HISTORIA DE UN CUADRO: EL MARTIRIO DE LA FIDELIDAD
Pasó unos años en el sótano. Alguien lo llevó al desván, y tuvo la cortesía de cubrirlo con una sábana a guisa de sudario. Allí pasó décadas.
No era aquélla casa palaciega, sino casa de labradores, de los que antiguamente eran llamados "de media capa". Honrados labriegos que trabajaban con sus manos la gleba, de esos de Misa de domingo y fiesta de guardar.
Su sitio siempre había estado en el comedor, donde en los meses fríos del invierno se agrupaba la gruesa parentela al amor de la lumbre, para embromarse a la vera del lar. Allí contaba la vieja matriarca sus historias, que no eran suyas, sino de sus mayores. Conservaban en un cofre unos jirones de tela vieja. El retal estaba cubierto de un lamparón, peraltado de una leve costra con relieve al tacto. "Es la sangre de Tío Esteban" -decía la vieja- osculándola como reliquia. El Tío Esteban era, para ser cabales, el tío de la bisabuela.
En el verano de 1845 el Tío Esteban se había atrevido a cruzar la frontera, retornando a España. Era marzo, cuando en una cafetería de Guiche, en el Lapurdi, había oído la llamada de "La Esperanza". La habían escuchado él y otros refugiados compatriotas que en aquel antro de módicos precios improvisaban una tertulia, en la que se alargaban los cafés por no tener dinero para gastar:
"Os prometemos que en cuanto brille el primer rayo de sol de marzo, diremos a estos proscritos: abandonar la Francia; no llevéis más adelante el martirio de la fidelidad; volved a España, aunque encontréis la venganza en el umbral de vuestras chozas. Más vale morir de una puñalada bajo el cielo de la patria, que sentirse desfallecer bajo los harapos de la miseria y en las angustias del hambre en un país extranjero".Tío Esteban se puso en camino por abril. Cuando cruzó Despeñaperros sintió que el corazón se le quería salir. Por fin, él pensaría que nunca volvería a verlos, los ubérrimos campos del Santo Reino se le franqueaban a los ojos. Llegado al villorrio, el cura tocó las campanas. El hijo al que sus padres y vecinos daban por perdido retornaba al hogar. Se había enrolado con la columna de Miguel Gómez, cuando pasó apresuradamente a una legua de la villa. Había hecho la guerra en las Provincias. Tras la traición de Maroto, había partido con los exiliados.
Poco después de la vuelta de Tío Esteban, unos canallas de la Milicia Nacional irían a hacerle una visita al cortijo. Después de meter las bestias en sus cuadras, lo aguardaban a la puerta de la caballeriza y, diciéndole: "Tente, faccioso" -le echaron mano. Entre los cacareos de las gallinas y los ladridos del perro dio sus estertores, tras ser apuñalado a navajadas. No les importó a aquéllos los gritos impotentes de su sobrina Águeda, a la que retenía de los brazos uno de los fanfarrones esparteristas. Cuando los asesinos se fueron, picando espuelas a sus caballerías, los ladridos del perro se trocaron en alaridos de profundo dolor. Una niña lloraba desconsolada sobre un cadáver empapado en sangre. Cuando regresó la cuadrilla, se llevaron a la niña y recogieron al muerto.
Cuántas noches no escucharían aquellos chiquillos contar la muerte de Tío Esteban. Se sabían los nombres de aquellos desalmados, cuyo crimen quedó impune.
Cuando vino Amadeo, el usurpador extranjero, el sobrino de Tío Esteban cogió la talega y la escopeta, se calzó la boina y en polainas se echó al monte, para vengar tanto ultraje. Su suerte fue que escapó con vida. Y pudo contarlo. Fué él quien adquirió ese retrato de Don Carlos VII. Y él quien lo puso en la parte más noble de la casa.
"Esconde el retrato de Sus Majestades" -dijo la voz de la abuela cuando ganó el Frente Popular. La familia estaba dividida: unos eran fervientes partidarios y pasaron las líneas, buscando combatir encuadrados en las escuadras de Granada. Otros, escaldados como el gato, preferían pasar desapercibidos. Ganó la línea del camuflaje, pero los partidarios tuvieron la última palabra: "Cuando el Rey retorne, el cuadro volverá al comedor". No obstante, el retrato con su marco pasó al sótano, con el cofre y los harapos sanguinolentos de Tío Esteban, aquel exiliado de tan mala fortuna.
Hay gente que, tras volver del exilio a la muerte de Franco, no cesa de hablar de los 40 años de expatriación. Los carlistas llevamos 170 años exiliados. Nadie tiene más razones -170 razones con 12 meses cada una de las 170- para hablar de un exilio.
Ganó la guerra Franco, pero el cuadro no volvió a su sitio. Todos decían que se había ganado la guerra, pero Franco no quería Reyes. Alguien tomó el cuadro de aquel hosco subterráneo donde se arrumbaban los trastos viejos. Pudo ser la Tía Magdalena, que siempre cantaba el Oriamendi cuando iba de romería. El caso es que apareció en el desván. Envuelto en un sudario a guisa de funda.
Alguien lo puso, hace poco, en el comedor. Y yo lo pongo hoy aquí.
Está pronto el día en que retorne el Rey.