Este fisiocratismo, que reduce todas las leyes a las leyes científico-físicas, y la naturaleza teleológica al mecanismo, es –junto con la idea de libertad absoluta o necesidad ciega– el presupuesto filosófico del liberalismo económico. Como se ha visto, bajo la pretensión de mejor actuar sobre la realidad, de fundar una ciencia que sirva para dominar la realidad, el naturalismo fisiócrata se entrega a un radical univocismo materialista. Está claro que las únicas leyes y la única naturaleza que pueden interesar a quien ha definido previamente un objetivo de dominación sobre lo real, son las leyes y la naturaleza físicas. La concentración de esfuerzos científicos y los abundantes avances en ese terreno dotaron de indudable prestigio a los fisiócratas. Pero los univocismos llevan en sí mismo la violación de las leyes de la inteligencia y, por eso mismo, porque parten de una premisa viciada, siempre encuentran confirmación empírica para sus postulados. Si previamente todo lo reducen a ciencia experimental, se apropian de la ciencia y la convierten en ariete contra los realistas, que defienden la existencia de una naturaleza intencional o finalista, y abogan por la pluralidad de expresiones de la ley. El cientificismo se apropia de la ciencia, del mismo modo como el liberalismo mercantilista se apropia del mercado, por el mismo fenómeno univocista. El sofisma en el que una y otra vez los liberales pretenderán hacer caer a quienes defienden una visión orgánica de la comunidad política a la que debe subordinarse la realidad económica es que digamos si el mercado existe o no y si tiene ciertas leyes (partiendo implícitamente de la reducción naturalista) que lo regulan.
Frente a ese univocismo totalitario y apriorista, queda la primacía de la realidad. Recordemos lo que decía Marcel Clément: que toda comunidad humana es de entrada un hecho natural y por esa razón se deben buscar la leyes que le afectan: “existen leyes sociológicas, existen leyes económicas. Son leyes naturales, pero no derivan de la naturaleza física de las cosas. Proceden de la naturaleza moral de los hombres”[1].
La oposición entre la filosofía liberal y la católica sobre la economía se manifiesta irreconciliable por las antagónicas premisas generales que hemos visto: el analogismo realista frente al univocismo fisiócrata. Por más que mil y un voluntarismos hayan pretendido y sigan pretendiendo reconciliar una visión liberal de la economía con una mentalidad católica, sólo podrán hacerlo en la insuficiente comprensión individual de dos antagonismos, sea por una defectuosa asimilación del liberalismo, sea –mucho más frecuentemente- por una errónea comprensión, reductiva a un cierto moralismo, del cristianismo.
Pero estas dos visiones filosóficas irreconciliables derivan de dos actitudes de la voluntad igualmente distantes entre sí: la veneración por la realidad, el deseo de conocerla para obrar conforme a su estructura, a sus exigencias (en este caso, dado que es una realidad moral, para “realizarla”, como sucede con las ciencias prácticas), frente al deseo de desentrañar los secretos de la realidad para hacerse soberano dueño de ella y, por paradójico que resulte, liberarse de ella, destruyendo la moralidad en la moral. Poco importa que se llegue a afirmar el predominio de la moral sobre la política o la economía (como llegaron a hacer Locke o Kant), si es, como diría Polin, por “cálculo hipócrita” o por sentimentalismo, mientras no se establezca la íntima naturaleza moral tanto de la política como de la economía y por lo tanto la relación de subordinación intrínseca a la moralidad por exigencia de naturaleza.
Por lo tanto, el hecho de que la economía sea una ciencia (moral), cuyo objeto es el actuar humano en cuanto a los bienes escasos, no la sustrae a la misma subordinación moral. Del mismo modo que, en concreto, el descubrimiento de determinadas leyes económicas que rigen el mercado no significa su emancipación de la subordinación ni a la moral ni a la política, ciencia arquitectónica de las ciencias prácticas.
Como decía el Padre Schwalm[2], “si se considera que el fin del hombre es la totalidad del bien de su naturaleza, en consecuencia, la política no es la ciencia del supremo fin del hombre, pero sí es la ciencia del medio supremo para alcanzar ese fin. En parte e indirectamente se subordina la moral, el arte, la industria, pero por su propia subordinación a las exigencias del bien humano, pues el fin de la política es el bien humano, es decir, aquello que hay de mejor en las cosas humanas. La política, pues, no influye legítimamente sobre la moral, la industria o el arte si no es en función de las necesidades de la misma moralidad humana y no de un modo arbitrario y absoluto”.
Concluyo estas elementales reflexiones preliminares para un estudio profundo de la divergencia radical entre catolicismo y liberalismo en la cuestión económica señalando que el origen de esa oposición se origina en la incompatibilidad entre una visión meramente objetivista y otra que integra los aspectos objetivo y subjetivo, enfrentamiento que a su vez se deriva de un uso plagiario y equívoco por parte del liberalismo de los términos libertad humana, ley y naturaleza.
José Antonio Ullate Fabo
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