La principal lucha -digo la principal- del Estado moderno, o posmoderno, o como diablos queramos denominarlo, no debería ser el paro, ni siquiera la crisis económica, ni esa desesperante lucha contra la obsesión nacionalista y su procacidad ideológica. Tampoco la fatuidad de una política internacional que nos embelesa con su fría liturgia de intereses categóricos. Ni siquiera, fíjense bien en lo que les digo, la principal lucha del Estado -digo e insisto: no la principal- debería ser el terrorismo, que en gran medida es resultado de una injusticia económica global objetiva, así como de unos nacionalismos racistas que hacen de la lengua, sangre o religión (véase ETA o el Islam) motivo de un odio furioso y contumaz, además de una excusa ciertamente manipulable de cara a otros réditos menos gaseosos, ya me entienden. La impericia, soberbia e incapacidad de nuestros políticos hace el resto.
Pero a lo que iba. Todos estos problemas -y algunos más- con ser gravísimos no deberían ser la preocupación fundamental de los gobiernos. Son la manifestación de algo mucho más peligroso: la no educación (o la educación mediocre, que viene a ser lo mismo), la manipulación ética y académica, la despersonalización, la deshumanización. Todo eso, que ya profetizó la literatura moderna en hombres como T.S. Eliot, George Orwell, Ray Bradbury, C.S. Lewis o Aldous Huxley, por poner algunos ejemplos, me lleva a pensar que la primera lucha del Estado hoy, si queremos seguir manteniendo erguida esta civilización que nos ampara, debiera estar precisamente en contener por todos los medios la degradación de la persona, en devolverle su original dignidad. Porque la situación actual no puede seguir así por mucho tiempo. No se trata de visiones apocalípticas o alucinaciones vehementes. Es la realidad de la calle. Desde el empujón al grito destemplado, de los gestos ariscos a la más que absoluta despreocupación por los demás. Y la droga en sus variantes más nocivas e inverosímiles, el cultivo de la mentira como una de las bellas artes, el desmedido morbo mediático por lo más degradante de la persona (lo mejor y lo bueno no interesa, no vende), o la justificación de cualquier aberración antinatural en pro de unos cuantos votos indecentes.
Y por supuesto fruto de todo ese desmembramiento del alma y de la conciencia es también el escarnio de la violencia doméstica. Una violencia salvaje y energúmena, que para nada es repentina o casual. Esta violencia es fruto del egoísmo más radical, y de una evidente falta de valores. De una conciencia deformada que desconoce totalmente lo que está bien y lo que está mal. Hoy día, ¿qué vale la vida humana? Se realizan por ejemplo esfuerzos ímprobos por salvar a los ballenatos y delfines varados en las playas y, sin embargo, decidimos que la eutanasia es el remedio más "humano" para las personas encalladas en la soledad del dolor. ¿No hay aquí una incoherencia manifiesta, una disfunción letal de lo que significa el ser humano y su destino de felicidad? Y recordemos que el individuo nace en un entorno familiar, necesario para un desarrollo más o menos cabal de su personalidad. Pero ¿qué ocurre cuando durante décadas el concepto de familia se relativiza hasta la carcajada? ¿Qué ocurre cuando se prostituye hasta el vómito lo sexual? ¿Qué pasa cuando la dimensión espiritual del individuo es sólo un frívolo garabato esotérico?
De la antropología cristiana hemos pasado a la fláccida insensatez de lo light, del capricho autista o del me apetece, donde "lo mío" es ley y el "yo" un nada desdeñable tirano. No seamos ingenuos de pensar que esta esquizofrenia social que es la violencia doméstica se arregla mediante la receta de unas cuantas leyes. Nada más lejos. Si lo que se pretende es ir a la raíz del problema, la batalla debe desarrollarse primero en el terreno de la educación (desde lo más básico, ¡qué responsabilidad tan grande tienen en ello los padres!) y de la protección a la familia. Sí, de esas familias que hacen del sacrificio su alegría cotidiana e irrenunciable. De esas familias –¡pásmense!– que son capaces de tener hijos, o que incluso los adoptan, en nombre de esa entelequia que en un tiempo no muy remoto dábamos en llamar amor. ¿Ustedes conocen a seres más progresistas, más solidarios? Yo no. La degradación de la persona conlleva la degradación de la familia (la primera y fundamental escuela). Y viceversa. Ésta es una brecha abierta al desorden, a la discordia, a la insociabilidad, al odio y, por supuesto, a la violencia. ¿Acaso podría pensarse que la relajación ética generalizada, cuando no planificada, podría salirnos gratis?
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