En 1936 España se divide en dos campos irreconciliables. La formación del Frente Popular supone un bloque tan poderoso que se hace imposible el diálogo parlamentario entre esta izquierda monolítica y las derechas divididas. La República muere, mientras los dos campos esperan o preparan el golpe de Estado.
JULIO 1936
“La Comunión Tradicionalista se suma con todas sus fuerzas en toda España al Movimiento Militar para la salvación de la Patria, supuesto que el Excmo. Sr. General Director acepte como programa de gobierno el que en líneas generales se contiene a la carta dirigida al mismo por el Excmo. Sr. General Sanjurjo, de fecha nueve último. Lo que firmamos con la representación que nos compete. Javier de Borbón Parma Manuel Fal Conde.”
Es la orden de sublevación del Carlismo militar. En menos de un mes los requetés navarros llegaran hasta Vizcaya, Zaragoza y el Alto de los Leones. Al mismo tiempo, el requeté andaluz toma Sevilla y gran parte de Andalucía, y llega hasta Toledo. Fracasa el alzamiento donde fracasa el Carlismo. Estos son los hechos. Pero ¿cuáles son las causas por las que el Carlismo pudo movilizar cincuenta tercios de requetés y motivar estos voluntarios para lanzarse a la guerra? La contestación es simple: la guerra civil no fue un accidente, fue una conclusión.
La guerra civil no fue un accidente. Fue la crisis violenta del sistema capitalista burgués enfrentado, a la gran revolución del Frente Popular. La guerra civil la perdimos todos, tuvo un solo vencedor: Franco. Pero de las cenizas de los combates va a nacer una España diferente, una Iglesia diferente, un ejército diferente, una mentalidad diferente, una democracia nueva. España habrá sufrido una gran mutación histórica. En esta guerra y en esta crisis, como en toda mutación histórica, el Carlismo ha tenido mucha responsabilidad: para empezar, la de enfrentarse con el caos del año 1936.
La crisis política inmediata
La dictadura del Primo de Rivera se había derrumbado y la monarquía liberal con ella. La República está rota. No hay más esperanza de solución. Ya no hay posibilidad de gobierno o, mejor dicho, no hay gobierno. Gobierna la calle. Y en la calle no hay diálogo, todos esperan o preparan el golpe.
Al analizar la situación política se percata uno de la inviabilidad del Frente Popular. El Partido Socialista, el PSOE, está acusado por comunistas y anarquistas de haber sido durante los años de la dictadura del General Primo de Rivera un partido al servicio del dictador y que su sindicato, la UGT, ayudó a reprimir tanto, a unos como a otros militantes de los partidos de izquierda. Le acusan más o menos de haber estado al servicio de la monarquía liberal, del ejército y de la dictadura de Primo de Rivera.
Los anarquistas, probablemente el más grande de los movimientos sociales de izquierda, además de recelar de los socialistas, tenían una profunda antipatía por los comunistas y su teoría de dictadura del proletariado. Los libertarios, los amantes de la libertad, difícilmente pueden sentirse atraídos por una dictadura. Además saben lo que ocurrió a los revolucionarios anarquistas a manos de la dictadura comunista soviética.
Los comunistas, el partido más pequeño pero mejor organizado y disciplinado, teniendo el apoyo incondicional de Moscú podían libremente despreciar a los que les despreciaban y no dejaban de hacerlo sentir a sus aliados del Frente Popular, tanto socialistas como anarquistas.
El análisis de este enfrentamiento entre las izquierdas imponía dos conclusiones: la primera era la imposibilidad de una solución dialogada. El acuerdo era imposible con una izquierda tripartita. La segunda, la imposibilidad, en el caso de un golpe de Estado del Frente Popular, de un gobierno coherente del mismo sin un segundo golpe que estableciera la primacía de una de las partes sobre las otras dos. La dictadura del proletariado estaba evidentemente en las antípodas de la desaparición del Estado propuesto por los anarquistas o del Estado parlamentario, proyectó de los socialistas. Por eso, sea cual fuere la simpatía que podían tener muchos españoles por uno de estos partidos, eran conscientes de que de las sucesivas revoluciones necesarias llevarían a un desencadenamiento de violencias y de cataclismos en serie.
En resumen, había poca esperanza democrática de diálogo y tolerancia en el caso de una victoria del Frente Popular. El doctor Negrín, un gran amigo y colega del profesor Corral, que era carlista, le confesó “incluso si ganamos nosotros, estamos perdidos”.
Si añadimos a esta división interna de las izquierdas su actitud anticlerical, imposible de deslindar de la actitud antirreligiosa de los tres partidos, esto hace más problemática aún su aceptación por parte de aquella sociedad española profundamente vinculada al cristianismo.
En este momento el término de derecha no tipifica la realidad del otro campo. Es un conglomerado de los que rechazan y se sienten rechazados por el Frente Popular. Allí se agrupan desde las JONS, totalitarios, fascistas de Falange, liberales, demócratas cristianos, la Iglesia, parte del ejército, monárquicos y caciques. En el campo nacional cada sector intentaba alcanzar sus metas. Para unos era su libertad religiosa, para otros sus privilegios económicos; o simplemente el orden público. Otros se fijaban, como metas la democracia parlamentaria, el restablecimiento de la monarquía o incluso la instauración del fascismo al estilo de Mussolini. En el sector de los militares, la unidad de la patria. Pero, ¿Qué querían los carlistas?
El Carlismo y los Carlistas en 1936
Hay que distinguir claramente dos estamentos para comprender el Carlismo de entonces. El Popular, por una parte; una minoría dirigente integrista, por otra. A nivel popular, el Carlismo esperaba que, caída la monarquía alfonsina, sostenida por la dictadura militar y caída la República, que había incurrido en el caos, podrían volver a proponer sus ideales de una monarquía legítima, una monarquía arbitral, restablecer las libertades forales o lo que correspondería a un concepto de Estado federal. Esperaba también que se garantizara la libertad religiosa, aunque tenía cierto reparo al clericalismo anticarlista de la Iglesia durante la monarquía liberal. En fin, deseaban la edificación de un sistema que garantizara una defensa de los trabajadores y una justicia social. Muchos carlistas habían luchado en los sindicatos libres cristianos y veían en un sindicalismo pluralista el instrumento de defensa de los trabajadores, como clase, o el instrumento de participación en las empresas, como individuos.
Por otra parte, al nivel de dirigentes del partido, se habrían reintegrado los antiguos integristas expulsados del Carlismo por Carlos VII, pero que luego volverían en la época de don Alfonso Carlos.
Don Alfonso Carlos aceptó el retorno al Carlismo de este sector, que tenía entre sus filas a miembros de cierto prestigio social, coincidiendo con un sentimiento general en el Carlismo y con amplios sectores de la sociedad española, persuadida de que la peor de las catástrofes sería una victoria de aquellas izquierdas que transformarían España en un satélite de Moscú.
La imagen de la Unión Soviética, una sociedad totalitaria de izquierda militarizada, policíaca, antirreligiosa, sin ninguna libertad de prensa, ni de expresión, ni de asociación, totalmente burocratizada y centralizada, no era atractiva ni para el viejo rey carlista Alfonso Carlos, ni para el pueblo carlista, ni para muchos demócratas, que se encontraban en el llamado campo nacional.
