Fiesta de la Juventud Carlista de Pamplona a la Inmaculada Concepción
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Agenda
Estimado amigo:
Los jóvenes tradicionalistas de Pamplona han invitado a todos a celebrar
este día con ellos bajo el lema
*MÁS SOCIEDAD, MENOS ...
viernes, 30 de enero de 2009
miércoles, 28 de enero de 2009
Tercio de Requetés de Nuestra Señora de la Merced
de Fray Trabucaire
TERCIO DE REQUETÉS DE NUESTRA SEÑORA DE LA MERCED
Arreondo y oros Oficiales del Tercio
El día 17 Diciembre aparece por primera el nombre de TERCIO DE REQUETÉS DE NUESTRA SEÑORA DE LA MERCED DE JEREZ DE LA FRONTERA cuyos efectivos habían salido para el frente de Córdoba el día 11 de Diciembre de 1936. Doscientos cuarenta Requetés mandaos por el capitán Francisco Zuleta, al mismo tiempo una segunda sub-columna salía con unos 70 Requetés para el frente de Málaga.
Los Requetés de JEREZ DE LA FRONTERA se unirían a la COLUMNA REDONDO en Córdoba donde se encontraba casi la totalidad del Requeté andaluz (El Heroico Requeté Andaluz) desfilando en la Ciudad el día 12 de Diciembre unos 2000 Requetés mandados por el Comandante Redondo.
La noche del 19 de Diciembre en el frente de Cañete de las Torres se despliega el Tercio por primera vez en primera línea de fuego. El día 20 avanza en vanguardia apoyada por el Tercio Virgen de los Reyes, mientras la artillería Nacional bate Cañete y Bujalance, ocupándose el primer pueblo. La marcha sobre Bujalance (Bastión del Anarquismo Andaluz) junto con los Tercios del Rocío y San Rafael es coronada con su Liberación el día 20 de Diciembre.
El día 24 se fija como objetivo Montoro y el Tercio de Nuestra señora de la Merced va en vanguardia de la sub-columna del Comandante Pérez de Guzman hacia las 9 horas se traba fuerte combate con un batallón de la XIV Brigada Internacional que llegaba del Villa del Rio siendo los Requetés Jerezanos los que llevaron el peso de la acción, siendo especialmente brillante (COMO SIEMPRE LO FUE ENTRE REQUETES Y EXTRANJEROS) y Montoro será LIBERADO para Dios, La Patria y el Rey.
El 27 toda la columna Redondo marcha hacía Lopera donde el Tercio de la Merced ocuparía el "CERRO DE SAN CRISTOBAL" y lo defendería con bravura Carlista. El día 29 se prepara la columna Redondo para Liberar Porcuna, pero ya sabemos, que debido a que los Gubernamentales contraatacan Lopera, la Columna de Pérez de Guzman regresa a toda prisa, en una marcha infernal, por entre los campos para cargar a LA BAYONETA con el enemigo al que desaloja de sus posiciones aliviando la presión sobre sus compañeros y reocupando Heroicamante Lopera.
El día 1 de Enero de 1937 y en conjunto con la Columna Redondo al completo el Tercio Recibe la orden de avanzar en vanguardia sobre Porcuna. El capitán Zuleta con cien Requetés entra en Porcuna al mediodía del día 2 de Enero pasando a ocupar posiciones en trincheras orientadas hacia Valenzuela. Terminando una de los episodios mas brillantes de la Cruzada de Liberación de Andalucía del terror rojo contabilizando la casi completa eliminación de la IX Brigada Internacional mandada por los generales comunistas que ya conocemos. LOS REQUETÉS ANDALUCES NO QUISIERON EXTRANJEROS EN SU TIERRA.
Esas operaciones le valieron al Heroico Requeté Andaluz la medalla militar colectiva.
En los días siguientes el Tercio quedaría en posiciones de Porcuna, luego pasa a Bujalance y posteriormente a Porcuna donde vuelve a sus posiciones del "Cerro de San CRISTOBAL" donde repelieron frecuentes ataques gubernamentales.
El día 28 de Abril el mismo General Queipo de Llano impone al Tercio la segunda Medalla Militar Colectiva junto con el Virgen del Rocío por las operaciones de Villanueva del Duque. El día 3 de Mayo el Tercio parte para Madrid para el Desfile de la Victoria el día 19 de Mayo del año de la Victoria de 1939.
Requeté Sevillano
El Requeté Andaluz.
TERCIO DE REQUETÉS VIRGEN DEL ROCÍO
El Rocío es uno de los centros más importantes de religiosidad popular y de devoción mariana del mundo. El centro de esta devoción es la Virgen del Rocío, Virgen de Pentecostés, que hunde sus raíces a finales del Siglo III, coincidiendo con la reconquista de esta tierra a los árabes y su recuperación para la cristiandad. Alfonso X "El Sabio" conquista está tierra que pertenecía al reino de taifa de Niebla. En el 1582, el Consejo de Almonte adquiere las tierras denominadas, Madre de las Marismas, junto a la Ermita, con todo lo que hoy es ruedo de la aldea, quedando esta zona, no solo ya termino de Almonte sino propiedad de su Municipio, quien sigue siéndolo en la actualidad.
Oración a la Virgen del Rocío
Virgen del Rocío, Blanca Paloma, Reina del Cielo
y de Andalucía Señora. Bendita Tú entre todas las mujeres
y bendito el fruto de tus entrañas, Jesús, que concebido
por la gracia del Espíritu Santo, Virgen Inmaculada, distes a luz.
Ruega ante Él por nosotros, rocieros y cristianos, que convocados
en torno a tu dulce nombre, imploramos su perdón sagrado.
Muéstranos el camino, ilumina nuestro sendero, guía nuestros
pasos que solo nos lleven al cielo. Para que así en nuestros
corazones, cambiemos odio por amor, Egoísmo por generosidad,
tristeza por gozo, y violencia por paz.-
No me dejes solo, que en mi alma brille siempre tu estrella, que
al mirar a tu rostro se inunde mi espíritu de tu pureza.
Que mi carreta sea tu casa, que mi camino sea tu ejemplo,
que mi medalla sea divisa de auténtico amor rociero.
Virgen del Rocío, Blanca Paloma, Reina del Cielo,
aquí estamos contigo, por los siglos de los siglos,
éste es tu pueblo.-
Virgen del Rocío, Blanca Paloma, Reina del Cielo
y de Andalucía Señora. Bendita Tú entre todas las mujeres
y bendito el fruto de tus entrañas, Jesús, que concebido
por la gracia del Espíritu Santo, Virgen Inmaculada, distes a luz.
Ruega ante Él por nosotros, rocieros y cristianos, que convocados
en torno a tu dulce nombre, imploramos su perdón sagrado.
Muéstranos el camino, ilumina nuestro sendero, guía nuestros
pasos que solo nos lleven al cielo. Para que así en nuestros
corazones, cambiemos odio por amor, Egoísmo por generosidad,
tristeza por gozo, y violencia por paz.-
No me dejes solo, que en mi alma brille siempre tu estrella, que
al mirar a tu rostro se inunde mi espíritu de tu pureza.
Que mi carreta sea tu casa, que mi camino sea tu ejemplo,
que mi medalla sea divisa de auténtico amor rociero.
Virgen del Rocío, Blanca Paloma, Reina del Cielo,
aquí estamos contigo, por los siglos de los siglos,
éste es tu pueblo.-
Con los datos del libro del Profesor Aróstegui y del Rvdo. Padre Bernabe Copado.
La Unidad que llevaría el nombre de VIRGEN DEL ROCÍO fue creada en el seno de REQUETÉ de Huelva y toma el nombre de su Blanca Paloma, se integró en la famosa COLUMNA REDONDO donde combatió coco con codo con sus hermanos Requetés de Nuestra Señora de la Merced y posteriormente paso a integrarse en el 3º Batallón de Requetés del Sur junto con sus hermanos del Tercio de San Rafael y Nuestra Señora de la Victoria de Málaga.
Liberados los prisioneros que el Gobernador civil tenía como preventivo de su unión a los sublevados, entre los que se encontraba el Capitán de Corbeta Pérez de Guzmán junto a otras gentes en el barco prisión "Ramón", por la Guardia Civil ya que se esperaba la llegada de la sub-columna del grupo de militares del Alcalde Carranza de Sevilla, comienzan las acciones de Combate de los Requetés onubenses. Se constituye una Columna al mando de Pérez de Guzmán que sale de inmediato para tomar los pueblos irredentos de Gibraleón, Lepe, Cartaya, Ayamonte e Isla Cristina, pero la operación más destacada fue la ocupación de la cuenca minera de Tharsis, que se hizo tras una entrada por sorpresa, sin que hubiera ordenes de ello, produciéndose un duro combate entre obreros mineros y Requetés, con Victoria (COMO SIEMPRE PASO EN ANDALUCÍA Y ESPAÑA) de los que luchaban por la causa de Dios.
Tras regresar a Huelva los requetés fueron trasladados de guarnición a Punta Umbría , mientras Pérez de Guzmán quedaba encargado de la comandancia de Puerto de Huelva. Los requetés integrados en la columna del Capitán Gumersindo Varela salieron para Valverde del Camino y Zalamea la Real, donde los combates fueron casa por casa y donde tuvieron que enfrentarse a una columna de mineros de Rio Tinto con camiones blindados que intentaron, sin conseguirlo, retomar el pueblo para el Gobierno de la Republica. Se empeña un duro combate donde son baja la mitad de los requetés del heroico Tercio. El día 28 de Agosto de 1936 volvían a Huelva.
Los requetés del Rocío salen de nuevo en operación el día 31 de Agosto hacía Riotinto, al mando del Teniente Francisco Casas, participando en la ocupación de Peña de Hierro, La Granada, Minas de la Concepción y, en fechas posteriores, Jabugo, Cumbres Mayores, de Enmedio y de San Bartolomé, efectuando diversas batidas por la sierra del norte anubense, en Aznalcollar queda un pequeño destacamento que combate esporádicamente y defiende su posición como hacen los requetés.
