de mmorillo
Se habían sucedido diversos actos académicos y conferencias con motivo del bicentenario de Calderón. El mismo Menéndez Pelayo había pronunciado ocho conferencias en torno al dramaturgo. Con el fin de agasajar a cuantos desde el extranjero y las provincias habían llegado a Madrid, los catedráticos de la Universidad Central ofrecieron un banquete en el Retiro. Era el 30 de mayo de 1881. Contaba, a la sazón, don Marcelino 24 años. La celebración corría por cauces muy lejanos de lo que Calderón representaba. Con el final del banquete llegó el momento de los brindis. Menéndez Pelayo, rogado por muchos, también brindó. Todos los periódicos lo publicaron. Resonancia, polvareda, injurias... siguieron al brindis.
El segundo discurso que transcribimos encontró su momento unos días después en el Círculo de Unión Católica.
Ambos discursos los hemos tomado del t. III de los Estudios de crítica histórica y literaria, Santander, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1941, págs. 385 y ss.
El epílogo de su Historia de los heterodoxos españoles, lleva fecha de 7 de junio de 1882. La razón es sencilla: es síntesis de su visión de España, lo que vale tanto como decir de su ser español y de su amor a la patria, con lo cual se nos allanará el camino para conocer su personalidad, así como nuestra historia. En él se condensa apretadamente el ser de España, el influjo de Roma y del cristianismo, que le dieron unidad, el alto destino de completar el planeta a que fue llamada, la fe que durante siglos la informó y la llevó a la evangelización de la mitad del orbe..., al que se opone un presente oscuro en el que España rueda hacia el abismo de la desmembración.
Leámoslos.
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Yo no pensaba hablar; pero las alusiones que me han dirigido los señores que han hablado antes, me obligan a tomar la palabra. Brindo por lo que nadie ha brindado hasta ahora: por las grandes ideas que fueron alma e inspiración de los poemas calderonianos. En primer lugar, por la fe católica, apostólica, romana, que en siete siglos de lucha nos hizo reconquistar el patrio suelo, y que en los albores del Renacimiento abrió a los castellanos las vírgenes selvas de América, y a los portugueses los fabulosos santuarios de la India. Por la fe católica, que es el substratum, la esencia y lo más grande y lo más hermoso de nuestra teología, de nuestra filosofía, de nuestra literatura y de nuestro arte.
Brindo, en segundo lugar, por la antigua y tradicional monarquía española, cristiana en la esencia y democrática en la forma, que durante todo el siglo XVI vivió de un modo cenobítico y austero; y brindo por la casa de Austria, que con ser de origen extranjero y tener intereses y tendencias contrarios a los nuestros, se convirtió en porta-estandarte de la Iglesia, en gonfaloniera de la Santa Sede durante toda aquella centuria.
Brindo por la nación española, amazona de la raza latina, de la cual fue escudo y valladar firmísimo contra la barbarie germánica y el espíritu de disgregación y de herejía que separó de nosotros a las razas septentrionales.
Brindo por el municipio español, hijo glorioso del municipio romano y expresión de la verdadera y legítima y sacrosanta libertad española, que Calderón sublimó hasta las alturas del arte en El Alcalde de Zalamea, y que Alejandro Herculano ha inmortalizado en la historia.
En suma, brindo por todas las ideas, por todos los sentimientos que Calderón ha traído al arte; sentimientos e ideas que son los nuestros, que aceptamos por propios, con los cuales nos enorgullecemos y vanagloriamos nosotros, los que sentimos y pensamos como él, los únicos que con razón, y justicia, y derecho, podemos enaltecer su memoria, la memoria del poeta español y católico por excelencia; el poeta de todas las intolerancias e intransigencias católicas; el poeta teólogo; el poeta inquisitorial, a quien nosotros aplaudimos, y festejamos, y bendecimos, y a quien de ninguna suerte pueden contar por suyo los partidos más o menos liberales, que en nombre de la unidad centralista, a la francesa, han ahogado y destruido la antigua libertad municipal y foral de la Península, asesinada primero por la casa Borbón y luego por los Gobiernos revolucionarios de este siglo.