Este análisis del peligro de sovietización del país y de persecución religiosa coincidió con el de la derecha más egoísta y también con la posición de la Iglesia jerárquica, con una parte del ejército. Y con determinados sectores integristas. Entre ellos había desde cristianos sinceros, pero en la línea clerical de los obispos, hasta los que descaradamente utilizaban el sentimiento religioso para defender sus intereses de clase o simplemente sus intereses económicos. Perseguían evidentemente, sus propias metas políticas y necesitaban la carne de cañón de los carlistas para alcanzarla. En cuanto al Carlismo, tenía una sola meta salvar España, sin poner más condiciones que la que una consulta nacional “una vez establecido un poder militar provisional”, con un orden público de unas libertades democráticas poco definidas. El concepto de servicio a España por encima de todo, incluso de ideales propios, fue quizás el factor más negativo de la postura carlista, como veremos más adelante.
Con todo, el espejismo de una posible reconstrucción democrática del país era muy atractiva para una sociedad desesperada por el caótico presente y a la vez consciente de su capacidad histórica de crear un futuro distinto.
Uno de los muy pocos que discrepaban de este análisis fue nuestro padre; Para él había otro peligro que obligaba a una acción inmediata: una amenaza entonces no percibida claramente en España era, en sus ojos, el nazismo. Su temor era que la lucha contra el peligro comunista llevara al nazismo. Para evitar una España satelizada por Hitler, por una parte (y apoyada por esto por todas “las derechas”), enfrentada a una España satelizada por Stalin por otra, tenía que actuar el Carlismo precisamente. No olvidemos que entonces en el campo nacional se veía como una esperanza, el apoyo del fascismo italiano o del hitlerismo alemán. Aparecían como una esperanza, sin medir sus consecuencias.
En 1936 mi padre creía necesaria una acción inmediata, a fin de evitar en esta doble catástrofe, provocada por la doble polarización internacional del conflicto. El neutralismo era inaceptable. En efecto, el Carlismo era el único movimiento capaz de movilización militar propia. Ni la Falange, ni la CEDA, ni Renovación Española, es decir los monárquicos, tenía fuerzas para la movilización militar. El Carlismo tenía esta capacidad y podía así decidir el día y la hora de su sublevación. La no intervención equivaldría a suicidarse políticamente y dañar gravemente a España, privándola de una fuerza política importantísima para un futuro democrático, sin por ello evitar una confrontación violenta.
Podemos hoy lamentar que no fuera capaz de condicionar más claramente su levantamiento al cumplimiento de sus metas históricas, ya que todos los demás participantes, incluso los que no tenían la más mínima capacidad de movilización, lo hicieron. Pero el sentimiento del deber hacia la patria hizo que el Carlismo prescindiera de toda su doctrina política e inclusive de su meta monárquica. Fundamentalmente se lanzó a salvar una situación desesperada al precio que fuere. Esto puede ser criticable o admirable, dependiendo del punto de vista en que se sitúe uno. Es fácil a posteriori criticar lo que hicieron los que nos precedieron pero, al menos, en vez de eludir el problema tomaron sus responsabilidades.
La doble guerra civil
Que el ejército no fuese capaz de sublevarse en todo el territorio español a pesar de sus promesas; que el general Sanjurjo, único general que tenía un prestigio y una influencia tanto sobre Mola como sobre Franco mismo, muriese de accidente pocos días antes alzamiento; que el general Mola, luego, después de aceptar el golpe de Estado franquista muriese en otro oportuno accidente; Que el general Franco lograse transformar su poder militar en poder político y llegar a ser así Jefe de Estado, era difícil de imaginar. Pero aún más difícil era prever (y pocos historiadores lo han subrayado) la doble guerra civil.
Así, en el campo republicano hubo una guerra civil latente o incluso abierta a lo largo del conflicto. En el campo nacional el general Franco, por un golpe de Estado interior, suprimirá todos los movimientos políticos e incluso intentará suprimir el Carlismo para asentar su hegemonía. Habiendo creado, con el apoyo de Mussolini y Hitler, un Estado totalitario, logró eliminar el Carlismo no sólo políticamente sino lanzando a los famosos Tercios de Requetés a los combates más sangrientos. Hacía imposible el crecimiento del Carlismo como movimiento político, mientras potenciaba los movimientos de Falange, mucho más fáciles de manipular.
El trasfondo histórico
La historia no se puede comprender a partir de su desorden cotidiano. Porque los fenómenos históricos por caóticos que parezcan al observador que los vive desde dentro, responden a un orden perceptible sólo desde una perspectiva histórica. Obedecen a unas relaciones de causa-efecto invisibles en lo inmediato. Ejemplo de ello es la guerra civil española, que no se puede comprender desde lo inmediato.
Para comprender la guerra civil española de 1936 conviene mirarla desde su perspectiva histórica, la de una revolución burguesa inicialmente exitosa, seguida de su propio derrumbamiento frente al intento de la revolución proletaria. El gran conflicto del mundo moderno, desde la Revolución Francesa hasta la sociedad democrática actual los resume y asume enteramente la guerra civil española. Esta doble crisis revolucionaria empieza en el primer tercio del siglo XIX y acaba un siglo más tarde en España.
El fenómeno español inicialmente dista mucho de ser único. Con la restauración después de la Revolución Francesa y de Napoleón, en toda Europa llegan al poder dinastías que serán instrumentadas por la burguesía. La prueba de la naturaleza instrumental de estas dinastías es que desaparecen en cuanto dejan de ser útiles. El cambio aparentemente caótico del siglo XIX, que hace pasar a la sociedad occidental de un mundo tradicional de organización estamental en lo social, federativa en lo estatal y monárquica en lo formal, a una sociedad moderna igualitaria en lo social, centralista en lo estatal y republicana en lo formal, pasa por la revolución burguesa. La revolución burguesa pone orden en el aparente caos, y permite comprender cómo la Revolución Francesa pudo siglo y medio más tarde, después de muchos traumas, desembocar en una sociedad que logra hacer avanzar los valores de libertad, la igualdad, y en algo, la fraternidad universal. No se puede negar que las estructuras creadas por la burguesía han sido el cauce de la historia del siglo XIX.
A la burguesía del siglo XIX podemos dividirla en dos tendencias: una es constitutiva de una elite intelectual. Lo que le atrae es el éxito en las artes, las letras, la filosofía, la ciencia. La otra tendencia es la de la elite económica. Ambas burguesías constituyen el llamado Tercer Estado. El desarrollo de la cultura, de la medicina, de la ciencia y de la economía a lo largo del siglo XVIII va a romper el antiguo equilibrio entre la Nobleza, el Clero y el Tercer Estado. La burguesía, es decir el Tercer Estado, va a crecer más rápidamente que la nobleza y la Iglesia, haciendo intolerables los privilegios políticos de la primera y los monopolios ideológicos de la segunda. En el siglo XIX el crecimiento económico dará a la burguesía la palanca que le permitirá a desbordar a la nobleza y al clero y dominar el mundo de las ideas y de la práctica política. Pero este desarrollo económico favorece en particular a la ” burguesía económica “, que acabará dominando la sociedad entera, imponiendo al mundo el capitalismo. Asistimos así en todos los órdenes a la explosión del capitalismo económico, con su interpretación filosófica del mundo y su falta de sentido social. El capitalismo llamado salvaje destruirá rápidamente y sin remedio el viejo sistema social y político, pero precisamente por su egoísmo creará sus anticuerpos, las fuerzas populares, en primer lugar en España la carlista. Y luego todos los movimientos políticos revolucionarios. Entrarán unos y otros en conflicto con el sistema burgués, un conflicto que durará todo el siglo XIX para provocar al final la guerra civil.
