén aplazara la entrada del enemigo en Andalucía (dice): “La Francia, o más bien su Emperador Napoleón I (…) ha declarado últimamente que va a trastornar la Monarquía y sus leyes fundamentales, y amenaza la ruina de nuestra religión católica. (…) No dejaremos las armas de la mano hasta que (…) restituya a España a su Rey y Señor (…) y respete los derechos sagrados de la nación que ha violado, y su libertad, integridad e independencia”. // Pues bien, casi doscientos años después debemos preguntarnos: ¿Es que las palabras “nación” (un término ciertamente nuevo en la España de 1808 incluso para un pueblo que no se imaginaba lo que después encerraría) y “libertad” (concepto poliédrico donde los haya, del que se ha hecho desde el uso más vil a la mejor defensa) bastan para hacer de aquellos españoles unos fervientes liberales? // ¡No! // ¿Y por qué sostenían las armas, entonces? ¡Porque el levantamiento, la guerra y por todo cuanto luchaban aquellos españoles no era otra cosa que las tradiciones que amparaba la Constitución Histórica de los Reinos de España! ¡La misma que, dos siglos después, sigue iluminando a los carlistas que hoy están aquí!


En fin, mienten quienes dicen que el pueblo español se levantó en 1808 enarbolando la bandera de la revolución liberal. Mienten, quienes dicen que lo de Cádiz fue una constitución, pues se hizo sin contar con el pueblo y de espaldas al pueblo, por unos cuantos que (copiando el fiasco francés de 1791) apenas se representaban a sí mismos. // Mienten, y mienten todos, quienes insultan a unos españoles (la inmensa mayoría de los que vivieron entonces) que, sin saber gran cosa y pudiendo todavía pocos leer y escribir, sabían infinitamente más que los adoctrinados y aborregados de ahora, pues al menos sabían qué defendían y por qué lo defendían, a saber, una España asentada en el pilar cristiano y dispensadora de un conjunto de libertades personales y territoriales mucho más grande y seguro que el puerto del caos a donde nos llevan nuestros actuales e irresponsables gobernantes, herederos directos (y sólo en esto no se equivocan) de aquellos liberales de 1812.


¿Qué consecuencias nos toca destacar de la Guerra de 1808? Veamos: el hecho de que después del conflicto Fernando VII el Deseado (el Rey ansiado y devotamente querido por su pueblo –sin ninguna excepción-, al que empero traicionó como a la propia Corona que debiera honrar más que a depósito alguno de la Historia) el hecho, digo, de que después impusiese a los Reinos un atroz absolutismo (igualmente foráneo y ajeno a toda tradición española) no hizo sino alentar el crecimiento de ese liberalismo que, hasta entonces, fue cosa de muy pocos. Pintiparado viene aquí el universal axioma de que la represión de cualesquiera ideas genera mártires, y de éstos crecen aquéllas, por malas que sean. // ¡Qué razón tenía la pena traidora…! -dice la copla-, ¡y cuánta razón llevaba el manifiesto leído ante el Monumento de los Héroes del 2 de mayo, en la ofrenda que hicimos el pasado 26 de abril, hablando de las pocas veces que en Reino alguno de la historia hubo príncipe o soberano más unánimemente aclamado, más íntimamente esperado! ¡Qué terrible fiasco ante tanta oportunidad perdida, estimados amigos! ¡Y qué bien lo sabían nuestros padres carlistas de 1832!


Pese a todo, y aunque ningún analista honrado pueda decir que el liberalismo fuera mayoritario en la España del siglo XIX o aún del XX (¡ni mucho menos!), la misma exigua minoría de iluminados y barnizados por aquello siguió imponiéndola, más por fuerza que por grado, a las almas de un país muy pronto aniquiladas por la nefasta desamortización de bienes raíces y eclesiásticos, por la terrible política educativa que coadyuvó el cierre de numerosos centros de enseñanza, particularmente sañuda en épocas progresistas y republicanas, pero igualmente dañina con los conservadores, por la imposición de un modelo excluyente de Nación uniforme o, en fin, por la prohibición (cada poco tiempo más tenaz) de la auténtica libertad ideológica, fuera cual fuese el color o concreto barniz del gobierno de turno.

