Cuántas veces lo hemos escuchado... Cuántas veces tendremos que volver a escucharlo. Incluso bautizados, católicos -de esos que se llaman "practicantes"- van y lo dicen. Y se quedan tan tranquilos.
Me refiero a esa mezquindad, como todas las ruindades tan vieja, que incluso ha logrado convertirse en lugar común, que ha conseguido la adhesión de tantos y tantos. Ese tópico que dice que la Iglesia Católica vive en el lujo, que ha atesorado a lo largo de los siglos un patrimonio tan grande que escandaliza.
Son los partidarios de la pobreza, sin saber lo que la pobreza comporta. Los que están prestos siempre a escandalizarse por la suntuosidad y los tesoros de la Iglesia. Los hay que atacan desde fuera y los hay que atacan desde dentro. De buena gana, los de dentro, quisieran deshacerse de todos esos artículos reputados de lujo: ¿Vasos sagrados de metales preciosos? ¡Que se los lleve el mercachifle que trapichea con oro y plata! ¿Sagrarios con piedras preciosas? ¿Relicarios valiosos? Todo sobra, según estas almas cándidas que se han dejado seducir por los lamentos de aquellos que, desde fuera de la Iglesia, acusan a la Iglesia de ser rica... Mientras hay pobres.
"Jesús no quiere estas cosas" -dicen y se cuidan mucho de decir "Jesucristo": por algo será, eso de Cristo no les gusta a muchos. Si toda esa riqueza se vendiera podría dársele de comer a miles, a millones de seres humanos que hambrean y padecen privaciones. La Iglesia Católica es mala, muy mala: mientras predica la pobreza, el clero nada en la opulencia. Mientras los pobres sufren, la Iglesia malgasta el dinero del cepillo en superficiales objetos de materiales preciosos. Es preciso, se dicen, que la Iglesia retorne a la simplicidad original, a la indigencia total, para que gane autoridad.
Sin tener ni idea de lo que significa la pobreza hablan de pobreza. Como si los tesoros de la Iglesia fuesen del párroco, del monaguillo y de la esposa del sacristán.
Ha sido en toda la Cristiandad. Todo el esplendor de la Liturgia tradicional, la riqueza de los templos que se embellecían para hacerse lugares dignos de Dios... Todo eso tuvo -y tiene- muy mala fama: la que le han dado los progresistas.
Algunas instituciones de la Iglesia no cayeron en este sentimentalismo de la pobreza, en esta demagogia barata del baratismo. Y justo contra esas instituciones que quedaron sin afectar por esta "deformación" (la palabra "reforma" se muestra inapropiada) siempre se levanta una voz, falsamente conmovida, que se finge escandalizada ante el esplendor -la riqueza- de los templos y los objetos de culto.
Pero es un viejo cuento. Tal vez uno de los cuentos más viejos del cristianismo. Tan viejo que ya aparece en los Evangelios.
Cuando María vertió un valioso ungüento de nardo para lavar los pies de Cristo, Judas Iscariote se escandalizó y dijo:
"¿Por qué este ungüento no se vendió en trescientos denarios y se dio a los pobres?"
Los descendientes del Iscariote siguen diciendo algo parecido cuando denuncian a la Iglesia por poseer "tesoros" que, si se deshiciese de ellos, aliviarían la miseria en el mundo.
San Juan nos desenmascaró a Judas y a su prole: "Esto decía, no por amor a los pobres, sino porque era ladrón y, llevando él la bolsa, hurtaba".
Cuando Álvarez Mendizábal expropió los bienes eclesiásticos cumplió uno de los sueños de su padre Iscariote. La II República hizo otro tanto. Después del Concilio Vaticano II, incluso clérigos se apresuraron a arrasar las bellezas que a duras penas se habían conservado, cayendo en ese mismo error... Es hora de rectificar y de salvar al mundo a través de la belleza, pues constituye un error pensar que el culto que los hombres podemos dar a Dios es exclusivamente espiritual. Se expresa a través de lo sensible. Y a través de lo sensible si hubiera un metal más precioso que el oro, ese metal tendríamos que emplear... Y si a los diamantes les superaran otras piedras, esas piedras habría que buscar para emplearlas en el culto... Y, con todo y con ello, no rendiríamos todo el honor y la gloria que merece Dios Uno y Trino.
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