La “guerra civil occidental”
Podría ser un buen punto de partida para estas reflexiones la consideración de las reacciones originadas por las declaraciones del Papa Benedicto XVI en su viaje a Africa. Una sola frase sobre preservativos –distorsionada, sacada de contexto- ha bastado para desencadenar la habitual cascada de descalificaciones indignadas, acusaciones de corresponsabilidad en la extensión del SIDA (reprobaciones parlamentarias incluidas), etc. De nada sirve explicar que la ética sexual católica es la única en ofrecer una protección infalible frente al contagio; recordar que, de hecho, las organizaciones sanitarias internacionales han avalado –muy a su pesar- la postura católica al reconocer el éxito de la estrategia ABC (basada en la promoción de la abstinencia premarital y la fidelidad conyugal, además de en la distribución de profilácticos) en Uganda (el único país africano que ha conseguido un descenso espectacular del porcentaje de población infectada) … Se tiene la impresión de hacer frente a un odium ideologicum prerracional, no desactivable con argumentos; un aborrecimiento que abruma y asusta. ¿Qué hemos hecho para merecer tanto odio?
Samuel P. Huntington puso de moda hace 13 años la idea del “choque de civilizaciones”1: lejos de converger hacia un “fin de la Historia” ecuménico y post-identitario, las diversas civilizaciones (islámica, china, hindú, etc.) están, más bien, afirmándose en sus respectivas identidades y hechos diferenciales, lo cual augura relaciones conflictivas entre ellas, y de todas ellas con Occidente. La teoría ganó rápidamente adeptos –de manera comprensible- tras el 11 de septiembre de 2001. Sin embargo, es mucho menos conocida una variante de la teoría anterior, que me gustaría traer aquí a colación: la idea de la “guerra civil occidental”2 (entiéndase “guerra” en el sentido “débil” de escisión cultural interna). El conflicto de civilizaciones … atraviesa a Occidente mismo, partiéndolo en dos (por cierto, este choque de civilizaciones interior influye en alguna medida en el clash of civilizations exterior3: la creciente agresividad de los fundamentalistas islámicos hacia Occidente se debe al hecho de que intuyen esa división o debilidad interna4; nunca se hubieran atrevido contra un Occidente creyente en sí mismo, sólidamente aferrado a unos valores claros; se atreven, en cambio, contra un Occidente que perciben como dividido, decadente, negador de sí mismo)5. Quien no se respeta a sí mismo no inspira respeto6.
El choque de civilizaciones “intraoccidental” opondría –como ha señalado Robert P. George- a los “conservadores” que todavía se identifican con la tradición cultural y moral judeo-cristiana (incluso si algunos de ellos no comparten la fe)7 con los “progresistas” que consideran dicha tradición periclitada y se adhieren más bien a la Weltanschauung (relativista, hedonista, liberacionista, post-religiosa) característica de la “izquierda postmoderna” o “izquierda sesentayochista”8. El “campo de batalla” entre uno y otro bando viene dado, fundamentalmente, por las polémicas actuales en torno a:
1) la bioética: aborto, eutanasia, ingeniería genética, células madre, etc.;
2) la ética sexual y el modelo de familia: permisividad sexual, divorcio, matrimonio gay, “vientres de alquiler”, parejas de hecho, etc.;
3) el lugar de la religión en la vida pública.
El escenario antedicho tornaría inteligible la creciente cristofobia de la mayor parte de los medios de comunicación y la intelectualidad europeos9. La Iglesia se ha visto atrapada por el fuego cruzado de la “guerra civil occidental”: lo quiera o no, es percibida como símbolo y baluarte de uno de los bandos en conflicto. Da igual que razone, que argumente, que presente sus tesis con el máximo posible de matices y cautelas: en la medida en que sea fiel a su tradición e insista en principios como la sacralidad de la vida desde la concepción a la muerte natural10 o el rechazo de las relaciones sexuales no matrimoniales, atraerá inevitablemente sobre sí las iras del bando “progresista” (que es el que posee hoy por hoy la hegemonía cultural)11. Incluso si la Iglesia renunciara a presentar batalla en asuntos como el aborto o el matrimonio gay, no por ello dejaría de ser hostigada por la cultura dominante: su mera existencia como “metarrelato” [grand récit]12, como visión del mundo densa que maneja aún un concepto fuerte de verdad objetiva, resulta intolerable en una atmósfera intelectual presidida por el “pensamiento débil”, por la deconstrucción postmoderna, por la “dictadura del relativismo”13 y la convicción de que la creencia en absolutos es sinónimo de fundamentalismo14 e intolerancia15.
Mi tesis, pues, es que la divisoria “conservadores vs. progresistas” va a convertirse en el eje de referencia más significativo, la polaridad social más trascendente en las décadas que vienen. Es una nueva polaridad que desplaza a otras cada vez menos relevantes, como la clase social (“burgueses vs. proletarios”), el sexo o la raza; desplaza también a la vieja antítesis ideológica derecha-izquierda, centrada en el modo de producción (capitalismo vs. socialismo: una disyuntiva resuelta por la historia del siglo XX, que entregó la victoria indiscutible al sistema de mercado; casi nadie defiende hoy ya la abolición del capitalismo). Sociólogos y filósofos como Peter L. Berger16, James Davison Hunter17, George Weigel18 o Gertrude Himmelfarb19 han documentado y teorizado el fenómeno, especialmente en lo que se refiere a la sociedad norteamericana (que, no lo olvidemos, habitualmente ha ido prefigurando las transformaciones que después ha sufrido la europea). Gertrude Himmelfarb ha escrito: hoy día, “una familia obrera que asiste a la iglesia tiene más en común con una familia burguesa que asiste a la iglesia, que con una familia obrera que no lo hace; o bien: una familia negra biparental (padre y madre casados entre sí) tiene más en común con una familia blanca biparental que con una familia negra monoparental”20. Es decir, la religiosidad y la fidelidad al modelo familiar tradicional se convierten en “marcadores” sociales más significativos que el nivel de ingresos o la raza21.
Una primera manifestación importante de esta “realineación” socio-cultural vino dada por el fenómeno de los “Demócratas de Reagan”: en la década de los 80, el presidente Republicano Reagan consiguió “robar” al Partido Demócrata un segmento importante de votantes de clase baja; y lo que atrajo a dichos electores fueron fundamentalmente valores como la defensa de la familia, la libertad individual y la desconfianza frente al Big Government invasivo, el restablecimiento del orgullo nacional (muy deteriorado en los años 70), el papel de la religión en la vida pública (asunto de la oración en las escuelas), la oposición al aborto … Por primera vez, lo que podríamos llamar “patrimonio moral conservador” imantaba a electores que, por su extracción socio-económica, parecían más bien llamados a votar a la izquierda.
Las fuerzas de esos dos bandos ideológicos –añade Himmelfarb- no están equilibradas: la cosmovisión progresista ejerce una evidente hegemonía en los medios de comunicación, en las universidades, en el cine y la literatura, en las escuelas, hasta el punto de merecer la calificación de “cultura dominante”. La “contracultura” liberacionista de los 60 ha pasado a convertirse en la ortodoxia, en la doctrina oficial del establishment bienpensante y “políticamente correcto”. Pero esa “contracultura” devenida en cultura oficial se ve contestada (cada vez más enérgica y articuladamente, al menos en EEUU) por una “cultura disidente” de signo conservador (“revolución conservadora”, “contra-contracultura”, etc.). Ser conservador (defender la vida del no nacido, la familia tradicional y la religión, cuestionar la permisividad sexual, etc.) es hoy día la expresión máxima de la transgresión y la heterodoxia22.
El triunfo o “dominio” del paradigma progresista tiene lugar, no tanto en el terreno de los hechos, como en el del imaginario social y las ideas públicamente aceptables. No es tanto que ya nadie se case, tenga hijos, vaya a misa u observe una actitud sexual morigerada (aunque el porcentaje que “vive de forma conservadora” es menor que en épocas anteriores), como que los que viven “conservadoramente” lo hacen de manera casi “vergonzante”, con complejo de inferioridad cultural, sin ser capaces –en muchos casos- de defender articuladamente los valores y principios que subyacen a esa forma de vida … Muchas personas en la sociedad actual llevan una vida objetivamente conservadora (están casados y son fieles a su cónyuge, no han tenido más de una pareja sexual, etc.), pero no tienen un discurso conservador: se adhieren a las teorías (progresistas) dominantes (afirman que “cualquier conducta sexual entre adultos libres” es admisible, que las parejas de hecho o las homosexuales deben recibir el mismo tratamiento legal que las casadas, etc.). Se da un curioso y revelador divorcio entre la praxis (conservadora) y la teoría (progresista). El problema de este conservadurismo vergonzante o “inconsciente de sí mismo” es que, como ha indicado Himmelfarb, no resulta sostenible a largo plazo: el propio sujeto se verá tentado tarde o temprano por una praxis más “liberal” (una aventura adúltera, por ejemplo), y no tendrá principios a los que aferrarse; o bien, aunque persista él mismo –digamos “inercialmente”- en el estilo de vida conservador, será incapaz de recomendar éste a sus hijos (si el sujeto abomina teóricamente de los principios que de hecho practica, no será capaz de transmitirlos o explicarlos)23.