El día 15 de Octubre de 1936 sale la columna de Pérez de Guzmán para dirigirse a Córdoba para incorporarse allí, con todo el Requeté Andaluz menos una parte del Isabel la Católica de Granada, a la columna del Comandante Redondo. El día 23 la columna marcha hacia Espejo y Castro del Río. A diez kilómetros de espejo la Columna se divide y el Tercio no actúa y entra por la tarde en Espejo quedando en esta localidad en posición hasta finales de noviembre.
De nuevo reorganización de la famosa columna Redondo en Córdoba para actuar en el irredento frente de Jaén. El día 10 diciembre de 1936 participa el Tercio en el desfile de día 12 en Córdoba. A sus efectivos se les suman una Compañía de requetés de Granada (Isabel la Católica) y del primer Requeté de Córdoba, quedando todos al mando del Capitán de Corbeta Pérez de Guzmán.
Los Requetés de Tercio de la Virgen del Rocío intervienen en la ocupación de Cañete de las Torres el día 19 por la mañana, y en un frustrado ataqué a Bujalance. Parten luego hacía Valenzuela, yendo en la retaguardia de la columna Gómez Cobian, formando ahora Unidad con los requetés de Córdoba (Tercio de San Rafael) y el de Jerez (Tercio de Nuestra Señora de la Merced) al mando de Pérez de Guzmán para ocupar Bujalance el 20 de diciembre y el 22 se ocupa Pedro Abad sin casi resistencia.
El día 24 se avanza hacía Montoro donde se enfrentan con la 14ª Brigada Internacional a la cual casi aniquilan por completo. Al atardecer se ocupa el pueblo Montoro y se resisten fuertes contraataques de los Internacionales que quedaban y se recoge al enemigo una gran cantidad de material de guerra abandonado por la, de nuevo, huida de los voluntarios Comunistas. En diciembre el Tercio se une al resto de la columna Redondo para la comenzar la mayor de las gestas del REQUETÉ ANDALUZ. La liberación de Lopera por parte de la Columna del Comandante Redondo donde los Requetés del Rocío, del San Rafael y de Nuestra Señora de la Merced al mando Pérez de Guzmán, operan en el flanco derecho de la columna. Las operaciones comienzan el día 27.
Nos cuenta el Requeté Viñuelas (Requeté del Rocío).....Lopera estuvo a punto de ser la tumba de todo el requeté andaluz ya que los combates fueron muy duros y las armas, al rojo, comenzaban a fallar. Los requetés del Roció, con muchas bajas quedaron casi cercados, teniendo como única salida la carretera del Villa del Río muy batida. En la noche del 27 al 28 la lucha llega al cuerpo a cuerpo. El 28, Redondo ordena un fuerte ataque frontal para rectificar líneas y ocupar posiciones más ventajosas y el 29 casi todo el Requetés andaluz efectúa un ataque sobre el flanco derecho de Porcuna lo que produjo la reacción de los defensores que contraatacaron de frente al Batallón de Cádiz que había quedado en posición. Las fuerzas de Pérez de Guzmán tienen que ir en su ayuda y se detuvo al ataque a la bayoneta. El ímpetu de los Requetés andaluces quedo patente en la escena que nos cuenta de nuevo Viñuelas...El campo ha quedado regado de cadáveres.... Los Refuerzos llegados con la Columna del Coronel Álvarez de Rementería, relevaron al Virgen del Rocío de sus posiciones avanzadas, y el día 30 se ocuparía LOPERA. La siguiente operación se realizó sobre porcuna, donde el Virgen del Rocío actuó desplegado en guerrillas, junto a Regulares por las escarpadas paredes de subida al pueblo mientras la columna avanzaba por la carretera. El 1 de Enero de 1937 el Tercio entra en Porcuna, acabando una de las operaciones más gloriosas para el Requeté Andaluz lo que le valió la Medalla Militar Colectiva.
Después de días de guarnición en Lopera y de intervenir en los fuertes combates en el frente Lopera-Porcuna donde el Comandante Pérez de Guzmán tuvo una actuación destacada en la defensa de Lopera, que le supuso la Medalla Militar Individual (La primera concedida a un Marino)
El Tercio junto con su hermano de la Merced y de nuevo al mando de Pérez de Guzmán operarían en el duro frente norte de Córdoba, Villanueva del Duque y Cámaras Altas en el llamado sector de Pozoblanco. Los dos Tercios luchan muy bravamente al mando de Casas y del Capitán Villalta. El día 14 se combatió en la posición "Loma Verde", en el 15 en la operación de Alcaracejos, el 16 en la "Loma de los requetés". El día 20 sufre fuertes bombardeos de la artillería y se producen numerosas bajas. Ya en las posiciones "Minas del Soldado" y después de varios relevos tuvieron que abandonar la posición y retirarse a posiciones más ventajosas.
Comenzaba el mes de abril en las posiciones de Castillejos y Cámaras Altas, en el sector de Peñarroya, en donde se sucedieron muy duros combates. Entre el 2 y el 8 de este mes, la aviación y artillería enemigas desarrollaron una fuerte actividad que barrio sin cesar las posiciones ocupadas por el Tercio. La defensa del "Cerro de Castillejos" y cota - 800 muchas veces a la bayoneta fue heroica por parte de los requetés y se ganaron la segunda Medalla Militar Colectiva.
Los días 13 y 14 un fuerte contraataque enemigo logra recuperar el Cerro de Castillejos lo que obliga de a una segunda toma de la cota, que se logra con muchas bajas y empeñando todos los efectivos de los dos Tercios de Requetés. El día 15, los dos Tercios son relevados de sus posiciones y enviados a Córdoba para reorganizarse y descansar.
A comienzos de mayo de 1937 el Tercio refrescado con nueva recluta de voluntarios requetés onubenses y ya con la nueva organización divisionaria del todo el ejercito nacional vuelve al frente cordobés con el Comandante Redondo. El ya familiar sector de Lopera- Porcuna y alternan posiciones en Lopera y Porcuna respectivamente. Posteriormente se organizo el 3º Batallón de Requetés del Sur con una actividad bélica escasa hasta el final de guerra con el frente estabilizado y solo con pequeñas rectificaciones de línea.
Las bajas totales de la Unidad según José María Resa fueron 47 muertos y 142 heridos.
La Romería Triste y Gloriosa
Los Tamboriles del Rocío redoblan en el cortejo de nuestros muertos.
Por José Simón Valdivieso.
Diario Odiel, 24 de Enero de 1937.
Al entrar en aquel pueblecito cordobés recién conquistado, el silencio mortal nos prende el alma con una garra helada. La impronta marxista se advierte clara en el pueblo que aún recordamos con las fachadas de sus casas pulcramente encaladas que lucían su blancura deslumbrante realizada por la luz viva y alegre del buen sol andaluz y sus calles fragantes a incienso quemado en las “copas” hogareñas, a romero del monte próximo y a azahar de los naranjos en flor. Cuesta trabajo aceptar que este pueblo en ruinas, renegrido por el humo de los incendios, con sus casas abandonadas y en desorden como víctimas de un desahucio colectivo es aquel mismo pueblo cordobés, limpio y alegre de días más felices.
Pero… ¿Qué es esto? Hasta nuestro oído llega clara y precisa una música familiar. Suena en su vaguedad de música lejana con una fuerza evocadora irresistible y ante nuestras pupilas en éxtasis desfila el cuadro único e incomparable de la bellísima romería rociera
Está música que escuchamos ahora en este pueblecito cordobés es evidentemente aquélla. Estos son los tamboriles y las gaitas de las marismas de Almonte y estos son aquellos toques de la romería, pero con un aire solemne e impresionante que aquéllas no tenían.
Al avanzar, llegamos a la plaza y presenciamos un espectáculo conmovedor, de una grandeza insuperable. A hombros de unos mozallones de rostros atezados por la intemperie hostil del castro y barbazas descuidadas e hirsutas van tres féretros envueltos en la bandera. Y detrás el Comandante Pérez de Guzmán, y el Comisario de Guerra Carlista de Huelva, Dionisio Cano López y una teoría inacabable de boinas rojas… Y los tamboriles y las gaitas del Rocío, que no podían faltar en aquella romería gloriosa y triste. ¿triste? ¡No! Cuando un requeté da su vida por Dios y por España, no es un sentimiento triste, sino de emulación el que despierta entre sus compañeros…….
Eran tres requetés del Tercio de la Virgen del Rocío. Va dicho implícitamente que eran tres bravos requetés. Y por eso, en esa hora que no era la hora siniestra y torva de los que mueren en pecado mortal, de los que mueren peleando contra su Dios y contra su Patria, sino una hora triunfal llena de luz, los tamboriles y las gaitas de las marismas acompañaban con sus sones típicos, a los tres valientes rocieros que subían jinetes en las tres nubes más bellas y más blancas, haciendo gallardas corbetas y graciosos caracoleos cielo arriba por la inmensa “marisma azul”, hasta la sublime altura donde la Divina Madre , esa Blanca Paloma, la Pastora amorosa de sus ovejitas de Huelva, les espera para acogerlos con la mirada de sus ojos, que son los dos luceros más bonitos del firmamento, y susurrarles con su voz, que es la música más hermosa que escucharon jamás oído humano. “¿Habéis sufrido mucho, hijos queridos?”.
¡Ay, Dios! ¿Cómo podía ser triste aquel cortejo? Yo pedí aquella noche con el corazón rebosante de envidia limpia y noble: “¡Señor!. Si pudiera ser ¡que lleven mi cuerpo a la tierra envuelto en la bandera de mi patria y que me acompañen los sones marismeños de los tamboriles y de las gaitas del Rocío y que la Blanca Paloma me espere allí”, como a estos tres valientes!.
Lopera, enero de 1937
domingo, 25 de enero de 2009
Jules Payot y la Educación de la Voluntad
El ‘laicismo’ republicano francés fue un poderoso movimiento cultural y político que alcanzó su cenit durante el tránsito del siglo XIX al siglo XX. No sólo fue entonces cuando logró controlar la administración educativa, sino que además ejerció una enorme influencia internacional.
Los laicistas franceses de primera hora compartían unos fundamentos filosóficos muy concretos –los del denominado ‘individualismo’ republicano– cuya piedra angular era sin duda la ‘libertad de conciencia’. Tenían también, por supuesto, un programa de acción política muy claro, al que se adherían sin fisuras, aspecto éste que probablemente es el que en mayor medida fue imitado en otros países. Les unía igualmente, y pienso que esta cuestión no se destaca lo suficiente en la actualidad, un proyecto bastante definido de reforma moral y social, sobre cuyas líneas generales estaban de acuerdo y al que intentaban contribuir también con su labor intelectual.
