I
El jurista romano Celso definió con propiedad el Derecho cuando dijo que es el arte de lo bueno y de lo justo (Digesto, I, I, 1). En efecto, el Derecho no es una ciencia teórica sino un arte práctico acerca de las reglas que rigen una Comunidad Política, reglas que se expresan a través de normas jurídicas. Tales normas lógicamente se componen de una forma y un contenido. La forma es la propia norma jurídica en cuanto mandato imperativo, considerada con independencia de su contenido, la cual es válida y eficaz siempre que haya sido dictada según las reglas que regulan la producción de Derecho. En cambio el contenido o materia de la norma es el bien o mal que concretamente manda o prohíbe. El gran jurista neokantiano Stammler desarrolló muy bien esta distinción, llamando a la forma «Concepto de Derecho» y al contenido «Idea de Derecho».
II
La Teoría Pura del Derecho de Hans Kelsen, y en general todo el positivismo jurídico, identifica Derecho con forma de Derecho. Se trata de construir conceptos jurídicos como categorías formales, formas sin contenido, un Derecho puro, tan puro que está alejado de la vida y en él cabe cualquier contenido. La idea es construir un orden coactivo en el que cada norma es válida porque se ampara en otra anterior, y lo es diga lo que diga y disponga lo que dispusiere.
«El Derecho puede tener no importa qué contenido —escribe Kelsen—, pues ninguna conducta humana es por sí misma inepta para convertirse en el objeto de una norma jurídica» (Reine Rechtslehre, IX, 2). De modo que —dice también— «justo es lo que se corresponde con la norma establecida, e injusto lo que le contradice» (La idea del Derecho Natural, XVIII).
Es decir: todo lo formalmente válido es justo; o, con palabras de Peces Barba (Introducción a la Filosofía del Derecho, 1991, p. 157):
«Una norma sigue siendo válida aunque sea inmoral, siempre que forme parte del ordenamiento».
Se comprende fácilmente que esta forma de ver las cosas transforma el Derecho en un arte de coaccionar y aparta de la jurisdicción del jurista el contenido de las normas, convirtiéndole ahora en un artesano del mero arte de coaccionar y dejándole indefenso frente a las disposiciones del Poder, sean las que fueren.
III
Pero el jurista no es un mero artesano de formas jurídicas puras. En primer lugar porque no existen, ya que toda norma tiene un contenido, dispone algo. En segundo término porque eso es muy peligroso, pues admitir que cualquier orden es justa siempre que la norma sea válida puede llevar, y ha llevado de hecho, a imponer por ley las mayores atrocidades y maldades, transformando al abogado, dicho con palabras de Voltaire, en el encargado de conservar usos bárbaros. Radbruch, Larenz y Carnelutti lo vivieron en sus propias carnes y tuvieron que reaccionar contra ello, basta comparar sus publicaciones anteriores a Hitler con lo que escribieron después de los estragos de la guerra. Radbruch, que en 1929 había asegurado que no hay más Derecho que el positivo, en su Primera toma de posición después del desastre de 1945, hizo la siguiente reflexión:
«Mientras que para el soldado el deber y el derecho cesan de requerir obediencia cuando él sabe que la orden es injusta, no conoce el jurista, desde que hace unos cien años se extinguieron los últimos iusnaturalistas, ninguna excepción respecto a la validez de la ley y obediencia de los a ella sometidos. La ley vale porque ella es ley, y es ley porque tiene el poder de imponerse. Esta doctrina positivista ha vuelto a los juristas y a los pueblos indefensos contra las leyes, por más arbitrarias, crueles y criminales que ellas sean. Equipara en última instancia el Derecho al Poder: sólo donde se halla el Poder, allí existe el Derecho».
El jurista no es artesano de la mera coacción, en tercer lugar, porque el contenido de la norma es parte de la misma, es Derecho, auténtico Derecho, y por tanto cae en el campo de su arte. En La paz perpetua Kant emplea duras palabras para aquellos jurisconsultos que no se ocupan de la justicia de la norma, ciegos leguleyos, les llama, que tienen el cráneo seco, dice, juristas artesanos que sólo saben de prácticas y no de ideas, para los cuales cualquier ley vigente es buena aunque repugne a la razón.