Himmelfarb describe al bando conservador como la “cultura disidente”: los conservadores tienen una conciencia clara de ser la “resistencia” cultural, de no constituir ya la mayoría social; esta sensación de “disidencia” o “persecución” ha obligado al conservadurismo americano a dotarse de un cuerpo teórico consistente y autoconsciente24. El aborto, la permisividad sexual, la pornografía, la defensa de la libertad de las escuelas (canalizada a menudo a través de la reivindicación del “cheque escolar”), la enseñanza de la religión, el derecho de los cristianos y judíos a defender opiniones políticas condicionadas por sus creencias, son algunos de los temas clásicos en los que la “contra-contracultura” conservadora entra en conflicto con el paradigma progresista dominante. Cada uno de esos temas ha generado una subrama conservadora específica: así, un movimiento pro-vida muy potente (mucho más que el europeo)25; multitud de asociaciones y movimientos defensores de la familia y los family values (Focus on the Family, Heritage Foundation, etc.); un resurgir pujante de las escuelas católicas, protestantes y judías; movimientos y asociaciones específicamente dedicados a la promoción de la castidad juvenil (Purity Ring, Promise Keepers, etc.); un retorno a la práctica religiosa tradicional en parte de la juventud (fenómeno sobre el que volveremos después); un retorno de segmentos importantes de la sociedad americana a criterios de ética sexual más puritanos26; un rechazo consciente a los medios de comunicación dominantes, considerados portavoces de la cultura progresista (movimiento de las TV-free homes: familias que deciden vivir sin televisor); incluso un movimiento de objeción de conciencia global al sistema educativo público, inculcador de valores progresistas (home-schooling: familias que optan por educar a sus hijos en casa; con resultados académicos espectaculares, por cierto)27 … Mi impresión es que este “despertar conservador” en EEUU –que tiene ya dos o tres décadas de antigüedad- empieza a llegar tímidamente a Europa: en España se ha producido un evidente resurgir del movimiento pro-vida en los últimos dos o tres años; una inesperada movilización frente al adoctrinamiento progresista en las escuelas (impugnación de la Educación para la Ciudadanía, manifestaciones contra la LOE) y, más genéricamente, la emergencia de un sector de opinión consciente y articuladamente conservador que ha osado manifestarse repetidamente por la familia (concentraciones de las dos últimas navidades en Madrid), por el matrimonio heterosexual (gran manifestación en 2005), etc.
Las iglesias juegan un papel fundamental en la “cultura disidente”: así es en EEUU, y así va a ser también –conjeturo- cada vez más en España. Se dan, sin embargo, algunas diferencias significativas. De un lado, EEUU es un país mucho más religioso que el nuestro, con una tasa de población practicante próxima al 50% (en tanto que en España se sitúa apenas en el 15%). De otro, el panorama religioso norteamericano es mucho más plural, con multitud de denominaciones protestantes, una potente Iglesia católica, sinagogas de diversas tendencias, etc. Las guerras culturales norteamericanas han generado un interesante fenómeno de acercamiento ecuménico: católicos, protestantes conservadores y judíos ortodoxos se descubren compartiendo trinchera (por la vida del no nacido o por el matrimonio tradicional), y toman conciencia de que sus diferencias recíprocas son triviales, comparadas con el foso que les separa del paradigma hedonista-secularista28. Cabe hablar de una “unidad de acción” transconfesional en algunos de estos combates29.
Pero, de otra parte, no cabe ignorar que el frente de la “guerra civil occidental” a veces pasa también a través de las propias confesiones, cortándolas en dos30. Numerosas iglesias protestantes –los episcopalianos, por ejemplo- han claudicado frente a la cultura dominante en asuntos como el aborto o la licitud moral de la práctica homosexual; y la Iglesia católica norteamericana tiene su propio sector disidente (recordemos a teólogos como Curran o Drinan, por no hablar de prominentes seglares que reniegan del magisterio de la Iglesia en asuntos nodales como el aborto: políticos como Nancy Pelosi, Joseph Biden, John Kerry, Ted Kennedy, etc.). Interesa saber que las iglesias que se han rendido a las modas culturales –las más “progresistas”- se están quedando rápidamente sin fieles31; en tanto que las que se mantienen firmes en la doctrina tradicional experimentan un auge notable, especialmente entre los jóvenes32 [volveremos más adelante sobre este punto].
Evolución de la izquierda: del socialismo al sesentayochismo
La “guerra civil occidental” se ve agudizada y condicionada por un factor que es esencial señalar: la izquierda política, que fracasó a lo largo del siglo XX en sus aspiraciones clásicas (socialización de los medios de producción, sustitución del capitalismo por el socialismo), está experimentando en el XXI una mutación decisiva que la lleva a sustituir la revolución socio-económica por la revolución sexual, familiar y moral33. Las diferencias entre derecha e izquierda –en lo que se refiere al modo de producción- han llegado a ser superficiales: la derecha confía algo más en el mercado y la libre empresa, la izquierda defiende una mayor intervención estatal; pero la izquierda ha dejado de cuestionar el marco capitalista global, y las diferencias prácticas entre la gestión económica de un partido de derechas y uno de izquierdas son a veces apenas discernibles (la derecha tiende a bajar los impuestos, lo cual suele reactivar el crecimiento y crear puestos de trabajo, en tanto que la izquierda tiende a incrementar el gasto público y la presión fiscal, lo cual suele ralentizar el crecimiento y generar desempleo: pero todo, digamos, “dentro de un orden”). Privada, pues, de su proyecto clásico, la izquierda ha tenido que buscar uno nuevo, y lo ha encontrado en el magma ideológico liberacionista y freudomarxista al que propongo llamar “sesentayochismo”: ideología de género34, permisividad sexual, aborto libre, cuestionamiento de la “familia tradicional”, hostilidad al cristianismo, pacifismo radical (“buenismo”), multiculturalismo “asimétrico” (es decir, idealización sistemática de las culturas no occidentales y denigración de la occidental) …
Interesa poner de manifiesto la miopía de la derecha política –al menos, en España- frente a esta evidente mutación sesentayochista de la izquierda. Los partidos de derecha insisten en calificar de “cortinas de humo” (lanzadas por la izquierda para distraer la atención de “lo que realmente importa”) medidas como la legalización del matrimonio gay, la ampliación del aborto, la implantación de la “Educación para la Ciudadanía” o los crecientes ataques dialécticos a la Iglesia. La derecha política sigue operando con el viejo paradigma: el del siglo XX, cuando las diferencias entre derecha e izquierda guardaban relación sobre todo con la forma de organizar el sistema productivo. La derecha no ha entendido todavía que el centro de gravedad de la pugna ideológica ya no pasa por la economía sino por la cultura: las diferencias y relaciones hombre-mujer, los “derechos reproductivos”, el modelo de familia, el principio y el fin de la vida, el papel social de la religión … No lo ha entendido … o simula no entenderlo para no tener que tomar postura (para no tener que desarrollar un corpus teórico sistemático que incluya posiciones propias y claras en todos esos temas).
En la medida en que la izquierda se “sesentayochiza” cada vez más, cabría hablar de un triunfo póstumo de los profetas de 1968: Wilhelm Reich, Herbert Marcuse, Alfred Kinsey … El caso de Reich es especialmente ilustrativo; fue el gran teórico de la revolución sexual: sostuvo que la represión sexual era el mecanismo esencial sobre el que asentaba el orden burgués; abogó por la superación de los “tabúes” e inhibiciones sexuales como táctica revolucionaria por excelencia: una sociedad sexualmente liberada sería también, inevitablemente, una sociedad libre de la dominación de clase. La “liberación” libidinal requería, desde luego, la abolición de la familia (estructura represiva por antonomasia, inculcadora del “carácter autoritario”), el aborto libre (esencial para que la mujer pudiera disfrutar de su sexualidad sin miedo a embarazos indeseados), etc.35
Además de reichiano-“orgásmica”, la postizquierda del siglo XXI se revela también cada vez más gramsciana: Antonio Gramsci, en efecto, teorizó ya en los años 30 la necesidad de que la izquierda conquistase la hegemonía cultural (“guerra de posición”) antes de intentar el asalto al Estado y a las relaciones de producción (“guerra de maniobra”); la revolución de las costumbres, de las creencias, de los códigos morales, debía preceder y facilitar a la revolución político-económica. Dicha tarea incumbía a los “intelectuales orgánicos” de la izquierda, que debían trabajar coordinadamente para ganarse el imaginario social, sustituyendo la visión del mundo tradicional por la marxista. El rival natural de los “intelectuales orgánicos” gramscianos era –asegura el propio autor de los Cuadernos de la cárcel- … la Iglesia. La izquierda debe centrarse especialmente en combatir las creencias religiosas36.
Ahora bien, tanto Reich como Gramsci fueron figuras de segundo orden en la izquierda clásica; especialmente Reich consiguió escandalizar a los propios socialistas y comunistas: fue sucesivamente expulsado de la URSS (1929), del Partido Social-Demócrata Alemán (1930) y del Partido Comunista Alemán (1934 … ¡bajo la acusación de “pretender convertir el partido en un burdel”!)37. El hecho de que esta reacción nos sorprenda actualmente (¿cabría imaginar hoy que alguien fuera expulsado de un partido de izquierdas por defender posiciones “demasiado avanzadas” de moral sexual?) demuestra hasta qué punto difiere la postizquierda sesentayochista de la izquierda socialista clásica.
En Reich, en Marcuse38, en Gramsci, el ataque a la moral tradicional aún aparecía como un medio al servicio del fin supremo de la revolución socialista (así, en aquella famosa pintada de Mayo del 68: “¡cuánto más hago el amor, más ganas tengo de hacer la revolución!”)39. En la izquierda postmoderna, que ya no cree en la revolución socialista, la subversión de la moral y las costumbres tradicionales (sobre todo, en el terreno sexual y familiar) ha pasado a convertirse en un fin en sí mismo, el único fin que presta sentido a la izquierda, el nuevo frente al que ésta ha transferido su tradicional impulso transformador40.