La humillante derrota sufrida en la guerra franco-prusiana (1870), sostenían los republicanos, había puesto de manifiesto que se imponía reedificar sobre nuevas bases el orden político y social. En la práctica, se trataba de crear una nueva nación cuyos ciudadanos, cuyas instituciones y cuya cultura respondiesen a los principios y los ideales de la Revolución. La tarea no estaba exenta de serias dificultades, y una de las principales era la siguiente: cómo lograr que los ciudadanos obrasen con rectitud bajo un régimen político que se fundase en libertad; es decir, sin que las leyes y las costumbres les forzasen en la misma medida que antes a hacerlo. También con un menor auxilio de los poderosos sentimientos religiosos, puesto que para garantizar la ‘libertad de conciencia’ había que limitar la influencia social de las iglesias, que por otra parte, debido al individualismo, tendía de modo natural a debilitarse. De lo contrario, el nuevo orden democrático generaría debilidad moral en los ciudadanos y sería muy fácil de desestabilizar.
A raíz de un curso universitario que redactó e impartió en varias ocasiones, más tarde publicado a título póstumo, Durkheim (1925) se planteó la cuestión y llegó a una paradójica conclusión: había que convertir la moral laica en una especie de ‘religión civil’. Aunque el fundamento y el contenido de dicha moral tenían que ser racionales, había que lograr que los individuos la viesen como un absoluto y sintiesen hacia ella una veneración semejante a la que los fieles experimentan ante los dogmas de su confesión.
Jules Payot (1894), otro autor de inspiración laicista mucho menos conocido, formuló más o menos por entonces una propuesta –en cierto sentido complementaria de la de Durkheim, aunque dirigida a las elites sociales– para solventar el mismo problema. Lo hizo en una obra –La educación de la voluntad–, cuyo contenido vamos a analizar, que tuvo un notable eco internacional. De hecho, en las primeras líneas de tal libro afirma de modo explícito que el debilitamiento de los sentimientos religiosos característico del mundo moderno constituye un serio desafío para la educación moral (Payot, 1922, p. 11).
Según P. Guichonet (1996) y la Enciclopedia Espasa (1966), Jules Payot ejerció como profesor de enseñanza media, hasta que en 1894 obtuvo la agregación y pasó a dar clases en Privas y luego en Chalons-sur-Marne. Posteriormente, fue rector en Chambery (1902-1906) y en Aix-en-Provence (1906-1922). Ajeno desde la infancia a cualquier creencia religiosa, siguió las doctrinas del racionalismo positivista y se hizo famoso por sus editoriales anticlericales en el muy leído Journal des Instituteurs et Institutrices. Publicó además un Cours de Morale (Payot, 1904) destinado a las escuelas normales muy criticado por los católicos. Ferviente admirador de Spencer y Stuart Mill, se vio también muy influido por la psicología asociacionista. Puesto que desde 1904 habría abrazado la causa de los pacifistas, abandonó su puesto durante la movilización de 1914, motivo por el que fue sancionado. A raíz de ello, renunció a la militancia política republicana y durante los últimos años de su vida criticó implacablemente el sistema escolar que había contribuido a levantar.
Nuestro autor se hizo célebre en vida por un libro (Payot, 1894) que podríamos considerar uno de los primeros best-sellers de la literatura de autoayuda: L’éducation de la volonté. La obra conoció un éxito inmediato y duradero en Francia, hasta el punto de que en 1934 había alcanzado la 34ª edición. Más adelante (Payot, 1941), pasó a formar parte del catálogo de Presses Universitaires de France, que la publicó al menos hasta 1949. En total hubo más de 70 reimpresiones. El éxito cosechado animó al autor a redactar una segunda parte (Payot, 1919), titulada Le Travail intellectuel et la volonté, que tuvo mucho menos eco y acabó editándose junto con la primera.
Al parecer (Guichonet, 1996), el libro se tradujo a once idiomas. Titus Voelkel hizo la versión en alemán (Payot, 1901). La última reedición que he localizado es la 8ª, impresa en 1921. De la edición en inglés (Payot, 1909) se encargó Smith Ely Jelliffe. En este caso, la última impresión de que tengo noticia es la 13ª, hecha en 1930. La traducción italiana (Payot, 1907), preparada por G. Amodeo, se reeditó al menos hasta 1924.
He localizado 16 ejemplares de las diversas ediciones en francés en 11 bibliotecas españolas. La mayoría son de instituciones universitarias y centros de investigación públicos, pero 4 están vinculadas a la Iglesia católica. Mayor difusión alcanzó sin duda la traducción (Payot, 1896) de Manuel Antón y Ferrándiz, que en su momento acabó publicando la editorial Jorro (Payot, 1905). En 1943 ésta hizo la 6ª y al parecer última reedición. Se conservan al menos 46 ejemplares de la citada traducción en 38 bibliotecas españolas de todo tipo: universitarias y de investigación (13), de centros de enseñanza civiles y militares (5), públicas (16) o de instituciones católicas (4). La obra figura también en dos colecciones privadas. Podemos hablar, pues, de una difusión bastante amplia, en particular por no estar restringida al ámbito de los especialistas, sino por el contrario abierta al público culto en general.
Su autor reitera una y otra vez cuál es el motivo por el que escribió el libro cuyo contenido vamos a analizar. Quiere contribuir a solventar una grave deficiencia del sistema de enseñanza francés: cuando el estudiante llega a la universidad, aunque eso es lo que se espera de él, no tiene la suficiente fuerza de voluntad para tomar las riendas de su propia formación, porque hasta entonces ha permanecido en todo momento bajo la estricta disciplina de sus padres y profesores (Payot, 1922, pp. 43, 99, 223 y 319-320). Es “el error capital de nuestros sistemas de educación, que sacrifican la cultura de la voluntad a la cultura intelectual. […] Así se logran en los colegios, jóvenes prodigiosos que nada harían entregados a sí mismos” (Payot, 1922, p. 298). Y esto pasa cuando “las pasiones invaden su alma ¡y desgraciado sí, como sucede en todas las facultades de enseñanza en Europa y en América, se encuentra libre, con libertad absoluta, sin apoyo, sin un director de conciencia, sin posibilidad de traspasar la densa atmósfera de ilusiones que lo asfixia! El estudiante se encuentra como aturdido, incapaz de marchar, arrastrado por las preocupaciones reinantes a su alrededor” (Payot, 1922, pp. 177-178). Y no sólo es frágil desde el punto de vista moral, sino que tampoco posee hábitos de trabajo intelectual, pues “en su aislamiento ni aun sabe trabajar, nunca se le ha dado un método de trabajo adaptado a sus fuerzas y a la naturaleza de su entendimiento” (Payot, 1922, p. 178). En suma, libre de las cargas familiares o profesionales, está en la situación ideal para formarse, “los días son suyos, completamente suyos. Pero ¡ay! ¿qué es la libertad exterior para quien no es dueño de sí mismo?” (Payot, 1922, p. 179). El resultado final es que la mayoría de los alumnos apenas trabajan y si lo hacen es sólo por miedo al suspenso. Además, no entienden lo que estudian, porque en los exámenes lo único que se les pide es que repitan lo que han memorizado, con lo que se ahoga cualquier iniciativa y el esfuerzo personal (Payot, 1922, pp. 38-40).
A la vista de esta descripción, uno siente la tentación de sucumbir ante el desaliento y afirmar que los males que aquejan a los sistemas educativos son endémicos. Ahora bien, no puede decirse en absoluto que el diagnóstico que se hace de las causas que los provocan sea el mismo. Payot no propone sólo –como se suele hacer hoy en día– cambiar los métodos de enseñanza. Después de todo es un burgués republicano que confía más en los individuos que en los sistemas, pues cree que la causa profunda y última de los problemas está siempre en las decisiones que toma cada cual. Es más, no tiene reparos en comenzar su análisis afirmando que “la causa de casi todas nuestras adversidades y desgracias es única, y consiste en la debilidad de nuestra voluntad, en la aversión a todo esfuerzo del ánimo y principalmente al esfuerzo perseverante” (Payot, 1922, p. 31).
Lo fundamental, por tanto, es que uno se empeñe a fondo en la búsqueda de la excelencia personal. Ahora bien, muchos (por ejemplo, Kant, Schopenhauer, Spencer) afirman que el carácter no puede cambiar, y otros tantos confían en exceso en el libre albedrío y sostienen que es tarea sencilla forjarse una sólida personalidad (Payot, 1922, pp. 52-56). De ahí proviene un error educativo que tiene muy graves consecuencias: todo se fía a la formación intelectual y se olvida o malentiende la educación de la voluntad (Payot, 1922, p. 42), cuando debería hacerse justo lo contrario, pues de “la grande obra de nuestro propio autodominio […] depende cuanto hemos de valer, y por tanto lo que hemos de ser y el papel que hemos de representar” (Payot, 1922, p. 58). Y así, los educadores trasmiten un excesivo optimismo a sus alumnos. “¡Sois libres!, decían nuestros maestros –confiesa Payot–; pero nosotros sentíamos con desesperación la mentira de tal afirmación. Ni se nos enseñó que la voluntad se conquista lentamente, ni se pensaba en estudiar cómo se conquista, ni tampoco se nos adiestró para esta lucha, ni se nos alentó a ella” (Payot, 1922, pp. 58-59). Sin embargo, al joven hay que decirle todo lo contrario, que dicha tarea está llena de dificultades, “pero presentándole al propio tiempo asegurado el triunfo con la sola condición de una constancia a toda prueba” (Payot, 1922, p. 58). “Los grandes santos –comenta nuestro autor–, vencedores en esa lucha sin tregua entablada entre nuestra naturaleza humana y nuestra naturaleza animal, no disfrutaron la alegría de los triunfos tranquilos y no disputados” (Payot, 1922, p. 60). Es más, “la libertad moral como la libertad política, y como cuanto vale algo en el mundo, debe conquistarse en lucha abierta y defenderse sin tregua, teniendo en cuenta que es la recompensa de los fuertes, de los hábiles y de los perseverantes. Nadie es libre si no merece serlo. La libertad no es un derecho ni un hecho, sino una recompensa, y por cierto la más alta y la más fecunda en satisfacciones” (Payot, 1922, p. 59).