La burguesía en España
La nobleza y el clero, las dos estructuras sociales básicas del Antiguo Régimen estarán, tarde o temprano absorbidos o domesticados por los nuevos políticos de origen burgués. Así, el alto clero sometido en la monarquía tradicional que de hecho proponía y nombraba a los obispos, los escogía de entre la nobleza y la burguesía intelectual, gozando por ello de un indudable prestigio social. Con la dominación burguesa nuevamente estrenada fueron no solamente los nuevos monarcas si no a menudo los ministros o los políticos influyentes quienes proporcionaban a sus protegidos para elevarles en los rangos eclesiásticos. A partir de entonces tienen tendencia a aceptar sin demasiado reparo los valores burgueses, donde menos se hubieran debido aceptar: en materia de propiedad y de subordinación del trabajador al capital. En otras palabras, los altos dignatarios de la Iglesia aparecen vinculados al capital y al poder, utilizando los valores morales de la Iglesia en contra de la justicia, de la verdad evangélica y de las libertades humanas. El clero local, mayoritariamente de origen campesino, a menudo discrepa de sus pastores por encontrarse cerca del pueblo. Pero esta discrepancia no tiene efectos sobre la Iglesia jerárquica.
El anticlericalismo de los movimientos revolucionarios o la actitud antirreligiosa será el resultado a nivel popular. Es explicable aunque no necesariamente aceptable. La historia de España y América, escrita y dirigida por Vicens Vives, en el volumen V, página 121, dice:” Desde los albores del siglo VI, la Iglesia había vivido íntimamente vinculada al pueblo. Se consideraba su representante ante el Estado. La Reconquista y la Contrareforma habían acabado de remachar tales vínculos, de modo que en toda actuación popular conformista o inconformista hallamos teóricos y activistas eclesiásticos. En 1.834 y 35 este idilio puede considerarse terminado.”
La nobleza, por su parte, en no pocos casos depauperada y arrinconada en el proceso del desarrollo económico, al tener sus propiedades vinculadas, es decir, privadas de derecho de enajenación, verá con simpatía muchas de las reformas que hace la burguesía, en particular las leyes de desamortización que les permite vender sus tierras y entrar en el juego económico. Además, ve con agrado a sus vástagos casarse con hijos de los burgueses adinerados que aportan lo que más le falta a la nobleza: recursos económicos.
Pero al final, la nobleza pierde no solamente sus privilegios sino también su prestigio propio, ajeno al sistema capitalista, por aparecer ante la sociedad con una imagen difícil de distinguir de la del burgués. La opinión pública los asimila al grupo dominante, represor y egoísta.
La desamortización y la metodología
política de la burguesía
La Desamortización fue en realidad un proceso cuya fase inicial se sitúa alrededor de 1834. Tuvo varias metas: La primera era la de financiar el déficit público debido en gran parte a la primera guerra carlista. La segunda a atraer esa nobleza rompiendo o suprimiendo la vinculación de los mayorazgos, y así permitirle vender sus bienes para integrarse en la vida económica del país. La tercera, controlar el clero, sustituyendo los bienes en manos muertas, vinculados a servicios educacionales hospitalarios o sociales, por una renta estatal dependiente por tanto del poder político. Y la cuarta, desarmar los municipios y las colectividades locales, cuyos bienes comunes eran el único recurso de los más pobres, con el mismo procedimiento.
Así, con la Desamortización, las viejas estructuras locales estaban definitivamente desbaratadas por estar apartadas del reparto del botín. Se enriqueció más la burguesía, ya rica, y se vinculó a la nueva dinastía isabelina, viendo en una posible contrarevolución carlista una amenaza seria para la seguridad económica de sus recién adquiridos privilegios económicos. En la carta que acompaña al proyecto de ley de desamortización en 1.836, en plena guerra carlista, Mendizábal escribe a la reina Isabel en los términos siguientes: “se funda en la alta idea de crear una copiosa familia de propietarios, cuya existencia se apoye principalmente en el triunfo completo de nuestras actuales instituciones.” En resumen, la desamortización permitió al gobierno isabelino financiar la lucha contra los carlistas en la primera guerra, absorber a la nobleza y potenciar la nueva burguesía.
Con la llegada al poder del sector más adinerado de la sociedad burguesa se agudizan las luchas sociales -campesinas y obreras-, consideradas por los vencedores como acciones criminales. Pero obnubilada por sus éxitos económicos, la clase dirigente no se percató de que se estaban fraguando los instrumentos de su propia destrucción. La lista de los conflictos, sublevaciones campesinas u obreras es larguísima, y se forma un nuevo instrumento totalmente ajeno a la ideología y visión del mundo burgués. Los sindicatos de clase y los partidos de masas.
La Revolución Proletaria, los Sindicatos
y los Partidos de Masas
Ambos son instrumentos profundamente revolucionarios, aunque pueden ser pacíficos según el nivel de libertad concedida en el diálogo por la clase dirigente, o arrancado a partir de la presión ejercida por la clase trabajadora. Ambos se desarrollarán como antídoto al capitalismo salvaje y al parlamentarismo hueco que sirve de pretexto a la burguesía decimonónica. No nacieron ni se desarrollaron en contra del Antiguo Régimen como el movimiento burgués; se desarrollarán tanto en contra de éste mismo, como en contra de la explotación capitalista y por la conquista de las grandes libertades humanas.
Pero de todos sus adversarios, el más evidente no fue la nobleza, ni siquiera la burguesía; fue la misma Iglesia.
Si bien es verdad que hubo también muchos movimientos obreros inspiración cristiana, el papel de la Iglesia como cuerpo social, sobre todo el de su jerarquía, aparecía tan íntimamente vinculado al sistema opresor que se transformó en el blanco predilecto de las izquierdas populares. Claro está que las ideologías de izquierda, especialmente las marxistas, eran materialistas, pero el odio contra el clero y la religión, por injusto que haya sido, no era debido a la ideología solamente sino a su imagen, de traidora a sus principios e instrumento de represión al lado del poder burgués.
A partir del fracaso de la tercera derrota carlista, en 1.876 va a desarrollarse una nueva forma de partidos políticos, revolucionarios unos, reformistas otros, pero que al igual que el vencido Partido Carlista van a tener una organización profundamente popular.
Los partidos políticos de masas serán organizaciones militantes radicalmente diferentes de los partidos políticos burgueses. Aquellos eran partidos de minorías selectas, de clubes, sin otra estructura que una vaga organización electoral. Su terreno era el sistema de voto censitario. Pero más o menos se necesitaba en un sistema que limitaba el país político, inicialmente por lo menos, a unos 30.000 ciudadanos suficientemente adinerados para poder ser electores y aún más adinerados para poder ser elegidos.
Los partidos de masas crecieron así en contra del mismo sistema burgués desde dentro del sistema parlamentario y para la conquista del poder. Sus afiliados no eran electores solamente; eran militantes. Las bases sociales eran corrientes comprometidas con una ideología y un proyecto de sociedad.
