¿Por qué la Modernidad, entendida como el conjunto de principios y valores triunfantes en nuestro tiempo, debería suponer un desafío para la familia cristiana?
Para responder a eso, hace falta un pequeño análisis de los fundamentos ideológicos de la Modernidad, para que así podamos compararlos mejor con lo que sabemos que la familia cristiana es y representa.
1) Individualismo
2) Primacía de las relaciones económicas
3) Relativismo moral. Confusión entre moral y ley.
4) Quiebra del principio de autoridad
5) Materialismo práctico. Búsqueda del éxito fácil, entendido en clave monetaria.
Este conjunto de rasgos alimentan lo que Josep Miró ha denominado “la gran ruptura de la desvinculación”, que se fundamenta en la ausencia de compromiso y en la afirmación de la realización personal como único hiperbién: “Nuestro sistema social construye hombres y mujeres sin ataduras con el pasado, la tradición, la religión o la comunidad...”.
Frente a la ruptura de la desvinculación, la familia representa un discurso y un compromiso vital completamente distintos. “Asumir la familia significa asumir que la relación entre el hombre y la mujer se fundamenta en la entrega antes que en la autosatisfacción; que el sexo puede ser el inicio pero que nos lleva por senderos equivocados si no se construye la compañía, porque el matrimonio es la construcción de este acompañamiento; que el don es gratuito; que existe vocación por la descendencia, lo que significa el situar la dinastía en primer término y antes que la inmediatez; en otras palabras, significa dar importancia a aquello que se sitúa a largo plazo por encima del corto plazo” (J. Miró). Pero además de estos rasgos humanos, la familia posee una indudable dimensión religiosa, como expresión del amor de Dios hacia sí y en el seno de la Trinidad que no es el tema de esta charla pero que como cristianos debemos conocer y estimar.
Por estos motivos, por la inmensa fuerza que esos caracteres le imprimen y por lo que la familia supone en la vida de los hombres, las sociedades con fuerte base familiar no se ven seriamente afectadas por los principios ideológicos de la Modernidad que antes he mencionado. Esto es lo que provoca la hostilidad de los grupos e intereses más comprometidos o beneficiados por la cultura dominante hacia la familia, en especial a la que se fundamenta sobre ideas cristianas.
Esa hostilidad de la cultura dominante de la Modernidad y de la desvinculación hacia la familia es visible en España desde hace décadas y ha provocado graves daños en el aprecio social de la institución familiar -aunque siga siendo la más valorada por la gente- y en su capacidad para situarse en el centro de la vida de las personas. Es obvio que día a día ganan puntos entre los jóvenes unos modelos familiares acordes con las propuestas de la Modernidad y la desvinculación, modelos que tienen por eje el compromiso limitado, la provisionalidad y que, en muchas ocasiones, no están abiertos a la procreación, gran obstáculo hoy de la autorrealización.
Estas propuestas alternativas, que van calando hasta diseñar una realidad familiar plural -se habla ya de “familias” y no de familia- aparecen adornadas con el prestigio de la libertad, pero sus efectos sociales son muy cuestionables y a menudo provocan graves daños para los adultos y no digamos para los niños.
¿Cómo es posible que estas propuestas alternativas a la familia cristiana puedan arraigar cuando son tan inferiores objetivamente en su capacidad para construir la felicidad de sus miembros? En primer lugar, es necesario destacar que la realidad de la familia está siendo profundamente tergiversada por una sistemática campaña de deformación en la que sólo se manifiestan sus defectos, se ocultan sus virtudes y se la presenta como algo anticuado, rancio y condenado a la extinción, mientras que los modelos alternativos aparecen como algo juvenil, de moda y libre (series televisivas, apología de las uniones informales, de las separaciones y divorcios, últimamente la cuestión de la violencia doméstica...).
Pero todo esto no tendría el menor efecto si la familia no hubiese sido objetivamente debilitada a lo largo del siglo XX por tres grandes fenómenos que han conmovido sus cimientos tradicionales. Estos fenómenos no son necesariamente negativos, los tres tienen indudables aspectos positivos, pero la familia no ha sido capaz todavía de adaptarse a ellos, quizá por su enorme magnitud, quizá porque su incidencia afecta al papel que en su seno correspondía y todavía corresponde a los tres grandes pilares de toda familia: la madre, el padre y los hijos. Me estoy refiriendo a:
1) La incorporación de la mujer al mundo del trabajo en condiciones semejantes a las del varón.