El motivo es que, en la formación moral, hay un grave obstáculo que superar. La inteligencia no es capaz por sí sola de “contrarrestar las torpes y burdas tendencias animales” (Payot, 1922, p. 66), domeñar “las potencias brutales de la sensibilidad” y triunfar en la “lucha contra las fatalidades de nuestra naturaleza animal” (Payot, 1922, p. 162). Las simples ideas, los buenos propósitos, no bastan para progresar moralmente, a no ser que tengan el poder de suscitar sentimientos profundos y duraderos que muevan a actuar. Y es que, como sostenía San Agustín, “qui amat non laborat, para el que ama, en efecto, todo es fácil y agradable de realizar” (Payot, 1922, p. 85). Sólo entonces puede el ser humano sacrificarse por un ideal de vida, sea éste religioso o humano (Payot, 1922, p. 69-71). En la mayoría de las personas sucede, sin embargo, lo contrario: los afectos acaban por someter a la inteligencia y anular la libertad. “Nadie como nosotros –escribe Payot– se halla convencido de cuán raros son los hombres dueños de sí mismos; la libertad es la recompensa a una acumulación de esfuerzos prolongados que pocos tienen el valor de intentar” (Payot, 1922, p. 87). Por eso, hay tantos hombres que “recorren la vida zarandeados por los acontecimientos externos, y son tan poco originales, tan poco dueños de sí mismos como las hojas que se arremolinan arrastradas por el viento de otoño” (Payot, 1922, p. 129). Puede decirse de ellos que se comportan como autómatas (Payot, 1922, pp. 144-145). Por otra parte, hay que tener en cuenta que nos veremos arrastrados inexorablemente por nuestras pasiones, que caen fuera de nuestro control puesto que tienen un origen fisiológico, a no ser que al menor síntoma evitemos que se desencadenen (Payot, 1922, pp. 88 y 94).
¿Cómo saldrá el niño de la impotencia en que su propia contextura psicológica le sume? Al principio, debe recibir la ayuda de sus padres y de sus maestros, y en esta etapa son de gran ayuda los estímulos externos y los poderosos sentimientos que es capaz de suscitar la religión. Por eso, nuestro autor no pretende cambiar los niveles inferiores del sistema de enseñanza francés (Payot, 1922, pp. 98-99). El problema es que tarde o temprano el joven tendrá que aprender a volar solo y, como hemos visto, nadie se preocupa de fortalecer su voluntad con vistas a su ‘emancipación’ moral, de enseñarle a obrar bien con plena conciencia y libertad, y de convencerle de que, “si hoy no puede podrá mañana, con ayuda de la gran potencia libertadora, el tiempo. La libertad inmediata que nos falta se puede suplir por una estrategia, por procedimientos mediatos e indirectos” (Payot, 1922, p. 91).
Esta apología del mérito personal y de la capacidad de superación del ser humano es típica del discurso moral del laicismo republicano. Lo novedoso y lo llamativo es cómo explica nuestro autor el mecanismo en el que se funda la educación de la voluntad. “Si mandamos en nuestra naturaleza humana –sostiene– es obedeciéndola, y la única garantía de nuestra libertad son las leyes de la psicología, único instrumento posible a la vez de nuestra redención. Para nosotros no existe libertad sino en el seno del determinismo” (Payot, 1922, pp. 60-61). Y así, Payot niega que el libre albedrío sea el fundamento de la educación: “Todos somos predestinados en el buen sentido de la palabra. […] La moral sólo necesita libertad, lo que es muy diferente, y la libertad no es posible sino en y por el determinismo” (Payot, 1922, p. 63). Por eso, para educar la voluntad hay que apoyarse en la fuerza de los sentimientos y seguir las leyes de la asociación de ideas: “¿Qué es […] la educación, sino el hecho de poner en juego sentimientos poderosos para crear hábitos de pensar y obrar, es decir, para organizar en el entendimiento del niño sistemas combinados de ideas con ideas, ideas con sentimientos e ideas con actos?” (Payot, 1922, p. 97-98). Tales asociaciones o ‘soldaduras’ son ‘artificiales’, pues no le resulta nada fácil al hombre dominar su mente por medio de la atención. Por eso, el aprendizaje nunca es placentero sino que exige esfuerzo moral (Payot, 1922, p. 102). Ahora bien, “nuestro poder para hacer atractivo por asociación lo que antes no lo era se extiende muy lejos. Podemos desde luego transformar los sentimientos favorables a nuestra voluntad y enriquecerlos hasta el punto de transformarlos” (Payot, 1922, p. 104).
En efecto, aunque no es posible suscitar sentimientos que no se posean ya, sí es posible manejar los que ya existen. En este terreno, “nuestra atención, de la cual disponemos, sustituye a la potencia creadora de que carecemos” (p. 105). A la hora de educar la voluntad, el objetivo ha de ser, pues, establecer “una alianza tan estrecha que no se sabe si la idea es absorbida por el sentimiento o éste por aquélla” (Payot, 1922, p. 69). Para ello, como aconseja Spencer (Payot, 1922, p. 105), el único método es apoyarse en ciertos sentimientos naturales y elementales que –si son normales– todos los seres humanos poseen, e ir construyendo poco a poco ideas-fuerza cada vez más complejas y elevadas. Se podría constituir así una especie de combinatoria de la educación moral fundada en las leyes de la asociación de ideas descubiertas por la Psicología (Payot, 1922, pp. 104-105). “Estas ideas –sostiene nuestro autor– no son por completo tales, sino sustitutos obligados, precisos y fácilmente manejables de los sentimientos, es decir, de estados psicológicos poderosos, pero lentos, torpes y difíciles de manejar” (Payot, 1922, p. 70). Cuanto más tiempo sea capaz la atención capaz de mantener activas en la conciencia tales ideas, y si además tienen el poder de evocar los sentimientos a ellas asociados en caso de necesidad, más se habrá avanzado en la formación moral (Payot, 1922, pp. 109-110).
Sin duda, “el joven ya instruido, que por la severa enseñanza de las cosas y la educación de los padres y maestros ha adquirido un gran dominio sobre sí, puede sostener por mucho tiempo, en la conciencia, las representaciones más de su gusto o más convenientes” (Payot, 1922, pp. 108-109), pero le queda aún mucho camino que recorrer. Al igual que tantos adultos poco formados, cuando siente la seducción de las pasiones, no es capaz de expulsarlas de la conciencia y reafirmarse en sus buenos propósitos. Tiene que apoyarse entonces en motivaciones extrínsecas, por ejemplo el miedo al deshonor o el afán de destacar, aferrarse a la pura voluntad de resistir, o intentar distraerse con alguna ocupación; pero en tal caso la lucha será muy desigual, y los malos sentimientos se saldrán muy a menudo con la suya. Tiene también que recurrir a apoyos externos, es decir, tiene que contar con un ambiente favorable para su formación y huir de todo aquello que pueda inquietarlo y hacerle vacilar o incluso claudicar: escoger bien los amigos, leer libros edificantes, conocer y admirar la vida de los grandes hombres del pasado, evitar las diversiones mundanas y no prestar atención a los sofismas con los que a menudo se justifican los vicios (Payot, 1922, pp. 111-118 y 312-313). Es también importante la higiene, que tanto preocupaba a los pedagogos del siglo XIX: hay que ser frugal al comer y beber, no dormir en exceso y levantarse en cuanto uno se despierte, tonificar el cuerpo y el espíritu con la gimnasia y el ejercicio al aire libre, saber distraerse el tiempo justo cuando es necesario, etc. (Payot, 1922, pp. 197-224).
Sobre estas y otras cuestiones vuelve nuestro autor en la parte final de su libro, en concreto en los Capítulos II y III del Libro IV y en parte del Libro V. En este último propone también cambiar el modo en que se realiza la enseñanza universitaria. Los profesores tendrían que crear pequeños grupos de trabajo de estudiantes con elevadas aspiraciones, para que se apoyen entre sí y no se dejen llevar por la mediocridad y la ruindad que les rodea (Payot, 1922, pp. 300-303). También deberían olvidarse de la pura erudición –de que los alumnos sepan cosas– y aspirar por encima de todo a apasionarlos por el saber e involucrarlos lo más posible en la investigación. De ese modo, acabarán estudiando y aprendiendo por sí mismos, y además lo harán de una forma creativa (Payot, 1922, pp. 305-310).
Ahora bien, además todo profesor debe tener muy presente que sólo puede consagrarse al saber quien no está inmerso en una penosa lucha ascética, quien está cerca de la emancipación moral, porque es capaz de “mantener la tranquila posesión de la conciencia” (Payot, 1992, p. 113), es decir, el imperio en ella de ideas y sentimientos nobles, elevados y viriles. Por eso, lograr que los jóvenes accedan a ese supremo estadio de la formación, ha de ser una de las principales misiones del docente universitario. Éste debería tomar conciencia de que no es un ‘sabio’ puro o un investigador, sino que “cobra por ser profesor, y tiene por tanto deberes para con sus alumnos” (Payot, 1922, p. 301). Es más, los alumnos deberían admirar a sus maestros, y éstos tendrían que tener con ellos un estrecho contacto personal y actuar como una especie de ‘directores de conciencia’ (Payot, 1922, pp. 303-304). Si así fuese, “el cuerpo docente podría crear en el país esa aristocracia de que antes hemos hablado; aristocracia de caracteres ya templados para todos los trabajos elevados” (Payot, 1922, p. 305). No en vano, los estudiantes universitarios forman un grupo privilegiado, ya que tienen la posibilidad de acceder en plenitud a la vida del espíritu. Por ello, hay que tener muy presente que “formarán necesariamente la clase directora de todos los países, hasta en los regidos por el sufragio universal, porque la multitud, incapaz de dirigirse por sí misma, se someterá siempre a las luces de los que han dominado y fortalecido su entendimiento por algunos años de cultura aprovechada”. Ello les impone onerosos deberes, y uno de los principales es hacer menos odiosa su superioridad social e intelectual dando ejemplo de rectitud moral (Payot, 1922, p. 189).