Los sindicatos, por su parte serán revolucionarios unos; otros, partidarios del sistema parlamentario. Los hay, por fin, que enfocan sus luchas laborales simplemente en el sentido reivindicativo. Los pocos sindicatos cristianos que aparecen son llamados ” amarillos “. Se les acusa por su prudencia de pactistas, asustados por la Iglesia, por la revolución, por el marxismo y por el anarquismo. Los Sindicatos Libres fueron fundados inicialmente por los carlistas y fueron de los pocos que se enfrentaron con la realidad desde la vertiente cristiana, sin miedo, antes de ser luego eliminados y manipulados por la acción conjunta de la Iglesia, de las izquierdas y, sobre todo, del poder. Todas estas fuerzas estaban temerosas de su posible éxito. Para la Iglesia de entonces no se podía ser cristiano y revolucionario. Para las izquierdas no se podía cristiano y luchador obrero. Y para el poder establecido no se podía ser carlista.
El ejército
Junto a las transformaciones sociales del siglo XIX aparece una nueva fuerza, cuyo papel político era totalmente impensable en el siglo XVIII: El ejército.
El ejército español es original en su evolución. Las sucesivas guerras carlistas, las expediciones de África, los repetidos fracasos gubernamentales, la represión de las sublevaciones populares implican continuamente al ejército en una función política. Es a la vez criticado por su excesivo costo, por sus represiones contra el Carlismo y los movimientos obreros y por su golpismo. Marginado, acaba el ejercito en una reacción de autodefensa, por considerarse como un cuerpo aparte de la sociedad, como “la iglesia de la patria”, principal defensor de la unidad nacional y de la convivencia en el país.
Por necesidad o ambición de cuerpo, cuando no personal, el ejército se constituye en un Estado dentro del Estado. Con su visión mesiánica de salvación de la patria y desprecio de los movimientos políticos ve en cada nuevo golpe su salvación y la de España. Así, la salvación de España pasa por el ejército como ” único intérprete de la voluntad popular “.
La monarquía: pretexto o instrumental
No siempre con justicia se ha acusado a los monarcas liberales de los defectos de su época. En realidad fueron no pocas veces tanto víctimas como causantes de los desórdenes de los pronunciamientos, de los conflictos sociales, de las guerras civiles y de las guerras carlistas mismas. En efecto, la monarquía isabelina y luego alfonsina era en gran parte una monarquía pretexto, una monarquía instrumental. El verdadero monarca de la sociedad era la nueva clase burguesa adinerada. Su verdadero sistema político hubiera tenido que ser desde el principio la República. El monarca y la Monarquía en sí misma sobraban, pero en aquel entonces pocos países concebían la República como un sistema viable. La Monarquía era, en sí, una necesidad psicológica para los pueblos y para quienes los dominaban, en este caso la burguesía.
Las viejas monarquías, por su tradición arbitral, tenían un profundo arraigo popular. Sus relaciones con el pueblo eran a menudo tormentosas, pero de una u otra forma la Monarquía era la institución que ” templaba las gaitas” entre los diversos poderes sociales. Convenía a la burguesía que las nuevas monarquías fuesen parecidas a las antiguas, salvo en esta función arbitral; tenía que estar en exclusiva al servicio de una sola clase, la burguesa. Debía parecerse a la antigua para satisfacer a la nobleza. Debía de ser confesional para recibir el respaldo de la Iglesia institucional y conseguir su apoyo; debía de desarrollar la cultura para el progreso de las ideas y satisfacer así a la burguesía culta, pero convenía que no tuviera arraigo popular. Así, el prestigio histórico y humano de las viejas monarquías o dinastías serviría de tutor, de protección, de biombo incluso detrás del cual se movería el nuevo soberano social. Las nuevas dinastías serían instrumentales. Convenía que tuviesen todo el brillo de las antiguas, incluso la popularidad, pero no el arraigo popular, cosa muy distinta. La mejor ilustración de este arraigo popular es la capacidad de la dinastía carlista, que sí lo tenía, de movilizar por cuatro veces al Carlismo para unas guerras, fuera de toda legalidad, sin ningún dinero y en contra del apoyo estatal. En la tercera contienda se evidencia aún más la diferencia entre la popularidad que tuvo la monarquía alfonsina con Alfonso XIII al frente y el arraigo popular que no tuvo. ¿Dónde estuvieron los defensores de la monarquía liberal solamente 10 años después de caer la monarquía? ¿Cuál fue su participación en la guerra? En frase de Abraham Lincoln,” es posible engañar a parte del pueblo todo el tiempo, o a todo el pueblo parte del tiempo, pero es imposible engañar a todo el pueblo todo el tiempo “. La caída de la monarquía burguesa marca así el final del intento por parte de la burguesía económica de engañar a todo el pueblo todo el tiempo, pero fue un final dramático.
La guerra civil, que culmina el proceso, es el conflicto final entre la burguesía y su expresión de clase y el pueblo con su entrega a un ideal y su violencia propia. Era evidente en 1936 que esta revolución tenía que ser violenta y no pacífica. Las fuerzas contrarrevolucionarias se estaban organizando. El fascismo en Italia había resuelto el problema del orden público y del desarrollo económico, en base a la represión, y se les ha antojaba a muchos que también en España podía oponerse al empuje revolucionario de los movimientos de izquierda. El hitlerismo lo había conseguido en Alemania de la misma manera. En Francia había amañado el empuje revolucionario y se buscaban en el mundo político parlamentario unas soluciones pactadas. Portugal, por su parte, había logrado con Salazar más o menos una solución de orden también aparentemente pacífica.
Las izquierdas en España debían optar entre volver al sistema anterior odiado, o hacer frente al autoritarismo naciente.
El Frente Popular no tenía en realidad otra meta que ser la alternativa revolucionaria y la apertura de las compuertas para aquellas fuerzas capaces de arrasar el pasado y engendrar un mundo nuevo. Les parecía que retrasar este momento era condenarse a sufrir la violencia del otro bando. Para ello era evidentemente indispensable la previa unión de las izquierdas y esto era lo que pretendía el Frente Popular. Pero era no menos evidente que el golpe de fuerza, la dictadura de la izquierda era probablemente indispensable, ya que la II República había fracasado en el intento pacífico por culpa de las derechas. Por otra parte, como hemos visto ya, el hecho mismo de la unión de las izquierdas en un frente común hacía inviable una república, y por lo tanto una solución parlamentaria. En todo esto ¿qué paso con el Carlismo?
El Carlismo
Perdidas las tres guerras carlistas, la de 1833 a 1836, la de los Matiners en 1846-1849, y luego la de 1872 a 1876, el Carlismo ya había sido dado por muerto tres veces. Pero el Carlismo había sobrevivido en el corazón de muchos hombres en las principales provincias españolas. Por dos motivos: el primero era su adhesión dinástica que, de generación en generación, permitía una continuidad histórica, mientras permanecía una autoridad moral que jamás había desaparecido. El segundo, que está vinculación histórica era profundamente popular. No era una vaga simpatía o una popularidad electoral momentánea en torno a un líder político. Era una vinculación a una dinastía que representaba una concepción de la sociedad, amparo de la dignidad humana individual, y de la dignidad colectiva de los pueblos, atenta al valor de los estamentos intermedios entre el hombre y el Estado. Era una doctrina o una filosofía política marcada por el cristianismo, profundamente ligada al concepto comunitario de una sociedad.