2) La crisis del principio de autoridad como clave de las relaciones sociales.
3) La revolución sexual.
1) La incorporación de la mujer al mundo del trabajo en condiciones semejantes a las reservadas al varón. Este es un fenómeno indudablemente positivo en sus efectos sociales y culturales, pues ha permitido una mayor autonomía de las mujeres y la liberación del hombre de la enorme carga que suponía ser el único responsable de la suerte económica de la familia. Pero ha provocado una auténtica crisis de identidad en la mujer, sobre todo en las madres y amas de casa, que han visto reducida la estima social de su función y se han visto impulsadas en muchos casos a buscar y aceptar trabajos que no les satisfacen ni compensan para disminuir la presión del entorno y sentirse útiles y realizadas. Ha provocado también una necesaria redistribución de las cargas familiares entre los miembros de la pareja, algo que la mayor parte de los hombres no acepta de forma expresa o implícita, creándose tensiones que envenenan la vida conyugal y, lo que es peor, provocándose en muchos casos la desatención de los hijos. Además ha hecho disminuir drástica y bruscamente la natalidad y ha propiciado el aumento de la infidelidad conyugal, de los abandonos y de los divorcios. El acceso de la mujer al mundo del trabajo, una conquista irrenunciable, es un gran ejemplo de cómo algo en principio bueno puede ir acompañado de efectos negativos que todo el mundo percibe pero que es políticamente incorrecto mencionar y contra los que es muy difícil luchar.
2) La crisis de la autoridad como principio ordenador de las sociedades humanas y, por supuesto, de la familia. Hasta no hace mucho, en todo el mundo la autoridad era el principio clave del mundo del trabajo, de las relaciones humanas y políticas y, por supuesto, de la familia. El padre, y en su ausencia la madre, estaba dotado de un poder casi absoluto en la casa y sobre los asuntos familiares. Incluso los hermanos mayores disponían de un status especial. Pero la autoridad, de la que a menudo se abusaba, ha sido la gran víctima de la Modernidad y ha sufrido un ataque frontal en su legitimidad en las sociedades occidentales desde la revolución de mayo del 68. Hoy se encuentra bajo mínimos y sólo es aceptada con grandes limitaciones y por consenso. En la familia, la autoridad ya no pertenece al padre, en todo caso a los esposos, y en cuanto los hijos tienen edad para opinar y decidir desaparece del todo como principio ordenador de la convivencia.
Lo que esto ha supuesto en el día a día de las familias lo sabemos todos y no merece la pena entretenerse en ello. Me limitaré a señalar que sin autoridad legítima no cabe responsabilidad, y sin responsabilidad el sacrificio no puede exigirse a nadie. La desaparición del principio de autoridad ha erosionado de tal manera el papel del padre en la familia que muchos varones se muestran incapaces de adaptarse a la nueva situación. No es extraño, porque esta situación es inédita en la historia de nuestra civilización y no hay modelos previos a los que recurrir. El hombre ha perdido el sitio y los que se le ofrecen como alternativa -consejero, amigo, cómplice- no cubren el hueco dejado por el padre y además casi siempre son insatisfactorios para él e ineficaces para la marcha de la familia. Muchos se desentienden de situaciones que no pueden resolver ni gobernar y, si estas son graves, acaban cediendo a la tentación del abandono. Todo esto aumenta la carga de las mujeres en los hogares y genera nuevos enfrentamientos que afectan a la estabilidad de la pareja y repercuten sobre toda la estructura familiar.
Y sin embargo, hay que decir que la autoridad absoluta ejercida por el padre hasta hace no mucho tampoco era buena, y no sólo porque existiera la propensión a abusar de ella. Cuando la autoridad es llevada más allá de cierto límite sólo genera miedo e incomunicación, y de ese modo seca las fuentes en las que debe sustentarse toda familia, que son las del amor y la lealtad. La evaporación de la autoridad no es un fenómeno exclusivo de la familia, sino general, como he señalado, y por tanto irreversible. Es necesario alcanzar un nuevo equilibrio basado en el consenso de los esposos y en el respeto de los hijos y hacia los hijos. Las circunstancias negativas de hoy pueden y deben superarse, porque los rasgos excesivamente patriarcales de la familia tradicional no eran una fortaleza del sistema, sino una debilidad por la que han penetrado buena parte de las críticas fundadas al mismo. Para nosotros, cristianos, podía ser incluso una rémora que impidiera a la familia adquirir las cualidades evangélicas que deberían caracterizarla.
