¿Qué tipo de sociedad encumbra como a un héroe a quien se juega la vida por un huevo de aguilucho y estigmatiza como a un villano a quien defiende el derecho a la vida de los seres humanos que van a nacer? ¿Qué tipo de legisladores pueden redactar una ley que, a la gestante en dificultades, le entrega un sobre cerrado en lugar de ofrecerle un corazón abierto? ¿Quiénes, como católicos, en el ejercicio de la recta razón, pueden anteponer la disciplina de partido a lo que en conciencia les obliga la fe que profesan?
Me parece claro como el día que el aborto es un crimen. Y no es un parecer entresacado de una declaración episcopal. Le he copiado la frase a Mahatma Gandhi. Aunque en verdad podría haber encontrado documentación abundante para hacerlo, porque los obispos españoles han recordado siempre que toda vida humana debe ser respetada como sagrada desde la concepción hasta la muerte natural. Deberíamos agradecérselo, aunque sólo fuera por el ejercicio de coherencia sistemática que realizan en medio de una sociedad que con frecuencia convierte los principios morales en objeto de compraventa. Pero antes al contrario, no sólo no se les reconoce su aportación, que en deber han de realizar para los católicos, ni su contribución al debate público, sino que se les acusa con falsedades reiteradas.
En este sentido, uno de los embustes más recurrentes es que los obispos sólo reaccionan “cuando un Gobierno socialista establece la ley del aborto o trata de reformarla”. Lo primero que habría que hacer para desmontar el bulo, es deshacer la premisa. En España, sólo un Gobierno socialista ha establecido la ley o ha tratado de reformarla. Ningún otro Gobierno ha hecho ninguna de esas dos cosas. En el debe del Ejecutivo de José María Aznar hay que colocar que no mejorara la ley existente y que autorizara la píldora abortiva. Entonces, contra lo que a menudo se oculta o se falsea, la Conferencia Episcopal emitió varias declaraciones denunciando la injusticia que suponía facilitar un medio más para violar el derecho a la vida de los nascituri y las nuevas posibilidades de fraude de ley que ello suponía; al mismo tiempo se pedía la abolición de la legislación abortista vigente (véanse documentos de 18 de junio y de 21 de octubre de 1998; de 17 de febrero y de 12 de diciembre de 2000; y de 27 de abril de 2001).
Entonces, sí hubo reacciones episcopales, distintas en grado y matices de las actuales, porque en justicia no se puede responder igual ante situaciones que son objetivamente desiguales. Ahora, el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero da un salto cualitativo hacia atrás en la protección del derecho a la vida con una nueva ley aún más injusta que la vigente, por cuanto trata el aborto como si fuera un derecho de la mujer, introduce subrepticiamente la “indicación social” e impone la propaganda abortista en el sistema educativo; una ley sobre la que se miente cuando nos dicen que trata de articular el derecho de la mujer a ser madre, cuando de lo que de verdad se trata es si, una vez que ya es madre, alguien tiene o no derecho a eliminar al hijo que lleva en su vientre.
Estas serían, en sí mismas, razones suficientes para considerar que estamos ante una situación nueva que requiere también una respuesta nueva. Pero aún hay una novedad más, bien significativa, que ni siquiera estuvo presente en el escenario de 1985 cuando el Gobierno de Felipe González aprobó la ley del aborto. ¿Alguien recuerda que entonces alguna persona con responsabilidad política declarara que, en cuanto católico, no sólo podía, sino que debía apoyar y votar la ley? Al contrario, recordamos la ejemplar conducta de Francisco Vázquez, entonces parlamentario socialista y hoy Embajador de España ante la Santa Sede, que, en conciencia y a pesar de las directrices de su partido, no dio su voto a la norma inicua. ¿Qué tendrían que hacer ahora, ante la nueva tesitura, aquellos políticos que exhiben públicamente su condición de católicos, teniendo en cuenta que la ley Zapatero es aún más injusta que la ley González?
Sin embargo, afirman que van a darle su voto porque no comparten que la nueva ley empeore la vigente. Los razonamientos que dan para ello no pueden ser más débiles. Sostienen, por ejemplo, que con esta nueva ley se reducirá el número de abortos en España. Como deseo es loable, pero insostenible argumentalmente en el debate, porque no se atiene a lo que la ley es, sino a las consecuencias que se anhelan sin base alguna de cara a su posible aplicación. Baste pensar que el 90 por ciento de los abortos se realiza actualmente dentro del plazo para que el que la nueva norma prevé tratar el aborto como un derecho de la mujer. Desde las filas del llamado socialismo cristiano se ha llegado a decir, en un ejercicio paradigmático de manipulación del lenguaje, que esto último no es verdad; que “la ley no recoge el derecho al aborto sino el derecho de la mujer a interrumpir voluntariamente el embarazo”. Con palabras de Humpty Dumpty, en Alicia en el país de las maravillas, habría que recordarles aquello de que “las palabras significan sólo lo que yo quiero que signifiquen” y que “lo que importa aquí es saber quien manda”.
Por último, hay quienes, como católicos, defienden su apoyo y su voto a la nueva ley acogiéndose injustificadamente a lo previsto en Evangelium Vitae, 73. En ese punto de la carta Encíclica, publicada por Juan Pablo II en 1995, se afirma que “un problema concreto de conciencia podría darse en los casos en que un voto parlamentario resultase determinante para favorecer una ley más restrictiva, es decir, dirigida a restringir el número de abortos autorizados, como alternativa a otra ley más permisiva ya en vigor o en fase de votación (…) En el caso expuesto, cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una ley abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública”. No hay lugar para acogerse a este supuesto por las razones que se han referido: no estamos ante una ley más restrictiva sino cualitativamente más permisiva del aborto, que llega a reconocerlo como un derecho, en lugar de la situación actual, en la que es tratado como un delito despenalizado en tres supuestos.
En la citada Evangelium Vitae aparecen también dos párrafos diáfanos que, aunque en esta ocasión no se han publicitado mucho, conviene recordarlos y sacarlos a la luz precisamente ahora; pertenecen al mismo número 73 y al 74, y expresan que el aborto es un crimen “que ninguna ley humana puede pretender legitimar” y que “leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia” (…) “La introducción de legislaciones injustas pone con frecuencia a los hombres moralmente rectos ante difíciles problemas de conciencia. A veces las opciones que se imponen son dolorosas y pueden exigir el sacrificio de posiciones profesionales consolidadas o la renuncia a perspectivas legítimas de avance en la carrera”.
He aquí la nueva situación por la que la Conferencia Episcopal, primero por medio del Secretario General y luego en la Nota de Prensa de la Asamblea Plenaria, de 27 de noviembre de 2009, se ha visto en la obligación de aclarar a los fieles cuál es la doctrina de la Iglesia al respecto y, en particular, las consecuencias que se derivan para los católicos de apoyar públicamente y/o dar su voto a una ley abortista que empeora la protección legal del derecho a la vida de los que van a nacer. Esta ha sido la respuesta, siempre coherente, de quienes, independientemente de la coyuntura social y política, han alzado su voz en favor de los más débiles e inocentes; de aquellos seres humanos que aún no pueden hablar, ni sindicarse, ni escribir un artículo, ni votar un asunto que les afecta tan directamente.
Isidro Catela Marcos|El Mundo
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