Por ello no se pudo entender nunca con la burguesía del Estado nuevo, profundamente individualista, socialmente egoísta y sostenedora de cualquier poder establecido, con tal que no fuera anticlerical para no enfrentarse a la Iglesia, cuyo apoyo necesitaba, ni anticapitalista, por supuesto, pues del mismo capitalismo exacerbado obtenía sus privilegios.
Pero los conceptos de libertades forales o sindicales o de partidos políticos populares, sobre todo cuando eran capaces de movilización popular militar, eran peligrosos. Rompían la “unidad nacional” por reconocer que entre el Estado y el ciudadano podía haber organizaciones intermedias territoriales (forales), o sociales (sindicales), o ideológicas (partidos de masas), o revolucionarias (capaces de sublevación en armas).
El Carlismo tenía todas estas potencialidades; por ello fue el principal blanco del poder burgués por una parte y hubo siempre una vinculación popular profunda entre dinastía y el pueblo carlista por otra. Las luchas carlistas no eran solamente luchas dinásticas, aunque se presentaran como tales. Eran, además, ideológicas. Buscaban una concepción del poder totalmente diferente de la que tenían los movimientos liberales. No era un problema de programa de gobierno ni tampoco de legitimidad histórica, era un problema de proyecto de sociedad. De la misma manera que la monarquía liberal era el instrumento de la revolución burguesa y de la concepción individualista de la sociedad, la monarquía carlista era una concepción societaria de la sociedad.
Tan clara era en la opinión pública la diferencia entre la concepción carlista del poder y la liberal que cuando se hablaba de los partidarios de una u otra opción se llamaban por su hombre a los ” carlistas “, mientras que se llamaban a los partidarios de la dinastía liberal los “monárquicos”. En otras palabras, para el carlista la monarquía no era simplemente una forma de gobierno. Se podría incluso decir que siendo dinásticos, al límite no eran monárquicos, o dicho de otra manera, el lazo entre el carlista y su dinastía no tenía como meta una “forma de gobierno” sino un concepto de sociedad y este vínculo, que no se había roto en todo un siglo, era aún vigente en 1936.
El Carlismo en 1936, la sucesión dinástica
y el integrismo
Una de las grandes dificultades que encontró el Carlismo en el primer tercio del siglo XX fue el problema de la sucesión. Don Alfonso Carlos, hermano de Carlos VII y antiguo comandante de los ejércitos carlistas en Cataluña, busca angustiosamente a un miembro de la dinastía que pueda asumir la responsabilidad de Carlismo. Su angustia crece sobre todo con la conciencia que tenía de la posible dramática evolución de la situación en España. A la muerte de Don Jaime pide a nuestro padre que acepte la regencia del Carlismo, sin que esto le privara de sus derechos a la sucesión. Nuestro padre aceptó con una sola condición: que en el futuro se realizara por un procedimiento democrático la confirmación de la sucesión. Empezó la preparación del Carlismo junto a don Alfonso Carlos por lo que, ya preveía, iba a ser una guerra civil. El esfuerzo organizativo lo hace en este sentido, convencido de que había que prepararse para lo peor y que el Carlismo tenía que actuar e intentar mediar, en lo posible, en el conflicto. Sería necesario el uso de la fuerza; por ello todo se centró en la preparación de una organización militar y en el armamento de aquella fuerza.
Pero quien ostentó hasta el mismo comienzo de la guerra la responsabilidad del Carlismo fue don Alfonso Carlos. En la tormenta que se avecinaba, D. Alfonso Carlos temía más la impotencia militar del Carlismo para participar en una contienda inevitable que su poca preparación política. Esto explica su debilidad. Su percepción de la inevitabilidad del conflicto llega al máximo con las actividades antirreligiosas y anticlericales de la República. Se incrementó aún más con el Frente Popular, al ver que entonces los dos campos se hacen irreconciliables, y se le aparece una victoria de las izquierdas como el preludio a una sovietización de España. Era un hombre profundamente religioso y amante de las libertades individuales y sociales y todas le parecían estar en peligro con una victoria de las izquierdas. Ve “un todo o nada”; o se ganaba la futura contienda y habría esperanza, o se perdía y se caía en la dictadura soviética. Esta visión, que era además la de amplios sectores españoles, hizo que aceptara la vuelta al Carlismo de los sectores integristas expulsados del mismo al final del siglo XIX por su hermano Carlos VII; expulsión que luego fue confirmada por Don Jaime. Pero fue un error de don Alfonso Carlos.
El Integrismo
Mi tío don Alfonso Carlos discrepaba en esto de mi padre e incluso de su esposa Doña María de las Nieves, que verán con sospecha entrar en los mandos del Partido Carlista a hombres cuyas metas políticas eran distintas, cuando no opuestas, a las del Carlismo. Don Alfonso Carlos tenía flexibilidad en la táctica pero no tenía ductilidad en el análisis de las situaciones. La meta era preparar una guerra. Para una guerra todo hombre vale. Todos los voluntarios son aceptados. Fue un error, porque la guerra es un acto político. La meta de toda guerra es política, y los integristas lo verán así. La guerra que se acercaba era para ellos la ocasión de una revancha de sus ideales sobre los del Carlismo. Y veremos cómo no dudarán algunos de sus representantes en traicionar al Carlismo desde el principio del alzamiento. Pero los textos de los autores de este libro son suficientemente ilustrativos para que no sea necesario extenderse ahora sobre este aspecto.
Tengo que hacer aquí una salvedad para un hombre extraordinario por su valentía y honestidad, que provenía del integrismo, pero fue en todo momento lo que se podía esperar de un organizador, un líder político y un gran cristiano. Su nombre era Manuel Fal Conde que, en contra de muchos de sus amigos de antes, sirvió al Carlismo con toda honestidad y generosidad. Y se puede decir que el error de don Alfonso Carlos fue en parte compensado en el campo de la acción por su acierto en nombrar a Fal Conde jefe delegado suyo en España. Su incansable labor hizo de él el más eficaz colaborador, primero de don Alfonso Carlos y luego de nuestro padre. Quiero testimoniar que para él nunca tuvo mi padre más que palabras de admiración y aprecio. En el campo político, el error de Don Alfonso Carlos será compensado por la visión futurista de mi padre, que fija para el Carlismo un ” después de la guerra”.