Y digo y declaro firmemente que no me adhiero al centenario en lo que tiene de fiesta semi-pagana, informada por principios que aborrezco y que poco habían de agradar a tan cristiano poeta como Calderón, si levantase la cabeza.
Y ya que me he levantado, y que no es ocasión de traer a esta reunión fraternal nuestros rencores y divisiones de fuera, brindo por los catedráticos lusitanos que han venido a honrar con su presencia esta fiesta, y a quienes miro y debemos mirar todos como hermanos, por lo mismo que hablan una lengua española, y que pertenecen a la raza española; y no digo ibérica, porque estos vocablos de iberismo y de unidad ibérica tienen no sé qué mal sabor progresista. (Murmullos). Sí: española, lo repito, que españoles llamó siempre a los portugueses Camoens, y aun en nuestros días Almeida-Garret, en las notas de su poema Camoens, afirmó que españoles somos y que de españoles nos debemos preciar todos los que habitamos en la Península Ibérica.
Y brindo, en suma, por todos los catedráticos aquí presentes, representantes de las diversas naciones latinas que, como arroyos, han venido a mezclarse en el grande Océano de nuestra gente romana.
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Señores: No hallo términos con que expresar a la Unión Católica la gratitud que siento al ver el franco, noble y espontáneo entusiasmo con que se ha asociado a un acto mío, que, con valer poco en sí, ha tenido inusitada resonancia y me está valiendo estos días la animadversión, el encono y las más feroces detracciones de los revolucionarios de todos los colores. No quiero repetir la historia, puesto que todos la sabéis. ¿Ni qué mérito contraje en hacer lo que hice? ¿No es deber de todo católico confesar públicamente coram hominibus su fe, en viéndola atacada? ¿Quién de vosotros no hubiera hecho lo mismo, con igual o mayor energía y con una elocuencia de que yo carezco?
Imaginaos una reunión en su mayor parte hostil a todo lo que sentimos y creemos, librepensadora y racionalista en gran parte.
Tened presente el espíritu que allí reinaba de libertad del pensamiento, de emancipación de la razón, unido al insensato empeño de sumar ideas heterogéneas y contradictorias. Recordad que hubo quien osó (sin protesta de nadie) brindar por Julio Ferry, el autor de las leyes de instrucción anticatólicas, el perseguidor de las Comunidades religiosas en Francia, el sacrílego debelador de crucifijos.
¿Quién de vosotros, provocado a hablar en tal ocasión, hubiera dejado de hacerlo? ¿Quién de vosotros, ya tomada la palabra, hubiera dejado de hablar como yo hablé, ensalzando todas las grandes ideas del siglo de Calderón y volviendo por la honra del gran poeta que servía de pretexto a tales profanaciones? ¿Quién hubiese dejado de acentuar más y más las frases recias y aun ásperas de su discurso, a medida que se hacían más violentos los murmullos, las interrupciones y las muestras de desaprobación?
Espectáculo hermoso el que esta noche me ofrece la Unión Católica, adhiriéndose tan de corazón a mi brindis, a despecho de las cuestiones incidentales que pueden separarnos en materias opinables. Todos estáis conformes conmigo en la proclamación de la unidad católica, que hizo nuestra grandeza en el Siglo de Oro. Todos lo estáis en la glorificación de la España antigua, y en que sus principios santos y salvadores tornen a informar la España moderna. Por algo nos llamamos "Unión Católica".
Bastan vuestro cariño y vuestra simpatía a hacerme olvidar del todo la lluvia de dicterios, injurias y menosprecios de todo género con que estos días me ha regalado la prensa periódica que alardea de liberal y tolerante. Desde los más conservadores hasta los más radicales, pocos o ninguno han dejado de tirar su piedra contra mí.
