miércoles, 23 de diciembre de 2009
domingo, 13 de diciembre de 2009
¿Qué es Tradicionalismo?
¿Qué es tradicionalismo?
Tradicionalismo, de consiguiente, es el amor a los principios y deducciones de la Tradición, es su estudio y desarrollo y defensa, es el sistema que tiene por objeto establecerlos prácticamente en España; y en virtud de esto, son absolutamente contrarios al espíritu y al programa tradicionalista, tanto los abusos del poder público como la sedición contra la autoridad legítima, así el absolutismo oligárquicos y demagógicos, lo mismo la opresión de la libertad que la autorización de la licencia, igual los antiguos despotismos que los despóticos liberalismos flamantes.
El tradicionalismo nada tiene de crédulo aunque es creyente, no restaura rigorismos extremos aunque es católico; es íntegro sin ser extremado, es intransigente sin ser intolerante, es moderno sin ser modernista, nada tiene que ver con el reprobado tradicionalismo de los Ráulica y los Bonald, ni con el absolutismo galicano de los Bossuet y Luis XIV, ni con el regalismo jansenista de los Pimentel y los Chumacero; defiende principios naturales y cristianos de buen gobierno monárquico, no demasías cortesanas ni privados intereses de dinastías o de favoritos; es de herencia nacional de enseñanzas y procedimientos sanos, que no de tiranías y vetusteces insanas; da origen divino a la autoridad, no al derecho personal de ejercerla, que es humano; y si por derecho divino presta obediencia a los gobernantes que la ejercen rectamente, también por derecho divino pueden negarla a los que la ejerzan tiránicamente.
Tanto se aparta la influencia de los Nithard, como de las infamias de los Godoy; tan lejos va de la mitra de los Opas, Gelmírez y Fonsecas, como de la privanza fatal de los Lunas, Olivares y Oropesas; lo mismo reprueba a la funesta bonachería de Carlos II y Carlos IV, que las tiranías de Felipe V y Fernando VII; si le agrandan reyes como San Fernando, Isabel la Católica, Carlos I y Felipe II quiérelos ver con la investidura de todos los modernos adelantos legítimos; recoge todo lo bueno de las leyes, mas no todas las obras de los reyes; es españolísimo y no dinastisimo, es regionalismo y no centralización; no es francés ni alemán, no es Austria ni es Borbón; es español y españolista, es patria y nación y bandera y se llama España.
España, no partido, antes exige el acabamiento de los partidos, bien admite que admite y respeta la variedad de escuelas y tendencias españolistas dentro de la unidad tradicionalista; porque, en suma, el Tradicionalismo no es más que el españolismo de los siglos, neto, auténtico, legítimo, probado, que no está reñido con la variedad de opiniones honestas y quiere en lo necesario, unidad; en lo dudoso, libertad ; y en todo, caridad.
Si en tiempos que ya pasaron hubo tradicionalistas creyente que de buena fe en los reyes de derecho divino personal o dinástico, y de defensores de la potestad absoluta y de rigorismos extremados, fue porque las extremadas circunstancias de sus días eclipsaron por algunos momentos la verdadera Tradición católica-monárquica de las Españas y porque la clara explicación y aplicación de ella, como de las ciencias mismas, sólo podía venir con el curso de los tiempos.
Oponiendo ardorosos la fortaleza de su celo a las violencias de la malicia revolucionaria , no advirtieron que antes del gobernante es el pueblo; antes del derecho regitivo de la persona ó dinastía designada, el derecho designativo que por ley natural tiene la sociedad; pero bien sabían y propugnaban que no se hizo el pueblo para el rey, sino el rey para el pueblo, y la libertad que es santa y se debe proteger su uso cuanto reprimir su abuso, como de cualquier otra facultad ó virtud moral, por los cual no debían haber consentido que les usurpase la hermosa palabra de Libertad ese sistema opresor y corruptor de la libertad misma, que por antífrasis tomó el nombre de liberalismo.
De la revista valenciana “Tradición y Progreso”Año 1912
viernes, 4 de diciembre de 2009
Por qué abortar es progresista
Muchos impugnan la nueva ley del aborto española diciendo que abortar no es progresista. Sin embargo, el aborto parece inseparable de la Modernidad y de su ideología nuclear, el progresismo.
