DISCURSO DEL SANTO PADRE PÍO XII
A LA TRIPULACIÓN
DEL BUQUE-ESCUELA DE LA ARMADA ESPAÑOLA
DEL BUQUE-ESCUELA DE LA ARMADA ESPAÑOLA
Jueves 17 de noviembre de 1955
He aquí, hijos amadísimos, —Jefes y Oficiales, alumnos, suboficiales y marinería, que formáis la tripulación del buque-escuela «Neptuno»— he aquí una visita que, por la amabilidad que supone el haberla colocado entre los objetivos primordiales de vuestro crucero, Nos queremos agradecer de modo especial, mientras os damos, de todo corazón, la más paternal bienvenida.
Bienvenida sea, pues, a la Casa del Padre común, la gente de mar, los fieles servidores de un ideal, que hace de vuestras existencias casi un holocausto en el riesgo nunca interrumpido, en la dureza del servicio y en todo un modo de ser que parece mirar solamente a la defensa y protección de una Patria, olvidando toda comodidad en el severo engranaje de vuestra férrea disciplina.
Pero, precisamente en este, llamémoslo así, ascetismo de vuestra vida, está la fuente segura de esas virtudes que os deben distinguir. «Si quieres aprender a rezar —dice el refrán castellano— métete en el mar». Pero la verdad es mucho más amplia: métete en el mar y verás cómo el mar te lleva a Dios, no solamente en el momento del peligro, cuando la oración sube tumultuosa y vacilante a los labios, invocando socorro contra las iris del ventarrón furioso o el imponente asalto de las olas embravecidas, sino también, y mucho más, en las horas serenas, cuando parece que se vive en medio de la inmensidad de Dios al dejar perder la vista en los horizontes infinitos, o cuando nos parece contemplar Su belleza al mirar embelesados un sol —disco de oro— que se hunde solemne en las aguas, tiñendo de arreboles los cielos y arrancando reflejos de plata a las ondas tranquilas. ¡Entonces sí que se siente cercano a Aquel que puso en el mar sus caminos (cf. Sal 76, 20), a Aquel a quien el viento y el mar obedecen (cf. Mc 4, 41)!
Vuestra Nación, hijos queridísimos, entre dos mares providencialmente colocada, por el mar recibió aquellos grandes aportaciones que fueron para ella las culturas griega y fenicia; y a través del mar comenzó bien pronto a lanzar sus bajeles para demostrar de lo que era capaz, unas veces en empresas puramente peninsulares, como la del gran almirante Bonifaz, y otras proyectando ya sus ímpetus al exterior, como con los dos Rogeres, el de Flor y el de Lauria. Después, al abrirse los tiempos, al caer la barrera de lo desconocido y quedar como centinela avanzado del mundo viejo, el mar se quedó pequeño ante el empuje de vuestras proas. Era la hora de Dios, cuando en la cofa más alta de la nave campeaba siempre una cruz, y cuando junto el descubridor no faltaba nunca el misionero. Vocación heroica y providencial de una estirpe, a la que ella supo tan generosamente corresponder.
Aquellos días han pasado y hoy la ciencia náutica —no encerrada ya en los estrechos muros de una escuela de Sagres o de un aula de Salamanca— ha superado con mucho las carabelas y los bergantines, los astrolabios y las tablas de declinación de aquellos tiempos, poniendo a vuestra disposición medios perfectísimos, de increíble potencia, de rapidez inaudita, para los que no son obstáculo las distancias, las nieblas, las calmas del viento y hasta las mismas sombras de la noche. Pero hoy, como entonces, el hombre, que lo maneja todo, será el elemento decisivo, y al fin y al cabo dependerá de vosotros el poner el espíritu de sacrificio, característico de vuestra profesión; el sentimiento de fraternidad universal, fruto de vuestros continuos viajes; y hasta vuestra capacidad técnica al servicio de la humanidad, del bien común, del progreso y utilidad en todos los ramos y, en una palabra, para protección, conservación y fomento de la verdadera paz.
Id con Dios, amadísimos, especialmente vosotros, la florida juventud que se prepara para el futuro; aprended a respetar y a amar a vuestros Jefes; a trataros entre vosotros con sincera y fraternal Camaradería, donde la principal emulación consista en ver quién es el mejor en todo; a ser afectuosos y deferentes con esta Marinería, símbolo de la que mañana ha de formar vuestra gran familia en vuestros respectivos destinos; y aprovechad lo más posible esta travesía, sobre todo para vuestra formación humana y espiritual, a fin de que mañana y siempre, en todos los puertos, en todos los mares, sigáis siendo ejemplo no sólo de corrección, de prestancia, y de gallardía, sino también de Caballeros cristianos, que van predicando por todas partes la Fe que profesan con el ejemplo de su vida.
Marinos o marineros somos un poco todos, que a través de este viaje, que es la vida, vamos dando bordadas para capear el viento contrario, para sortear escollos, para huir los enemigos, que ahora a babor y luego a estribor nunca dejan de insidiarnos; y bien desgraciado sería el que, después de tantos sudores, acabase arrumbando o yéndose al garete. Del pueblo de Dios, dice el gran Apóstol de las gentes (cf. He 11, 29), que, gracias a su fe, consiguió pasar a través del mar como por tierra seca. Es la misma fe que vosotros profesáis y que os ha de servir de luz y de dirección en todas vuestras travesías.
Y si mirando a lo alto buscáis una estrella, Nos os invitamos a contemplarla en la que vosotros mismos llamáis «Estrella de los mares», en vuestra Virgen del Carmen , que tantas veces y de tantas maneras ha mostrado su predilección por los que a las aguas inestables confían sus vida al servicio de Dios y de la Patria.
Una Bendición, hijos amadísimos, para vuestra España querida; una Bendición para todas las naves que en cualquier parte del mundo en estos momentos se mezan sobre las olas la sombra de la gloriosa Enseña roja y gualda; una Bendición para todos vuestros colegas, para vuestras familias y para todas vuestras intenciones. Y cuando, muy pronto, al caer el día, os reunáis la primera vez en la toldilla para entonar la Oración de la tarde , haced una intención especial por vuestro Padre de Roma que aquí, en el centro de la Cristiandad, en esos momentos ora por vosotros y, como si os tuviera presentes, uno a uno, afectuosamente os bendice.
Fuente:
Discurso del Santo Padre Pío XII A la tripulación del buque-escuela «Neptuno» de la Armada española (17 de noviembre de 1955), Discorsi e Radiomessaggi, vol.XVII, págs, 395-397.