En este punto no podemos menos que recordar la absoluta exclusión de la vida pública de quienes, contra viento y marea, siguieron luchando por la Constitución Histórica y por el conjunto de libertades y tradiciones seculares de los pueblos de España, a quienes el Estado liberal negó siempre el pan y la sal.


De las desgracias que perpetró la última república, especialmente siniestra con los valores religiosos que tan profundamente arraigados estaban en el pueblo español (como poco desde mil ochocientos años atrás) no toca hablar hoy aquí. Tiempos y analistas mejores todavía tienen mucho que aclarar sobre este tema. // Todo esto, que no siendo poca cosa apenas insinúa la punta del iceberg de nuestras hodiernas desgracias, es cuanto puedo y debo deciros esta primaveral tarde que tampoco está para muchos tostones, pero que debe hacernos reflexionar sobre lo mucho que nos cumple hacer desde 1808. // ¡No debemos, no podemos defraudar a cuantos lucharon por nosotros en 1808, en 1832, en 1860, en 1872 o en 1936! Y porque creo que el tradicionalismo es hoy tan necesario como entonces, porque se enfrenta a enemigos poderosos y malvados, porque –como dije antes- posiblemente no arranque de las respuestas a las traiciones de 1832 o de 1808, sino contra las que yo llamo “luces de la sinrazón”…, por todo ello, si por Dios, por la Patria y el Rey lucharon nuestros padres, por Dios, por la Patria y el Rey lucharemos nosotros también. Muchas gracias por vuestra atención. 

Los Tercios y las Cruces de Montejurra 02

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 Mola, Zapadores, Radio
Del Requeté de Campaña
,
en unión del Tercio Móvil
figuran en la Cruz cuarta.
El General los preside,
Lo mismo que en la Cruzada.
El General, que con él,
levantó a toda Navarra
vestida de boina roja
como si de fiestas marchara.
Y marchaban a morir
con una alegría santa,
Porque al morir daban vida
Resucitando a la Patria.
Así murió el General
y sus hombres entusiastas.
Así lo entregaron todo:
¡Qué magnífica enseñanza!
Encomendemos sus almas
y pensando en su alegría:
- Padre, que estás en los Cielos…
y Madre, Santa María…




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 San Ignacio y Oriamendi,
Zumalacárregui
, bravo;
Tres nombres de la Cruz quinta
de Requetés guipuzcoanos:
el del Santo Fundador,
el general del Rey Carlos,
y la batalla famosa
en que huyeron como galgos
los ingleses, que creyeron
que los “carcas” eran mancos.
En esos Tercios lucharon
con valor, nuestros hermanos
de Guipúzcoa, y con bravura
todo lo sacrificaron
por Dios, la Patria y el Rey
y los Fueros bienamados.
Por ellos, mientras subimos,
rezamos en este día:
- Padre, que estás en los Cielos…
y Madre, Santa María…

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 De Begoña y de laAntigua,
de la señorial Vizcaya
Que con el Ortiz de Zárate
esta sexta Cruz esmaltan;
cuando el penoso camino
de este Montejurra avanza,
recuerdan estos tres nombres
al coronel que en Navarra
salió para morir pronto
en las tierras guipuzcoanas.
Y a las Vírgenes queridas
y en Vizcaya veneradas
que dieron nombre a los Tercios
de las boinas encarnadas,
donde hubo valor y hombría
luchando por Dios y España.
Por esos esta evocación
Como dulce letanía:
- Padre, que estás en los Cielos…
y Madre, Santa María…


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 Sobre la séptima Cruz
nombres de Vírgenes santas:
de Valvanera y de Estíbaliz
Madre de la Virgen Blanca,
alavesas las dos últimas
y la otra riojana.
Esta Estación nos recuerda
que, afligido por la carga
de la Cruz, cayó el Señor
sufriendo pasión amarga.
Pasión que a los Requetés
de la Rioja y de Álava
y navarros valvaneros
de Viana y su comarca,
animó y dio fortaleza,
poniendo corazón y alma,
para pelear por Cristo
frente a la horda anticristiana.
Razón por la cual, subiendo
y con cristiana armonía:
- Padre, que estás en los Cielos…
y Madre, Santa María…