IV
Por tanto en un Estado de Derecho es tarea del jurista diferenciar el bien del mal, volviendo a hacer del Derecho un arte de lo bueno y justo. El contenido de la norma también es objeto de nuestro trabajo, ya lo señaló Ulpiano en el Digesto (I, I, 1) al afirmar que los juristas:
«Profesamos el conocimiento de lo bueno y equitativo, separando lo justo de lo injusto, discerniendo lo lícito de lo ilícito».
Así lo han entendido después muchos otros grandes juristas, entre ellos el citado Stammler, quien en 1902 llegó a escribir un libro que tituló La Teoría del Derecho Justo. De manera que al igual que por su forma hay Derecho válido y Derecho no válido, en función de su contenido hay Derecho Justo y Derecho Injusto, que es preciso diferenciar.
V
La estrella polar que nos orienta hacia el Derecho Justo es la Ley natural. Decir que sólo lo que ordenan o prohíben las leyes positivas es justo o injusto, es tanto como decir que antes de que se trazara círculo alguno no eran iguales todos sus radios. Admitir que el criterio de lo justo es que la norma sea válida, es decir, su mera forma, es como poner una espada en manos de un poder humano absoluto y sin límites. Pues, como bien señaló Cicerón, abogado de numerosas causas en el foro y jurisconsulto fuera del foro (en Las Leyes, 15, 42):
«Es absurdo pensar que sea justo todo lo determinado por las leyes de los pueblos. ¿Acaso lo son las leyes de los tiranos?»
Hay que reconocer por tanto, tal como afirmó Blackstone (Commentaries on the Laws of England, Introducción, II), que hay:
«Leyes fundadas en la Justicia que existen en la naturaleza de las cosas anteriormente a cualquier precepto positivo. Ellas son —dice— las Leyes eternas del bien y del mal».
Existen en la naturaleza de las cosas unas reglas acerca del bien y del mal inteligibles y claras para un racional, desde luego para un estudioso de la ley. Y en muchos casos se trata de reglas más claras y fáciles de entender que las leyes positivas, intricadas fabricaciones de los hombres que obedecen a la necesidad de traducir en palabras intereses contrapuestos: Es más fácil comprender la obligación de no matar a un semejante que la enfiteusis o la hipoteca tácita. Hay así una línea que de forma natural separa el bien del mal. Y lo llamativo es que ese bien natural es garante de nuestra vida y de nuestra libertad frente a los dictados del poder, ya que tal Ley natural nos enseña que todos tenemos perfecta libertad y nos obliga a no dañar al prójimo, respetando su vida, su libertad y sus bienes. De todo ello resulta que la ley positiva humana sólo es justa cuando respeta la Ley natural. Por consiguiente, y en función de la relación del contenido de la norma con dicha Ley, hay Derecho positivo justo y Derecho positivo injusto.
Si el Derecho tiene un contenido justo cabe hablar de un Estado material de Derecho o, con palabras de Giorgio del Vecchio, admirable profesor de Filosofía del Derecho italiano nacido en 1878 y convertido al catolicismo en 1939, de un Estado de Justicia. Pero si su contenido no es el bien, de manera que ese Derecho positivo es injusto, lo que hay es fuerza amparada con forma de ley, lo que Del Vecchio llamó un Estado Delincuente en un libro de 1962 que tituló precisamente así, «Lo Stato deliquente». Y cuando esto se convierte en patológico, de manera que el mal se instala como principio de una sociedad a través de sus normas, existe lo que Zubiri llama repetidamente un Estado de maldad (El problema del mal, II, 3, 4).
