jueves, 29 de julio de 2010
La prohibición de los toros
miércoles, 28 de julio de 2010
Manifiesto contra la sociedad al revés
En cuanto a la orientación de una muchedumbre a un bien común, podemos distinguir entre situaciones de explícita y constitutiva búsqueda; situaciones de búsqueda parcial o imperfecta, y por último situaciones de evitación sistemática o de exclusión programática. Las dos primeras situaciones son legítimamente llamadas sociedades políticas y se ordenan la una a la otra como lo imperfecto a lo perfecto. El anómalo tercer escenario lo hemos llamado disociedad o sociedad al revés: también se puede denominar “tiranía”, aunque parece que la tiranía designa más específicamente a un gobierno que a un sistema.
Es la misma naturaleza humana la que establece la preeminencia del bien común sobre el individuo, por lo que esa misma naturaleza contiene una inclinación a la justicia general. Esa inclinación encuentra su fin adecuado en las sociedades bien constituidas, en un grado que puede ir de lo perfecto a lo menos perfecto. En una disociedad, esas mismas inclinaciones políticas, carentes de la rectificación necesaria por parte del gobernante, fácilmente degeneran en sumisión servil, convirtiéndose, por paradójico que resulte, en el mayor sustento de ese tiránico simulacro de organización política.
Como colofón a estas consideraciones apresuradas, aventuro alguna reflexión de naturaleza práctica:
1) Hagas lo que hagas, obra con prudencia y ten presente el fin por el que obras, dice el viejo proverbio . Una conclusión genérica se impone: la inclinación hacia el bien común está inscrita en nuestra naturaleza y no podemos renunciar a ella sin traicionarnos a nosotros. Por lo tanto, lo que en situaciones normales nos empuja a la obediencia de la ley, en las patológicas como hoy, nos demanda la resistencia a la disposición inicua. Pero no sólo eso: debemos aspirar a la recreación de un orden político al servicio del bien común;
2) Así pues, un movimiento “social” dirigido a la mera “objeción” a la “norma tiránica”, sólo en apariencia se inserta en la dinámica del bien común. Tales movimientos, para ser legítimos, deben incluir en su definición una finalidad proporcionada: es decir, la reversión de una situación social patológica y su sustitución por un orden político justo.
3) El espejismo “democristiano” ha sido adecuadamente confutado por plumas más competentes, demostrando errores antropológicos y de contrariedad con la doctrina política de la Iglesia, por ejemplo, recientemente, por Danilo Castellano o Miguel Ayuso. Baste aquí decir que la política de pretendido parcheo desde el interior de la disociedad adolece de la misma tacha que los movimientos “sociales” a los que me refería en el punto 2: limitan sus aspiraciones a tal o cual acción, prescindiendo de la postulación natural de la finalidad política: el bien común, sostenido por el orden constitutivo justo.
4) Por esos motivos, aun cuando materialmente se pueda coincidir, con matices, en determinadas propuestas de estos movimientos “sociales” o con iniciativas democristianas, es fundamental identificar su inadecuación a las exigencias concretas y naturales humanas en el orden político y, por lo tanto, “teniendo presente el fin por el que obran”, denunciar su condición de obstáculos para el bien común.
5) Esa confinación a lo privado o a lo parcial es más sinceramente confesada por otros grupos, como los que se autodenominan “libertarios” de tipo norteamericano. La imagen del granjero, con su rancho, su rifle y su caballo, es decir, de la autarquía que entiende lo público como enemigo al menos potencial y de lo que hay que defenderse, se ha abierto paso entre muchos católicos desarraigados de la tradición política propia. El bien común propiamente hablando, como bien distinto y superior a los bienes particulares, no como mero orden público o como asistente de los ciudadanos en la consecución de sus fines privados, ha desaparecido. Por comprensibles que resulten estas reacciones, no podemos dejar de señalar su gravedad. Insistamos una vez más: el bien común no es una convención, ni una imposición positivista, sino una inclinación y una exigencia de la naturaleza humana.
