En este contexto, entenderé por “catolicismo” la filosofía social contenida en el magisterio pontificio y en los maestros aprobados por la autoridad eclesiástica a lo largo de la Historia. Como se me objetará que, aun así acotado, el catolicismo no presenta una doctrina unitaria sobre el asunto, tal como se deduce del cotejo de las más recientes encíclicas “sociales” con las primeras, reduciré todavía más el sentido del término: la filosofía social de Santo Tomás de Aquino, en cuanto aprobada repetidas veces por la suprema autoridad de la Iglesia, y en cuanto idealmenterecogida en los principios rectores de las grandes encíclicas.
También resulta problemático el segundo término de la comparación: el liberalismo. Desde el campo economicista se recelará ante una simplificación que aúne a los fisiócratas, a Adam Smith y a von Mises, que mezcle la escuela de Chicago, la teoría neoclásica y la escuela austriaca. Aunque la objeción no dejaría de tener su fundamento en cuanto a las aplicaciones a los problemas concretos de la economía, la paradoja de la analogía –ciertamente poco apreciada en campo liberal– nos presentará una salida digna para obtener la deseada reducción al uno. Me refiero a que por liberalismo en este contexto voy a tener también unos principios rectores filosóficos en cuya progenie se inserta la multiforme y no pocas veces contradictoria posteridad de ese mismo liberalismo filosófico.
Formalmente no me voy a enredar en la cuestión de las diferentes explicaciones y propuestas concretas del catolicismo social y de los liberalismos varios sobre la realidad económica, sino que voy a trazar el punto de demarcación, de separación filosófica entre una y otra visión. Es un propósito bien humilde, pero espero que no exento de alcance clarificador.
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La diferencia más llamativa entre la filosofía social cristiana y la liberal en lo tocante a la economía afecta precisamente a la definición, al estatuto mismo de la propia economía y al concepto de libertad humana. Mientras que para el cristianismo la economía será una ciencia de tipo moral, para el liberalismo estamos ante una ciencia de tipo físico. Eso conllevará que para los primeros la economía deba estar completa e íntimamente subordinada a la moral y a la política, mientras que para los segundos, esta hipotética subordinación sólo lo será extrínsecamente. Veamos por qué.
Se enfrentan, pues, filosóficamente, la doctrina social cristiana y la liberal, sobre la idea de naturaleza y de libertad, y previamente sobre la idea de ley. De ahí se derivarán las visiones incompatibles también sobre la economía. El profesor Castellano ha profundizado con gran claridad sobre la idea liberal de libertad y su intervención ilumina la equivocidad del término libertad usado en sentido clásico y en sentido liberal. Castellano desentraña el paralogismo de la libertad entendida en sentido liberal. Me limitaré, por tanto, a señalar sólo la fuente de contradicción que esta “libertad liberal” supone al aplicarse a la economía. La libertad liberal es una libertad de tipo gnóstico, autocreadora e ilimitada. No sólo no existe de facto una libertad semejante, sino que teóricamente se autoniega en sus premisas, pues al negar toda norma a la que conformarse y adecuarse, sólo le queda autoinventarse en la misma acción, como puro voluntarismo despojado de toda referencia intelectual. Pero es la estructura misma de la voluntad la reclama un juicio racional previo para no disolverse en pura pulsión animal y, por lo mismo, en pura necesidad. Es decir, es la voluntad la que exige el juicio formativo para no incurrir en la necesidad mecánica. La libertad absoluta liberal es el decoroso nombre de una realidad mucho más áspera: la necesidad ciega, en última instancia, de la materia. Aplicado al mercado, el concepto de libertad absoluta liberal crea agentes que no pueden sustraerse a la necesidad de maximizar la riqueza, pero esto no una expresión de genuina libertad, sino de fatalidad, de determinismo materialista.
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Pero las otras oposiciones filosóficas entre catolicismo y liberalismo son todavía menos conocidas y están cargadas de consecuencias. Se trata de una concepción radicalmente diferente de la ley y de la naturaleza. Siguiendo a Joseph Vialatoux[1], podemos distinguir tres tipos principales de acepciones para la palabra ley, acepciones análogas pero bien diversas. Es muy importante diferenciarlas, al igual que comprender la relación que hay entre ellas.
En un primer sentido, la palabra ley designa una regla imperativa, dada por una sociedad organizada políticamente, o más precisamente por la autoridad encargada del bien común y que prescribe una actividad a los miembros de ese grupo. En este primer sentido, las leyes son expresión de un orden político. Llamemos a estas leyes, con el término que usa Vialatoux, “leyes-institución” o bien, sencillamente, “leyes políticas” o “de la ciudad”. Son leyes que proceden del exterior del individuo. Los creadores de estas leyes (sean los legisladores o el mismo pueblo por consuetudo) están ellos mismos regulados por otras normas, por otra ley. De modo que, en este primer sentido, la ley reclama la existencia de otras leyes.
En un segundo sentido, la palabra ley se refiere a la norma de un ser. Es decir, la idea directriz, la regla de su devenir interno según la cual se desarrolla, se actualiza, se logra o alcanza su propia perfección. Es decir, lo que cada cosa es esencialmente. “La ley de tal ser es la exigencia interior de su finalidad, reguladora de su desarrollo”. Esta acepción de ley concierne a todo ser al que se aplique la noción de desarrollo, de devenir, de finalidad interna o de intención. Todo ser animado o viviente. Son leyes interiores. Utilizando el lenguaje escolástico diríamos que en particular para los hombres la ley así entendida es una luz intelectual que Dios pone en nosotros por la que conocemos lo que debemos hacer y lo que debemos evitar. Estamos, pues, ante las leyes del espíritu, o leyes morales, que conforman el derecho natural.