Por lo demás, aun contando con el auxilio de sus profesores, lo cierto es que, en lo fundamental, la responsabilidad educativa seguirá recayendo en cada alumno, pues si no lucha con tenacidad por alcanzar su emancipación moral, de nada servirán los apoyos externos. Y para lograrla, deberá hacer dos cosas: por una parte, entregarse con regularidad a lo que Payot denomina ‘reflexión meditativa’, y por otra combatir con energía el ‘sentimentalismo vago’ y la ‘sensualidad’, dos emociones que minan e incluso agostan la capacidad de esfuerzo.
¿En qué consiste reflexionar y por qué es tan importante? Meditar, explica nuestro autor, no es aprender o investigar. “En el estudio, en efecto, perseguimos el convencimiento, y en la reflexión meditativa pasan las cosas de otro modo, porque nuestro propósito es provocar en el alma movimientos de odio o de amor. En aquél nos domina la preocupación de la verdad, y en ésta nada nos importa la verdad. Aún más, preferimos a veces una mentira útil a una verdad perjudicial, y toda nuestra investigación se halla dominada exclusivamente por un motivo de utilidad”. Tal y como escribió Montaigne, el objetivo ha de ser ‘forjar’ el alma, no ‘vestirla’ (Payot, 1922, p. 126). Quien no sabe meditar, progresa con mucha dificultad en la vida moral. Aunque sepa muy bien en qué consiste vivir bien, tendrá muchas dificultades para conseguirlo, puesto “que nuestras acciones son casi siempre provocadas por estados afectivos”, y por eso para actuar con rectitud necesitamos “‘destilar en nuestra alma’ las ideas y los sentimientos favorables, y transformar las ideas abstractas en afecciones sensibles y vivas” (Payot, 1922, p. 127). Para ello, uno tiene que buscar la soledad interior una vez por semana o incluso todos los días (Payot, 1922, p. 152), y también pasar una parte de las vacaciones en plena naturaleza haciendo balance de su vida (Payot, 1922, p. 168), con el fin “suscitar en su alma enérgicas afecciones o vehementes repulsiones”, en lugar de dedicarse a “pensar sólo con palabras” (Payot, 1922, p. 132).
Ahora bien, no es fácil aprender a meditar y dicha actividad comporta sus riesgos. El principal es dejarse llevar por las fantasías, y entonces uno acaba dominado por las emociones primarias. Tal cosa sucede cuando “la atención dormita, dejando las tramas de ideas y de sentimientos difundirse suavemente en la conciencia y encadenarse a los azares de la asociación de ideas, con frecuencia de la manera más imprevista” (Payot, 1922, p. 125). En la reflexión meditativa sucede precisamente lo contrario: gracias a la atención el espíritu se reconcentra sobre sí mismo y va construyendo paciente y deliberadamente vínculos entre las ideas y los sentimientos. Y así, lo mismo que sucede con los minerales en la naturaleza, en virtud de las leyes de la asociación, los estados psicológicos, sean intelectuales o morales, cristalizan, y la atención los mantiene por largo tiempo en el primer plano de la conciencia. “Si esta ‘cristalización’ se opera lentamente –afirma Payot–, sin sacudidas ni interrupciones, adquiere un notable carácter de solidez, y el grupo así organizado ostenta algo de poderoso, de estable, de definitivo” (Payot, 1922, pp. 128-129). Entonces, uno es capaz de suscitar amores y odios positivos, asociar ideas y sentimientos entre sí y mutuamente, destruir otras asociaciones funestas, grabar en la memoria las que son positivas y borrar de ella las negativas (Payot, 1922, p. 126).
En la práctica, concluye nuestro autor, al meditar hay que seguir cinco reglas: 1ª) en el momento mismo en que uno sienta una emoción favorable, debe fijar su atención en ella para fortalecerla; 2ª) si los buenos sentimientos no brotan, habremos de evocar aquellas ideas con los que sabemos están asociados y tienen el poder de suscitarlos; 3ª) si experimentamos un afecto perjudicial, hemos de hacer todo lo posible por apartar la atención de él; 4ª) si dicho sentimiento se apodera de nuestra conciencia, hay que someter a una severa crítica todas las ideas con él asociadas, que no son sino seductores sofismas; y 5ª) hay que procurar asociar las ideas con detalles y circunstancia concretos de la vida personal (Payot, 1922, pp. 130-131). Por ello, “se impone aquí como regla dominante el reemplazar siempre las palabras por las cosas, y no por una imagen vaga e indeterminada de ellas, sino por las cosas consideradas en sus más minuciosos detalles” (Payot, 1922, p. 164). De lo contrario la solidez de las asociaciones de ideas y el poder de los sentimientos que permiten suscitar será escaso (Payot, 1922, p. 135).
Sin embargo, la educación moral no puede limitarse a la reflexión meditativa, que “es indispensable, pero impotente por sí sola”. Además el hombre ha de esforzarse sin descanso por adquirir hábitos morales, puesto que “nada se pierde en nuestra vida psicológica; la naturaleza es un escrupuloso administrador. Nuestros actos más insignificantes, en apariencia, repetidos poco a poco, forman al cabo de semanas, meses y años, un total enorme inscrito en la memoria orgánica bajo forma de hábitos inextirpables. El tiempo, precioso auxiliar de nuestra emancipación, trabaja con tranquila obstinación contra nosotros, si no le obligamos a trabajar en nuestro provecho, y utiliza en nosotros la ley preponderante de la psicología, la ley del hábito, ya en pro o ya en contra”. Por eso puede decirse que “la conversión y fijación de nuestra energía en hábitos, puede realizarse mediante la actividad, y de ningún modo por la sola reflexión meditativa” (Payot, 1922, pp. 171-172).
En este punto, nuestro autor hace suya, sin citar la fuente, la doctrina sobre los hábitos de Aristóteles: “El acto penoso al principio acaba por constituirse poco a poco en una necesidad, y si tan desagradable fue primero, después lo será su no realización. ¡Dónde encontrar un aliado más precioso para los actos que debemos desear!” (Payot, 1922, p. 172). En cambio, sí cita Payot a Bossuet, al que tiene por “un admirable director de conciencia”, quien sostenía que a la virtud no se llega por causa de unos cuantos grandes impulsos, sino gracias a multitud de pequeños sacrificios cotidianos (Payot, 1922, p. 173). “La gran regla aquí –comenta nuestro autor– es evadir siempre, hasta en las más pequeñas acciones, la tiranía de la pereza, de los deseos y de los impulsos perturbadores. Hasta debemos buscar las ocasiones de ganar esas pequeñas victorias. […] Con tales ‘mortificaciones’ os habituaréis a triunfar de vuestras inclinaciones, a ser activos para todo y siempre… hasta cuando dormís o vagáis sin objeto, que sea porque habéis querido ese reposo” (Payot, 1922, p. 174). Es más, una vez instaurado un hábito, el propio placer de la actividad lo refuerza –de nuevo estamos ante una idea aristotélica enmascarada–, y se vuelve una necesidad. “Tal placer, tiene algo de embriagador que nos perturba el sentido, y acaso este fenómeno provenga de que la acción, más que cualquier otra cosa, nos da el sentimiento de nuestra existencia y de nuestra fuerza” (Payot, 1922, p. 176).
Vencidas, pues, las seducciones del mundo y la tentación de la vida muelle, el camino hacia la vida del espíritu parece despejado, porque “cuando se consolida en un joven este importante y fecundo hábito de decidirse rápidamente, de hacer las cosas sin agitación febril, rotundamente, de buena fe y con sencillez, no existe objetivo intelectual, por elevado que sea, al cual no se pueda aspirar” (Payot, 1922, p. 188).
Sin embargo, queda aún otro poderoso enemigo al que derrotar: la sensualidad. Los jóvenes se hallan en “un momento decisivo en la vida; es preciso gastar ardor, y si no se dirige hacia ocupaciones dignas, acaba por inclinarse hacia los placeres viles y vergonzosos” (Payot, 1922, p. 234). Y la mayoría, por su endeble formación, disgustados con el estudio y carentes de voluntad, se ven arrastrados por el ambiente y las malas compañías, y se inclinan por lo más fácil: rumiar ensoñaciones amorosas que agitan su mente y les impiden concentrarse en el trabajo, o lo que es mucho peor, frecuentan los prostíbulos, seducen doncellas o se divierten con sus amantes, pues el ‘sentimentalismo vago’ de la pubertad acaba convirtiéndose en ‘sensualidad’ (Payot, 1922, pp. 234, 241, 245, 246 y 261).
Es lógico, pues la lucha no es nada sencilla, ya que todo conspira contra la castidad. “Rara vez un estudiante puede casarse antes de los treinta años, y así los diez años más hermosos de la vida se pasan, o bien en luchas, siempre penosas, contra las necesidades fisiológicas, o bien en el vicio” (Payot, 1922, p. 235). Por otra parte, las muchachas casaderas de la buena sociedad –tan codiciadas por su dote– están acostumbradas a la frívola e insustancial vida mundana, en la que introducen a sus pretendientes (Payot, 1922, pp. 238-239, 247-248 y 270-271). Y además, “la literatura contemporánea es casi, en su mayor parte, una glorificación del acto sexual. ¡A creer a muchos de nuestros novelistas y de nuestros poetas, el más elevado, el más noble fin que puede proponerse al ser humano, es la satisfacción de un instinto común con todos los animales!” (Payot, 1922, p. 248). Incluso los médicos dan demasiada importancia a la satisfacción de las necesidades sexuales, y aun a pesar de las enfermedades venéreas, hay quien sostiene que la castidad es perjudicial para la salud (Payot, 1922, p. 250 y 252).