La marginación del Carlismo
Si el Carlismo fue la pieza clave del alzamiento, ¿Cómo es que a los tres meses de empezar la guerra y ya con éxitos militares espectaculares pudo ser marginado? A decir verdad, todos los factores políticos jugaron en su contra. Ni la democracia cristiana, que era republicana, ni los sectores alfonsinos que por supuesto eran monárquicos y querían restablecer la Monarquía de Alfonso XIII, ni Falange Española, que era fascista, tenían interés en el Carlismo o, mejor dicho, tenían un gran interés en que el Carlismo desapareciera. Franco en persona mantenía íntimamente una fidelidad a la Monarquía de Alfonso XIII, y también Inglaterra, que deseaba la restauración en la Monarquía en la persona de Alfonso XIII por su vinculación familiar con la familia real inglesa, le apoyaba. Pero Franco habían logrado establecer contactos con el régimen de Mussolini y, a través de éste, con Hitler. Ambos estaban interesados en una victoria del campo nacional en España, que les daba una indudable patente de solución política europea, ya que el hitlerismo aparecía entonces como una copia de su sistema fascista. Hitler tenía los mismos motivos políticos que Mussolini. Además España representaba un campo de experimentación para su nueva fuerza aérea y su arma blindada. Pero Hitler y Mussolini tenían también un evidente interés en que se eliminará el Carlismo, dirigido por un príncipe que había luchado contra Alemania en la Primera Guerra Mundial y no había ocultado su actitud totalmente opuesta al nazismo, que consideraba junto al comunismo como el mayor peligro del mundo occidental.
Franco se dio cuenta de que si lograba unificar todos los grupos políticos del campo nacional podía construir un poder único totalitario. Por ello, promulgo el Decreto de Unificación, y suprimió todo los partidos políticos y organizaciones del campo nacional. Este mismo decreto serviría además para someter el Carlismo o para eliminarlo.
Así, el Carlismo aislado políticamente desde el planteamiento internacional de Inglaterra, de Alemania y de Italia, podía ser tranquilamente destruido. Tenía que pasar por el aro de aceptar el Decreto de Unificación y por ende el sistema fascista. Todos los partidos políticos del campo nacional lo aceptaban, salvo uno, precisamente el Partido Carlista. Fue una sorpresa para Franco y su reacción inmediata fue intentar suprimir el Carlismo. El aplastamiento del Partido Carlista se hizo desde el planteamiento político con el destierro, empezando por mi padre, o la cárcel, de jefes influyentes y fieles a nuestro padre, y en lo militar con el nombramiento, siempre que fuera posible, al frente de los Tercios de Requetés, de oficiales del ejército nacional que no tuviesen origen carlista.
La posibilidad de que el Carlismo se retirase de la guerra era evidentemente excluida. El Carlismo no había ido a la guerra para conseguir sus metas históricas sino para realizar un servicio a España. El que se retirase el Partido Carlista y los cincuenta Tercios que en luchaban en el frente de la contienda a los tres meses de iniciarse el conflicto hubiese significado el derrumbamiento del frente nacional. El Carlismo prefirió el sacrificio gratuito y salvarse como fuerza beligerante para el futuro. Su permanencia en la guerra seguramente fue la clave para la victoria del campo nacional. Sin él la victoria hubiera sido imposible y Franco lo reconocía así, pero también quedó muy claro que los requetés no morían por este sistema que odiaban y creían pasajero.
Es interesante constatar a posteriori que con la aceptación del Decreto de Unificación se suicidaron todos los partidos o movimientos del campo nacional. ¿Qué quedó de ellos cuarenta años más tarde? Ni siquiera la Democracia Cristiana, el más grande de todos los partidos de la preguerra logró levantar cabeza.
El rebelde al franquismo, el machacado por el Régimen, se salvo con su personalidad y sus ideales, y logró en parte sus fines cuarenta años más tarde, en particular por el proceso autonómico y las libertades políticas, gracias a mi padre y a los que lucharon entonces junto a él, y luego junto a mí y a nuestros militantes. Así llega el Carlismo al final de la guerra como un gran vencido en el campo del vencedor, pero el vencido que no se rindió a Franco fue aplastado por él, y por eso pudo sobrevivir al régimen. Tal fue la saña contra el Carlismo que, incluso con la llegada de la Monarquía a la muerte del dictador, el único partido que no se legalizó, y sólo lo fue pasadas las primeras elecciones, fue el Carlista.
Juntos, pudimos preparar y llevar a cabo la lenta gestación de la transición democrática. Pero no se acaba aquí el papel del Carlismo. Permanece latente con sus propuestas políticas y sociales, con su capacidad de animación a nivel social, porque en su tiempo, y gracias a mi padre, no renunció al futuro.
El Carlismo y el futuro
Había encima de la mesa tres fotos de Burgos, y se podía ver que estaban tomadas desde el mismo lugar, con la catedral al fondo y la avenida que conducía hasta ella, en tres épocas distintas:1900, con carros de caballo y señoras tocadas con grandes sombreros y vestidos largos; 1930, ya aparecen algunos automóviles de aquella época y las señoras visten más corto; 1970, con automóviles más modernos y con vestidos aún más cortos. Las fotos parecen algo pasadas de moda. ¿Qué es lo más moderno?, me preguntó el hombre que había puesto las fotos sobre la mesa. Equivocado por el término y confundiendo la palabra moderno con el sentido cronológico del tiempo, pensé que era la última foto, porque era la más próxima al momento actual. “Las tres fotos son igualmente modernas “, dijo este hombre. Lo que es viejo y pasado de moda son los vestidos y los coches. Pero en las tres fotos hay algo moderno, la catedral. No había pasado ni pasaría de moda. Así, hay en la vida de los pueblos valores que no pasan de moda porque son siempre actuales. Pero antes de ver cómo el Carlismo representa estos valores, echaremos una mirada al presente y el futuro del mundo.
El futuro
El mundo va hacia la unidad a marcha forzada por una urgente necesidad. No podemos permitirnos el lujo de una guerra nuclear ni bacteriológica. El peligro radical que pesa sobre la humanidad y los conflictos que se dejan entrever imponen un mecanismo político arbitral y un monopolio de la fuerza por un poder político. Un poder promotor, además, de la justicia intercomunitaría y del desarrollo armónico como condición de paz general. No existe paz sin justicia, por imperfecta que sea. Sin justicia o progreso hacia ella puede haber orden público pero no paz. Lo que busca el hombre es otro orden, el que le dé los dos bienes que todos ansían: la justicia y la libertad. La problemática, por ello, no es Monarquía o República como formas de poder, sino como la ha planteado el Carlismo en más de siglo y medio: el contenido de poder que debería tener en este Estado mundial cuya constitución vemos como necesaria.
La necesidad evidente de resolución de conflictos, del desarrollo económico coherente, de transferencia de riquezas, de justicia internacional, nos lleva a la fuerza a considerar unas necesidades subyacentes, ¿Qué contenido de gobierno tendrá el nuevo “gobierno mundial” cuando exista? No hay en realidad planteamiento macropolítico sin consideración de una base micropolítica. Por ello conviene empezar por está o por las realidades nacionales actuales, antes de considerar el planteamiento macropolítico que abarque la visión del futuro a nivel mundial.
La dinámica occidental muestra en el seno de los Estados nacionales desarrollados una lenta pero profunda evolución hacia la desaparición de la tensión dialéctica entre derecha e izquierda. La sociedad sin clases pierde parte de su capacidad revolucionaria que había heredado de la revolución burguesa. Simultáneamente los sindicatos pierden también su garra revolucionaria dialéctica, por haber desaparecido su base sociológica. Hoy en día no hay en el mundo occidental un sindicato revolucionario, todos son sindicatos de colaboración de clase que en el siglo pasado o al principio de éste se hubieran tachado de amarillos. El resultado es que se desdibujan los antiguos partidos de masas populares. Es casi imposible distinguirlos hoy de los partidos de cuadros conservadores. Los dos tienen un aparato de partido de masas pero su filosofía es de partido conservador cada vez marcado no por la lucha de ideas sino por la simple lucha electoral. El resultado es que los programas políticos de ambos se pueden incluso considerar intercambiables. Cada partido intenta ganarse el centro donde los electores indecisos del otro campo se pueden conquistar.