Si no temiera pecar de soberbio os diría que esas injurias me animan y hasta me enorgullecen. Pero como católico, os diré sólo que perdono de todo corazón a sus autores y entiendo que nacen sus ataques más bien de extravío del entendimiento, cegado por falsas doctrinas, que de malicia de voluntad, y que más bien que a mi persona, oscura e insignificante, se dirigen a la santa verdad, de la cual he sido indigno intérprete en esta ocasión.
¿Y qué otra fuerza que la de la verdad pudo obligarme a hablar y a desafiar tales iras, cuando todos sabéis que yo, por mis condiciones físicas, nada aptas para la oratoria, por la índole paciente y sosegada de mis estudios e investigaciones y hasta por mi carácter, no busco desatentadamente el ruido, la notoriedad y el escándalo, y rara vez tomo la palabra en público?
En suma, os doy las gracias por la simpatía cordialísima que me habéis manifestado, y os declaro que estoy satisfecho de haber hecho lo que hice, con la satisfacción que produce el deber cumplido, y que confirmo y ratifico en todas sus partes el brindis, cuyas ideas capitales había yo expuesto antes muchas veces, sobre todo en La Ciencia Española y en la Historia de los Heterodoxos.
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Epilógo
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Epilógo
¿Qué se deduce de esta historia? A mi entender, lo siguiente:
Ni por la naturaleza del suelo que habitamos, ni por la raza, ni por el carácter, parecíamos destinados a formar una gran nación. Sin unidad de clima y producciones, sin unidad de costumbres, sin unidad de culto, sin unidad de ritos, sin unidad de familia, sin conciencia de nuestra hermandad, ni sentimiento de nación, sucumbimos ante Roma, tribu a tribu, ciudad a ciudad, hombre a hombre, lidiando cada cual heroicamente por su cuenta, pero mostrándose impasible ante la ruina de la ciudad limítrofe, o más bien regocijándose de ella. Fuera de algunos rasgos nativos de selvática y feroz independencia, el carácter español no comienza a acentuarse sino bajo la dominación romana. Roma sin anular del todo las viejas costumbres, nos lleva a la unidad legislativa; ata los extremos de nuestro suelo con una red de vías militares; siembra en las mallas de esa red colonias y municipios; reorganiza la propiedad y la familia sobre fundamentos tan robustos, que en lo esencial aún persisten; nos da la unidad de lengua; mezcla la sangre latina con la nuestra; confunde nuestros dioses con los suyos, y pone en los labios de nuestros oradores y de nuestros poetas el rotundo hablar de Marco Tulio y los hexámetros virgilianos. España debe su primer elemento de unidad en la lengua, en el arte, en el derecho, al latinismo, al romanismo.
Pero faltaba otra unidad más profunda: la unidad de la creencia. Sólo por ella adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime; sólo en ella se legitiman y arraigan sus instituciones; sólo por ella corre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tronco social. Sin un mismo Dios, sin un mismo altar, sin unos mismos sacrificios; sin juzgarse todos hijos del mismo Padre y regenerados por un sacramento común; sin ver visible sobre sus cabezas la protección de lo alto; sin sentirla cada día en sus hijos, en su casa, en el circuito de su heredad, en la plaza del municipio nativo; sin creer que este mismo favor del cielo, que vierte el tesoro de la lluvia sobre sus campos, bendice también el lazo jurídico, que él establece con sus hermanos; y consagra, con el óleo de la justicia, la potestad que él delega para el bien de la comunidad; y rodea, con el cíngulo de la fortaleza, al guerrero que lidia contra el enemigo de la fe o el invasor extraño. ¿Qué pueblo habrá grande y fuerte? ¿Qué pueblo osará arrojarse con fe y aliento de juventud al torrente de los siglos?