El resultado es que “el hábito de los placeres físicos reemplaza la emociones suaves, pero duraderas del alma por las groseras e impetuosas. Esos violentos sacudimientos destruyen la alegría de los placeres tranquilos, y como los goces sensuales son cortos y dejan tras de sí fatiga y disgusto, el carácter llega a hacerse triste, lúgubre, de una tristeza abrumadora, que incita a buscar los placeres tumultuosos, brutales, violentos. Círculo vicioso desesperante” (Payot, 1922, pp. 242-243). Y en lo que a la formación intelectual se refiere, “después de estas sacudidas tan violentas no se puede en mucho tiempo volver al trabajo pacífico y a los delicados goces del pensamiento. Estos desórdenes depositan una especie de fermento maléfico que desorganiza los sentimientos elevados, tan inestables en el joven” (Payot, 1922, p. 245). Una situación en verdad desoladora, porque la pureza constituye “el supremo triunfo del propio autodominio. […] La fuerza de las fuerzas, la pura energía, la voluntad libre, victoriosa, ¿no ha de quedar dueña del campo en la lucha contra ese instinto tan poderoso? En esto, y no en otra cosa, consiste la virilidad: en el dominio de sí mismo, y tiene razón la Iglesia al ver en la castidad la suprema garantía de la energía de la voluntad, energía que a su vez garantiza la posibilidad de todos los demás sacrificios para el sacerdote” (Payot, 1922, p. 253).
Quien quiera triunfar en tan ardua batalla, tiene que evitar la glotonería y la embriaguez; que dormir lo justo y en una cama no demasiado confortable; que dar largos paseos incluso aunque haga mal tiempo. Con ello podrá disminuir sus necesidades fisiológicas, pero le restará lo más difícil: controlar su imaginación. Lo irá consiguiendo si evita la lectura de obras licenciosas –por ejemplo algunas de Diderot– y la visión de grabados obscenos, si huye de la vida mundana y no trata con jóvenes ricos y holgazanes, y si evita estar ocioso y se mantiene siempre ocupado. Ahora bien, no estará repuesto del todo hasta que, tras la dura y prolongada lucha, descubra “el placer y la alegría del trabajo fecundo” (Payot, 1922, pp. 254-256 y 265-266).
Hasta aquí el análisis del contenido de nuestro libro. Las ideas expuestas nos inspiran varias reflexiones conclusivas. La primera tiene que ver con el ingenuo ‘positivismo’ del autor, que abomina de la metafísica y presume de formular una teoría de la educación moral de carácter psicológico (Payot, 1922, pp. 17-18, 59 y 140). Sin embargo, como tantos otros seguidores del positivismo espiritualizado, en gran medida acaba designando con una nueva terminología supuestamente científica conceptos clave de la tradición pedagógica occidental previa. Como hemos destacado, explica la formación de los hábitos de un modo muy aristotélico, pero es que además su doctrina sobre las pasiones y la lucha moral está casi calcada del estoicismo. Cuando insiste en la necesidad que tiene el ser humano de forjarse a sí mismo y de tener una serie de convicciones que le impulsen a la acción como si fueran un resorte, parece que por su boca habla Séneca, para quien los ‘principios’ eran mucho más importantes que los ‘preceptos’. No menos estoica es la tesis de que el hombre ha de conquistar su libertad siguiendo a su naturaleza. El problema es que tiende a ser un tanto materialista, puesto que recurre a una explicación en exceso simple y bastante mecánica de la educación moral, que a veces queda reducida a un simple proceso de asociación de ideas guiado por la atención.
Un segundo aspecto que llama tal vez aún más poderosamente la atención es la actitud de Payot hacia a la religión. En modo alguno se le puede calificar de antirreligioso, ni siquiera de anticlerical. En el pórtico de su libro, afirma, por ejemplo, que la Iglesia católica ha sido una incomparable educadora de los caracteres (Payot, 1922, p. 13). Más adelante, habla del “prodigioso poder de la Iglesia católica, que sabe adonde conduce a las gentes, y, puesta al corriente por la confesión y la dirección de almas, de las más profundas verdades de la psicología práctica, traza una ancha vía para ese ejército de maniquies, sostiene a los débiles cuando vacilan y da una dirección sensiblemente uniforme a la multitud, que, sin ella, sin su eficaz auxilio, hubiera descendido o permanecido al nivel del animal, desde el punto de vista de la moralidad” (Payot, 1922, p. 146). Y en otro lugar afirma: “Si la universidad, con su cultura moral superior, su profunda ciencia, tomase de la Iglesia católica todo cuanto el admirable conocimiento del corazón humano ha sugerido a esa prodigiosa institución, la universidad gobernaría el alma de la juventud sin competencia posible” (Payot, 1922, p. 304).
Por otra parte, a pesar de no haber sido educado en la fe y de ser un laicista convencido, no tiene inconveniente alguno en citar o incluso alabar, en pie de igualdad con el resto (Rabelais, Montaigne, Descartes, Spinoza, Leibniz, Newton, Marivaux, Kant, Rousseau, Carlyle, Michelet, Comte, Bain, Spencer, Stuart Mill, Manzoni, Renouvier, Schopenhauer, Marion, Wilkie Collins, Darwin, Pasteur, Tolstoi), a muchos de autores y personajes estrechamente vinculados con la Iglesia católica (San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Santo Domingo Guzmán, San Ignacio de Loyola, San Francisco de Sales, Bossuet, Fénelon, San Vicente de Paul) o el jansenismo (Nicole, Pascal).
Pero todavía es más sorprendente comprobar que gran parte de los medios y estrategias de formación moral que recomienda se inspiran en las prácticas piadosas y ascéticas del cristianismo. ¿Acaso no es la ‘reflexión meditativa’ algo muy semejante a un retiro espiritual? La ‘dirección de conciencia’ ¿no ha sido y es una práctica habitual de los confesores? Sus consejos para progresar en la vida moral y los medios que recomienda para preservar la castidad, virtud que tanto valora, ¿no son los mismos que han reiterado durante siglos los moralistas cristianos? Se lamenta además de que no haya un santoral laico del cual puedan tomar los jóvenes modelos para imitar (Payot, 1922, p. 313). Incluso, elogia la belleza y la minuciosidad de la liturgia católica, puesto que sirve para provocar en el creyente emociones muy intensas, y considera el rosario una invención genial, porque es más fácil concentrar la atención si se reza en voz alta (Payot, 1922, pp. 167-168).
Si Payot, aunque achaque en un momento dado a las iglesias graves crímenes y abusos de poder (Payot, 1922, p. 316), propone asimilar lo que considera positivo de la religión, es porque no la ve como un poder alienante, sino que más bien hace de ella una valoración pragmática. La contempla como una etapa fundamental del progreso histórico de la humanidad y como un trampolín para elevarse hasta el máximo grado de excelencia. Por eso, sostiene que hay que considerar a todas las religiones cristianas como aliadas, porque “han tomado como tarea esencial la lucha contra la naturaleza animal del hombre, o sea, en definitiva, la educación de la voluntad, con el objeto de alcanzar en nosotros el dominio de la razón sobre las brutales potencias de la sensibilidad egoísta” (Payot, 1922, p. 138). Sin embargo, la educación religiosa tiene sus limitaciones. Más arriba hemos citado un texto en el que defiende que la moral de base religiosa es apropiada para la mayor parte de los ciudadanos, que no serán jamás capaces de guiarse por sí mismos (Payot, 1922, p. 146). Por eso, explica nuestro autor, para “los grandes directores católicos de la conciencia, […] remover en el alma poderosas emociones no es como para nosotros un medio, sino el fin supremo” (Payot, 1922, pp. 166-167), pues saben que una gran parte de los fieles perderían la fe y se embrutecerían si se les diese una mayor libertad.
Ahora bien, la aristocracia espiritual que está llamada a regir la sociedad debe poseer el más alto grado de formación. Sus miembros tienen que emanciparse desde el punto de vista moral, es decir, tienen que obrar en todo momento con plena conciencia y por convicción personal, no guiados por creencias irracionales y por la benéfica influencia del ambiente. Eso implica que deben liberarse de todas las creencias religiosas, salvo de la siguiente: “admitir que el Universo y la vida humana no existen sin un fin moral, y ningún esfuerzo hacia el bien puede considerarse inútil y perdido” (Payot, 1922, p. 317). Sin embargo, a pesar de ello, no es razonable rechazar buena parte de medios que la Iglesia emplea para formar a sus fieles y prescindir de ellos, pues son muy eficaces, ya que se basan un profundo conocimiento de la naturaleza humana. Por eso, para no fracasar en el empeño, es del mayor interés estudiar cómo la “educación religiosa modela al niño, y por repeticiones, bajo todas formas, enseñanza oral, lecturas, ceremonias públicas, sermones, etc. introduce hasta lo más profundo de su alma los sentimientos religiosos” (Payot, 1922, p. 316), y tomar de ella cuanto sea útil y compatible con la formación superior que han de recibir las personas cultivadas.
Poco o nada tienen que ver las ideas de Payot con lo que hoy suelen defender los ‘laicistas’. Y como hemos mostrado en otros trabajos (Laspalas, 2007; Laspalas, 2008; Laspalas, en prensa), no es el único caso en el que se percibe con meridiana claridad semejante discordancia. Ello plantea un importante enigma histórico: cómo y por qué se ha trasmutado con tanta rapidez una moral y un ideal político cuyos creadores pensaban que estaba llamado a consolidarse y perdurar, en tanto que expresión de un orden democrático justo y benéfico.
Los laicistas franceses de primera hora compartían unos fundamentos filosóficos muy concretos –los del denominado ‘individualismo’ republicano– cuya piedra angular era sin duda la ‘libertad de conciencia’. Tenían también, por supuesto, un programa de acción política muy claro, al que se adherían sin fisuras, aspecto éste que probablemente es el que en mayor medida fue imitado en otros países. Les unía igualmente, y pienso que esta cuestión no se destaca lo suficiente en la actualidad, un proyecto bastante definido de reforma moral y social, sobre cuyas líneas generales estaban de acuerdo y al que intentaban contribuir también con su labor intelectual.
La humillante derrota sufrida en la guerra franco-prusiana (1870), sostenían los republicanos, había puesto de manifiesto que se imponía reedificar sobre nuevas bases el orden político y social. En la práctica, se trataba de crear una nueva nación cuyos ciudadanos, cuyas instituciones y cuya cultura respondiesen a los principios y los ideales de la Revolución. La tarea no estaba exenta de serias dificultades, y una de las principales era la siguiente: cómo lograr que los ciudadanos obrasen con rectitud bajo un régimen político que se fundase en libertad; es decir, sin que las leyes y las costumbres les forzasen en la misma medida que antes a hacerlo. También con un menor auxilio de los poderosos sentimientos religiosos, puesto que para garantizar la ‘libertad de conciencia’ había que limitar la influencia social de las iglesias, que por otra parte, debido al individualismo, tendía de modo natural a debilitarse. De lo contrario, el nuevo orden democrático generaría debilidad moral en los ciudadanos y sería muy fácil de desestabilizar.
