Empiezo por reconocer que nunca me habían pedido un testimonio vocacional escrito. No sé muy bien el porqué, pero es un hecho que los obispos, generalmente, solemos reservar el género escrito para reflexiones «magisteriales»: la enseñanza de la fe, las invitaciones a participar en la vida de la Iglesia, los discernimientos morales sobre cuestiones de actualidad, etc.
Sin embargo, en el contexto de la sobremesa o tertulia de muchos encuentros de Pastoral Juvenil, he recibido con frecuencia esta misma invitación a dar un testimonio personal: «¿Podría compartir con nosotros la historia de su vocación?». Es verdad que el ponerlo por escrito, da un poco más de «respeto» (y quizás también de pereza)... pero no dudo de que merece la pena hacerlo, porque creo firmemente que Dios nos ha puesto a los unos en el camino de los otros. En realidad, nuestra historia personal no es tan «nuestra», como solemos suponer; no es «propiedad privada». Por ello, cada vez que me han solicitado mi testimonio vocacional, no he dudado en «tirarme a la piscina», venciendo la primera reacción de rubor y timidez, que todos tenemos.
Quizás os haya podido llamar la atención el título elegido («Otro te ceñirá, y te llevará adonde no... imaginabas»). Parto de un pasaje evangélico, que me resulta particularmente conmovedor... El Evangelio de San Juan nos narra cómo tras la pesca milagrosa y el encuentro con el Resucitado, Jesús le formula a Pedro, por tres veces, la misma pregunta: «¿Me amas?». Tras escuchar sus respuestas, también por triplicado, Jesús le encomienda una tarea que comprometerá toda su vida: «Apacienta mis ovejas». Confieso que siempre me he estremecido al leer las palabras que siguen a esta encomienda: «En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras» (Jn 21, 18).
Si he tenido el atrevimiento de cambiar en el título de este artículo la última palabra del versículo («querer» por «imaginar»), es porque soy consciente de que nuestra imaginación nos suele jugar algunas malas pasadas, por aquello de la tendencia tan marcada que arrastramos a pretender controlarlo todo, según nuestros propios criterios y modos...
La historia de mi vocación nace en un terreno muy propicio, por el que no me cansaré de dar gracias a Dios: una familia profundamente cristiana. Cada vez soy más consciente del gran privilegio que he tenido por haber crecido en una familia humilde, austera, trabajadora, emocionalmente equilibrada, profundamente creyente... (Hoy es el día en que sigo gozando de ese privilegio, máxime en este momento en que mi madre ha venido a vivir conmigo).
Desde mi perspectiva actual, voy comprendiendo que una de las dificultades principales en las que el Señor tuvo que abrirse paso conmigo, fue el vencimiento de la timidez. Es obvio que la vocación sacerdotal no es incompatible con la timidez y la inseguridad, pero no es menos cierto que la llamada de Dios requiere nuestra determinación de romper con todas nuestras «ataduras».
Recuerdo que allá por los once o doce años, cuando sonaba el teléfono, me escapaba a otra habitación, porque me costaba mucho hablar con un desconocido. Recuerdo también la paciencia y la contundencia con la que mi madre me reprendía: «Pero, ¿qué va a ser de ti el día de mañana? ¡Tienes que plantar cara a la vida!». (No os podéis hacer ni idea de cómo me acuerdo de aquellos apuros, ahora que con tanta frecuencia me toca «dar la cara», especialmente en los medios de comunicación).
El caso es que el Señor tenía su propia estrategia, y se sirvió de un instrumento muy sencillo y eficaz para ayudarme a crecer: la vida pastoral de la Iglesia. En el colegio religioso en el que realizaba mis estudios, regentado por los Hermanos del Sagrado Corazón, nos ofrecieron participar en una reunión semanal, los sábados por la mañana, para profundizar en la liturgia dominical, además de realizar anualmente los ejercicios espirituales. Al mismo tiempo, compaginábamos esta formación espiritual con el apostolado entre los más necesitados, dentro de las llamadas Conferencias de San Vicente de Paúl. Recuerdo como un avance muy importante en mi vida, la visita que semanalmente realizábamos a la prisión de Martutene, donde proyectábamos películas a los presos e incluso teníamos tertulias con ellos.