¿Qué es la Modernidad? Una reducción y una renuncia. La reducción del ámbito racional a la actividad de la materia, hasta llegar a absolutizarla. La renuncia a descubrir la naturaleza humana, hasta llegar a inventarla. En eso dio el “atrévete a saber” de Kant, la emancipación del entendimiento que había de traer el imperio de la ciencia, el progreso indefinido y la paz perpetua.
Pero las profecías ilustradas no se cumplieron. Como dijo Donoso, cuando se esparció la fe en el paraíso terreno la sangre brotó hasta de las rocas duras. Al febricitante incremento de la técnica le acompañó un inaudito menosprecio del hombre. Llegaron la“santa guillotina”, la devastación napoleónica, el nacionalismo, las sociedades eugenésicas y las guerras mundiales. Avergonzada, la Modernidad huyó hacia delante y se rebautizó en Postmodernidad, intensificando la reducción y la renuncia modernas hasta el imperio del relativismo. La razón se deshizo en el “deconstructivismo”, donde todo pierde su valor; el entendimiento renunció a la verdad, en nombre de una tolerancia donde todo vale. Hoy no hay Auschwitz, no hay Gulag. Pero hay 40 millones de abortos cada año.
¿Cómo es posible que la sociedad moderna, presentada como heraldo de la ciencia, del progreso y de la paz, admita tal masacre de seres humanos inocentes? ¿Es el aborto un accidente de la Modernidad o una consecuencia esencial de la misma?. La respuesta debe tener en cuenta lo difícil que le resulta al pensamiento moderno sustentar y vivificar al hombre, la familia y la sociedad, los tres elementos básicos de la comunidad política. Mejor dicho, parece que el progresismo infunde una inercia necrótica a estos tres pilares, como si tendiera intrínsecamente a destruir el orden de la vida en común. Veámoslo.
¿Qué es el hombre para la doctrina moderna? Materia evolucionada, de la misma naturaleza que el resto de la biosfera, cuyo estatuto está sujeto a la opinión mayoritaria del momento y puede reformularse a gusto de cualquier ideólogo. Esto tiene dos consecuencias. En primer lugar, el concepto de ser humano se licua. No es extraño que el parlamento español debata extender los derechos humanos a los simios, que la ministra Bibiana Aído diga que el nasciturus no es humano, o que Paul Ehrlich y otros biólogos presenten al hombre como un gorgojo para el planeta. En segundo lugar, se olvida desde y hasta cuándo el hombre es sujeto de derechos. Por eso catedráticos de ética como Peter Singer recomiendan el aborto, la eutanasia y el infanticidio; o el Colegio de Ginecólogos británico solicita matar a los bebés minusválidos. La idea moderna del hombre, que desconoce la dignidad de la persona humana, mina los cimientos de los derechos humanos y justifica la muerte como deber humanitario.
La razón jibarizada de la Modernidad tampoco es capaz de reconocer la naturaleza de la familia. La familia -dice el moderno- es un lugar triplemente peligroso: celebra la maternidad que origina la opresión de la mujer, ceba la “bomba demográfica”, y estorba el adoctrinamiento ideológico del Estado. Por consiguiente, es lógico que la España de Zapatero trate de reducir el matrimonio a una unión de Progenitor A con Progenitor B, de cualquier sexo, inmediatamente cancelable por repudio. O que la ONU y la Unión Europea hayan proscrito el término “maternidad” de su jerga burocrática, y a cambio cohonesten el aborto como “salud reproductiva”. De ahí que en Europa, cuna de la Modernidad, no haya niños en 2 de cada 3 hogares, y el 20% de los embarazos sea abortado. La esterilidad y la muerte parecen requisitos progresistas para que la familia, escudo del hombre y arbotante de la sociedad, quede inerme ante el Estado.