VI
Esta conclusión también es válida en democracia. La democracia no legitima todo. Es simplemente un modo de toma de decisiones por mayoría que no garantiza que esa decisión sea justa, ya que bien y mal naturales no dependen del capricho de tal mayoría, de la misma forma que no proceden de ella la verdad y la falsedad. «Voz del pueblo, voz de dios» es un antiguo proverbio incierto y falaz, pues fácilmente se comprueba que no ha habido vicio o depravación moral que no haya sido sacralizado alguna vez por las leyes populares. El mecanismo cuantitativo no ofrece garantía alguna en cuanto a la justicia del resultado; más aún, sostener que la mayoría no puede equivocarse jamás es un gran peligro para la Libertad, la cual requiere que el Poder esté limitado, aunque sea democrático. Sobre la tiranía de la mayoría están la Justicia y el Derecho, siguiendo la estela de Aristóteles ya lo razonó Cicerón cuando dijo (Las Leyes, II, 5, 13) que:
«Hay muchas disposiciones populares perversas y funestas que no llegan a merecer más el nombre de ley que si las sancionara el acuerdo de unos bandidos, al igual que no pueden llamarse recetas médicas a las que matan en vez de curar, como hacen algunos médicos ignorantes y sin experiencia».
En definitiva, considerando que la sociedad no es dios, y que por tanto una cosa es la Voluntad General y otra la Voluntad de Dios, de manera que como dice Del Vecchio no todo resulta lícito a la mayoría y el Derecho Justo no depende del capricho del legislador (Teoría del Estado, VI, 3; Filosofía del Derecho, Sec. 1ª, Preliminar), en función de ello, digo, en democracia también hay Derecho positivo Justo y Derecho Positivo Injusto. En el primer caso, en el de un Estado que respeta el Nomos, podemos hablar con propiedad de Estado democrático de Derecho; mientras que en el segundo lo que hay es una Tiranía Democrática no sometida a Derecho alguno.
VII
Sin embargo es un hecho que hay normas aprobadas por Parlamentos democráticos que bordean peligrosamente la línea que separa el bien y el mal naturales, y en algunos casos concretos la traspasan, instaurando el mal mediante sus leyes positivas. No me refiero ahora a leyes absurdas, que siempre las ha habido, como aquella ley ateniense que prohibía morir en Delos, sino a leyes positivas que entran en conflicto con la Ley natural. A modo de ejemplo voy a aludir a dos que violan el natural derecho a la libertad y otras dos que vulneran el elemental derecho a la vida. La Constitución del Estado de Misisipi aprobada mediante Acta de 2 de febrero de 1856 establecía lo siguiente:
«Esclavos: El Poder legislativo no tendrá facultad de aprobar leyes para la emancipación de esclavos sin el consentimiento de sus propietarios».
Y en concreto respecto a la libertad religiosa, el artículo 26 de la Constitución de la República Española de 9 de diciembre de 1931, además de establecer que todas las Órdenes religiosas tenían obligación de rendir anualmente cuentas al Estado, dispuso lo siguiente:
«Quedan disueltas aquellas Órdenes religiosas que estatutariamente impongan además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado. Sus bienes serán nacionalizados».
Con relación al elemental derecho a la vida no es necesario remontarse a la Ley de uno de septiembre de 1939 que en Alemania «legalizó» un programa eutanásico para eliminar a enfermos e incapaces. Recientemente el democrático Parlamento holandés ha aprobado la Ley de Terminación de la Vida a petición propia y del auxilio al suicidio, y modificación del Código Penal y de la Ley reguladora de los Funerales, de 10 de abril de 2001, que faculta al médico para matar al paciente en determinados casos.
Y, ¿qué decir del aborto? El sabio Kant dijo que (Principios Metafísicos de la doctrina del Derecho, AK VI, 281; y P. M. de la Virtud, AK VI, 422):
«Los hijos nunca pueden considerarse propiedad de sus padres», los cuales «no pueden destruir a su hijo como si fuera un artefacto suyo», ni siquiera una embarazada, pues cometería un delito contra la persona que lleva dentro.