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 Vencido está del camino
lo duro de la jornada:
se atalaya la Ribera
y primero la Solana;
ahora es el subir más suave
des esta Cruz, que es la octava
con los nombres de los Tercios
de la Pilarica amada,
San Jorge y los Almogávares
de Aragón, la tierra brava,
leal a Dios, Patria y Rey
que en nuestra santa Cruzada
lucharon y resistieron
con tesón, coraje y alma
a las hordas extremistas
que la anarquía enviaba.
Y dieron ejemplo en Quinto,
en Belchite, Huesca y Jaca,
conteniendo a los rojizos
de la horna encanallada.
El Pilar salvó a Aragón
y Aragón siempre fue España.
Por los que así sucumbieron
En patriótica porfía:
- Padre, que estás en los Cielos…
y Madre, Santa María…


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 Marco de BelloMaría
de Molina
, reina sabia,
del Alcázar toledano
y del soriano Numancia,
son los Tercios que en la Cruz
novena de la jornada,
están escritos con sangre
de la que en gran abundancia
la derramaron heroicos
los Requetés de la Causa.
En esta nona Estación,
por las culpas que pesaban,
cayó otra vez el Señor
con la frente ensangrentada.
¡Eran pecados de un mundo,
de una humanidad ingrata!
Por eso, los Requetés,
por los pecados de España
también tomaron su cruz
y con sus nobles hazañas
recataron las iglesias
por la horda profanadas,
para rendir culto a Dios
y liberar a la Patria
redimida con su sangre
del oprobio y de la infamia.
Por aquellos que lucharon
con fervor y bizarría:
- Padre, que estás en los Cielos…
y Madre, Santa María…

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 Señora de Montserrat,
Moreneta catalana,
y de los Desamparados
de la tierra valenciana,
que con la de Covadonga,
Reina de la astur montaña,
son los nombres de los Tercios
que, entre matojos y jaras,
tenemos en la Cruz décima
en esta fuerte escalada
del Montejurra, brioso,
que en su cima nos aguarda
cubierto con boina roja
de una alegre muchachada
que subió, y arriba espera
y es del Carlismo esperanza.
Requetés, con estos nombres
de saber y fe mariana,
que la sangre y vida dieron
en la heroica Cruzada,
ante su cruz, descubiertos
de nuestra boina encarnada,
rezamos. Después seguimos
la piadosa Romería:
- Padre, que estás en los Cielos…
y Madre, Santa María…


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 Cristo ReySanta Gadea,
Burgos-Sangüesa, mezclada
la navarrísima sangre
con la sangre castellana
de los hijos del gran Cid
y de Sancho el de las Navas;
sus nombres nos los recuerda
esta Cruz tan elevada.
A estos nombres dieron vida
con la cuya, y en sus hazañas,
los requetés valerosos
que susurrando plegarias,
con su fe y su corazón
ganaron tantas batallas
al precio de mucha sangre,
noblemente derramada
para gloria de su vida,
de su honor y de su Causa;
para honra de su estirpe,
en verdad, muy bien honrada,
y sacrificio precioso
por Dios, el Rey y la Patria.
Ya vamos llegando a lo alto
de la Montaña bravía:
- Padre, que estás en los Cielos…
y Madre, Santa María…

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 ¡Cuántos nombres, cuánta gloria
vemos aquí acumulada,
en la duodécima Cruz
donde el Señor expirara
por la redención del mundo,
del que le crucificaba
con odio en el corazón,
sin compasión y sin alma!
Cuantos nombres, todos gratos
como la mano enguantada;
Virgen del Rocío y Virgen
de los Reyes
, sevillana,
Y de Isabel la Católica.
Requetés de Salamanca,
San Marcial, San Rafael,
Partida de Barandalla;
Guerrilleros de Alto Tajo,
de Valladolid y de Ávila,
y Virgen de Guadalupe