Esta unidad se la dio a España el cristianismo. La Iglesia nos educó a sus pechos, con sus mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de sus concilios. Por ella fuimos nación, y gran nación, en vez de muchedumbre de gentes colecticias, nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso. No elaboraron nuestra unidad el hierro de la conquista ni la sabiduría de los legisladores; la hicieron los dos apóstoles y los siete varones apostólicos; la regaron con su sangre el diácono Lorenzo, los atletas del circo de Tarragona, las vírgenes Eulalia y Engracia, las innumerables legiones de mártires cesaraugustanos; la escribieron en su draconiano código los Padres de Ilíberis; brilló en Nicea y en Sardis sobre la frente de Osio y en Roma sobre la frente de san Dámaso; la cantó Prudencio en versos de hierro celtibérico; triunfó del maniqueísmo y del gnosticismo oriental, del arrianismo de los bárbaros y del donatismo africano; civilizó a los suevos, hizo de los visigodos la primera nación del Occidente; escribió en las Etimologías la primera enciclopedia; inundó de escuelas los atrios de nuestros templos; comenzó a levantar entre los despojos de la antigua doctrina el alcázar de la ciencia escolástica, por manos de Liciniano, de Tajón y de san Isidoro; borró en elFuego Juzgo la inicua ley de razas; llamó al pueblo a asentir a las deliberaciones conciliares; dio el jugo de sus pechos, que infunden eterna y santa fortaleza, a los restauradores del Norte y a los mártires del Mediodía, a san Eulogio y Álvaro Cordobés, a Pelayo y a Omar-ben-Hafsun; mandó a Teodulfo, a Claudio y a Prudencio a civilizar la Francia carlovingia; dio maestros a Gerberto; amparó bajo el manto prelaticio del arzobispo D. Raimundo y bajo la púrpura del emperador Alfonso VII la ciencia semítico-española... ¿Quién contará todos los beneficios de vida social que a esa unidad debimos, si no hay en España piedra ni monte que no nos hable de ella con la elocuente voz de algún santuario en ruinas? Si en la Edad Media nunca dejamos de considerarnos unos, fue por el sentimiento cristiano, la sola cosa que nos juntaba, a pesar de aberraciones parciales, a pesar de nuestras luchas más que civiles, a pesar de los renegados y de los muladíes. El sentimiento de patria es moderno; no hay patria en aquellos siglos, no la hay en rigor hasta el Renacimiento; pero hay una fe, un bautismo, una grey, un Pastor, una Iglesia, una liturgia, una cruzada eterna, y una legión de santos que combaten por nosotros, desde Causegadia hasta Almería, desde el Muradal hasta la Higuera.
Dios nos conservó la victoria, y premió el esfuerzo perseverante, dándonos el destino más alto entre todos los destinos de la historia humana: el de completar el planeta, el de borrar los antiguos linderos del mundo. Un ramal de nuestra raza forzó el cabo de las Tormentas, interrumpiendo el sueño secular de Adamastor, y reveló los misterios del sagrado Ganges, trayendo por despojos los aromas de Ceilán y las perlas que adornaban la cuna del sol y el tálamo de la aurora. Y el otro ramal fue a prender en tierra intacta aún de caricias humanas, donde los ríos eran como mares y los montes veneros de plata, y en cuyo hemisferio brillaban estrellas nunca imaginadas por Tolomeo ni por Hiparco.
¡Dichosa edad aquélla, de prestigios y maravillas, edad de juventud y de robusta vida! España era o se creía el pueblo de Dios, y cada español, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al son de las trompetas, o para atajar al sol en su carrera. Nada parecía ni resultaba imposible: la fe de aquellos hombres, que parecían guarnecidos de triple lámina de bronce, era la fe que mueve de su lugar las montañas. Por eso en los arcanos de Dios les estaba guardado el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades; el hundir en el golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia, y salvar, por ministerio del joven de Austria, la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas bátavas, con la espada en la boca y el agua a la cinta, y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía.
España, evangelizadora de la mitad del orbe, España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de san Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectones, o de los reyes de taifas.