Y a pesar de eso en occidente los Parlamentos democráticos amparan el exterminio de niños en el seno materno, privando de la vida a seres humanos inocentes carentes de toda capacidad de autodefensa. En concreto en España estos atentados a la vida ya están permitidos en determinados casos por el Código Penal, y tales supuestos se ampliarán notablemente si se aprueba una Proposición de Ley presentada por el Grupo Mixto, o el reciente Anteproyecto de Ley Orgánica de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, elaborado por el Gobierno. Según él cuando el feto tenga una enfermedad «extremadamente grave e incurable» el aborto puede practicarse en cualquier momento, incluso minutos antes del nacimiento natural (art. 15 c), y esa «prestación sanitaria», que así se le llama (arts. 18 y 19), se lleva a cabo en los centros de la red sanitaria pública, que están sufragados con fondos púbicos. Se trata de un homicidio eugenésico, idéntico al que se llevaría a cabo si se mata al niño durante el día siguiente a su nacimiento, ya que según el artículo 30 del Código Civil el feto no tiene personalidad hasta que vive veinticuatro horas enteramente desprendido del seno materno. Por lo que esa ley positiva tendría un contenido que claramente vulnera la elemental regla natural que ordena respetar toda vida humana.
VIII
Los Juristas Católicos, como tales y como simples ciudadanos, estamos sujetos a toda norma válida. El principio de legalidad es esencial en un Estado de Derecho, esa es la razón por la que el preámbulo de nuestra Constitución proclama «el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular», y su artículo 9 lo garantiza. En principio, pues, debemos cumplir siempre las leyes positivas, que son Derecho emanado de la Voluntad General. Pero, a la vez, como juristas que se ocupan del arte de lo bueno y justo, como católicos que creen que el bien es una condición establecida por Dios en la realidad, y, en definitiva, como meros hombres que tienen una razón que emite juicios sobre la conducta recta, es decir, con conciencia, como tales, digo, debemos seguir siempre los dictados de la Ley natural, para nosotros basada en la Voluntad de Dios, diferenciando entre Derecho Justo y Derecho Injusto. A lo que, por cierto, nos da pie la propia Constitución Española, la cual, tal como razonó muy bien García de Enterría (Reflexiones sobre la Ley y los Principios Generales del Derecho, III), ha establecido un Estado material de Derecho, es decir, un Estado de Justicia: En efecto, la Justicia se encuentra proclamada en su mismo pórtico, concretamente al comienzo de su preámbulo y en el artículo 1, que la consagra como valor superior. Y precisamente acudiendo a tal valor fundamental consideramos que en ocasiones hay un conflicto entre la forma y el contenido de una ley positiva vigente, a causa de que, siendo formalmente válida, tiene un contenido que vulnera la Justicia natural que vincula también al legislador. Por otra parte es el propio Derecho positivo el que ha establecido los mecanismos para resolver estos conflictos, en los que la última palabra la tienen el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo. En otras épocas fueron fuente de Derecho las respuestas de los prudentes y los escritos de los jurisconsultos, lo recuerda Savigny en su Sistema del Derecho Romano, pero evidentemente hoy no tenemos más remedio que acudir a los mecanismos legales que la propia ley positiva ha establecido. La cual, por cierto, puede someter el cuerpo pero no el alma, ya que no puede mandar un acto puramente interno. Podemos por tanto no sentirnos sujetos internamente al efecto directivo de una ley injusta, pero mientras esté en el ordenamiento externamente estamos sometidos a su efecto coactivo, el principio de legalidad nos lo impone. ¿Qué hacer ante esta especie de incongruencia interna de la ley, que recuerda a la incongruencia de este tipo que a veces se aprecia en una sentencia recurrida en casación ante el Tribunal Supremo?
IX
A mi modo de ver lege ferenda podemos intentar promover un ordenamiento jurídico basado no en la omnipotencia del humano legislador, sino en la Ley natural. El problema actual radica en que la legislación se inspira en el nihilismo postmoderno imperante. Desarrollemos una nueva ética postnihilista con la que se admita que hay un bien y un mal naturales que preservan la vida y al libertad, que hay una solución justa que debe inspirar el contenido correcto de la Ley. A promover tal ética he intentado yo contribuir, en la medida de mis posibilidades, con un libro que acaba de ser publicado precisamente esta misma semana, titulado La Cuestión del bien y del mal (Biblioteca Nueva, Madrid, 2009).