6) En último término, la gran masa de los católicos “despolitizados” y desorganizados se integra pacíficamente en el sistema disocial, prestando su apoyo a una u otra fuerza gobernante. En estos, la renuncia al bien común, y por lo tanto al orden político justo, se suma a la culpable complacencia o lamentación, según los gustos, ante los avances corruptores de la disociedad democrática.
7) Aunque sea la justificación favorita de los católicos integrados en el sistema, la cuestión de la pretendida “efectividad” es también esgrimida, a modo de argumento decisivo, por los movimientos “sociales” católicos y por los democristianos. Tal es el grado de alejamiento de los principios políticos naturales y cristianos, los cuales, como no podía ser menos, se rigen por la moral natural y católica, uno de cuyos axiomas más sagrados es el de que el fin no justifica los medios, nunca. Además, nada impide que confluyan nuestras fuerzas para eventuales bienes particulares y para evitar males mayores, pero esa concitación nunca ha de hacerse, como habitualmente se exige, ensombreciendo el fin último de la acción, el bien común. Es decir, la aspiración del orden político cristiano al servicio de ese bien común.
8) En gran parte, la culpa no ya de la inoperancia católica, sino del abisal grado de esa inoperancia, es debido a esa “fascinatio nugacitatis”, fascinación de las cosas sin valor, que domina a los “católicos profesionales”. Como dice el libro de la Sabiduría, esa fascinación, “oscurece las cosas buenas”. Invirtamos los términos: la única “unidad de acción” posible, no será la ligada a “operaciones concretas”, es decir, a bienes particulares o a parches, sino la que se deduce de la unidad de finalidad: para lo cual debemos ser suficientemente unánimes sobre el orden político necesario para el bien común. Si, como parecen afirmar –nunca con claridad- este desorden actual de cosas les vale y lo único que necesitamos es enderezarlo con acciones puntuales, queda claro que, aunque reducidos a un puñado ínfimo, los que sostenemos la esperanza política fiados sólo en la naturaleza de las cosas y en la fe y en la doctrina imperecederas de la Iglesia, no podemos ceder sin comprometer esos bienes que están por encima de nosotros.
9) Uno de los pilares de esa esperanza política (también “contra toda esperanza”) es el de la legitimidad. No se trata solamente de mantener unos principios universales inviolables. Además, el bien común, como todo bien, procede de una “causa íntegra”. En el caso de la comunidad política de las Españas, ahora reducida a su condición de bien común acumulado y latente, la constitución histórica de nuestra patria ha sido monárquica y la corona era la depositaria de la legitimidad política. Bajo esa legitimidad, despojados de defectos ideologizantes, cabrán agrupados y ordenados los esfuerzos de los que, de verdad y sin altisonantes retóricas desean contribuir al bien común.
10) Todos los intentos de aventuras políticas “católicas” en la historia reciente de España deberían servir para confirmar empíricamente lo que se deduce de los viejos principios. Los católicos que deseamos vivir -también en el orden político- conforme a la doctrina de la Iglesia somos un grupo minúsculo. En parte el mal viene de muy lejos, como ya he señalado en otros lugares, del abandono de la doctrina social. La crisis atroz que vive la Iglesia ha agudizado el problema, acabando de desfigurar ante sus propios hijos las exigencias naturales y cristianas de la vida en común. No hay que darle muchas vueltas: sociológicamente somos un fleco ridículo en esta disociedad. Somos un “ruido estadístico” y pensar sobre nuestra acción política en términos que antepongan una efectividad puntual es una majadería. Sin embargo, en todo “tenemos presente el fin”. Nuestra acción no servirá de mucho si no está penetrada de esa presencia del fin: desde la laboriosa adquisición de las virtudes necesarias para la justicia general (fortaleza, magnanimidad, templanza, liberalidad, ¡prudencia!), hasta el estudio y la explicación de la doctrina política a todo el que quiera conocerla, pasando por la creación de familias educadas en el servicio a ese bien común político o creando obras educativas, económicas o artísticas. En todo ello, la causa final es la instauración de un régimen –utilicemos nuestro lenguaje más propio– de reinado social práctico de Nuestro Señor Jesucristo. Ése, y no otro, es el bien común (por limitado que sea) que nos es asequible en estas desdichadas circunstancias. Èse, y no otro, es el principal campo de batalla con nuestros equivocados hermanos los católicos extrañados de su herencia doctrinal, pero también de la naturaleza política.