3) La revolución sexual, que ha puesto de manifiesto la importancia central del sexo en la configuración de lo humano; algo que siempre se había enmascarado por improcedente, subversivo e indecoroso. Ese papel central del sexo había sido reconocido, no obstante, por todas las sociedades tradicionales, que reconocían su fuerza y por ello trataban de encauzarlo a través del matrimonio para que su formidable energía se transmitiera de forma positiva para la sociedad y no de forma perturbadora o disgregadora de los vínculos sociales.
Hoy la sexualidad conserva su fuerza, pero se niega su papel social, de forma que el conjunto de la sociedad nada tiene que decir sobre cómo la ejerce cada cual. Hoy el sexo, aunque su manifestación sea pública como nunca, pertenece al ámbito de lo privado del individuo y de su capacidad y necesidad de realización. Por eso, al tratarse de un asunto estrictamente individual, ni siquiera la familia está en condiciones reales de intervenir en las opciones o actividades sexuales de sus miembros. Así, los padres se encuentran sin argumentos ni capacidad para intervenir a partir de cierta edad de los hijos, aunque estos vivan bajo el techo familiar, e igualmente los hijos han perdido buena parte de su capacidad de condena si alguno de los padres no guarda fidelidad o abandona el hogar para vivir con otra pareja.
Convivir con estas nuevas realidades es algo que a muchos se hace intolerable... hasta que se ven en la tesitura de hacerlo. Muchas familias intachables se desenvuelven entre situaciones “sentimentales” impensables hace una generación, si bien es verdad que la tolerancia general hacen menos penosa la aceptación de la realidad. Hay que tener en cuenta que en un pasado remoto estas situaciones eran mucho más frecuentes de lo que imaginamos y que, sin embargo, somos herederos directos de una era, iniciada en el siglo XIX, especialmente puritana en todo lo que se refiere al comportamiento sexual. Se ha señalado con frecuencia que durante mucho tiempo ha podido parecer que la moral propugnada por la Iglesia se reducía a la moral sexual, tal era la insistencia obsesiva en esas cuestiones por parte de los pastores y el control ejercido por el conjunto de la sociedad.
Hay que asumir, pues, que en esto estamos también ante un profundo cambio de ciclo, ante cambios que están aquí para quedarse durante mucho tiempo y contra los que quizá sólo merezca la pena oponerse cuando den lugar a comportamientos claramente desordenados o puedan arrastrar a las personas hacia la desgracia. Los terrenos son sumamente resbaladizos y están todavía por deslindar a no ser que vivamos en un medio en el que no existan agnósticos o cristianos no practicantes. En otro tiempo, el triunfo del matrimonio canónico sobre otras formas inferiores de unión, muy comunes en ciertos grupos sociales, se hizo posible por el decidido apoyo de las autoridades civiles, que le otorgaron un reconocimiento exclusivo. No hay que decir que las tendencias actuales son muy otras, y que se hace difícil encontrar la fórmula que haga llegar a la gente de manera sencilla y fácilmente comprensible las ventajas personales y sociales del matrimonio cristiano y de los compromisos que conlleva.
Por último, cabe señalar que, por desgracia, las nuevas costumbres sexuales están siendo acompañados de una explotación sin límites de la mujer como objeto sexual y con un floreciente y repugnante negocio basado en la utilización tosca o perversa de la imprescindible y noble pulsión erótica que alienta en todos los seres humanos. Estos hechos son consecuencia directa también de la revolución sexual en las sociedades occidentales y la hacen aún más indigerible para muchas conciencias rectas.