A raíz de un curso universitario que redactó e impartió en varias ocasiones, más tarde publicado a título póstumo, Durkheim (1925) se planteó la cuestión y llegó a una paradójica conclusión: había que convertir la moral laica en una especie de ‘religión civil’. Aunque el fundamento y el contenido de dicha moral tenían que ser racionales, había que lograr que los individuos la viesen como un absoluto y sintiesen hacia ella una veneración semejante a la que los fieles experimentan ante los dogmas de su confesión.
Jules Payot (1894), otro autor de inspiración laicista mucho menos conocido, formuló más o menos por entonces una propuesta –en cierto sentido complementaria de la de Durkheim, aunque dirigida a las elites sociales– para solventar el mismo problema. Lo hizo en una obra –La educación de la voluntad–, cuyo contenido vamos a analizar, que tuvo un notable eco internacional. De hecho, en las primeras líneas de tal libro afirma de modo explícito que el debilitamiento de los sentimientos religiosos característico del mundo moderno constituye un serio desafío para la educación moral (Payot, 1922, p. 11).
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Según P. Guichonet (1996) y la Enciclopedia Espasa (1966), Jules Payot ejerció como profesor de enseñanza media, hasta que en 1894 obtuvo la agregación y pasó a dar clases en Privas y luego en Chalons-sur-Marne. Posteriormente, fue rector en Chambery (1902-1906) y en Aix-en-Provence (1906-1922). Ajeno desde la infancia a cualquier creencia religiosa, siguió las doctrinas del racionalismo positivista y se hizo famoso por sus editoriales anticlericales en el muy leído Journal des Instituteurs et Institutrices. Publicó además un Cours de Morale (Payot, 1904) destinado a las escuelas normales muy criticado por los católicos. Ferviente admirador de Spencer y Stuart Mill, se vio también muy influido por la psicología asociacionista. Puesto que desde 1904 habría abrazado la causa de los pacifistas, abandonó su puesto durante la movilización de 1914, motivo por el que fue sancionado. A raíz de ello, renunció a la militancia política republicana y durante los últimos años de su vida criticó implacablemente el sistema escolar que había contribuido a levantar.
Nuestro autor se hizo célebre en vida por un libro (Payot, 1894) que podríamos considerar uno de los primeros best-sellers de la literatura de autoayuda: L’éducation de la volonté. La obra conoció un éxito inmediato y duradero en Francia, hasta el punto de que en 1934 había alcanzado la 34ª edición. Más adelante (Payot, 1941), pasó a formar parte del catálogo de Presses Universitaires de France, que la publicó al menos hasta 1949. En total hubo más de 70 reimpresiones. El éxito cosechado animó al autor a redactar una segunda parte (Payot, 1919), titulada Le Travail intellectuel et la volonté, que tuvo mucho menos eco y acabó editándose junto con la primera.
Al parecer (Guichonet, 1996), el libro se tradujo a once idiomas. Titus Voelkel hizo la versión en alemán (Payot, 1901). La última reedición que he localizado es la 8ª, impresa en 1921. De la edición en inglés (Payot, 1909) se encargó Smith Ely Jelliffe. En este caso, la última impresión de que tengo noticia es la 13ª, hecha en 1930. La traducción italiana (Payot, 1907), preparada por G. Amodeo, se reeditó al menos hasta 1924.
He localizado 16 ejemplares de las diversas ediciones en francés en 11 bibliotecas españolas. La mayoría son de instituciones universitarias y centros de investigación públicos, pero 4 están vinculadas a la Iglesia católica. Mayor difusión alcanzó sin duda la traducción (Payot, 1896) de Manuel Antón y Ferrándiz, que en su momento acabó publicando la editorial Jorro (Payot, 1905). En 1943 ésta hizo la 6ª y al parecer última reedición. Se conservan al menos 46 ejemplares de la citada traducción en 38 bibliotecas españolas de todo tipo: universitarias y de investigación (13), de centros de enseñanza civiles y militares (5), públicas (16) o de instituciones católicas (4). La obra figura también en dos colecciones privadas. Podemos hablar, pues, de una difusión bastante amplia, en particular por no estar restringida al ámbito de los especialistas, sino por el contrario abierta al público culto en general.
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Su autor reitera una y otra vez cuál es el motivo por el que escribió el libro cuyo contenido vamos a analizar. Quiere contribuir a solventar una grave deficiencia del sistema de enseñanza francés: cuando el estudiante llega a la universidad, aunque eso es lo que se espera de él, no tiene la suficiente fuerza de voluntad para tomar las riendas de su propia formación, porque hasta entonces ha permanecido en todo momento bajo la estricta disciplina de sus padres y profesores (Payot, 1922, pp. 43, 99, 223 y 319-320). Es “el error capital de nuestros sistemas de educación, que sacrifican la cultura de la voluntad a la cultura intelectual. […] Así se logran en los colegios, jóvenes prodigiosos que nada harían entregados a sí mismos” (Payot, 1922, p. 298). Y esto pasa cuando “las pasiones invaden su alma ¡y desgraciado sí, como sucede en todas las facultades de enseñanza en Europa y en América, se encuentra libre, con libertad absoluta, sin apoyo, sin un director de conciencia, sin posibilidad de traspasar la densa atmósfera de ilusiones que lo asfixia! El estudiante se encuentra como aturdido, incapaz de marchar, arrastrado por las preocupaciones reinantes a su alrededor” (Payot, 1922, pp. 177-178). Y no sólo es frágil desde el punto de vista moral, sino que tampoco posee hábitos de trabajo intelectual, pues “en su aislamiento ni aun sabe trabajar, nunca se le ha dado un método de trabajo adaptado a sus fuerzas y a la naturaleza de su entendimiento” (Payot, 1922, p. 178). En suma, libre de las cargas familiares o profesionales, está en la situación ideal para formarse, “los días son suyos, completamente suyos. Pero ¡ay! ¿qué es la libertad exterior para quien no es dueño de sí mismo?” (Payot, 1922, p. 179). El resultado final es que la mayoría de los alumnos apenas trabajan y si lo hacen es sólo por miedo al suspenso. Además, no entienden lo que estudian, porque en los exámenes lo único que se les pide es que repitan lo que han memorizado, con lo que se ahoga cualquier iniciativa y el esfuerzo personal (Payot, 1922, pp. 38-40).
A la vista de esta descripción, uno siente la tentación de sucumbir ante el desaliento y afirmar que los males que aquejan a los sistemas educativos son endémicos. Ahora bien, no puede decirse en absoluto que el diagnóstico que se hace de las causas que los provocan sea el mismo. Payot no propone sólo –como se suele hacer hoy en día– cambiar los métodos de enseñanza. Después de todo es un burgués republicano que confía más en los individuos que en los sistemas, pues cree que la causa profunda y última de los problemas está siempre en las decisiones que toma cada cual. Es más, no tiene reparos en comenzar su análisis afirmando que “la causa de casi todas nuestras adversidades y desgracias es única, y consiste en la debilidad de nuestra voluntad, en la aversión a todo esfuerzo del ánimo y principalmente al esfuerzo perseverante” (Payot, 1922, p. 31).
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Lo fundamental, por tanto, es que uno se empeñe a fondo en la búsqueda de la excelencia personal. Ahora bien, muchos (por ejemplo, Kant, Schopenhauer, Spencer) afirman que el carácter no puede cambiar, y otros tantos confían en exceso en el libre albedrío y sostienen que es tarea sencilla forjarse una sólida personalidad (Payot, 1922, pp. 52-56). De ahí proviene un error educativo que tiene muy graves consecuencias: todo se fía a la formación intelectual y se olvida o malentiende la educación de la voluntad (Payot, 1922, p. 42), cuando debería hacerse justo lo contrario, pues de “la grande obra de nuestro propio autodominio […] depende cuanto hemos de valer, y por tanto lo que hemos de ser y el papel que hemos de representar” (Payot, 1922, p. 58). Y así, los educadores trasmiten un excesivo optimismo a sus alumnos. “¡Sois libres!, decían nuestros maestros –confiesa Payot–; pero nosotros sentíamos con desesperación la mentira de tal afirmación. Ni se nos enseñó que la voluntad se conquista lentamente, ni se pensaba en estudiar cómo se conquista, ni tampoco se nos adiestró para esta lucha, ni se nos alentó a ella” (Payot, 1922, pp. 58-59). Sin embargo, al joven hay que decirle todo lo contrario, que dicha tarea está llena de dificultades, “pero presentándole al propio tiempo asegurado el triunfo con la sola condición de una constancia a toda prueba” (Payot, 1922, p. 58). “Los grandes santos –comenta nuestro autor–, vencedores en esa lucha sin tregua entablada entre nuestra naturaleza humana y nuestra naturaleza animal, no disfrutaron la alegría de los triunfos tranquilos y no disputados” (Payot, 1922, p. 60). Es más, “la libertad moral como la libertad política, y como cuanto vale algo en el mundo, debe conquistarse en lucha abierta y defenderse sin tregua, teniendo en cuenta que es la recompensa de los fuertes, de los hábiles y de los perseverantes. Nadie es libre si no merece serlo. La libertad no es un derecho ni un hecho, sino una recompensa, y por cierto la más alta y la más fecunda en satisfacciones” (Payot, 1922, p. 59).