En 1968 todavía estaba vivo el “gran relato” marxista (al menos, en las universidades, en las librerías y en los tanques del Pacto de Varsovia), y cabía intentar convencerse de que el sexo era un arma subversiva y de que, “al hacer el amor, se hace la revolución”. Pero transcurrieron los años, la década de los 70 mostró la insostenibilidad del modelo socialdemócrata de postguerra (amplio sector público, nacionalizaciones, estatalización de la sanidad y la enseñanza …): la izquierda moderada se quedó sin referencia socio-económica (la “era de Friedman” sucedió a la “era de Keynes”)41. En los 80 se hunden los regímenes del bloque soviético: ahora es la izquierda radical la que se queda sin modelo socio-económico. A partir de los 90, por tanto, están puestas las condiciones para la definitiva sesentayochización de la izquierda; la izquierda ya no necesita recurrir a excusas anticapitalistas para defender la libertad sexual irrestricta; ésta pasa a convertirse, más bien, en lo esencial, la verdadera meta, el valor supremo42.
La aceptabilidad moral de cualesquiera relaciones sexuales entre adultos libremente consintientes (y el umbral de la “edad del consentimiento” tiende a rebajarse constantemente: la reforma socialista del Código Penal la dejó en 1995 en los 13 años, para el caso español) es la verdadera piedra angular, el dogma intocable del nuevo progresismo: ¡sea anatema cualquier objeción contra él!43. Casi todas las reivindicaciones características de la nueva izquierda sesentayochista son relacionables lógicamente con las exigencias de la libertad sexual. Es evidente en el caso del aborto: no es casual que el movimiento pro-aborto cobre fuerza en todo Occidente en los 70, en la estela de la revolución sexual de los 60. Una sociedad sexualmente liberada “necesita” inexcusablemente el aborto libre como red de seguridad contraceptiva (para el caso de que fallen los anticonceptivos, o a uno se le olvide utilizarlos)44. Lo mismo cabe decir de los “nuevos modelos de familia”: la normalización de las relaciones homosexuales supone la extensión de la libertad sexual a un sector de población hasta entonces excluida de ella; las familias monoparentales, “recompuestas”, etc., son en realidad fragmentos de familias “tradicionales” … rotas la mayoría de las veces por un deseo de mayor libertad sexual (o un uso adúltero de la misma) por parte de alguno de los cónyuges; las “parejas de hecho” (reconocidas y promovidas por la izquierda sesentayochista) representan, en definitiva, la posibilidad de disfrutar del sexo sin “atarse” mediante compromisos vitalicios … Incluso la hostilidad manifiesta hacia el catolicismo resulta explicable –en mi opinión- desde esa perspectiva: la Iglesia exaspera a la izquierda sesentayochista porque se niega a reconocer la licitud moral de las relaciones sexuales no matrimoniales45 (y, a fortiori, sus consecuencias lógicas: aborto, reconocimiento legal de la cohabitación extraconyugal o de las parejas homosexuales, etc.). La virulencia de la reacción progresista a las palabras del Papa sobre el preservativo en Africa cobra sentido bajo esa luz: las declaraciones del Papa (no se puede vencer al SIDA sólo a base de profilácticos) se corresponden exactamente con lo testimoniado por los hechos (los países africanos que siguen apostando por “preservativos sólo” ven crecer la pandemia; los Estados [especialmente Uganda] que han puesto en práctica campañas de educación pública pro-castidad y pro-fidelidad, han conseguido reducir fuertemente su incidencia). Nuestros progresistas no reaccionan tan violentamente contra el Papa porque piensen que desconoce los hechos … sino, al contrario, porque saben que los hechos le dan la razón46. Pero resultan ser hechos inaceptables para la mentalidad sesentayochista: hechos que ponen en cuestión el dogma de la libertad sexual ilimitada, que está en el centro de su visión del mundo47.
Feminismo, neofeminismo, ideología de género
Mi hipótesis, pues, es que el liberacionismo pansexualista es el verdadero (o, en todo caso, el más potente) motor motivacional de la nueva izquierda (cabría discernir también en su base una “pulsión de muerte”, un anhelo secreto de autodestrucción, tanto a nivel individual: cultura de la muerte [popularidad del aborto y la eutanasia, caída de la natalidad], como a nivel colectivo: autodenigración civilizacional [crítica sistemática de todo lo occidental, especialmente las raíces judeocristianas]- que nos llevaría a la clásica dualidad “Eros-Tánatos”; renunciamos, sin embargo, a desarrollar aquí este segundo aspecto)48.
El impulso freudo-marxista/liberacionista, sin embargo, no siempre se manifiesta abiertamente; se disfraza bajo varias coartadas ideológicas. El feminismo es quizás la más socorrida (recordemos que el presidente Rodríguez Zapatero se autodefinió como “rojo y feminista”). Resultaría improcedente esbozar una “historia del feminismo” con el mínimo de profundidad que el tema requeriría. Señalemos simplemente que el feminismo clásico (el de Olympe de Gouges o Mary Wollstonecraft, el de las sufragettes, etc.) no fue anti-familiarista ni abortista: antes de 1960, el movimiento feminista se limitó a reivindicaciones razonables de equiparación jurídico-política de las mujeres con los varones (extensión del derecho de voto, supresión de los recortes de la capacidad jurídica de la mujer casada, derecho de las mujeres a cursar estudios y ejercer una actividad profesional, etc.). El feminismo “de la primera ola” [first wave feminism] en realidad forma parte del liberalismo clásico (el cual, como ha señalado Robert P. George, es plenamente compatible con el catolicismo)49: se limita a extender el principio liberal de igualdad ante la ley al sexo femenino. Algunas de las sufragettes más relevantes pertenecieron a asociaciones cristianas (como Frances Willard, presidenta de la Woman’s Christian Temperance Union).
Es el feminismo “de segunda ola” (años 60-70) el que va a adoptar un giro decididamente anti-familia y anti-maternidad (en parte, como consecuencia de la confluencia del movimiento feminista con las ideas freudo-marxistas sobre emancipación sexual). La premisa del nuevo feminismo es que las conquistas jurídico-políticas alcanzadas por el feminismo clásico (igualdad legal de varones y mujeres) resultan insuficientes, pues los resortes profundos de la opresión de la mujer se encuentran en el espacio privado: la educación, la sexualidad, las relaciones familiares … El second wave feminism (como otras ramas del árbol sesentayochista) comporta una politización del ámbito íntimo (la “microfísica del poder”, que diría Michel Foucault): “lo personal es político” será el eslógan feminista –acuñado por Carol Hanisch50- más representativo de este giro. El libro The Feminine Mystique, de Betty Friedan51, sentará las tesis fundamentales: el rol de “ama de casa” y madre es alienador para la mujer; la mujer sacrifica o disuelve su identidad en la de su familia; la liberación femenina completa requiere la salida de esa cárcel.
El nuevo feminismo de los 60-70 redirecciona, pues, el impulso “emancipatorio” hacia el espacio privado: las fuentes de opresión sexual ya no son las leyes discriminatorias, sino la función de madre y esposa. Seguirá el bra-burning y demás descoques setenteros. La deriva del feminismo hacia una vinculación cada vez más estrecha con el liberacionalismo sexual y la cultura de la muerte, con la anticoncepción y el aborto libre como reivindicaciones características52.
Vivimos en la actualidad (desde los 90) la “tercera ola” feminista, la cual, bajo la influencia del postestructuralismo francés (Foucault, Derrida) ha producido la llamada gender ideology, cuya aportación más importante es la sustitución del concepto de sexo (determinación biológica) por el de género (construcción cultural). La idea había sido ya adelantada por Simone de Beauvoir -“la mujer no nace, se hace” (una ocurrencia que, a su vez, delata la influencia sartriana: “la existencia precede a la esencia”)- en El segundo sexo, un libro lleno de feroces ataques a la institución familiar (el capítulo dedicado a la maternidad se abre con … un alegato de quince páginas en favor del aborto libre)53. La “ideología de género”, en su pretensión de reducir la femineidad a construcción cultural, no puede sino retener y acentuar la hostilidad del feminismo “de segunda ola” hacia la maternidad (determinación natural de la que la mujer debe ser liberada), al tiempo que sostiene que el rol de madre, como construcción cultural que es, puede ser redifinido de forma que sea asumido por varones o por lesbianas54 (la sustitución de los términos “padre” y “madre” por los de “progenitor A y B” en el Derecho de familia español es la expresión más simbólica de esto). La posibilidad de cambiar de sexo mediante intervención quirúrgica (ofrecida gratuitamente por la Sanidad pública andaluza) constituye también una característica “conquista” de la gender ideology, en la medida en que anula las últimas determinaciones biológicas y parece convertir masculinidad y femineidad en “construcciones” y “elecciones”.