Las tres grandes cuestiones señaladas no son buenas o malas de manera absoluta, pero sobre todo sería una pérdida de tiempo dedicarnos a condenarlas o alabarlas. Lo que nos debe interesar es que son irreversibles y han creado un nuevo marco familiar, totalmente distinto del existente hace 50 años. Es posible que, como tantas veces en la Historia, estos cambios de apariencia inasimilable acaben resultando purificadores y descarguen a la familia de aspectos que han podido llegar a convertirla en una vivencia opresiva. Estamos viviendo ahora el impacto sobre la familia de cambios sociales profundos que anuncian renovaciones basadas en la libertad y la coherencia, aunque más vulnerables a la insatisfacción y el individualismo. Es posible que esa renovación deba fundarse en una nueva experiencia de la conyugalidad que redescubra, más allá de las palabras huecas, lo hermoso y arriesgado de una relación incondicional en un mundo donde todo es temporal y condicionado; en una nueva definición de los papeles de los esposos, basados en la igualdad efectiva, sin que la mujer vea en la masculinidad del hombre un elemento sojuzgador ni el hombre en la feminidad de la mujer una inferioridad; una nueva relación entre los sexos, más abierta al goce recíproco, vivido como un don que se acentúa y adquiere pleno sentido en la fidelidad y la exclusividad. Y quizá, ante todo, una revalorización de lo que los hijos suponen en la vida de hombres y mujeres y lo compensatorio de entregarles los mejores años de nuestras vidas.
Personalmente, estoy seguro de que todo esto llegará, quizá está llegando ya, aunque los árboles de los problemas actuales, el hundimiento de tantas familias, no nos dejen ver el bosque de la gracia y las promesas. Pero, mientras eso llega, ¿qué podemos hacer nosotros?
A nivel social, la revalorización de la familia sólo puede venir de cambios culturales y de decisiones políticas que hoy no son previsibles y que quedan fuera de nuestro alcance, aunque no debiéramos dejar de tenerlos en cuenta en nuestras opciones de consumo cultural y en el momento de las elecciones, ya que no todos los partidos son lo mismo en estos aspectos, aunque ninguno de los mayoritarios apueste claramente por la familia.
Pero sí está al alcance de cualquiera vivir en función de dos valores esenciales: libertad y coherencia.
Ser libre es todo lo contrario que dejarse arrastrar por modas que se nos imponen y por las opiniones que promueve la cultura dominante.
Ser libre es elegir lo mejor para nosotros mismos y los nuestros en función de nuestros intereses y nuestras convicciones. Para que la libertad pueda ejercerse es necesaria la conciencia formada, que es el mayor tesoro que podemos dar a nuestros hijos, y la coherencia que sigue a la elección. Ser libre nunca ha sido fácil y hoy tampoco lo es. La coherencia del hombre libre tiene un precio que la sociedad de los conformistas nos hará pagar, pero sin esa libertad perdemos una parte de nuestra condición de seres humanos y la vida pierde su sabor.
Tenemos que ser conscientes del tipo de familia en el que queremos vivir y defender con fuerza nuestra opción de las intrusiones del mercado, de la TV, de las ideologías... y hasta de los de los amigos y de las vecinas. Para conseguirlo tenemos que estar seguros de nuestros fundamentos (por eso hay que formarse) y mantener el contacto con los que han hecho nuestra misma elección, ayudarnos unos a otros a superar las dificultades. Hoy existen todo tipo de asociaciones y movimientos cristianos que pueden proporcionarnos la experiencia y la ayuda que necesitamos. Tenemos que tener la inteligencia y la humildad para dejarnos aconsejar y ayudar (cinco minutos de oración antes de tomar cualquier pequeña decisión en el ámbito familiar).
Mirad que en esto de la familia, de nuestras familias, nos lo jugamos todo. Mirad a vuestro alrededor: hijos rebeldes, ancianos abandonados, padres fracasados y acosados, mujeres deprimidas y maltratadas, rupturas matrimoniales, violencia en las familias, etc... Sin duda, esto no es lo que el Padre ha preparado para sus hijos. Recogemos el fruto de una violenta separación de los principios cristianos que han sido declarados obsoletos por quienes sólo nos ofrecen como alternativa el vacío del individualismo más feroz y un ideal de realización personal que está llamado a chocar continuamente con el de los demás. Nos toca descubrir la belleza y la bondad de la familia cristiana, pero tenemos que hacerlo bajo las condiciones de nuestra época, no al margen.
Rafael Sánchez Saus
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