11) Si algún día –quiéralo Dios– hemos de poder levantar la mano para poner fin a este desorden perverso y para contribuir a la reconstrucción de una sociedad justa y católica, será por Providencia de Dios y como un signo en medio de la Historia, como siempre lo fue antaño. El cristiano, teniendo en cuenta las distinciones anteriores, es hombre de oración y en la oración hemos de pedir conformarnos a los sabios designios de Dios. Y para no incurrir en la maldición del apóstol Santiago el menor, ésa de que pedimos y no recibimos porque pedimos para satisfacer nuestra concupiscencia, habremos de preparar ese momento con el cultivo de nuestros deberes de estado, con la adquisición de las virtudes conducentes a la justicia general y haciendo un resuelto apostolado político, transparente y sin concesiones. No hace tanto tiempo –y era ya entonces inverosímil- que las laderas de Montejurra se llenaban de fieles carlistas, como siempre esperando contra toda esperanza. Como reclamaba “la pucelle”, libremos, pues, el buen combate y Dios, si le place, dará la victoria. Nosotros seremos, llegado el caso, colaboradores asombrados, en primera línea de frente.
12) Con todas las limitaciones actuales, el germen –continuidad histórica de la legitimidad- de esa fe política hispánica, es el carlismo . Cuando todas las fantasías se han intentado y han defraudado, sigue siendo la hora de la tradición española, martirial e improbable. Llena de sorpresas.
El Brigante
[4ª y última parte de Algunas consideraciones para la acción política en disociedad. Aquí , la 1ª; aquí , la 2ª; yaquí , la 3ª].
martes, 27 de julio de 2010
Thomas Molnar (1921-2010), un reaccionario ecléctico y universal
sábado, 24 de julio de 2010
Teología y política
Sobre tradicionalismo, conservadurismo y liberalismo
Ya hemos tratado sobre estos temas en alguna ocasión en los blogs amigos del barrio. A raiz de los comentarios surgidos de mi post del otro día, me propongo ahora dar otra pincelada con la intención de proponer ideas que permitan aclarar el asunto.
- Lutero rompe la unidad religiosa
- Maquiavelo paganiza la ética
- Bodino inventa el poder desenfrenado de la souveraineté
- Grocio seculariza al intelectualismo tomista en el derecho
- Hobbes seculariza en el derecho el voluntarismo scotista
- por último quiebra la jerarquía institucional con los tratados de Westfalia
“Por lo cual Europa posee una carga de doctrinas propias, opuestas a las de la Cristiandad. La Cristiandad fue organicismo social, visión cristiana y limitada del poder, unidad de fe católica, poderes templados, cruzadas misioneras, concepción del hombre como ser concreto, parlamentos o cortes representativas de la realidad social entendida como corpus mysticum, sistemas legales o "forales" de libertades concretas. Europa es entendimiento mecanicista del poder, neutralización secularizada del mando, coexistencia formal de credos religiosos, paganización de la moral, absolutismos, democracias, liberalismos, guerras nacionales o de familia, concepción abstracta del hombre, Sociedad de naciones, ONU, parlamentarismos, constitucionalismo liberal, protestantismo, repúblicas, soberanías ilimitadas de príncipes o de pueblos, antropocentrismo para regla de la vida y los saberes"
- defensivo: los contrarrevolucionarios se agrupan para combatir frente a una agresión externa, por cuanto lo que se intenta imponer con la revolución es completamente ajeno a su propio ser social e histórico.
