La primera línea de defensa de una sociedad civilizada no está en la ley, ni en las fuerzas de seguridad, ni en los tribunales, sino en sus costumbres, tradiciones y valores morales.
Las normas de conducta, transmitidas sobre todo mediante la experiencia, la tradición oral y las prácticas religiosas, conforman un cuerpo de sabiduría sometido al paso del tiempo y al método de prueba y error. Incluye mandatos importantes, como el no matarás, el no robarás, el no mentirás o el no engañarás, pero también todas esas cortesías propias de damas y caballeros. Uno de los grandes fracasos de la Greatest Generation reside, precisamente, en que no supo transmitir valores y tradiciones a las generaciones que le sucedieron.
Comportamientos hoy considerados normales, hasta no hace mucho serían tenidos por despreciables. En la televisión pasan anuncios que prometen a la gente que tiene deudas a pagar sólo la mitad de lo que deben. Los niños usan un lenguaje de pésimo gusto; y no sólo ellos: también, a veces, sus profesores y otros adultos. (Cuando yo era crío, era impensable hablar de esa manera a una persona mayor: te habría costado un soberano bofetón. Ah, por aquel entonces los padres y los maestros no contaban con expertos en educación que les dijeran que el descanso es una herramienta disciplinaria). A las chicas solteras que se quedan embarazadas se les organizan fiestas para celebrarlo (antes, semejante aceptación de la ilegitimidad sería inconcebible).
Igualmente, sería inconcebible ver en un autobús a mujeres o a ancianos de pie porque los asientos están copados por tipos hechos y derechos. Y es que se consideraba una norma de decencia elemental que el hombre cediera su asiento a una mujer o a una persona mayor. Hoy, en algunas ciudades hay ordenanzas que obligan a los transportes públicos a reservar asientos a los mayores, a los inválidos y a las embarazadas.
Años atrás, la chica que dejara que su acompañante le tocara el culo en público sería considerada una mujerzuela, y no era imaginable que los niños tutearan a los adultos.
Quizá esté usted a punto de decirme: “Williams, ¡está usted hecho un mojigato!”. Bueno, pues yo le pregunto si el elevadísimo índice de hijos fuera del matrimonio representa una contribución positiva a la sociedad. Si usted cree que no, ¿cómo propone abordar este problema? Antes se recurría a sanciones sociales como la deshonra y el ostracismo. ¿Y qué me dice del lenguaje soez? ¿Acaso contribuye a que en las aulas reinen la disciplina y el respeto? Si es que no, ¿cómo podríamos atajarlo? Antes, el mero hecho de dirigirse con descaro al profesor conducía al alumno al despacho del vicedirector, donde le esperaba una buena tunda.
Años atrás, el peor educado de los hombres no diría lo que se suele decir hoy a una mujer. La caballerosidad protegía a las mujeres de las groserías. Hoy, las groserías es un asunto que dejamos en manos de las leyes de acoso sexual.
Allá por los años 40, mi familia vivía en el barrio de viviendas públicas Richard Allen, en el norte de Filadelfia. Mucha gente no cerraba la puerta con llave hasta bien entrada la noche, si es que lo hacía. A nadie se le pasaba por la cabeza poner barrotes en las ventanas. En las calurosas y húmedas noches de verano, muchos vecinos dormían en el balcón. Desde los años 60 y 70, hacer cosas como éstas es una suerte de suicidio. Tenga presente que en los 40 y 50 la discriminación racial era harto notable, y que los negros eran mucho más pobres que ahora, y que tenían muchas menos oportunidades a su alcance. El hecho de que los barrios negros fueran mucho más civilizados entonces que ahora debería hacer reflexionar a quienes dan en esgrimir, para explicar el actual estado de cosas, justificaciones relacionadas con la discriminación y la pobreza.
Las leyes y las fuerzas de seguridad no pueden sustituir a las tradiciones, las costumbres y los valores morales como reguladores del comportamiento humano. En el mejor de los casos, la policía y los jueces son la desesperada última línea de defensa de una sociedad civilizada. Nuestra creciente dependencia de las leyes para regular el comportamiento humano no hace sino revelar lo incivilizados que nos hemos vuelto.
