Thomas Molnar nació en Budapest en 1921 y con apenas cinco años su familia se trasladó a Transilvania, zona gris cuando no caliente entre lo magiar y lo rumano. No sintiéndose parte de ese mundo dividido y de frontera fue conquistado, ideal y definitivamente, por la cultura francesa. Detenido durante la II Guerra Mundial por los nazis, sobrevivió a tres campos de concentración y, tras la guerra, escapó del régimen comunista establecido en Hungría. Estudiante maduro primero en Bruselas y fugaz paseante parisino, en 1949 abandona Europa hacia los Estados Unidos en busca de un espacio donde desenvolver su infinita curiosidad al tiempo que su arraigada lealtad. Allí pasará, como un extranjero, sesenta años, entre viajes constantes por todo el mundo, pero en particular por Europa, y con la alegría de la vuelta a casa –aunque parcial, pues dividió el año en un semestre húngaro y otro americano– a su país natal desde la caída del telón de acero. De todos dejaría crónicas sabrosas e incorrectas, algunas en grado sumo, como su visión de África del Sur (1966).
Inadaptado a la cultura estadounidense, que le asfixiaba por su conformismo, sentimiento compartido –por razones diversas– con el hispanófilo Frederick D. Wilhelmsen y el germanófono Paul Gottfried, padeció en sus carnes lo que llamó “el calvario del escritor exiliado”. Cuando volvió a dictar cursos en la Universidad de Budapest me envió una carta alborozada en que se me presentaba reconciliado con una academia en que había vuelto a encontrar colegas agudos y estudiantes aplicados. Y lo escribía el doctor de Columbia y profesor en Nueva York. Claro es que su anecdotario dificultaba la refutación. Contaba, por ejemplo, cómo en una reunión sobre la dimensión moral del capitalismo, promovida por Richard Neuhaus y presente Christopher Lasch, se encaró con el economista del grupo, y no menos relevante que los dos citados, Georges Gilder, para preguntarle si el businessman que se gana el pan publicando literatura pornográfica era también un agente de la moralidad pública. Y obtener, tras un segundo de duda, como respuesta: Sí… O la llamada telefónica que le hizo un decano de una conocida universidad californiana para interesarse por un tal Otto de Habsburgo a quien le habían sugerido invitara como orador en el acto de fin de curso. Sí –respondió– lo conozco personalmente y, además, la familia de este señor dio los reyes a mi Hungría durante siete siglos. Aunque el tono era sarcástico, no produjo reacción alguna en el interlocutor, salvo una nueva pregunta: ¿podría decirme cuáles son las relaciones entre este señor y el comunismo? Muy poco cordiales, fue ya la lacónica respuesta. Muchas gracias. Buenas tardes.
La obra de Molnar se situó en ese género de ensayo filosófico y de interpretación histórica en el que tan fácil es tener éxitos efímeros como difícil perseverar en el acierto. Es verdad que muchos scholars habrán mirado con displicencia el tipo de escrito característico salido de su abundante e incansable pluma. Pero no lo es menos que cada una de las piezas urdidas en su telar exhiben un acervo de cultura impresionante. Y es que, en ocasiones, y más a menudo de lo que pudiera creerse, la señal del pensamiento auténtico se escapa por entre los intersticios del sistema para acogerse a la hospitalidad del estilo libre y suelto. Cuando, como era el caso del profesor Molnar, los problemas de variada índole (teológicos, filosóficos, políticos, sociológicos, psicológicos, artísticos, literarios, etcétera) se engarzan con la naturalidad con que fluían en él, este tipo de ensayo alcanza su más alto nivel al tiempo que su sentido más genuino. Su prosa, además, en inglés o francés, idiomas en los que escribía directamente sus libros y artículos, alcanzaba un atractivo singular. Quizá no tuviera la facilidad discursiva del francés límpido ni el conceptismo del buen inglés. Pero mezclaba ambas cualidades con un estilo en extremo sugerente que “dice mucho más de lo que dice”.