La nueva izquierda post-socialista hace suyas las reivindicaciones feministas de segunda y tercera ola (ideología de género). Las políticas de nuestro gobierno resultan prototípicas en ese sentido: España está a la cabeza del mundo en la relativización de roles sexuales (matrimonio homosexual con derecho a adopción), en impregnación “generista” de la educación (Educación para la Ciudadanía), en perseverancia entusiasta en la “liberación” sexual y el abortismo (en un momento en que en muchos países occidentales se empiezan a revisar con preocupación sus consecuencias … en España se acaba de legalizar la distribución de píldoras abortivas sin receta ni autorización paterna a niñas de 16 años). Los eslóganes escogidos para publicitar estas políticas (“profundización en la democracia”, “extensión de derechos”) delatan el empeño típicamente sesentayochista de “politizar” el ámbito íntimo (el hogar familiar y el dormitorio). Pero se recurre también con frecuencia al pretexto feminista: por ejemplo, es muy revelador que la reforma de la ley del aborto haya sido encomendada en España al Ministerio de Igualdad (y no al de Sanidad).
Hablo de “pretexto” porque, por supuesto, estoy convencido de que ni la facilitación del aborto, ni la promoción del libertinaje sexual, ni la consideración de los roles de esposa y madre como “alienantes” beneficien en nada a la mujer. Eugenia Rocella lo ha expresado muy bien: “siguiendo el espejismo de la negación de la maternidad, se niega la fuerza autónoma de las mujeres, que seguirán siendo siempre [para el neofeminismo] “machos fallidos”, una versión coja e imperfecta del modelo masculino”55. Y la primer ministro israelí Golda Meir dijo en los años 70 a propósito de las “quemadoras de sostenes”: “¿Cómo se puede aceptar a locas como ésas, para quienes quedar embarazadas es una desgracia y tener hijos una catástrofe? ¡Si es el privilegio mayor que nosotras las mujeres tenemos sobre los hombres?”56.
La observación de Rocella –el neofeminismo convierte a las mujeres en “varones fallidos”- admite una segunda interpretación. La permisividad sexual sesentayochista ha dañado a toda la sociedad … pero de manera particular a las mujeres. Lo quiera o no la ideología de género, existe una naturaleza femenina, y también una vivencia de la sexualidad específicamente femenina, caracterizada por la mayor imbricación de lo físico con lo emocional y moral. El tipo de sexualidad (trivializada, “de consumo rápido”, desvinculada del amor, el compromiso y la reproducción) impuesta por el sesentayochismo parece diseñada a la medida de las necesidades y caprichos masculinos. Las mujeres son las grandes víctimas de la revolución sexual (¿qué decir del aborto libre, auténtico “chollo” para los Don Juanes, que pueden ahora esparcir su semilla a diestro y siniestro sin asumir responsabilidades?). En la sociedad hipersexualizada, la mujer se convierte a menudo en objeto de usar y tirar. Las feministas han conseguido imponer a la mujer el modelo sexual masculino57. Y la legalización del aborto deja a la mujer inerme frente a las presiones de novios utilizadores, o de empresarios sin escrúpulos reticentes a conceder bajas de maternidad58.
Los campos de batalla: vida, familia, papel de la religión en la vida pública
a) Vida: La cultura sesentayochista está difuminando progresivamente la sacralidad de la vida humana, en un proceso que comienza por los extremos (la etapa uterina y la enfermedad terminal), pero que avanzará previsiblemente hacia el centro (moralistas como Peter Singer defienden ya sin ambages la legitimidad del infanticidio en los primeros meses de vida post-parto, si concurren ciertas circunstancias [minusvalías]). A mi modo de ver, esta relativización de la dignidad humana (que la hace depender del tamaño, del grado de desarrollo o el estado de salud del sujeto) revela la impotencia de la antropología materialista (y de la ética laica construida sobre ella) para dar razón de la sacralidad de la vida y, más genéricamente, de los derechos humanos59. La Weltanschauung postreligiosa concibe al hombre como una especie animal más: ¿por qué un mono especialmente evolucionado, un fragmento de materia orgánica complejamente organizado, debería tener derechos o dignidad?60 Al perder su anclaje en la trascendencia, la ética se convierte en materia de consenso o convención (lo moralmente permitido será … lo que vayamos acordando entre todos en cada momento)61. La “ética del consenso”, significativamente, parece diseñada a la medida de las necesidades de los adultos sanos, y tiende a dejar fuera de la protección de sus imperativos a los más débiles: los que son demasiado pequeños o enfermos para participar en consenso alguno. Resulta revelador que los más influyentes representantes contemporáneos de la ética laica –John Rawls, Ronald Dworkin, Thomas Nagel, Robert Nozick, Tim Scanlon, Judith Jarvis Thomson- militen unánimemente en favor del aborto y la eutanasia62.
La idea de la sacralidad de la vida humana ha sido, en realidad, una de las grandes aportaciones del cristianismo a la historia: casi todas las civilizaciones pre-cristianas practicaron los sacrificios humanos; en las sofisticadas Grecia y Roma era frecuente el infanticidio63 (sobre todo, el femenino)64. No debe sorprender que nuestra cultura postcristiana retorne progresivamente a la desacralización de la vida, a las pirámides sacrificiales65 (que esta vez adoptan la forma de asépticos quirófanos y “sedaderos”)66. Que tienda a considerar la vida humana –en las etapas iniciales de su desarrollo- como “material biológico” susceptible de manipulación, modificación, instrumentalización: irán abriéndose las puertas a todas las pesadillas de la ingeniería genética (clonación, selección embrionaria, etc.)67.
En definitiva, se van dibujando dos alternativas muy claras: o el hombre es genitus (creado por Dios, y por tanto intocable), o es factus (surgido por azar, y por tanto remodelable-manipulable mediante la biotecnología, eliminable a capricho al menos en la etapa temprana de su desarrollo y en su penoso declive final, etc.)68.
La Iglesia católica ha ido quedándose casi sola en la defensa de la cultura de la vida. Este hecho la convierte en bastión y referencia del bando conservador en la “guerra civil occidental”; una referencia también para los agnósticos lúcidos (Ferrara, Pera, Bueno) que, sin poder compartir la fe, comienzan a valorar el servicio que la Iglesia presta a la humanidad defendiendo contra viento y marea unos absolutos bioéticos. La defensa de la vida le garantiza también a la Iglesia –por otra parte- el fuego graneado constante del bando progresista.
Un bombardeo anticatólico permanente –a cuenta del derecho a la vida- en el que destacan dos pseudoargumentos: 1) “la Iglesia está obsesionada con el aborto: se preocupa mucho por los niños mientras están en el seno materno, pero nada desde el momento en que salen de él” (o bien: “mucho denunciar el aborto, pero ¿qué hay de la pobreza, la injusticia social, el hambre en el mundo, etc.”); y 2) “al pedir la prohibición del aborto, los católicos buscan imponer sus creencias religiosas particulares a toda la sociedad: ¡que no aborten ellos y ya está!”. El segundo argumento guarda relación con el problema de las “razones públicas” y la neutralidad cosmovisional del Estado (que abordaremos más abajo).
¿Qué decir del primero? Por supuesto, es fácil refutarlo empíricamente mediante la simple enumeración de los incontables comedores, hospicios, y demás obras sociales regentadas por la Iglesia. Pero también es fácil prever la consiguiente respuesta progresista: “todo eso no es más que caridad y asistencialismo: curar los síntomas sin atacar las causas de la pobreza, la injusticia, etc.”. Es decir, nuestro interlocutor está exigiendo a la Iglesia un compromiso teórico-doctrinal con la visión izquierdista de los problemas socio-económicos (por ejemplo, posturas antiglobalización, intervencionistas, estatalistas, etc.), como condición para la credibilidad moral de su postura anti-aborto. Aparentemente, el progresista estaría dispuesto a permitir que la Iglesia sea antiabortista … si se proclamara también anticapitalista y antiliberal.
A mi modo de ver, se trata de una trampa en la que la Iglesia no debe caer. La Iglesia debe, ciertamente, defender de manera genérica el principio moral de la promoción de los pobres69. Pero que las fórmulas político-económicas más eficaces para promocionar a los pobres sean las de izquierdas (redistribución de la riqueza mediante una presión fiscal intensa) o las de derechas (desregulación de los mercados, atenuación de la presión fiscal, para propiciar un crecimiento económico que genere puestos de trabajo y, por tanto, oportunidades para los pobres) es una cuestión de hecho que corresponde dilucidar a los economistas, sociólogos y politólogos, no al magisterio eclesiástico70. La equiparación que nuestro hipotético interlocutor progresista intenta establecer entre la cuestión del aborto y cuestiones socio-económicas como la mayor o menor flexibilidad del mercado laboral o el nivel adecuado de presión fiscal es falaz. La del aborto es una de las pocas “cuestiones normativas puras”: problemas exclusivamente morales, que es posible zanjar con muy poca información empírica (hay vida en el embrión, asegura la ciencia; ergo, el embrión debe ser protegido: no necesitamos saber nada más). Cuál sea el procedimiento más eficaz para promover a los pobres, en cambio, es una cuestión socio-económica complejísima, en la que intervienen muchas variables, y sobre la que los católicos pueden discrepar de buena fe71. La izquierda suele arrogarse el monopolio de la justicia social, pero está lejos de poseerlo en realidad. La aplicación de recetas económicas “de derechas” por el gobierno de Aznar, por ejemplo, permitió que la tasa de desempleo en España bajase del 23% en 1996 al 11% en 2004, y que la renta española media pasase de representar un 78% de la renta media europea en 1996, a un 86% en 200472. No digo con esto que todo católico tenga que ser “de derechas” en economía: sólo digo que los católicos deberíamos tener libertad para apoyar políticas socio-económicas de uno u otro signo73, con arreglo a los conocimientos que poseamos y las conclusiones a que hayamos llegado acerca de los medios más eficaces para impulsar el bienestar social74.