Eran años muy difíciles (1975-78), y no era fácil definirse ante los compañeros de curso y de colegio. El capellán del centro nos invitó a quienes habíamos asistido a una tanda de ejercicios espirituales (éramos un pequeñísimo grupo, comparado con los que habían declinado la invitación), a pasar por el resto de las clases para dar testimonio de lo vivido... No sé muy bien cómo, ¡¡pero lo hice...!!
Llegó el curso de COU (el actual 2º de Bachillerato), en el que -en aquel tiempo mucho más que ahora- se decantaban las opciones vocacionales. Yo ya estaba inclinado hacia unos estudios universitarios. Nunca me había planteado la posibilidad del sacerdocio, como vocación de vida. Era algo que no entraba en mi horizonte, por lo menos de una forma consciente.
Asistí a los Ejercicios Espirituales organizados por el colegio en aquel último curso. Recuerdo haberlos disfrutado, pero sin sentirme interpelado interiormente por la meditación vocacional que el predicador nos dirigió. Como colofón de aquel encuentro, el sacerdote presidió una Eucaristía en la que nos invitó a que escribiésemos nuestros compromisos de ejercicios, y a que los quemásemos en un brasero que fue colocado delante del altar. Llegado el momento del ofertorio, nos repartieron papel y bolígrafo; y me acuerdo, como si fuese hoy mismo, de que yo miraba cómo todos escribían, mientras a mí no se me ocurría qué poner. Al verme ya el último en entregar el papel, me brotó espontáneamente la idea de firmarlo en blanco, pidiéndole al Señor que Él mismo lo rellenase. ¡Tal fue mi ofrenda en aquella Eucaristía!
El caso es que el papel se debió de quemar enseguida, y supongo que el humo subió muy rápido al cielo... Aquella misma noche, por primera vez en mi vida, con una contundencia extraordinaria, me asaltó la idea de que el Señor me podía estar pidiendo dejar mis planes para seguirle... Era la víspera de mi cumpleaños. Y doy gracias a Dios, porque desde aquellos diecisiete años que cumplía entonces, hasta mis actuales cuarenta y ocho, no he dudado nunca de su llamada.
Víctima de la inexperiencia, uno cuando descubre su vocación, tiende a pensar que ya ha llegado al conocimiento pleno de la voluntad de Dios sobre su vida. Ingenuamente, piensa que ya ha terminado su discernimiento, cuando en realidad, no ha hecho más que empezar...
La experiencia del Seminario fue riquísima para mí... Me llevé una inmensa y gratísima sorpresa. De hecho, todavía hoy sigo diciendo a quien tenga la paciencia de escucharme, que aquéllos fueron los «años de oro» de mi vida. La relación entre los seminaristas era verdaderamente enriquecedora y estimulante. Al mismo tiempo, tuve grandes modelos sacerdotales cerca de mí, y todo ello fue haciendo que, de un modo natural, fuera familiarizándome con lo que en el futuro, habría de ser el ministerio sacerdotal que la Iglesia me iba a confiar... A partir de los modelos que te han rodeado, imaginas tu sacerdocio de una determinada forma, pero luego... ¡¡todo es distinto!! Nos empeñamos en ser como Fulanito o Menganito, pero el Señor quiere que sólo le miremos a Él, y que así vayamos descubriendo ese camino concreto que Él quiere que recorramos a lo largo de nuestra vida. Los referentes que nos rodean son muy importantes, pero lo único definitivo es la voluntad de Dios, que nos es mostrada poco a poco, a su debido momento...