Sí, el progresismo es letal para el hombre y la familia. Pero también lo es para la sociedad. El clásico ponía en el bien común -el bien de todos sin excepción- el fin de la sociedad; el desencantado postmoderno, que ya no se atreve a proponer bienes, sólo aspira al consenso mayoritario. A la mayoría le corresponde, en la Modernidad, definir lo que es ley y sostener la balanza de la justicia, sin obligación de subordinarse a principios superiores que permitan juzgar las normas. El consenso, que es la expresión política del relativismo, se absolutiza y se antepone al hombre. Así se cumple el sueño de Rousseau y Spinoza: quien está fuera del consenso, de lo políticamente correcto, no merece vivir en la sociedad moderna.
El Estado es el responsable de crear y administrar el consenso, destruyendo para ello las ligaduras de la vida social y manipulándolas con la teta presupuestaria. La certidumbre de la ciencia y la técnica funciona aquí como bálsamo metafísico, como religión. Ahora bien, bajo la apariencia de concordia hay una sociedad desarmada que ha roto el equilibrio con el individuo, que no puede distinguir el bien del mal y que encierra la libertad en lo políticamente correcto. Una sociedad inane, nihilista, yerma. Su divisa ya no dice “no matarás”, sino “relativizarás”. Su fruto es la cultura de la muerte. Sus abortorios producen cada año tantas víctimas como la Segunda Guerra Mundial. Y -dice la ley de Zapatero- no cabe objeción de conciencia.
Esto es la Modernidad. La reducción de la razón y la renuncia del entendimiento. La disolución del hombre, la familia y la sociedad. Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que la razón levantaba sumas y catedrales, y el entendimiento se aventuraba más allá de lo sensible. Hubo un tiempo en que Boecio le dijo a Tomás de Aquino que el hombre era persona, dotado de suprema dignidad; en que Francisco de Vitoriaconversaba con Cicerón sobre el asiento de la ley en la razón, y no en la voluntad. La Modernidad olvidó estos logros y menospreció mil años de desarrollo. Las consecuencias, hemos visto, son cada vez más sangrientas.
¿Puede el progresismo generar un cultura amable con la vida? No es probable. La Modernidad no traerá una civilización pacífica y justa. Si hay que esperar un verdadero desarrollo humano es necesario recobrar la entereza de la razón. Sustituir el “Sapere aude” del filósofo de Königsberg por el “Duc in altum” del carpintero de Nazaret es el primer paso para conseguirlo.
¿Qué es la Modernidad? Una reducción y una renuncia. La reducción del ámbito racional a la actividad de la materia, hasta llegar a absolutizarla. La renuncia a descubrir la naturaleza humana, hasta llegar a inventarla. En eso dio el “atrévete a saber” de Kant, la emancipación del entendimiento que había de traer el imperio de la ciencia, el progreso indefinido y la paz perpetua.Pero las profecías ilustradas no se cumplieron. Como dijo Donoso, cuando se esparció la fe en el paraíso terreno la sangre brotó hasta de las rocas duras. Al febricitante incremento de la técnica le acompañó un inaudito menosprecio del hombre. Llegaron la “santa guillotina”, la devastación napoleónica, el nacionalismo, las sociedades eugenésicas y las guerras mundiales. Avergonzada, la Modernidad huyó hacia delante y se rebautizó en Postmodernidad, intensificando la reducción y la renuncia modernas hasta el imperio del relativismo. La razón se deshizo en el “deconstructivismo”, donde todo pierde su valor; el entendimiento renunció a la verdad, en nombre de una tolerancia donde todo vale. Hoy no hay Auschwitz, no hay Gulag. Pero hay 40 millones de abortos cada año.
¿Cómo es posible que la sociedad moderna, presentada como heraldo de la ciencia, del progreso y de la paz, admita tal masacre de seres humanos inocentes? ¿Es el aborto un accidente de la Modernidad o una consecuencia esencial de la misma?. La respuesta debe tener en cuenta lo difícil que le resulta al pensamiento moderno sustentar y vivificar al hombre, la familia y la sociedad, los tres elementos básicos de la comunidad política. Mejor dicho, parece que el progresismo infunde una inercia necrótica a estos tres pilares, como si tendiera intrínsecamente a destruir el orden de la vida en común. Veámoslo.
