“Era mancebo de gran brío y apostura, con los ojos graves y el rostro pálido. La barba muy crecida, negra y sedeña, casi le tocaba el pecho y le daba una expresión de joven Carlo Magno. La figura varonil y gentil y aquella su gran fe de cristiano y la guerra que hacía, evocaban un encanto de vieja crónica. Era como los reyes antiguos, capitán de mesnadas. Corría las tierras propias en son de justicia y las del enemigo en algara.
Hacía estancias en las villas, huésped en las rectorales y en las casas de sus caballeros. Tenía bien tenida la espada entre sus capitanes y el breviario entre los monjes. Sabía el latín para rezar en el coro y la lengua montañesa de los versolaris que todavía recuerdan la historia de los doce pares. Era casi gigante, de grandes fuerzas y mucha soltura en los juegos de armas y gineta. Mandaba con dulce imperio y usaba de gran clemencia con los vencidos, que es manera de realeza. No era extremado en palabras de amor ni de cólera, pero cuando cerraba las puertras del corazón, ya nunca las abría”.
Ramón María del Valle-Inclán
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