La cuestión no me parece baladí, pues existen precedentes importantes de conferencias episcopales que han comprometido su magisterio apoyando tesis socio-económicas “progresistas” muy discutibles, buscando así “compensar” sus posiciones conservadoras en materia de aborto y bioética. Resulta muy ilustrativo el caso del episcopado norteamericano en los años 70, que, habiendo reaccionado gallardamente frente a la sentencia Roe vs. Wade (que implantó el aborto libre en EEUU, 1973) con tres documentos magisteriales en defensa de la vida75, fue entonces sometida por la izquierda a la consabida acusación de “one-issue-ness” (obsesión unilateral con el aborto y desatención a otros problemas sociales). Los obispos norteamericanos mordieron el anzuelo: ante las elecciones presidenciales de 1976, emitieron el documento Political Responsibility: Reflections in an Election Year, en el que tomaban posición detallada nada menos que en ocho sectores temáticos: aborto, política económica, educación, vivienda, política exterior, gasto militar76 … Con la excepción del aborto, los obispos se inclinaban claramente en el resto de los temas hacia tesis sustentadas por la izquierda (en un evidente intento de “hacerse perdonar” su antiabortismo). En los años 80 –bajo el liderazgo intelectual del cardenal Joseph Bernardin, de Chicago- reincidieron en el mismo error con los documentos The Challenge of Peace (1983) y Economic Justice for All (1986), en los que venían a defender, respectivamente, el desarme nuclear unilateral de los EEUU y medidas socio-económicas de corte intervencionista y socialdemócrata (en un momento en que, precisamente, la administración Reagan estaba consiguiendo relanzar la economía del país con medidas del signo exactamente opuesto).
Como señala Robert P. George, los documentos episcopales sembraron la confusión, comprometiendo el magisterio eclesiástico con tesis discutibles, y creando dificultades de conciencia innecesarias77 a muchos fieles católicos que consideraban de buena fe que el desarme prematuro en lugar de alejar la posibilidad de una guerra la aproximaba78, y/o que las recetas económicas liberales permiten un crecimiento económico que termina beneficiando a los pobres mucho más que cualquier política asistencial. Y, sobre todo, no sirvieron en absoluto para que la izquierda “perdonase” a la Iglesia su defensa del derecho a la vida: no por adoptar forzadamente posturas “progres” en otros temas dejaremos los católicos de ser despreciados por nuestra moral sexual, nuestra creencia en la familia y nuestra negativa a autoengañarnos sobre la naturaleza humana del embrión y el feto.
2) Familia: la hostilidad a la institución familiar estuvo ya presente, de manera difusa, en la izquierda clásica (por ejemplo, los ataques de Engels al matrimonio El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado). Sin embargo, es a partir de la “mutación sesentayochista” cuando la promoción de los “nuevos modelos de familia” se convierte en un Leitmotiv de la postizquierda. El discurso de los “nuevos modelos de familia” permite proporcionar una fachada afirmativa y tolerante a lo que en realidad es deconstrucción de la familia tradicional-natural (la generalización misma de la expresión “familia tradicional” pretende ya deslegitimar a ésta como algo rancio y pasado de moda). Cabría hablar de un “relativismo familiar” asimétrico, trasunto del relativismo cultural asimétrico al que nos referimos antes: la ortodoxia sesentayochista reclama “igual dignidad y respeto” para “todos los modelos de familia” (pero, de la misma forma en que el relativismo cultural resulta ser insincero, y a la hora de la verdad se resuelve en: “todas las culturas valen lo mismo … salvo la occidental, que es depredadora, imperialista, etc.”, así el “relativismo familiar” termina significando en la práctica: “todos los modelos de familia valen lo mismo … salvo el tradicional, que es patriarcal, machista, represivo, etc.”). Se presenta a los “nuevos modelos de familia” como alternativas tan dignas y socialmente deseables como la familia tradicional, obviándose el hecho de que: a) los “nuevos modelos” son, en realidad, escombros de la familia tradicional79 (una “familia recompuesta” es formada con los trozos de familias anteriores que se han roto; una “familia monoparental” está constituida, casi siempre, por una mujer con hijos a la que su cónyuge ha abandonado, o cuyo compañero no ha querido asumir el “yugo” matrimonial …); b) se puede comprobar estadísticamente que la familia tradicional es el entorno ideal para la crianza de los niños (los niños educados por sus padres biológicos casados entre sí gozan de mejor salud, obtienen mejores resultados escolares, etc.: volveremos infra sobre esto).
Creo que la novedad legal que más daño ha hecho a la institución matrimonial en los últimos tiempos fue el reconocimiento de efectos jurídicos a las “parejas de hecho”: se diría que el legislador está invitando a la gente a la mera cohabitación y disuadiéndoles del casamiento (¿para qué “atarse” con un vínculo vitalicio, si la ley nos promete casi los mismos derechos sin necesidad de ello?)80. En un momento en que, precisamente, la cultura hedonista dominante presenta el modo de vida familiar tradicional como algo atrabiliario, castrante y poco atractivo, el legislador, en lugar de primar y reforzar a los “pocos” que hacen esa apuesta (cada vez menos en todo caso: las tasas de nupcialidad descienden, y las de divorcio aumentan), se diría que hace todo lo posible por desanimarles, incentivar la ruptura (ley de 8-07-2005: divorcio a los tres meses de casados y sin alegar causa alguna; en Francia se aprobó en 2004 una reforma que apunta exactamente en la dirección opuesta: reintroducción de la obligación de motivar el divorcio), retirarles todo privilegio jurídico (extendiendo las ventajas legales de los matrimonios a las parejas de hecho y las homosexuales …).
Cabe hablar de una asombrosa pérdida de conciencia acerca del hecho de que es esencial para la viabilidad de una sociedad que una parte importante de sus miembros siga escogiendo ese estilo de vida tan “aburrido” consistente en convivir largo tiempo con una misma persona y tener hijos con ella. Se considera la paternidad como “una opción personal” más, ni más ni menos valiosa que cualquier otra (¡pero la supervivencia de la sociedad depende de que un porcentaje suficiente de gente siga escogiendo reproducirse!; ¡y en nuestro país –con una raquítica tasa de 1’3 hijos/mujer- ello está lejos de estar garantizado!)81. Olvidamos que grandes civilizaciones del pasado se hundieron precisamente por implosión demográfica82.
Existe una evidente correlación entre la desintegración progresiva de la familia (altas tasas de divorcio, descenso de la nupcialidad) y la caída del índice de natalidad, auténtica espada de Damocles que pende sobre las sociedades europeas83, poniendo en peligro la sostenibilidad de sus sistemas de bienestar (pensiones) y abocándolas a un futuro de “eurabización” o de colapso por envejecimiento. España ocupa en la actualidad la vanguardia mundial en lo que se refiere a fragilización y difuminación jurídica de la institución familiar: las ayudas económicas a la familia son las más bajas de Europa84; los esfuerzos legislativos por privar de todo trato privilegiado a la familia tradicional, los más persistentes y audaces85.
c) Papel de la religión en la vida pública: En las sociedades occidentales contemporáneas, la hostilidad anticatólica no suele adoptar la forma de la persecución abierta86. Pero los católicos somos objeto de una forma sutil de discriminación: la llamada doctrina de las “razones públicas”, que excluye la posibilidad de que los creyentes hagan valer en los debates jurídicos y políticos argumentos dependientes de sus convicciones religiosas87. El reciente comentario de la ministra Aído –“no se debe intentar convertir el pecado en delito”- va exactamente en esa dirección. El eterno ritornello “al pedir la penalización del aborto, los católicos están intentando imponer sus creencias religiosas particulares a toda la sociedad”, también88.
La doctrina de las razones públicas ha recibido diversas formulaciones en el pensamiento jurídico-político contemporáneo; la más influyente de ellas es posiblemente la de John Rawls. En su obra El liberalismo político, Rawls parte del dato del “pluralismo razonable”: las sociedades contemporáneas se caracterizan por su “heterogeneidad cosmovisional”; la gente profesa concepciones del mundo, del sentido de la vida, de la “vida buena” [la forma correcta de vivir] muy diversas89. En condiciones de libertad de conciencia y de expresión, la gente llegará a conclusiones distintas acerca del sentido de la realidad, la trascendencia, el puesto del hombre en el cosmos, etc.: habrá creyentes, agnósticos, ateos, espiritualistas, materialistas … De ahí que sea esencial conseguir –mediante un “consenso entrecruzado [overlapping consensus] entre las diversas visiones omnicomprensivas- una “base pública de justificación” cosmovisionalmente neutral: unos términos de acuerdo, unas reglas políticas de convivencia que no dependan de esta o aquella doctrina metafísica, de esta o aquella visión completa del mundo90 (el cristianismo, el Islam, el budismo … pero tampoco -¡y esto es lo que a menudo se olvida!- el materialismo, el ateísmo, etc.). Toda la doctrina de Rawls pivota sobre la separabilidad de “lo político” y “lo metafísico” (o, si se prefiere, “lo justo” y “lo bueno”): es posible, según él, acordar unos criterios de justicia cosmovisionalmente imparciales (aceptables por todos los miembros de la comunidad, cualesquiera que sean sus creencias metafísicas)91.