En un tercer sentido, la ley es la fórmula enunciativa de relaciones constantes y generales entre ciertos aspectos abstractos de las cosas, entre los “fenómenos”. Así entendidas, las leyes son relaciones constantes o vínculos en virtud de los cuales una causa no puede aparecer, desaparecer o variar sin que otro fenómeno (que llamamos efecto) aparezca, desaparezca o varíe. No se trata de fórmulas imperativas, sino meramente indicativas. Nos sirven para conocer cómo se comportan las cosas en determinadas circunstancias o bien abstrayendo todas las demás circunstancias. Estas leyes manifiestan un orden dado, y conciernen a los hechos, no a las acciones, ni a las intenciones. Son por ejemplo las leyes físicas, químicas, astronómicas, la de la gravitación o las leyes cinéticas. En general, pueden denominarse todas ellas “leyes físicas” y su expresión más sintética y general en las que se manifiestan, como Hobbes lo señaló, es el “mecanismo”[2].
Así pues, tenemos leyes políticas, leyes morales y leyes físicas, entre las cuales existe una analogía pero que representan realidades muy diversas. La idea común que se esconde tras las tres acepciones de la misma palabra es la de “orden”.
Pues bien, mientras que la filosofía realista advierte la razón de semejanza entre los diversos tipos leyes, también señala su esencial diversidad y la necesidad de respetar sus respectivos dominios para conocer y tratar adecuadamente la realidad. Sin embargo el liberalismo filosófico, el naturalismo, manifiesta un vértigo insoportable ante esta paradoja y se revuelve con la herramienta de un univocismo homogeneizador: reducirá las dos primeras formas de leyes (políticas y morales) a la tercera: las leyes físicas. El liberalismo filosófico va a tratar las leyes políticas y las normas morales como hechos sociales sometidos a leyes científicas, es decir, su enfoque va a ser el de una física social. No es que el término física social no admita una comprensión recta y por lo tanto analógica, pero el uso que le reserva el naturalismo filosófico es totalmente unívoco: la física social, en el fondo, no vendrá a ser más que una rama más de la física general, junto a la inorgánica y la biológica.
En estrecha relación con este problema se encuentra el valor que el liberalismo da al término naturaleza. Se pueden reducir a dos los principales sentidos de la naturaleza, que corresponden a las dos últimas acepciones de la palabra ley.
El primero de los sentidos se refiere al dinamismo interior de un ser, que le provee de su ley (en el segundo de los sentidos que hemos mencionado). Es la significación clásica y los griegos la señalaron con la palabra fisis. La naturaleza de un ser coincide, pues, con su finalidad, la tendencia inmanente que le urge. Los movimientos que obedecen a esa intención esencial se llaman “naturales”, y lo que se le oponen son “violentos”, pues la obstaculizan. Esta es la naturaleza que constituía el objeto de la vieja física aristotélica. Podemos llamarla naturaleza interior u ontológica. En el caso del hombre, la naturaleza coincide con la finalidad espiritual del hombre. Es su naturaleza moral.
En el segundo sentido, por naturaleza se entiende el conjunto de los fenómenos exteriores, el conjunto de las constantes, de las regularidades que designa el último de los sentidos de ley. Esta es la naturaleza que constituye el objeto de la física en el sentido moderno o si se quiere la ciencia en general. Se refiere al orden de las existencias por oposición al orden de las intenciones. Es el mecanismo: la naturaleza física o naturaleza exterior. Para el criticismo kantiano y postkantiano, la única naturaleza cognoscible y objeto de ciencia es la recogida en esta segunda acepción, mientras que la naturaleza en el primer sentido sólo sería objeto de “creencias”. Para quienes así piensan, un abismo infranqueable separa la naturaleza de la moral. De modo que la naturaleza queda reducida a su acepción física y la moralidad comienza solamente donde termina la naturaleza. Para los criticistas, igual que para el liberalismo o naturalismo filosófico, hablar de una “naturaleza moral” es una contradicción en los términos.
Así pues, tenemos que el naturalismo (principio filosófico del liberalismo) reduce la naturaleza interior a la exterior, la intención a la existencia fenoménica; la finalidad al mecanismo. Es, se colige fácilmente, no sólo una “filosofía”, sino una “forma mentis”, una mentalidad que tiende a esa reducción. Esa mentalidad, en el campo de lo humano, reduce la naturaleza moral a una naturaleza física, gobernada por leyes que conforman una “física social”. La moral así concebida se convierte en una “ciencia de las costumbres”, donde la palabra ciencia se toma en sentido de una “física de las costumbres” o un “mecanismo de las costumbres”. En esta “física social” la política se convierte en una técnica natural, en un oficio de naturaleza ingenieril o mecánica, cuyo objeto no es otro que la sumisión de la sociedad al gobierno de las leyes naturales así concebidas, al modo de la física social. La política es un empirismo organizador que, en este objetivo se somete a la economía en pos de esa aplicación de la física social.
En su aspecto esencial el naturalismo se encuentra ya en Demócrito o en Lucrecio. La formulación moderna más potente del principio naturalismo sociológico, de la física social, de la mecánica política se encuentra en Hobbes: para Hobbes las leyes políticas y morales nacen del pacto social, que se deriva a su vez de las leyes físicas sociales, engendradas éstas por las leyes de la mecánica orgánica y por lo tanto reducibles en última instancia a las leyes universales de los cuerpos, las leyes del espacio y del movimiento, de la geometría y de la mecánica. El mismo naturalismo lo hallamos en Durkheim y su pretensión de una moral científica, o en Comte y en todos los positivistas.
J.A.U.
[1] Philosophie Economique, Paris 1933.
[2] Frithiof Brandt, Thomas Hobbes’ Mechanical Conception of Nature. London, 1928.