El gran Leonardo Castellani nos recordaba que la mejor respuesta que podemos oponer a la criatura insensata que se obstina en el error es ignorarla desdeñosamente: «A un hombre que se quiere engañar,/ ¿qué castigo le hemos de dar?/ Dejarlo que se engañe, amigo./ ¡No hay peor castigo!».
Pues, en efecto, cuando porfías con el insensato, tratando de sacarlo de su error, sólo consigues que te embrome y te haga chapotear en el lodazal de sus sofismas; y, lo que es todavía peor, contribuyes a hacer propaganda de su error.
Viene esta reflexión como anillo al dedo para ilustrar el episodio de la prohibición de los toros en Cataluña: la porfía con los insensatos no ha servido para evitar que los prohíban; y, en cambio, ha favorecido la propaganda de sus tesis antitaurinas, que a fuerza de ser repetidas y divulgadas por los medios de masas han logrado calar en una porción creciente de la población. Tales tesis antitaurinas, envueltas en los lustrosos ropajes del emotivismo animalista, sólo tratan de esconder la verdadera causa de la prohibición, que no es otra sino el odio a España y a los signos constitutivos del genio español; pero, aunque muy taimadamente falsas, tales tesis resultan muy atractivas, sobre todo entre las nuevas generaciones, que han sido educadas en la religión del ecologismo. Contra tales tesis antitaurinas se han esgrimido argumentos a mi juicio equivocados, que soslayan el meollo de la cuestión (el odio a España y a los signos constitutivos del genio español), para enarbolar la bandera de otra religión muy del gusto de nuestra época, que es la religión de la libertad. Pero a nadie se le escapa que a la libertad nadie le ha dado vela en el entierro de la fiesta nacional; pues hubo épocas en que en España no hubo libertad (no la hubo, al menos, en el sentido en que ahora se proclama) y las corridas de toros se celebraban tan ricamente en Cataluña.Para salvar media docena de corridas se ha porfiado con los insensatos que pretenden prohibirlas; y el resultado de tales porfías no ha sido otro sino afianzar a los insensatos en la prohibición, con el añadido de la propaganda que se les ha hecho, que a muchos españoles de las generaciones jóvenes ha vuelto antitaurinos, en un sibilino ejercicio de ingeniería social que, poco a poco, alcanza su objetivo último. Y tal objetivo último no es -como algunos ilusamente creen- prohibir la fiesta nacional en Cataluña, sino dejarla morir por inanición en el resto de España, cercenando su transmisión cultural -traditio- y dificultando el recambio generacional entre sus aficionados, que son quienes la sostienen. En los últimos años, invitado a perorar en algunos colegios, he tenido ocasión de comprobar cómo tal objetivo se va cumpliendo implacablemente, a medida que crece la propaganda de las tesis antitaurinas: preguntado por los chavales de los colegios sobre mis aficiones, cuando les mencionaba los toros, percibía en sus rostros los estragos del horror, y en sus labios una mueca de ofendido pasmo que no hubiese sido mayor si les hubiese dicho que me gustaba torturar niños para después comérmelos crudos. Esos chavales en quienes se inculca, mediante una propaganda emotiva, la aversión a los toros, son quienes en verdad deberían preocuparnos; porque lo peor no es que unos insensatos se quieran engañar, sino que sus insensateces, divulgadas con altavoces, acaben imponiéndose entre españoles a quienes se les está enseñando -de forma sibilina, pero imparable- a odiarse a sí mismos.
Juan Manuel de Prada|ABC
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