El liberalismo rawlsiano, por tanto, propone un Estado laico (laico en el sentido de “cosmovisionalmente neutral”: independiente de todas las cosmovisiones) que no entra a juzgar sobre la verdad o falsedad de la distintas visiones del mundo (ni, por tanto, la de los argumentos extraídos de ellas). En el caso de la polémica sobre el aborto, por ejemplo, el laicista imbuido de la doctrina rawlsiana tenderá a considerar que el rechazo cristiano de la licitud del aborto se basa en creencias metafísicas sobre la existencia de un alma en el embrión (o la presencia de un nuevo ser que es ya “imagen de Dios” desde el instante de la concepción). El Estado rawlsiano –desde su neutralidad cosmovisional- no entraría a juzgar si dicha creencia es verdadera o falsa (quizás sea verdadera): se limita a rechazarla como inutilizable en el espacio público porque se apoya en una visión del mundo teísta que no es compartida por todos los ciudadanos. La tesis cristiana sobre el aborto podría ser verdadera (y, en cuanto tal, es razonable que los creyentes la apliquen en sus propias vidas), pero no es públicamente utilizable, por demasiado dependiente de una cosmovisión determinada (es decir, los cristianos no deberían aspirar a ver reflejada en las leyes del Estado su rechazo moral del aborto: no deben pedir la penalización)92.
Los cristianos disponemos de dos posibles líneas de respuesta frente a esta tesis:
a) sostener que la “neutralidad cosmovisional” del Derecho y el Estado es imposible; que el Estado siempre necesita dar por buena alguna doctrina metafísica de fondo; que las leyes y decisiones que se nos intenta vender como “cosmovisionalmente neutrales” (por ejemplo, la legalización del aborto) están, en realidad, basadas en una determinada concepción del mundo (materialista, atea);
b) admitir el principio de neutralidad cosmovisional (laicidad) del Estado, y mostrar que nuestros argumentos (por ejemplo, en contra de la legalización del aborto) son razones públicas comprensibles por todos (y no razones religiosas); que no argumentamos contra el aborto (o contra la eutanasia, o a favor de la familia) desde la fe, sino desde la razón.
Examinaré cada una de estas vías de respuesta en los dos epígrafes que siguen.
La imposible neutralidad estatal
Numerosos filósofos políticos –se les suele agrupar bajo el rótulo “comunitaristas”: Alasdair MacIntyre, Michael Sandel, etc.- han cuestionado la doctrina de las “razones públicas”. En algunos casos, arguyen que dicha doctrina funciona de hecho como una “ley del embudo” mediante la que los laicistas –amparados en una falsa neutralidad estatal- van imponiendo leyes basadas en una concepción del mundo y de la vida muy determinada, al tiempo que pretenden expulsar de la plaza pública los argumentos basadas en concepciones del mundo rivales (sobre todo, las concepciones religiosas).
Es significativo, por ejemplo, que todos los principales adalides de la idea de la “razón pública” sean entusiastas defensores del aborto libre93. Ellos sostienen que la legalización del aborto es la solución “metafísicamente neutral” para dicho dilema moral. El tratamiento que Rawls dispensa a la cuestión en El liberalismo político resulta especialmente revelador: la despacha en una nota al pie, donde, tras señalar que debe ser analizada “desde tres valores políticos importantes: el respeto debido a la vida humana, la perpetuación ordenada de la comunidad política, y la igualdad de las mujeres [con los hombres] como ciudadanos”, termina decretando: “cualquier equilibrio razonable entre estos tres valores tendrá que proporcionarle a la mujer un derecho debidamente cualificado a decidir si interrumpe o no su embarazo durante el primer trimestre”. Cualquier postura distinta de ésta es descartada por Rawls como “no razonable”94.
Rawls ha decretado, pues, que cualquier equilibrio o “consenso entrecruzado” razonable entre las visiones del mundo que coexisten en una sociedad libre incluirá necesariamente el derecho al aborto en el primer trimestre. El razonamiento que se aporta para sustentar esta afirmación es … ninguno. Eso sí, al defensor de la posición pro-vida se le expulsará de la plaza pública con el pretexto de que sus argumentos están “religiosamente cargados” (condicionados por creencias religiosas).
En realidad, tenemos todas los razones para sospechar que la posición de Rawls y otros laicistas sobre el aborto (y otras cuestiones) está tan cosmovisionalmente cargada como pueda estarlo la del activista pro-vida. Si indagamos las creencias “privadas” de estos pensadores laicistas … todos ellos resultan ser ateos o agnósticos95. Creen que la humanidad es una especie animal más, y que los animales no son, en el fondo, más que materia orgánica complejamente organizada. Tenemos derecho a conjeturar que su aprobación del aborto está condicionada por dicha creencia metafísica (¡el materialismo ateo es también una metafísica!). Piensan que el embrión no es más que una ínfima pelota de células, que puede ser suprimida –aunque posea un código genético propio- cuando todavía no ha alcanzado cierto grado de maduración. A continuación, pretenden hacer valer dicha opinión –condicionada, repito, por sus creencias materialistas- como la única aceptable desde un punto de vista “puramente político” (weltanschauungsfrei, libre de metafísica).
Esa “neutralidad” –cabe aducir- es un fraude. Es una “imparcialidad” tramposa y asimétrica, que sistemáticamente “prima” a las opiniones basadas en la cosmovisión atea (y penaliza a las opiniones basadas en una cosmovisión religiosa). Así vino a reconocerlo nada menos que Jürgen Habermas en su célebre debate con Joseph Ratzinger: “La [verdadera] neutralidad cosmovisiva del poder estatal […] es incompatible con la generalización política de una visión del mundo laicista. Los ciudadanos secularizados […] no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de verdad, ni pueden negar a sus conciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones en lenguaje religioso a las discusiones públicas”96.
Encontraríamos, así, que el “secularismo” o “laicismo” sería, en realidad, una más entre las concepciones del mundo o “doctrinas omnicomprensivas” que compiten en la sociedad contemporánea. Una doctrina que ha tenido la habilidad de disfrazarse de “imparcialidad cosmovisional” –ser a la vez árbitro y jugador- para así impulsar más eficazmente sus fines. Así lo ha señalado, por ejemplo, Alasdair Macintyre (que llama “progresismo [liberalism]” al laicismo): “el progresismo tiene, de hecho, una concepción del bien que trata de imponer política, jurídica, social y culturalmente siempre que puede; […] al hacerlo, reduce en grado sumo su tolerancia hacia las concepciones opuestas del bien en el ámbito público”97. Y también Robert P. George: “el mismo laicismo es una doctrina sectaria con sus propios presupuestos y fundamentos metafísicos y morales, con sus propios mitos y, cabría argüir, incluso sus propios rituales. Es una pseudo-religión”98.
A argumentos racionales no nos gana nadie…
Una segunda estrategia de respuesta a la tesis laicista (“la religión está de más en la plaza pública”) consistiría en mostrar que la gran mayoría de las cosas que defendemos los católicos son perfectamente sostenibles con argumentos racionales –“razones públicas”- independientes de cualquier verdad revelada o credo religioso. Los progresistas gustan de presuponer motivaciones religiosas “no públicas” en cualesquiera reivindicaciones avanzadas por los católicos: así, en el debate sobre el aborto, intentan hacer creer que nuestra oposición al mismo se debe exclusivamente a nuestra creencia en el alma (que Dios infundiría en el embrión en el momento de la concepción). Convertir nuestra defensa de la vida del no nacido en un “dogma religioso” es un recurso muy socorrido para los laicistas; a ellos les conviene presentar toda la polémica sobre el comienzo de la vida, los derechos del nasciturus, etc. como una cuestión de fe, no dilucidable con argumentos científicos99. La ministra Aído, por ejemplo, respondió recientemente “yo no entro en cuestiones religiosas” cuando se le preguntó en qué momento comenzaba, en su opinión, la vida humana; también afirma con frecuencia que sólo cabe discrepar de la nueva ley del aborto “desde criterios religiosos o extremos”100 (la ecuación religión = “extremismo” resulta ya muy reveladora en su tosquedad). Servata distantia, es la misma falacia que usó el juez Harry Blackburn, del Tribunal Supremo de EEUU, para justificar su voto favorable a “Roe vs. Wade” en 1973: sostuvo que no existía evidencia científica sobre el momento exacto del comienzo de la vida “en el estado actual de nuestros conocimientos” (lo cual, por cierto, era empíricamente falso ya en 1973, y mucho más ahora), y que por tanto la opinión sobre la licitud o no del aborto dependía de las “creencias metafísicas” que se poseyeran101. En la misma línea, el filósofo progresista Ronald Dworkin insiste en referirse a la polémica sobre el aborto como “una cuestión intrínsecamente religiosa”102.
Sin entrar ahora en polémicas históricas entre racionalistas y voluntaristas, ni pretender esbozar aquí una historia del iusnaturalismo cristiano, indiquemos que la Iglesia siempre ha considerado que la mayor parte de su doctrina moral es accesible por la razón natural, al margen de la Revelación: ya San Pablo escribe que también los gentiles, que no conocen la Revelación, “muestran la obra de la ley [moral] escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos” (Rom. 2, 15); y Santo Tomás, que “las cosas hacia las que el hombre siente inclinación natural son aprehendidas naturalmente por la inteligencia como buenas” (Suma teológica, 1-2, q. 94, a. 2): la ley natural es racionalmente discernible (“la ley es algo que atañe a la razón [aliquid pertinens ad rationem]”), e indica al hombre los actos que conducen a la perfección de su naturaleza (lo cual, a su vez, es compatible con la posición de Dios como legislador moral, pues es Dios el autor de la naturaleza humana)103. Y John Finnis –quizás el iusfilósofo cristiano actual más influyente- define el Derecho natural como “un conjunto de principios prácticos que indican las formas básicas de florecimiento humano”104: dichos principios son comprensibles al margen de la fe105.