- religioso: por encima de todo, se trata de defender la fe católica frente a la embestida anticristiana revolucionaria.
- militar: la guerra es el camino al que se ven abocados, en combate desigual a vida o muerte para toda una cosmovisión.
- popular: la adscripción a la contrarrevolución se produce, de forma natural y espontánea (al contrario que en el bando revolucionario), nutriéndose muy fundamentalmente de hombres y mujeres de extracción social humilde y en gran medida campesina.
viernes, 23 de julio de 2010
Memoria del Requeté
jueves, 15 de julio de 2010
Chesterton tenía toda la razón incluso cuando se equivocaba
Es cierto que un exceso de chestertonismo tiene sus riesgos, que ha señalado Miguel Ayuso (chestertoniano también, ¿quién no?). Chesterton libró un combate prioritariamente cultural en un lugar y en un tiempo dados, en los que lo católico se bandeaba en la marginalidad. De ella lo sacaron, precisamente, obras como Los límites de la cordura y el talento de un puñado de hombres excepcionales. Pero el atractivo irresistible con el que supieron revestir su lucha puede menguar otra lucha, también necesaria, que es específicamente política allí donde, como en España, el catolicismo no vive en la marginalidad sino -incluso hoy, o al menos hasta hace muy poco- en la preponderancia.
La propiedad de verdad y la ficticia
Esta digresión sirve para poner en valor el distributismo, que entra de lleno en la organización social, como aportación chestertoniana a la política. Gran aportación, aunque partiese de un recelo excesivo hacia el supuesto papel empobrecedor del gran capital, de la gran empresa y del gran comercio, que, al contrario, globalmente considerados han enriquecido al conjunto de la población; y aunque algunas de sus apuestas se demostrasen imposibles, como el regreso a la artesanía y al cultivo de la tierra como formas de vida.
Porque, incluso cuando se equivocaba en las aplicaciones prácticas, Chesterton tenía razón en señalar el empobrecimiento conceptual de la idea de propiedad causado por la filosofía economicista que denunciaba. “Allí donde el sentimiento de propiedad no existe en absoluto, como entre los millonarios…”: así arranca una de las frases lapidarias, tan suyas, que pueblan Los límites de la cordura. Pues la esencia crítica del distributismo no va contra los trusts en cuanto expresiones de la propiedad privada, sino en cuanto aliados del Estado para anularla; no en cuanto expresión del libre intercambio de bienes y servicios, sino en cuanto su ruina por el monopolio consentido y ventajista.
En efecto, el programa distributista, discutible en lo económico (aunque uno sólo se atreve a decir estas cosas porque Chesterton no está vivo para destrozarle a uno con un libro ad hoc), podría suscribirse hoy ante la apoteosis del Gran Hermano, por su defensa del “hombre corriente”, ése en el cual “la antigua religión mostraba su confianza” dejando en sus manos elegir qué comer, cómo gobernar su salud, o cómo educar a sus hijos.
Los “nuevos revolucionarios” que censura Chesterton “no confían en que el hombre corriente pueda gobernar su casa”. En su boca pone esta apreciación: “Miren a todos esos hombres estúpidos que habitan en casas vulgares y barrios ordinarios. Piensen en lo mal que educan a sus hijos, piensen en lo mal que tratan al perro y en cómo hieren los sentimientos del loro”.
Y vemos entonces que Chesterton no hablaba para la Inglaterra de su tiempo, nos hablaba a nosotros hoy, a nosotros que no podemos fumar sino a escondidas, a nosotros que no podemos pisar una cucaracha sin pensar si será una especie protegida, a nosotros que no podemos escapar de la Educación para la Ciudadanía… a nosotros que hemos traspasado, o nos han hecho traspasar, los límites de la cordura.
Carmelo López-Arias Montenegro|www.elsemanaldigital.com