Walter Williams|Libertad Digital
Las normas de conducta, transmitidas sobre todo mediante la experiencia, la tradición oral y las prácticas religiosas, conforman un cuerpo de sabiduría sometido al paso del tiempo y al método de prueba y error. Incluye mandatos importantes, como el no matarás, el no robarás, el no mentirás o el no engañarás, pero también todas esas cortesías propias de damas y caballeros. Uno de los grandes fracasos de la Greatest Generation reside, precisamente, en que no supo transmitir valores y tradiciones a las generaciones que le sucedieron.
Comportamientos hoy considerados normales, hasta no hace mucho serían tenidos por despreciables. En la televisión pasan anuncios que prometen a la gente que tiene deudas a pagar sólo la mitad de lo que deben. Los niños usan un lenguaje de pésimo gusto; y no sólo ellos: también, a veces, sus profesores y otros adultos. (Cuando yo era crío, era impensable hablar de esa manera a una persona mayor: te habría costado un soberano bofetón. Ah, por aquel entonces los padres y los maestros no contaban con expertos en educación que les dijeran que el descanso es una herramienta disciplinaria). A las chicas solteras que se quedan embarazadas se les organizan fiestas para celebrarlo (antes, semejante aceptación de la ilegitimidad sería inconcebible).
Igualmente, sería inconcebible ver en un autobús a mujeres o a ancianos de pie porque los asientos están copados por tipos hechos y derechos. Y es que se consideraba una norma de decencia elemental que el hombre cediera su asiento a una mujer o a una persona mayor. Hoy, en algunas ciudades hay ordenanzas que obligan a los transportes públicos a reservar asientos a los mayores, a los inválidos y a las embarazadas.
Años atrás, la chica que dejara que su acompañante le tocara el culo en público sería considerada una mujerzuela, y no era imaginable que los niños tutearan a los adultos.
Quizá esté usted a punto de decirme: “Williams, ¡está usted hecho un mojigato!”. Bueno, pues yo le pregunto si el elevadísimo índice de hijos fuera del matrimonio representa una contribución positiva a la sociedad. Si usted cree que no, ¿cómo propone abordar este problema? Antes se recurría a sanciones sociales como la deshonra y el ostracismo. ¿Y qué me dice del lenguaje soez? ¿Acaso contribuye a que en las aulas reinen la disciplina y el respeto? Si es que no, ¿cómo podríamos atajarlo? Antes, el mero hecho de dirigirse con descaro al profesor conducía al alumno al despacho del vicedirector, donde le esperaba una buena tunda.
Años atrás, el peor educado de los hombres no diría lo que se suele decir hoy a una mujer. La caballerosidad protegía a las mujeres de las groserías. Hoy, las groserías es un asunto que dejamos en manos de las leyes de acoso sexual.
Allá por los años 40, mi familia vivía en el barrio de viviendas públicas Richard Allen, en el norte de Filadelfia. Mucha gente no cerraba la puerta con llave hasta bien entrada la noche, si es que lo hacía. A nadie se le pasaba por la cabeza poner barrotes en las ventanas. En las calurosas y húmedas noches de verano, muchos vecinos dormían en el balcón. Desde los años 60 y 70, hacer cosas como éstas es una suerte de suicidio. Tenga presente que en los 40 y 50 la discriminación racial era harto notable, y que los negros eran mucho más pobres que ahora, y que tenían muchas menos oportunidades a su alcance. El hecho de que los barrios negros fueran mucho más civilizados entonces que ahora debería hacer reflexionar a quienes dan en esgrimir, para explicar el actual estado de cosas, justificaciones relacionadas con la discriminación y la pobreza.
Las leyes y las fuerzas de seguridad no pueden sustituir a las tradiciones, las costumbres y los valores morales como reguladores del comportamiento humano. En el mejor de los casos, la policía y los jueces son la desesperada última línea de defensa de una sociedad civilizada. Nuestra creciente dependencia de las leyes para regular el comportamiento humano no hace sino revelar lo incivilizados que nos hemos vuelto.
Walter Williams|Libertad Digital
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