¿Qué es el hombre para la doctrina moderna? Materia evolucionada, de la misma naturaleza que el resto de la biosfera, cuyo estatuto está sujeto a la opinión mayoritaria del momento y puede reformularse a gusto de cualquier ideólogo. Esto tiene dos consecuencias. En primer lugar, el concepto de ser humano se licua. No es extraño que el parlamento español debata extender los derechos humanos a los simios, que la ministra Bibiana Aído diga que el nasciturus no es humano, o que Paul Ehrlich y otros biólogos presenten al hombre como un gorgojo para el planeta. En segundo lugar, se olvida desde y hasta cuándo el hombre es sujeto de derechos. Por eso catedráticos de ética como Peter Singer recomiendan el aborto, la eutanasia y el infanticidio; o el Colegio de Ginecólogos británico solicita matar a los bebés minusválidos. La idea moderna del hombre, que desconoce la dignidad de la persona humana, mina los cimientos de los derechos humanos y justifica la muerte como deber humanitario.
La razón jibarizada de la Modernidad tampoco es capaz de reconocer la naturaleza de la familia. La familia -dice el moderno- es un lugar triplemente peligroso: celebra la maternidad que origina la opresión de la mujer, ceba la “bomba demográfica”, y estorba el adoctrinamiento ideológico del Estado. Por consiguiente, es lógico que la España de Zapatero trate de reducir el matrimonio a una unión de Progenitor A con Progenitor B, de cualquier sexo, inmediatamente cancelable por repudio. O que la ONU y la Unión Europea hayan proscrito el término “maternidad” de su jerga burocrática, y a cambio cohonesten el aborto como “salud reproductiva”. De ahí que en Europa, cuna de la Modernidad, no haya niños en 2 de cada 3 hogares, y el 20% de los embarazos sea abortado. La esterilidad y la muerte parecen requisitos progresistas para que la familia, escudo del hombre y arbotante de la sociedad, quede inerme ante el Estado.
Sí, el progresismo es letal para el hombre y la familia. Pero también lo es para la sociedad. El clásico ponía en el bien común -el bien de todos sin excepción- el fin de la sociedad; el desencantado postmoderno, que ya no se atreve a proponer bienes, sólo aspira al consenso mayoritario. A la mayoría le corresponde, en la Modernidad, definir lo que es ley y sostener la balanza de la justicia, sin obligación de subordinarse a principios superiores que permitan juzgar las normas. El consenso, que es la expresión política del relativismo, se absolutiza y se antepone al hombre. Así se cumple el sueño de Rousseau y Spinoza: quien está fuera del consenso, de lo políticamente correcto, no merece vivir en la sociedad moderna.
El Estado es el responsable de crear y administrar el consenso, destruyendo para ello las ligaduras de la vida social y manipulándolas con la teta presupuestaria. La certidumbre de la ciencia y la técnica funciona aquí como bálsamo metafísico, como religión. Ahora bien, bajo la apariencia de concordia hay una sociedad desarmada que ha roto el equilibrio con el individuo, que no puede distinguir el bien del mal y que encierra la libertad en lo políticamente correcto. Una sociedad inane, nihilista, yerma. Su divisa ya no dice “no matarás”, sino “relativizarás”. Su fruto es la cultura de la muerte. Sus abortorios producen cada año tantas víctimas como la Segunda Guerra Mundial. Y -dice la ley de Zapatero- no cabe objeción de conciencia.
Esto es la Modernidad. La reducción de la razón y la renuncia del entendimiento. La disolución del hombre, la familia y la sociedad. Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que la razón levantaba sumas y catedrales, y el entendimiento se aventuraba más allá de lo sensible. Hubo un tiempo en que Boecio le dijo a Tomás de Aquino que el hombre era persona, dotado de suprema dignidad; en que Francisco de Vitoriaconversaba con Cicerón sobre el asiento de la ley en la razón, y no en la voluntad. La Modernidad olvidó estos logros y menospreció mil años de desarrollo. Las consecuencias, hemos visto, son cada vez más sangrientas.
¿Puede el progresismo generar un cultura amable con la vida? No es probable. La Modernidad no traerá una civilización pacífica y justa. Si hay que esperar un verdadero desarrollo humano es necesario recobrar la entereza de la razón. Sustituir el “Sapere aude” del filósofo de Königsberg por el “Duc in altum” del carpintero de Nazaret es el primer paso para conseguirlo.
Guillermo Elizalde Monroset