La segunda estrategia, por tanto, consistiría en aceptar el “intercambio de golpes” con los progresistas en el terreno común de la razón práctica natural, mostrando que nuestros argumentos son más potentes (y rechazando las “imputaciones de confesionalidad” falaces). Asumir, como indica George, que “la razón puede y debe ser usada para identificar verdades morales, incluso verdades de moral política, y mostrar que la moral judeo-cristiana es racionalmente superior a la moral laicista”106.
Un somero repaso a los tres grandes frentes de “guerra cultural” permite comprobar –sin ánimo de exhaustividad- que el bando conservador posee un enorme arsenal de argumentos no confesionales:
a) En las cuestiones bioéticas, es muy fácil mostrar que, como indica George, los cristianos no consideramos que el aborto y la eutanasia sean malos “porque Dios nos lo haya susurrado al oído”107. Los progresos de la embriología no cesan de aportar agua al molino pro-vida, testimoniando con rotundidad la existencia de un nuevo ser dotado de un perfil genético único e irrepetible desde el instante mismo de la fecundación. Y el argumento según el cual la dignidad del ser humano no puede depender de su tamaño, ni de su forma, ni de su grado de maduración, ni de sus capacidades, ni de su “calidad de vida” … no tiene nada de “confesional”. O el ser humano es inviolable en todas las etapas de su vida (en la salud y en la enfermedad, en el seno materno y en el lecho de la agonía), o no lo es en ninguna: este razonamiento tiene que ver con la lógica formal, y no con “verdades reveladas” …
b) Desde la perspectiva sociológica y económica, los católicos tenemos a nuestra disposición multitud de datos y argumentos objetivos que muestran las consecuencias sociales indeseables (insostenibles a medio plazo) de la cultura hedonista (cultura “de la desvinculación”, “del deseo”, “de la gratificación inmediata”, “de lo efímero”) creada y defendida por los progresistas. Quizás los datos más rotundos e irrefutables sean los demográficos: la Europa postcristiana se va a morir de vieja; el índice de natalidad español, tras haber alcanzado un mínimo histórico de 1’09 hijos/mujer en 1999, ha repuntado algo (hasta 1’3) en virtud de la inmigración, pero sigue estando muy por debajo de la tasa de sustitución generacional (2’1). Este hundimiento de la natalidad está indudablemente relacionado con la desintegración de la familia (si no hay matrimonios o se rompen pronto, no hay hijos), con la normalización del aborto, con el retroceso de la religión (“creced y multiplicaos”), y, quizás, con algo más profundo: una especie de desesperación larvada, que se ocultaría tras la aparente despreocupación postmoderna. Para transmitir la vida, hay que amarla lo suficiente, hay que estar convencido de que la existencia tiene sentido … La “huelga de vientres”, la dimisión de la procreación –que alcanza en la Europa actual unos niveles sin precedentes en la Historia- revela el nihilismo que en el fondo subyace a nuestro relativismo hedonista-inmanentista. Es hasta cierto punto lógico que una cultura que cree que la humanidad es un accidente cósmico -un capricho de la evolución- no vea la razón de seguir prolongando indefinidamente semejante anomalía (por lo demás, si se descarta cualquier perspectiva trascendente y se cree que “la vida son dos días” y “hay que disfrutarla a tope”, ¿por qué complicársela con obligaciones familiar-parentales?).
Sea como fuere, la Historia, la teoría económica y el sentido común testimonian que este estilo de vida post-familiar y post-natal sencillamente no es sostenible. Se ha extendido –sobre todo en España- una asombrosa conspiración de silencio sobre las consecuencias previsibles de nuestra despreocupada infertilidad (una especie de ceguera voluntaria colectiva: “el último, que apague la luz”; “después de mí, el diluvio”). ¿Por qué se mantuvo prácticamente en secreto el “Informe de Estrategia de España en relación con el futuro del Sistema de Pensiones” (presentado en 2005 por el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales al Comité de Protección Social de la Unión Europea), que pronosticaba que en 2015 la Seguridad Social tendrá que hacer frente a gastos superiores a los ingresos (quiebra contable), que habrá que recurrir al Fondo de Reserva, y que a partir de 2020, consumido éste, ya sencillamente no habrá dinero para pagar las pensiones (quiebra financiera)?108 La crisis económica actual sin duda va a adelantar dichos plazos, como reconoció recientemente el gobernador del Banco de España. La quiebra inevitable del sistema público de pensiones, por supuesto, está relacionada con nuestro insuficiente índice de natalidad (que, combinado con el aumento de la esperanza media de vida, proyecta un escenario de insostenibilidad socio-económica por envejecimiento de la población de aquí a dos décadas). El resultado de todo ello será el empobrecimiento, la “argentinización” (salida de España del grupo de los países más ricos): las proyeccciones del Comité de Política Económica de la Comisión Europea (DG ECFIN) dibujan para 2050 una España con más octogenarios y nonagenarios (5’3 millones) que niños por debajo de los 15 años (5 millones), y –a consecuencia de ello- un descenso del 23% del PIB por persona, en relación a los niveles de 2005109.
c) No es sólo el descenso de la natalidad. Cabe hablar de toda una constelación de índices sociales que se disparan hacia arriba al unísono –ahora que han transcurrido varias décadas, es posible estudiar las curvas- a partir de mediados de los 60: tasa de divorcialidad, porcentaje de nacimientos fuera del matrimonio, abortos, delincuencia juvenil, fracaso escolar, drogadicción, cohabitación extramatrimonial …110. Todos estos fenómenos han crecido sin cesar en Occidente –en evidente interacción- desde hace cuatro decenios. He ahí los frutos de 1968.
En el mundo anglosajón se llama “estadísticas morales” a este tipo de índices. Es significativo que en Europa se guarde un casi impenetrable silencio –ideológicamente condicionado, por supuesto- sobre tales datos. Pues se da la circunstancia de que arrojan una acusación formidable contra la ideología progresista-sesentayochista, mediante la mera constatación empírica de sus resultados sociales111.
Pero no es sólo esto. Las “estadísticas morales” muestran irrefutablemente que el modelo familiar tradicional es objetivamente mejor –desde el punto de vista del bienestar de los niños … e incluso el de los adultos (esperanza de vida, salud, etc.)- que todos los “nuevos modelos” que el progresismo intenta vendernos como funcionalmente equivalentes. Está estadísticamente comprobado que el bienestar económico y emocional de los hijos de parejas casadas es notablemente más alto112 que el de los hijos de padres solteros o divorciados, que los hijos de parejas casadas tienen mejores resultades escolares y menor probabilidad de convertirse ellos mismos en padres solteros o divorciados en el futuro, gozan de mejor salud113, tienen menos probabilidad de llegar a ser alcohólicos o drogadictos, tienen una probabilidad mucho menor de sufrir agresiones o abusos sexuales, de llegar a cometer delitos, etc., etc.114. Una sociedad sin matrimonios estables es una sociedad con menos niños; también, con niños peor educados, con peor rendimiento escolar, con mayores traumas psicológicos y emocionales, con mayor propensión a la delincuencia … Incluso la probabilidad de sufrir violencia doméstica por parte de una mujer es muy superior cuando cohabita que cuando está casada: mencionar esta “verdad incómoda” –pero estadísticamente irrefutable115- le costó hace unos años a José María Alvárez del Manzano los anatemas indignados de los guardianes de la ortodoxia sesentayochista.
Los católicos tenemos, pues, datos empíricos más que suficientes para argüir que nuestra defensa de la familia tradicional no se basa en “verdades reveladas”, sino en “razones públicas” incontrovertibles. Cuando pedimos que el Estado refuerce, fomente, proteja el matrimonio y la familia “tradicionales” no pretendemos imponer a los demás convicciones religiosas particulares: le estamos diciendo a la sociedad lo que, según el mero sentido común, debería hacer para asegurar su propia supervivencia116.
d) Finalmente, en lo que se refiere al papel de la religión en la vida pública –el tercero de los “campos de batalla” que hemos analizado en este trabajo- es posible demostrar estadísticamente que la creencia y la práctica religiosas resultan, por así decir, “socialmente deseables” desde una perspectiva cosmovisionalmente neutral (esto es, no en virtud de la veracidad o no de su contenido teológico-metafísico y su mensaje salvífico, sino en virtud de los resultados observables en los creyentes); los cristianos practicantes son, como promedio, mejores ciudadanos y mejores padres que los indiferentes, ateos y agnósticos: tienen más hijos, se divorcian menos, cometen menos delitos, donan más a entidades benéficas (2210 dólares/año en EEUU, frente a 642 en los ateos y agnósticos)117, son más cumplidores de sus obligaciones cívicas …118.
Buenas noticias desde Estados Unidos
Me pidió D. Antonio Hiraldo que concluyese con alguna nota optimista, y había pensado reservar un último epígrafe al comentario del interesantísimo libro de Colleen C. Campbell The New Faithful, que trata sobre el creciente atractivo de la religión –católica, protestante y judía, y en sus versiones más “conservadoras” u ortodoxas- para un sector no desdeñable de la juventud norteamericana. Se desprende del libro la impresión de que los jóvenes actuales –numerosos en EEUU- que retornan a la Iglesia aprecian en ella lo que tiene de alternativa rotunda a la cultura dominante (permisiva, hedonista, relativista, etc.). No es capitulando ante el mundo (ofreciendo una cara más light, claudicante, contemporizadora, etc.: corriendo despendoladamente en pos del “hombre moderno”, incurriendo en lo que Jacques Maritain llamó “cronolatría epistemológica”)119 como conseguirá la Iglesia atraer a los jóvenes: ¡todo lo contrario! La Iglesia gana credibilidad en la medida en que se yergue como una roca frente a los vientos cambiantes de las modas culturales. Una Iglesia que intentara congraciarse patéticamente con el mundo –abaratando su propio mensaje- terminaría siendo despreciada por éste120.