La característica de estos sistemas es que la sociedad vive entregada a una constante crítica y al desprecio de “los políticos” por sus promesas incumplidas, por sus programas incomprensibles y por la manipulación de la opinión pública. La opinión pública se ve a sí misma víctima, o se cree tal, de un fraude general que no logra a analizar. Además, la llamada partitocracia, es decir, la invasión por parte de los partidos de todos los aspectos de la vida ciudadana, agrava esta percepción. El municipio, la comarca, las autonomías, los sindicatos, la administración pública, todos parecen regirse por la organización de estos partidos, que aparecen como simples máquinas electorales al servicio de las ambiciones políticas de unos pocos. Así, el partido político, el aparato moderno más poderoso de la democracia, el que ha permitido los avances sociales más espectaculares hacía la justicia y políticos hacia la libertad, está ya en crisis.
Ha logrado superar la revolución burguesa y la revolución proletaria, ahorrando al mundo occidental muchos traumas y permitiendo que se abra en todos los países, incluso en los más lejanos o atrasados, una esperanza de progreso hacia el respeto de las personas, el progreso de las libertades y el desarrollo económico pacífico.
Pero hoy los partidos políticos criticados en su propia cuna occidental, y despreciados, no parecen ser portadores de esta esperanza. Sobreviven porque no existe otra alternativa para organizar un debate político o una decisión política. A nivel mundial, es muy posible que el sistema de partidos que conocemos no sea tampoco válido. En otras palabras, las diferencias culturales, económicas, históricas hacen un sistema de partido político a nivel mundial inadecuado para representar un conglomerado de más de 125 países. Es probable, además que lo que vale en unos sistemas de cultura occidental no sea válido en otros. El gran resurgir en algunos países del sentimiento nacional beligerante puede invalidar el sistema occidental a la hora de representar al conjunto de las naciones. Las Naciones Unidas son un primer intento de crear una República Mundial, una República que curiosamente tendrá probablemente algo del contenido de las viejas monarquías, al necesitar un poder arbitral que equilibre un gobierno nacional universal. La evolución de la unidad mundial pasará probablemente por un sistema federal. La imposibilidad de reducir a una representación de pocos partido unas realidades humanas tan diversas hace problemática al nivel macropolítico la constitución de un Estado-Nación mundial.
Sí volvemos al nivel de los Estados nacionales, vemos también renacer, a la sombra de la crítica de los partidos políticos actuales, la necesidad de reconstruir ó simplemente respetar unas realidades históricas para dar respuesta a lo que tanto anhela el hombre moderno: el pertenecer a una comunidad. El ser de un pueblo, de una ciudad, de una región o de una nación no es actualmente más que un atributo geográfico que se añade al carné de identidad. Lo que anhela el hombre moderno masificado y bien organizado por la sociedad impersonal, burocrática y paternalista es ser parte de una comunidad, tener algo que decir en ella. Pero este pertenecer no es sólo una pertenencia administrativa; es de algún modo exactamente lo opuesto. Es el hacer que estos pueblos, ciudades, Estados, sean propios y tengan propiedad de estos bienes comunes, por ser responsables de ellos. Lo mismo podemos decir de las organizaciones políticas o partidos; si son tan criticados, se debe en gran parte a que no son “de” los ciudadanos sino “para” los ciudadanos. Así, el hombre moderno está cada vez más deseoso de ser algo más que un buen administrado; la evolución de empresas, de los sistemas educacionales o culturales, incluso de los ejércitos y de los organismos religiosos, va exactamente en este sentido: buscar cómo hacer participar a sus miembros en sus comunidades respectivas. Cómo ser activo y creativo en el organismo social.
El hombre moderno busca cómo compaginar una libertad creadora con una sociedad protectora, sabe que tiene que escoger entre la pasividad de la decadencia o la actividad del crecimiento, sobre todo en un mundo marcado, a nivel continental, por tremendas injusticias.
No es casual que, incluso en las empresas modernas, el cargo de jefe de personal se considere el más importante de todos. La empresa capitalista ha comprendido, antes quizás que otras instituciones, que sin la participación, comprensión, adhesión y colaboración de sus empleados no puede haber éxito duradero.
Frente a la sociedad del bienestar pasiva nacen por todas partes las corrientes del bienestar humano activo, responsable, creador, consciente de su responsabilidad mundial, y por ello mismo seguramente la nueva sociedad sin clase, llega a lo que el Carlismo ha defendido desde hace más de siglo y medio: un pueblo que con una dinastía comprometida al frente ha intentado servir a la sociedad en la que crear un nuevo mundo de comunidad de comunidades.
CONCLUSIÓN
¿Qué forma de gobierno?
La problemática política en cuanto al futuro se refiere tanto a la monarquía o la república como forma de gobierno como al contenido de gobiernos que tendrán dimensiones y responsabilidades mundiales.
El sentido de nuestra lucha secular es así referido mucho más al contenido de un gobierno que a su forma. Y lo que ha motivado este largo empeño histórico, rubricado por guerras civiles no era sólo el reclamo de una legitimidad dinástica sino la razón última de la legitimidad de un poder soberano en el ejercicio de su función.
A nivel mundial, tanto la urgencia de resolver los conflictos en curso, de organizar un desarrollo económico coherente y la transferencia de riquezas, como la justicia internacional, nos lleva a analizar los requerimientos necesarios para el funcionamiento de un gobierno de esta índole. Y no podemos hablar de las categorías de lo macropolítico si no nos acercamos antes a la organización que rige el Estado moderno a nivel micropolítico.
Evolución del Estado Moderno
La dinámica que conduce al Estado-Nación del mundo altamente desarrollado pone en evidencia la progresiva pero ineludible desaparición de muchas de las características que presidieron su desarrollo. En efecto, el Estado-Nación era fundamentalmente a su vez el resultado de la inevitable desaparición de las estructuras de poder que caracterizan la Edad Media. La Revolución Francesa inventa el concepto de nación. Desbarata así estructuras que, andando el tiempo, se habían transformado en privilegios inútiles.
Al tiempo, divide el espacio político entre el Estado por una parte, y el ciudadano por otra. Desaparecen así los cuerpos intermedios. He aquí la lógica que presidió al nacimiento del Estado Moderno.
La consecuencia fue el lento e inevitable crecimiento de un poder cuyo basamento era el dinero, y su resultado las luchas de clases, las guerras civiles y las guerras mundiales. Al tiempo nacen estructuras políticas nuevas: son los partidos políticos, los sindicatos y hasta cierto punto los entes de gobierno regional para poder responder a la problemática de la gestión a nivel local por una parte, y de la lucha de clases por otra. De hecho, han permitido, al menos, su progresivo desdibujamiento.
Hoy la sociedad está estructurada según un esquema que no muestra clara diferenciación de clases, y de esta manera ha ido perdiendo su pulso revolucionario, al perder gran parte de su base proletaria. Los sindicatos han corrido la misma suerte y por las mismas razones. Los antaño partidos de masas apenas se pueden diferenciar actualmente de los partidos conservadores. Ambos apuntan a un mundo alejado de la perspectiva de la lucha de clases o de la consecución de un ideal, y su realidad cotidiana se cifra en el proceso electoral propiamente dicho. Finalmente, sus programas políticos son casi susceptibles de ser intercambiados.