Mejor que una lista desencarnada de sus libros es una biografía intelectual por más que telegráfica. Se abrió camino con un libro sobre Bernanos (1960), si bien durante cierto tiempo su fama vino unida a su ensayo denuncia de la utopía como “perenne herejía” (1967), prolongación de su examen del “declive del intelectual” (1961). Cultivó la filosofía pura en textos sobre “Dios y el conocimiento de la realidad” (1973), los “arquetipos del pensamiento” (1995) y el “regreso a la filosofía” (1996). Echó su cuarto a espadas sobre la política exterior de los Estados Unidos, mostrando su “doble cara” (1962) e incluso su “dilema” (1971) y destacando el fenómeno de la “emergente cultura atlántica” (1994). Se preocupó con el cambio epocal sufrido por la Iglesia católica tras el II Concilio Vaticano con “¿ecumenismo o nueva reforma?” (1968) y, singularmente, “la Iglesia, peregrina de los siglos” (1990), alineándose contra la ideología de la secular city del “humanismo cristiano” (1978) y simpatizando con la posición del Arzobispo Lefebvre. Atrajo su interés el pensamiento político clásico y católico en “el animal político” (1973) y “los poderes gemelos: la política y lo sagrado” (1988). Fustigó a la izquierda, enemiga de toda autoridad (1977), viéndola “de frente” (1970) o “en la encrucijada” (1970) en diálogo ora empático ora crítico, respectivamente, con Augusto del Noce y Jean Marie Domenach. Sus análisis políticos le condujeron, desde avizorar un “socialismo sin rostro” (1976) como tercer modelo, hasta individuar el signo del presente en la “hegemonía liberal” (1992) de una sociedad civil autorregulada, con la consecuencia de la “puesta entre paréntesis” de Europa (1990) y el triunfo de la “americanología” (1991) subsiguiente al “desfiguramiento del modelo” estadounidense tal y como lo describió Tocqueville (1978). Es el reino del “Estado débil” (1978), coloso con pies de barro, que no cumple su función constitutiva mientras sigue invadiendo ámbitos que no le pertenecen. Por eso le gustó mi “¿Después del Leviathan?”, que citó generosamente. En su testamento espiritual –”Yo, Símaco” (1999)– juega con la figura del senador Símaco, jefe del partido pagano en la Roma del siglo IV, para simbolizar su defensa de la tradición católica azotada por la rendición ante el mundo moderno. Una paradoja muy de su gusto, que ilustró en una carta preciosa que, como todas las suyas, conservo.
Culto, ecléctico e irónico, era también valiente y directo. Resulta, por ello, difícilmente encasillable entre las distintas familias de la “derecha”. Su forma mentis era la de un reaccionario a la francesa. Pero era bien sensible a las debilidades y contradicciones, como si intuyese unos límites que no quería rechazar, de ese mundo. De ahí que pudiera abrirse en ocasiones al conservatismo de matriz liberal, como se observa en su aprecio de Ortega, o coqueteara (cierto que lo justo) con la “nueva derecha” de Alain de Benoist, de modo que su diálogo sobre el “eclipse de lo sagrado” (1986) concluyó con el rechazo de la “tentación pagana” (1987). Y si será recordado como un teórico de la “contrarrevolución” (1969), no maquilló nunca las causas de su fracaso. Decididamente no era hombre de grupo y terminó por disgustar a casi todos los equipos con los que colaboró. En Francia le pasó ejemplarmente con Itinéraires, dirigida por Jean Madiran, y donde pese a todo trabó amistad con Gustave Thibon, Marcel de Corte o Louis Salleron. Últimamente se sentía a gusto en Catholica, la excelente revista de Bernard Dumont, en cuyas páginas coincidíamos con frecuencia.
En España, de la que vio y vivió su licuefacción espiritual, su principal valedor fue probablemente Alfredo Sánchez Bella, a quien describió como un mecenas renacentista, inteligente, apasionado y cultivado, que en los años setenta se ocupó de editar en castellano algunos de sus libros y difundir su pensamiento. Yo lo conocí a finales de ese decenio en el seno del hogar intelectual de la tradición católica española que era y es la revista Verbo de Eugenio Vegas Latapie y Juan Vallet de Goytisolo. Donde no dejó de colaborar hasta que los achaques de la edad le impidieron seguir escribiendo. Tras Sánchez Bella tengo a gala haber proseguido quizá como nadie esa amistad intelectual y personal. En Madrid, Barcelona, Alicante o Córdoba; en Niza, Bolzano o Budapest. Nunca, en cambio, en los Estados Unidos. Me urgía, bromeando, a que abandonara por un año mis “tournées” hispanoamericanas y aceptara su invitación para quedarme una larga temporada con él y su esposa en los Estados Unidos: “Se dará cuenta de que no exagero en nada”. Después de la última Semana Santa, que pasé según mi costumbre en una abadía benedictina provenzal donde se conserva la verdadera liturgia de la Iglesia, y no la protestantizada que le horrorizaba tanto como a mí, le llamé por teléfono. Ildiko, su mujer, me advirtió con delicadeza de que estaba muy cansado. Y de que cuando estuviera mejor él me llamaría. Cuando ayer, día 21, mi teléfono celular reconoció su número, respondí deseoso de escuchar algún juicio acerado sobre los acontecimientos últimos de este mundo desquiciado. La voz, en cambio, era de nuevo la de Ildiko: “Thomas ha muerto esta mañana. Antes me había dicho que le llamara a usted”.
Descanse en paz.
Miguel Ayuso|FARO
No hay comentarios:
Publicar un comentario