En la medida en que sea percibida como un baluarte seguro, la Iglesia puede volver ser un refugio atractivo para los perdedores y desengañados del sesentayochismo; para los que “vienen de vuelta” del liberacionismo y el relativismo. Lo ha sido para mí.
El tiempo apremia, y un resumen o comentario mínimamente articulado del libro de Campbell prolongaría excesivamente este trabajo; me limito, pues, a: 1) insertar la traducción de una de las respuestas de la autora en una entrevista sobre su libro (del máximo interés); 2) traducir algunos pasajes especialmente significativos del mismo:
1) Entrevista con Colleen C. Campbell
“[En cuanto empecé a investigar] Descubrí un hambre de verdad cristiana, articulada clara y valientemente, en un número creciente de jóvenes americanos de la “generación X” [nacidos en 1965-80] y la “generación Y” [1980 en adelante]. […] Muchos habían sido educados en familias laicas por padres que habían rechazado el cristianismo […]. Tienen hambre de Jesucristo; hambre de una fe que signifique algo, exija algo, cambie algo. […] Estos jóvenes han vivido inmersos en una sociedad totalmente secularizada, materialista y hedonista desde su nacimiento. Para muchos de ellos, la ortodoxia cristiana representa una alternativa radical y atractiva frente a una vida dedicada sólo al ego y a la búsqueda del placer. […] Uno de los estudios más recientes, publicado el año pasado por el Higher Education Research Institute de U.C.L.A., mostró que un quinto de los estudiantes universitarios americanos son “muy religiosos”, incluyendo en esta categoría a aquellos que asisten frecuentemente a misas, servicios y retiros religiosos, leen textos sagrados y se inscriben en organizaciones religiosas universitarias. […] [En el curso de mi investigación] [O]í una y otra vez, en boca de jóvenes cristianos de todas las denominaciones [católicos y protestantes], que el Papa Juan Pablo II era un héroe para ellos. […] Atraía a estos jóvenes porque era todo lo que no era su cultura pop: era auténtico, y no egoísta, y sin miedo a decirles la verdad. Mientras el resto del mundo les adulaba desvergonzadamente y les animaba a hacer “cualquier cosa que les hiciera sentir bien [whatever feels good]”, el Papa Juan Pablo los llamaba a una vida de oración, de autoexigencia, de servicio a los demás. Les decía que rechazaran los falsos dioses del poder, el dinero y la promiscuidad sexual. Que, en lugar de eso, siguieran a Jesús, abrazaran a los pobres y desheredados, lucharan por ser santos. Es un mensaje radical: el mensaje del Evangelio. Tiene atractivo para cualquier generación, pero sobre todo para ésta” (CAMPBELL, C.C., “Discovering the New Faithful: An Interview with Colleen Carroll Campbell”, http://www.eppc.org/news/newsID.2321/news_detail.asp).
2) Extractos del libro (CAMPBELL, C.C., The New Faithful: Why Young Adults Are Embracing Christian Orthodoxy, Loyola Press, Chicago, 2002)
“¿Por qué unos jóvenes crecidos en una sociedad saturada de relativismo –una sociedad que declara que las verdades éticas y religiosas varían según las personas que las profesen- están asumiendo las pretensiones de verdad [truth claims] del cristianismo con tal confianza? […] “Es una vuelta total del péndulo”, dice el filósofo Peter Kreeft, de Boston College […]: los jóvenes actuales están rechazando “el viejo, cansado, progresista” marco mental moderno, cambiándolo por uno más ortodoxo. […] “Son conscientes de que han sido engañados [por la cultura secularista], y necesitan más. No saben que lo que ansían es el Espíritu Santo” (The New Faithful, cit., p. 3).
“Un estudio sobre los jóvenes católicos norteamericanos, dirigido por R. Hoge, Mary Johnson, Juan L. Gonzales Jr. y William Dinges […] sugirió que los tres elementos centrales en la fe de los jóvenes católicos actuales son la creencia en la presencia de Dios en los sacramentos (incluyendo la presencia de Jesucristo en la Eucaristía), la inquietud por ayudar a los pobres, y la devoción a María como madre de Dios” (op. cit., p. 5).
“Se empezó a hablar de una “contrarrevolución sexual” a finales de los 90 a causa del éxito de libros como The Rules de Ellen Fein y Sherrie Schneider y A Return to Modesty: Discovering the Lost Virtue, de Wendy Shalit. La campaña “True Love Waits [El amor verdadero sabe esperar]” ha acaparado muchos titulares por haber convencido a más de medio millón de jóvenes de que se comprometieran a observar la abstinencia sexual hasta el matrimonio. En 1997, la Encuesta Nacional sobre Familia anunció que entre 1990 y 1995, el porcentaje de adolescentes sexualmente activos había descendido por primera vez desde 1970. […] La tasa de embarazos en adolescentes descendió en un 20% entre 1990 y 1999” (op. cit., p. 6).
“[Los “nuevos fieles”] “Han asistido a la ruptura de sus propias familias, o de las familias de sus amigos”, afirma Brad Wilcox, del Center for Research on Child Wellbeing de Princeton. […]. “Han experimentado el lado oscuro de la revolución sexual, y están buscando algún tipo de significado y estructura”” (op. cit., pp. 8-9).
“[Estos jóvenes] son cualitativamente distintos de sus padres, que, aunque buscaran el crecimiento espiritual [hippies, etc.], tendían a rechazar la religión organizada o, al menos, sus manifestaciones más convencionales, o moralmente más exigentes. Estos jóvenes [actuales] no son perpetuos buscadores. Están comprometidos con una visión religiosa del mundo que fundamenta sus vidas y conforma su moral. No son creyentes tibios ni disidentes apasionados [respecto del magisterio eclesiástico]. Cuando abrazan una tradición religiosa, quieren hacerlo con todas las consecuencias, o no hacerlo en absoluto. Cuando son atraídos por una confesión, en la liturgia o en la espiritualidad, quieren comprender la realidad subyacente de esa tradición, y usarla para transformar sus vidas. […] Los jóvenes analizados en este libro también difieren sustancialmente de sus abuelos, aunque sus actitudes morales y prácticas devocionales a menudo parezcan sorprendentemente similares [a las de sus abuelos, no a las de sus padres]. La mayor parte de sus abuelos heredaron una tradición religiosa […] en medio de una sociedad que daba sin más por supuesta la visión cristiana del mundo. Los jóvenes americanos actuales […] [en cambio] nunca han podido permitirse el lujo de aceptar la ortodoxia sin reflexión crítica. La cultura pluralista en la que viven no lo permitiría” (op. cit., p. 11). “Ninguno de los jóvenes creyentes entrevistados en este libro ha abrazado la ortodoxia [católica, protestante, greco-ortodoxa o judía] sin reflexión, sin esfuerzo, sin enfrentarse a una cultura dominante que cuestiona e incluso se burla diariamente de su elección” (op.cit., p. 18).
“[Muchos de los “nuevos fieles”] Tienden a ser líderes culturales, jóvenes adultos adornados con talento, inteligencia, belleza, ingresos altos, carreras exitosas, currículos educativos impresionantes, carisma, o alguna mezcla dinámica de esos elementos. Son el tipo de gente que, según la sabiduría convencional, no necesita religión […]. Son el tipo de personas hacia las que se vuelven otros jóvenes cuando dudan sobre qué hacer, cómo vivir y qué creer. […] “Cuando ellos hablan, incluso los escépticos escuchan”, dice Leon Kass, profesor de bioética y humanidades en la Universidad de Chicago. […] Kass ha descubierto que aquellos de sus estudiantes que defienden la religión organizada tienden a encontrarse entre los mejores y más brillantes” (op. cit., p. 12).
“Su adhesión a la moral y la devoción tradicionales a menudo exige un coste personal alto, y la naturaleza sacrificial de estos compromisos es precisamente lo que los hace atractivos. […] Se sienten atraídos por el misterio, y tienden a confiar en su intuición de que lo que han encontrado es verdadero, real y merecedor de ser vivido hasta el extremo. […] Buscan guía y formación en las fuentes legítimas de autoridad, y confían en esas autoridades, esperando que les ayuden a encontrar la felicidad duradera y evitar repetir los dolorosos errores que ellos mismos [los jóvenes] o sus padres y amigos han cometido. […] Aspiran a la santidad, a la autenticidad […] y se sienten atraídos por las personas y comunidades que hacen lo mismo. A contrario, sienten repulsión por el aguachirle, la hipocresía y el pasteleo” (op. cit., p. 15).
“También se enfrentan al peligro de volverse “ultradefensivos”, ultracríticos [hacia el mundo que les rodea] y aislados de una sociedad que se burla de sus valores más queridos. La mayor parte de estos jóvenes creyentes prefieren comprometerse en transformar el mundo circundante, antes que a retirarse de él. Para hacerlo, tienen que andar constantemente sobre una cuerda floja para evitar los dos extremos que detestan: el aislamiento del mundo, de un lado, y la capitulación a los valores relativistas del mundo, de otro lado” (op. cit., p. 24).
Francisco J. Contreras Peláez | Universidad de Sevilla