La crisis arranca también del resurgimiento de la voluntad autonómica, tanto a nivel municipal como regional, y el reclamó se proyectará mañana a nivel continental. En efecto, el Estado-Nación ya no puede recabar la adhesión de los ciudadanos desde el momento en que su propia dimensión le hace perder el contacto con su base, que es la condición de su marchamo democrático. Es lo que hace al Estado-Nación capaz de tener una proyección continental o mundial.
A las razones referidas más arriba hay que añadir el que las culturas estén diferenciadas e impidan que se puedan identificar con el sistema regido por la cultura occidental. El Estado-Nación es una realidad del pasado. Y es así porque de la propia dinámica democrática deslegitima su monopolio del poder como única expresión legítima de la voluntad popular.
El Carlismo en su perspectiva del universalismo
La acción de nuestro padre al iniciar en 1964 la evolución del partido no obedecía sólo a motivaciones estrictamente españolas; también contemplaba una perspectiva más universal. Tenía puesta su fe en el Carlismo no sólo por su fidelidad dinástica sino también por su fidelidad a una trayectoria política donde el poder rector de la sociedad estaba basado en, y estrechamente conectado, con las comunidades históricas. En el caso del Carlismo, la referencia y poder moderador lo ostentaba el rey. Pero el rey no era para el Carlismo un mero símbolo, tampoco encabezaba una dictadura institucionalizada. El poder político se concebía como referencia que actuaba como garantía de la relación pacífica entre las comunidades por una parte, y por otra del funcionamiento democrático de éstas.
Para él era factible en España un régimen así, de corte federal, opuesto tanto a la dictadura como al centralismo. Sería una manera de promover la democratización de la sociedad toda, desarrollándose a partir de una gestión de base a manos de los sindicatos, los partidos y la Administración regional. El poder político arbitral haría del Estado federal una comunidad de comunidades. Sería la manera de resolver muchos de los problemas pendientes de nuestra sociedad y serviría de paradigma en la perspectiva futura de una sociedad mundial.
Mi padre había experimentado en su propia carne dos largas guerras mundiales y la más dramática y cruel contienda civil de la historia contemporánea europea. Pensaba que el Estado-Nación, burocrático y centralizado, era incapaz de resolver eficaz y democráticamente las tensiones y los conflictos internacionales. Creía que la propia globalización de los problemas imponía formas políticas capaces de enfrentarse a ellos de manera eficaz administrativamente, y satisfactoria humanamente, desde la exigencia participativa.
En su opinión, el valor formal de las estructuras democráticas no era suficiente. Aún era necesario que los mecanismos de la participación funcionaran, que permitieran llenar una democracia formal de contenido real y de vida, hacerla humana.
Naturalmente, la comunidad de naciones dependía en su configuración de las estructuras infrasoberanas de las naciones partícipes. Su visión comunitaria de Naciones Unidas estaba lejos de enmarcarse en la utopía de un gobierno mundial al frente de un Estado-Nación, amén de una gigantesca burocracia centralizada y de una democracia formal nada participativa.
En realidad su propuesta estaba inspirada en lo que el Carlismo anhelaba en su propio marco nacional. Un poder arbitral mundial (poco importa si monárquico o republicano) que garantizara la libertad de cada una de las naciones partícipes, capaz de eludir las guerras mediante un sistema de resolución de los conflictos.
Esta utopía pacifista y participativa de una sociedad de naciones organizada según un modelo federativo, respetuosa de las culturas, religiones y tradiciones históricas de cada una de ellas, en su afán de construir juntas la historia futura, descansa en una opción filosófica: ¿Cuál es la reivindicación fundamental del ser humano? La justicia como garante de la paz. Pero quiere también desplegar una libertad creativa en el marco de una sociedad que le ampare. Debe ser libre para optar y decidirse entre la pasividad que conduce a la decadencia o la capacidad creativa de inventar su destino.
El liderazgo de mi padre y la activa participación de los militantes de nuestro partido permitió que intentáramos para nuestra sociedad este progreso y avance desde su realidad histórica hacía una ideología de futuro, interesante para España. Interesante también de cara a la integración mundial venidera.
En conclusión, el Carlismo, la fuerza política con mayor capacidad de movilización popular que participó de una manera tan decisiva en la contienda civil, fue reprimido en el campo vencedor. Y del movimiento militar nació una dictadura fascista en todos los aspectos, no solamente opuesta a las libertades sino directamente anticarlista.
Si las metas del Carlismo histórico no pudieron llevarse a cabo, salvo en parte en lo referente al proceso autonómico, hay valores suyos que son hoy más que nunca modernos, como la búsqueda de una sociedad humanizada. Al hombre robotizado y encasillado en una burocracia, defraudado por partidos que son máquinas electorales, le propone una sociedad societaria donde pueda gozar de unos valores democráticos comunitarios. Hay valores que, como la catedral de Burgos, son siempre modernos porque son universales.
No eran otras las libertades forales, sindicales o empresariales. Una sociedad cristiana pero no clerical, una sociedad española pero no nacionalista, unas libertades políticas pero no simplemente partidistas, y por encima de ésta la construcción de abajo arriba de un poder arbitral y no arbitrario. En un mundo en fase de rápida unión podemos ver cómo el concepto societario, federativo y religioso del hombre cobra su entera y esperanzadora dimensión.
El gran drama histórico que vivió España con la guerra civil fue preludio al que viviría muy poco después el mundo con la Segunda Guerra Mundial. Desde niño he vivido y presenciado, fascinado, el papel de mi padre, inmerso en este drama, haciendo frente a su responsabilidad histórica. A lo largo de dos años, y en las más diversas circunstancias, no he dejado nunca de hablar de todo con él, volviendo una y otra vez sobre este tema difícil, doloroso y apasionante por todo lo que significaba. En más de una ocasión Josep Carles Clemente nos acompañaba en nuestras tertulias, tanto en París como en Arbonne, cerca de la frontera española, donde manteníamos el contacto con los militantes del Carlismo, después de nuestra expulsión por Franco en el 68 murmuraba al final de estas tertulias: “Un día tendré que escribir esta historia.”
Y lo ha hecho. Ha arrojado luz, junto a mi hermana María Teresa y Joaquín Cubero, sobre un fenómeno histórico apenas conocido, el papel del Carlismo en la preguerra y en la época posterior, ha arrojado luz sobre el hombre que mayor responsabilidad tuvo, aunque fuera una responsabilidad muy condicionada, en este proceso: mi padre. Lo hacen con una claridad y una objetividad que no impiden la pasión por la causa y el respeto por el que los Carlistas llaman su Viejo Rey.
Pienso, además, que era una obra necesaria para la memoria colectiva española y europea, y expreso aquí mi hondo agradecimiento a Josep Carles Clemente, este gran historiador del Carlismo y entrañable amigo, y a los demás autores. Les dejo, a él, a María Teresa y a Joaquín Cubero contar, con el apoyo de los textos de la época, lo que fue nuestra guerra civil y la trayectoria vital de mi padre.
Carlos Hugo de Borbón Parma