A este término vamos caminando más o menos apresuradamente, y ciego será quien no lo vea. Dos siglos de incesante y sistemática labor para producir artificialmente la revolución, aquí donde nunca podía ser orgánica, han conseguido, no renovar el modo de ser nacional, sino viciarle, desconcertarle y pervertirle. Todo lo malo, todo lo anárquico, todo lo desbocado de nuestro carácter se conserva ileso, y sale a la superficie, cada día con más pujanza. Todo elemento de fuerza intelectual se pierde en infecunda soledad, o sólo aprovecha para el mal. No nos queda ni ciencia indígena, ni política nacional, ni, a duras penas, arte y literatura propia. Cuanto hacemos es remedo y trasunto débil de lo que en otras partes vemos aclamado. Somos incrédulos por moda y por parecer hombres de mucha fortaleza intelectual. Cuando nos ponemos a racionalistas o a positivistas, lo hacemos pésimamente, sin originalidad alguna, como no sea en lo estrafalario y en lo grotesco. No hay doctrina que arraigue aquí: todas nacen y mueren entre cuatro paredes, sin más efecto que avivar estériles y enervadoras vanidades, y servir de pábulo a dos o tres discusiones pedantescas. Con la continua propaganda irreligiosa, el espíritu católico, vivo aún en la muchedumbre de los campos, ha ido desfalleciendo en las ciudades; y aunque no sean muchos los librepensadores españoles, bien puede afirmarse de ellos que son de la peor casta de impíos que se conocen en el mundo, porque, a no estar dementado como los sofistas de cátedra, el español que ha dejado de ser católico, es incapaz de creer en cosa ninguna, como no sea en la omnipotencia de un cierto sentido común y práctico, las más veces burdo, egoísta y groserísimo. De esta escuela utilitaria suelen salir los aventureros políticos y económicos, los arbitristas y regeneradores de la Hacienda, y los salteadores literarios de la baja prensa, que, en España, como en todas partes, es un cenagal fétido y pestilente. Sólo algún aumento de riqueza, algún adelanto material, nos indica a veces que estamos en Europa, y que seguimos, aunque a remolque, el movimiento general.
No sigamos en estas amargas reflexiones. Contribuir a desalentar a su madre, es ciertamente obra impía, en que yo no pondré las manos. ¿Será cierto, como algunos benévolamente afirman, que la masa de nuestro pueblo está sana, y que sólo la hez es la que sale a la superficie? ¡Ojalá sea verdad! Por mi parte, prefiero creerlo, sin escudriñarlo mucho. Los esfuerzos de nuestras guerras civiles no prueban, ciertamente, falta de virilidad en la raza; lo futuro, ¿quién lo sabe? No suelen venir dos siglos de oro sobre una misma nación; pero mientras sus elementos esenciales permanezcan los mismos, por lo menos en las últimas esferas sociales; mientras sea capaz de creer, amar y esperar; mientras su espíritu no se aridezca de tal modo que rechace el rocío de los cielos; mientras guarde alguna memoria de lo antiguo, y se contemple solidaria con las generaciones que la precedieron, aún puede esperarse su regeneración; aún puede esperarse que, juntas las almas por la caridad, torne a brillar para España la gloria del Señor, y acudan las gentes a su lumbre y los pueblos al resplandor de su Oriente.
El cielo apresure tan felices días. Y entretanto, sin escarnio, sin baldón ni menosprecio de nuestra madre, dígale toda la verdad el que se sienta con alientos para ello. Yo, a falta de grandezas que admirar en lo presente, he tomado sobre mis flacos hombros la deslucida tarea de testamentario de nuestra antigua cultura. En este libro he ido quitando las espinas; no será maravilla que de su contacto se me haya pegado alguna aspereza. He escrito en medio de la contradicción y de la lucha, no de otro modo que los obreros de Jerusalén, en tiempo de Nehemías, levantaban las paredes del templo, con la espada en una mano y el martillo en la otra, defendiéndose de los comarcanos que sin cesar los embestían. Dura ley es, pero inevitable en España, y todo el que escriba conforme al dictado de su conciencia, ha de pasar por ella, aunque en el fondo abomine, como yo, este hórrido tumulto, y vuelva los ojos con amor a aquellosserenos templos de la antigua sabiduría, cantados por Lucrecio:
Edita doctrina sapientum templa serena!
M. MENÉNDEZ PELAYO
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