Echando la vista atrás, veo algunos pequeños ejemplos de cómo esto se ha ido cumpliendo en mi vida: Jamás había imaginado que el Señor me pudiese tener reservado el trabajo pastoral con los jóvenes heroinómanos. Y, sin embargo, en la que fue mi parroquia de Zumárraga, durante muchos años, aquélla fue una de las ocupaciones a la que más tiempo tuve que dedicar... Jamás había supuesto que yo tuviese capacidad de liderar la construcción de un complejo parroquial, pero llegó un día en que me sorprendí a mí mismo, viéndome metido «hasta el cuello» en esa tarea... Jamás hubiese pensado que yo tuviera algo que aportar en los medios de comunicación, y ¡quién me iba a decir a mí que terminaría con el micrófono de Radio María en una mano y tecleando en el ordenador con la otra...! Y, ¿qué diré del momento presente? ¡Jamás se me hubiera pasado por la cabeza que la Iglesia pudiera llamarme algún día al ministerio episcopal!... Siempre supuse equivocadamente que los obispos estarían sostenidos por unos talentos personales excepcionales... Y ahora comprendo que las cosas son mucho más sencillas de como las imaginamos...
Pero hay otro aspecto que es fundamental para entender esta historia en clave de continuidad y de unidad interior. Es verdad que los escenarios pastorales del ministerio sacerdotal pueden cambiar mucho a lo largo de la vida; sin embargo, hay un hilo conductor que me ha permitido vivir en cada momento la misma experiencia de identificación con Cristo, de una manera profunda. Me refiero especialmente a la celebración de la Eucaristía, a la administración del perdón de los pecados, a la predicación de la Palabra... Es algo que configura tanto el alma de un sacerdote, que estoy seguro de que me resultaría igualmente familiar la vivencia del sacerdocio en otras circunstancias totalmente distintas a las que la vida me ha conducido... En este Año Jubilar Sacerdotal quiero dar testimonio de que el sentido de nuestra vida no es otro que la plena identificación con Cristo Sacerdote, Esposo de la Iglesia y Buen Pastor del rebaño. Todo lo demás -las circunstancias, el cómo, el dónde y el cuándo- es ya secundario...
Por encima de todo, creo que la clave de toda vocación está en esa especie de «cheque en blanco» que cada uno le tenemos que firmar a Dios. Nosotros nos empeñamos a veces, en rellenar ese cheque con todo tipo de detalles, para posteriormente pedir a Dios que lo firme. Ponemos la cantidad, la fecha, el lugar... y luego esperamos que Dios ponga su sello de aceptación de nuestros planes. Pero las cosas son exactamente al revés: Dios se encargará de escribir la cantidad, las fechas y los lugares; mientras que de nosotros espera que lo firmemos por adelantado, e incondicionalmente...
La historia de nuestra vida consiste en una lucha por la adecuación de nuestras «expectativas» a los «designios» de Dios. Uno de los errores principales que dificultan este proceso, suele ser el de la desconfianza hacia nuestra Madre Iglesia. Con el paso de los años, he ido comprendiendo que si bien es cierto que la vocación nace de Dios, no lo es menos que sólo la podemos llegar a conocer a través de las llamadas y de las indicaciones de la Iglesia. De lo contrario, nunca acabaremos de diferenciar entre lo que es voluntad de Dios, y lo que son nuestras ocurrencias personales.
Releo las anteriores líneas antes de concluir este escrito testimonial, y me digo a mí mismo que no puedo volver a caer en el error de pensar que, en el momento presente, ya haya concluido la historia de mi vocación. Una vez más, el Señor vuelve a decirme aquello de «Otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras»... Y yo vuelvo a decirle al Señor que no sé lo que querrá en el futuro, pero que sólo quiero querer lo que Él quiera... Y a Santa María le pido que me alcance la gracia de que esta última frase que he pronunciado, sea algo más que un broche hermoso para un artículo.
+ José Ignacio Munilla Aguirre, Obispo de San Sebastián y Administrador apostólico de Palencia
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