X
El mayor problema práctico se nos presenta de hecho, lege data. Sujetos como a veces estamos a leyes positivas que consideramos injustas, pienso que podemos utilizar en profundidad todos los mecanismos que nos ofrece el ordenamiento jurídico, para intentar que el contenido de la ley positiva no entre en conflicto con la Ley natural.
El primero de ellos, de carácter elemental, es diferenciar Derecho y Ley positiva. No se trata de olvidar la auctoritas de ésta, sino de reducir su papel a términos más modestos que los actuales, recordando que el Ius excede necesariamente a la ley. Leibniz, quien además de filósofo fue abogado de los Estados de un príncipe elector, en un escrito titulado Meditación sobre la noción común de Justicia escribió lo siguiente:
«La equivocación de quienes han hecho que la Justicia dependiese del Poder viene en parte de que han confundido el Derecho con la Ley. El Derecho no puede ser injusto. Sería una contradicción, pero la Ley bien puede serlo. Pues es el Poder quien da y conserva las Leyes. Y si éste carece de sabiduría o de buena voluntad, puede dar o mantener Leyes muy perversas. Pero afortunadamente para el universo las Leyes de Dios siempre son justas».
El Derecho Romano y el Common Law británico tuvieron muy clara esta distinción. Y la Constitución española, que establece un Estado de Derecho, no un Estado de Ley, la reconoce explícitamente en su artículo 103, en el cual diferencia con nitidez la ley, con minúscula, y el Derecho, escrito con mayúscula.
Por tanto el jurista no puede darse por satisfecho con lo que en la ley está escrito, sino que debe además acudir a otras fuentes de Derecho. El artículo 1 de nuestro Código Civil establece que «las fuentes del ordenamiento jurídico español son la ley, la costumbre y los principios generales del derecho»; y dispone expresamente que éstos, los principios, tienen «carácter informador del ordenamiento jurídico», del que evidentemente forma parte la ley positiva. Los Principios Generales del Derecho son Derecho. Son, con palabras de García de Enterría (Reflexiones sobre la Ley y los Principios Generales del Derecho, p. 63):
La «conversión de los preceptos absolutos del Derecho natural en criterios técnicos y especificables».
Es decir, son la positivación de la Ley natural, de manera que aunque no pueden prevalecer contra las leyes particulares sí tienen valor informador sobre y dentro de las mismas, haciéndolas justas. Del Vecchio trató muy bien esta cuestión en su obra titulada Los Principios Generales del Derecho. De esta suerte la Ley natural no queda en algo abstracto y lejano, sino que se convierte en Derecho operante en ámbitos confusos. En cierto modo se concreta en conceptos jurídicos indeterminados, pero fundamentales, como son los apuntados por Ulpiano cuando dice que (Digesto, I, I, 10):
«Los principios del Derecho son estos: vivir honestamente, no hacer daño a otro, dar a cada uno lo suyo».
O los recogidos en el artículo 10 de la Constitución española, al referirse a «la dignidad de la persona» y a sus «derechos inviolables que le son inherentes». Estos Principios son los que pueden proteger hoy nuestra libertad y nuestra vida, como protegieron la de Antonio cuando el judío Shylok reclamaba una libra de su carne (El mercader de Venecia, de W. Shakespeare).