y sorianos de Numancia.
Arlabán, nombre glorioso
de la otra Carlistada;
Pontevedra y Coruña
y como éstas así, ¡cuántas
otras nobles unidades
que en la reconquista patria
combatieron con coraje
e ilusión no superada!
Requetés de zona roja
con su labor ignorada,
Margaritas de Frentes
y Hospitales
, no olvidadas
porque sería injusticia
olvidar su delicada
misión de ángeles blancos
y con su amor perfumada.
En esta Cruz, ¡cuántos nombres,
cuanta historia concentrada,
cuántos sacrificios mudos
realizados por España!
Todo es un bello poema
de los que nunca se acaban,
brillante como el Carlismo,
siempre en firme avanzada
porque así lo quiere Dios
que hizo al mundo de la nada.
¡Benditos los que murieron
con una muerte tan santa!
Pensando en su buen morir
y en su ejemplar agonía
- Padre, que estás en los Cielos…
y Madre, Santa María…


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 Todavía quedan nombres
de los Tercios de la Patria
para esta Cruz, la penúltima,
como la Virgen navarra,
Santa María la Real
ante la que coronaban
a los monarcas navarros
de la Mercedjerezana
donde murióAntonio Molle
por el martirio de España:
la Virgen de la Victoria,
la Marina voluntaria.
Ya hemos llegado a la cumbre
de nuestra santa Montaña
dejando atrás tantos nombres
que reavivan las hazañas
de los largos en facellas
per cortos en contallas;
de los bravos Requetés,
caballeros de la Causa
que, como estos de esta Cruz,
fueron nervio en las batallas,
alma de la reconquista
frente al odio y a la infamia
de la traición comunista
y apátridas sin entrañas.
Por los que todo lo dieron
en tan sublime porfía:
- Padre, que estás en los Cielos…
y Madre, Santa María…

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 Penitencial Vía Crucis
que en esta alta Cruz acaba
ante un mar de rojas olas
de las boinas encarnadas;
esta cruz, como remate
de ferviente caminata,
es para los Escuadrones:
Cáceres, Sevilla y Málaga,
que los hombres de a caballo
del Requeté en la Cruzada,
prestaron grandes servicios
y estimables cabalgadas.
Como en la guerra carlista
de la batalla de Vianaque mandó el Tío Tomás
los lanceros de Navarra.
Como en la tercera guerra,
la tercera Carlistada,
con Valdespina en Eraul
que ganaron la batalla.
Muy alta la última Cruz
sobre la roca escarpada.
Todo, todo lo domina
que, para que dominara,
dieron la vida los héroes
para que Cristo reinara,
España fuera católica
¡Y solo así … fuese España!
Por todos los sacrificios
hechos gozo y alegría:
- Padre, que estás en los Cielos…
y Madre, Santa María…

CONCLUSIÓN



 Damos cima al Vía Crucis
coronando la Montaña,
el monte de Montejurra,
nuestra Montaña sagrada
cubierta de boinas rojas,
bellamente amapolada,
después de subir rezando
y desgranando plegarias
por todos los voluntarios
que murieron por la Causa.
Ahora, a contemplar felices
desde esta airosa atalaya
tantos montes, tantos valles
de Estella y de su comarca,
archivos de los recuerdos,
escenarios de jornadas
bélicas, de gran renombre,
como en Abárzuza y Lácar,
con los carlistas de actores,
con su valor realizadas,
ejemplo para los hombres
y de la Historia constancia.
Montejurra, Montejurra,
aunque tú no digas nada,
tus cruces lo dicen todo
con elocuencia sobrada.
Pero, si, que dices mucho
y, aunque parezca que callas,
tu silencio es elocuente
y pregona tu callada
la historia de un largo siglo
de lealtad a la Causa,
de pelear sin cansancio,
sin volver nunca la cara,
de hallarse al sacrificio
por no gustarnos España…
Por no gustarnos como era
por quererla y por amarla.
Por no gustarnos en manos
de los que la maltrataban,
de liberales perjuros,
de una monarquía extraña
que huyó para someternos
a república incendiaria,
a la violencia y al crimen,
al ultraje y a la infamia…


Montejurra, Montejurra.
de la Tradición sagrada
símbolo de nuestras glorias,
teatro de sus hazañas,
vivero de los recuerdos
de las tradiciones patrias.
Quien no tenga fe, que suba
a tu cumbre soberana
y se conmoverá viendo
tantas boinas encarnadas
aclamando enardecidas
a Dios, al Rey y a la Patria.