XI
Cuando todos los cauces y recursos ordinarios que nos ofrece el ordenamiento jurídico fracasan, la lucha por el Derecho tiene otro mecanismo, también jurídico: la objeción de conciencia. Que todos tenemos una conciencia lo reconoce la propia Constitución, que en su artículo 20 se refiere a la «clausula de conciencia» y en el 30 prevé la «objeción de conciencia», y también la Ley 22/1998, de 6 de julio, la cual habla de «motivos de conciencia». Es posible, por tanto, que la conciencia individual y la ley positiva entren en conflicto. Por otra parte la Libertad es un valor superior del ordenamiento, según el artículo 1 de la Norma Fundamental, valor que corresponde a los poderes públicos promover, a tenor de su artículo 9, apartado 2. Y así debe ser, pues se trata del primer y principal derecho innato que tenemos, según Kant. ¿Por qué no apostar por ella? In dubio pro libertate significa apostar por la libertad de conciencia frente a la coacción, protegiendo dos derechos fundamentales plasmados en los artículos 15 y 16 de la Constitución: la integridad moral y la libertad ideológica. Admito que el principio general es el imperio de la ley, y que no puede aceptarse con carácter general su incumplimiento. Pero la única limitación a la libertad ideológica que establece el artículo 16 es que no se vulnere el orden público protegido por la ley. En consecuencia, mientras esto no ocurra, el Poder debe respetar las conciencias, y como bien dice el voto particular del Magistrado don Manuel Campos en la Sentencia dictada por el Tribunal Supremo el día 11 de febrero de 2009, en la casación 905 de 2008, existe un ámbito garantizado de libertad de conciencia protegido por un ordenamiento jurídico que se precie de serlo. Tal objeción debe ser examinada desde el prisma del Derecho frente a aquella ley positiva que el objetante considera injusta en su contenido, no excluyendo el silencio del legislador tal derecho subjetivo, pues la propia Ley Orgánica del Poder Judicial, añado yo, establece en su artículo 5 que los Tribunales aplicarán las leyes según los «principios constitucionales». La fortaleza del Estado de Derecho no se resentirá si el Tribunal Constitucional resuelve sobre una objeción de conciencia contra una ley, y el Tribunal Supremo lo hace en relación a disposiciones inferiores.
XII
Cuando también este singular mecanismo falla sólo nos queda apelar al Cielo, es decir, a la Justicia natural. Otro jurista, gran demócrata, Tocqueville, lo expresó en su libro La democracia en América (I, capítulo tiranía de la mayoría) con estas palabras:
«Considero impía y detestable la máxima de que en materia de gobierno la mayoría de un pueblo tenga derecho a hacerlo todo… Existe una ley general hecha, o cuando menos adoptada, no sólo por la mayoría de tal o cual pueblo, sino por la mayoría de los hombres. Esta ley es la Justicia, que constituye el límite del Derecho de todo pueblo. Así pues, cuando yo rehúso obedecer a una ley injusta no niego a la mayoría el derecho de mandar: no hago sino apelar contra la soberanía del pueblo ante la soberanía del género humano».
A mi modo de ver está claro que hay una línea que no se puede traspasar, y que si un profesional de lo bueno y justo, que además es cristiano, se encuentra desgraciadamente en el dilema de tener que obedecer a la Voluntad General o a la Voluntad de Dios, debe seguir ésta. Pues como declaró Edmund Burke, también gran jurista y demócrata (Laws against Proterty in Ireland, IX, p. 350):
«Las leyes humanas carecen de jurisdicción sobre la Justicia original».
Exactamente lo mismo afirmó Radbruch, Ministro de Justicia en la República de Weimar, después de haber sufrido en sus carnes los efectos de leyes injustas (Arbitrariedad legal y Derecho supralegal, 3). Aunque eso no era nada nuevo. Ya en el siglo primero el buen Plutarco escribió un ensayo al que dio un título muy significativo, pues era el de A un gobernante falto de instrucción, en el que se preguntaba (780c): «¿Quién gobernará al que gobierna?». Y el propio Plutarco contestaba lo siguiente:
«La Ley que reina sobre todos, mortales e inmortales, como dijo Píndaro, que no está escrita exteriormente en libros ni en tablas, sino que es una palabra con vida propia en su interior, que siempre vive con él, lo vigila, y jamás deja a su alma desprovista de gobierno».
Es decir, lo que debe gobernar al indocto gobernante es la Ley natural.
José Ramón Recuero