El motivo es que, en la formación moral, hay un grave obstáculo que superar. La inteligencia no es capaz por sí sola de “contrarrestar las torpes y burdas tendencias animales” (Payot, 1922, p. 66), domeñar “las potencias brutales de la sensibilidad” y triunfar en la “lucha contra las fatalidades de nuestra naturaleza animal” (Payot, 1922, p. 162). Las simples ideas, los buenos propósitos, no bastan para progresar moralmente, a no ser que tengan el poder de suscitar sentimientos profundos y duraderos que muevan a actuar. Y es que, como sostenía San Agustín, “qui amat non laborat, para el que ama, en efecto, todo es fácil y agradable de realizar” (Payot, 1922, p. 85). Sólo entonces puede el ser humano sacrificarse por un ideal de vida, sea éste religioso o humano (Payot, 1922, p. 69-71). En la mayoría de las personas sucede, sin embargo, lo contrario: los afectos acaban por someter a la inteligencia y anular la libertad. “Nadie como nosotros –escribe Payot– se halla convencido de cuán raros son los hombres dueños de sí mismos; la libertad es la recompensa a una acumulación de esfuerzos prolongados que pocos tienen el valor de intentar” (Payot, 1922, p. 87). Por eso, hay tantos hombres que “recorren la vida zarandeados por los acontecimientos externos, y son tan poco originales, tan poco dueños de sí mismos como las hojas que se arremolinan arrastradas por el viento de otoño” (Payot, 1922, p. 129). Puede decirse de ellos que se comportan como autómatas (Payot, 1922, pp. 144-145). Por otra parte, hay que tener en cuenta que nos veremos arrastrados inexorablemente por nuestras pasiones, que caen fuera de nuestro control puesto que tienen un origen fisiológico, a no ser que al menor síntoma evitemos que se desencadenen (Payot, 1922, pp. 88 y 94).
¿Cómo saldrá el niño de la impotencia en que su propia contextura psicológica le sume? Al principio, debe recibir la ayuda de sus padres y de sus maestros, y en esta etapa son de gran ayuda los estímulos externos y los poderosos sentimientos que es capaz de suscitar la religión. Por eso, nuestro autor no pretende cambiar los niveles inferiores del sistema de enseñanza francés (Payot, 1922, pp. 98-99). El problema es que tarde o temprano el joven tendrá que aprender a volar solo y, como hemos visto, nadie se preocupa de fortalecer su voluntad con vistas a su ‘emancipación’ moral, de enseñarle a obrar bien con plena conciencia y libertad, y de convencerle de que, “si hoy no puede podrá mañana, con ayuda de la gran potencia libertadora, el tiempo. La libertad inmediata que nos falta se puede suplir por una estrategia, por procedimientos mediatos e indirectos” (Payot, 1922, p. 91).
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Esta apología del mérito personal y de la capacidad de superación del ser humano es típica del discurso moral del laicismo republicano. Lo novedoso y lo llamativo es cómo explica nuestro autor el mecanismo en el que se funda la educación de la voluntad. “Si mandamos en nuestra naturaleza humana –sostiene– es obedeciéndola, y la única garantía de nuestra libertad son las leyes de la psicología, único instrumento posible a la vez de nuestra redención. Para nosotros no existe libertad sino en el seno del determinismo” (Payot, 1922, pp. 60-61). Y así, Payot niega que el libre albedrío sea el fundamento de la educación: “Todos somos predestinados en el buen sentido de la palabra. […] La moral sólo necesita libertad, lo que es muy diferente, y la libertad no es posible sino en y por el determinismo” (Payot, 1922, p. 63). Por eso, para educar la voluntad hay que apoyarse en la fuerza de los sentimientos y seguir las leyes de la asociación de ideas: “¿Qué es […] la educación, sino el hecho de poner en juego sentimientos poderosos para crear hábitos de pensar y obrar, es decir, para organizar en el entendimiento del niño sistemas combinados de ideas con ideas, ideas con sentimientos e ideas con actos?” (Payot, 1922, p. 97-98). Tales asociaciones o ‘soldaduras’ son ‘artificiales’, pues no le resulta nada fácil al hombre dominar su mente por medio de la atención. Por eso, el aprendizaje nunca es placentero sino que exige esfuerzo moral (Payot, 1922, p. 102). Ahora bien, “nuestro poder para hacer atractivo por asociación lo que antes no lo era se extiende muy lejos. Podemos desde luego transformar los sentimientos favorables a nuestra voluntad y enriquecerlos hasta el punto de transformarlos” (Payot, 1922, p. 104).
En efecto, aunque no es posible suscitar sentimientos que no se posean ya, sí es posible manejar los que ya existen. En este terreno, “nuestra atención, de la cual disponemos, sustituye a la potencia creadora de que carecemos” (p. 105). A la hora de educar la voluntad, el objetivo ha de ser, pues, establecer “una alianza tan estrecha que no se sabe si la idea es absorbida por el sentimiento o éste por aquélla” (Payot, 1922, p. 69). Para ello, como aconseja Spencer (Payot, 1922, p. 105), el único método es apoyarse en ciertos sentimientos naturales y elementales que –si son normales– todos los seres humanos poseen, e ir construyendo poco a poco ideas-fuerza cada vez más complejas y elevadas. Se podría constituir así una especie de combinatoria de la educación moral fundada en las leyes de la asociación de ideas descubiertas por la Psicología (Payot, 1922, pp. 104-105). “Estas ideas –sostiene nuestro autor– no son por completo tales, sino sustitutos obligados, precisos y fácilmente manejables de los sentimientos, es decir, de estados psicológicos poderosos, pero lentos, torpes y difíciles de manejar” (Payot, 1922, p. 70). Cuanto más tiempo sea capaz la atención capaz de mantener activas en la conciencia tales ideas, y si además tienen el poder de evocar los sentimientos a ellas asociados en caso de necesidad, más se habrá avanzado en la formación moral (Payot, 1922, pp. 109-110).
Sin duda, “el joven ya instruido, que por la severa enseñanza de las cosas y la educación de los padres y maestros ha adquirido un gran dominio sobre sí, puede sostener por mucho tiempo, en la conciencia, las representaciones más de su gusto o más convenientes” (Payot, 1922, pp. 108-109), pero le queda aún mucho camino que recorrer. Al igual que tantos adultos poco formados, cuando siente la seducción de las pasiones, no es capaz de expulsarlas de la conciencia y reafirmarse en sus buenos propósitos. Tiene que apoyarse entonces en motivaciones extrínsecas, por ejemplo el miedo al deshonor o el afán de destacar, aferrarse a la pura voluntad de resistir, o intentar distraerse con alguna ocupación; pero en tal caso la lucha será muy desigual, y los malos sentimientos se saldrán muy a menudo con la suya. Tiene también que recurrir a apoyos externos, es decir, tiene que contar con un ambiente favorable para su formación y huir de todo aquello que pueda inquietarlo y hacerle vacilar o incluso claudicar: escoger bien los amigos, leer libros edificantes, conocer y admirar la vida de los grandes hombres del pasado, evitar las diversiones mundanas y no prestar atención a los sofismas con los que a menudo se justifican los vicios (Payot, 1922, pp. 111-118 y 312-313). Es también importante la higiene, que tanto preocupaba a los pedagogos del siglo XIX: hay que ser frugal al comer y beber, no dormir en exceso y levantarse en cuanto uno se despierte, tonificar el cuerpo y el espíritu con la gimnasia y el ejercicio al aire libre, saber distraerse el tiempo justo cuando es necesario, etc. (Payot, 1922, pp. 197-224).
Sobre estas y otras cuestiones vuelve nuestro autor en la parte final de su libro, en concreto en los Capítulos II y III del Libro IV y en parte del Libro V. En este último propone también cambiar el modo en que se realiza la enseñanza universitaria. Los profesores tendrían que crear pequeños grupos de trabajo de estudiantes con elevadas aspiraciones, para que se apoyen entre sí y no se dejen llevar por la mediocridad y la ruindad que les rodea (Payot, 1922, pp. 300-303). También deberían olvidarse de la pura erudición –de que los alumnos sepan cosas– y aspirar por encima de todo a apasionarlos por el saber e involucrarlos lo más posible en la investigación. De ese modo, acabarán estudiando y aprendiendo por sí mismos, y además lo harán de una forma creativa (Payot, 1922, pp. 305-310).
Ahora bien, además todo profesor debe tener muy presente que sólo puede consagrarse al saber quien no está inmerso en una penosa lucha ascética, quien está cerca de la emancipación moral, porque es capaz de “mantener la tranquila posesión de la conciencia” (Payot, 1992, p. 113), es decir, el imperio en ella de ideas y sentimientos nobles, elevados y viriles. Por eso, lograr que los jóvenes accedan a ese supremo estadio de la formación, ha de ser una de las principales misiones del docente universitario. Éste debería tomar conciencia de que no es un ‘sabio’ puro o un investigador, sino que “cobra por ser profesor, y tiene por tanto deberes para con sus alumnos” (Payot, 1922, p. 301). Es más, los alumnos deberían admirar a sus maestros, y éstos tendrían que tener con ellos un estrecho contacto personal y actuar como una especie de ‘directores de conciencia’ (Payot, 1922, pp. 303-304). Si así fuese, “el cuerpo docente podría crear en el país esa aristocracia de que antes hemos hablado; aristocracia de caracteres ya templados para todos los trabajos elevados” (Payot, 1922, p. 305). No en vano, los estudiantes universitarios forman un grupo privilegiado, ya que tienen la posibilidad de acceder en plenitud a la vida del espíritu. Por ello, hay que tener muy presente que “formarán necesariamente la clase directora de todos los países, hasta en los regidos por el sufragio universal, porque la multitud, incapaz de dirigirse por sí misma, se someterá siempre a las luces de los que han dominado y fortalecido su entendimiento por algunos años de cultura aprovechada”. Ello les impone onerosos deberes, y uno de los principales es hacer menos odiosa su superioridad social e intelectual dando ejemplo de rectitud moral (Payot, 1922, p. 189).
Por lo demás, aun contando con el auxilio de sus profesores, lo cierto es que, en lo fundamental, la responsabilidad educativa seguirá recayendo en cada alumno, pues si no lucha con tenacidad por alcanzar su emancipación moral, de nada servirán los apoyos externos. Y para lograrla, deberá hacer dos cosas: por una parte, entregarse con regularidad a lo que Payot denomina ‘reflexión meditativa’, y por otra combatir con energía el ‘sentimentalismo vago’ y la ‘sensualidad’, dos emociones que minan e incluso agostan la capacidad de esfuerzo.
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¿En qué consiste reflexionar y por qué es tan importante? Meditar, explica nuestro autor, no es aprender o investigar. “En el estudio, en efecto, perseguimos el convencimiento, y en la reflexión meditativa pasan las cosas de otro modo, porque nuestro propósito es provocar en el alma movimientos de odio o de amor. En aquél nos domina la preocupación de la verdad, y en ésta nada nos importa la verdad. Aún más, preferimos a veces una mentira útil a una verdad perjudicial, y toda nuestra investigación se halla dominada exclusivamente por un motivo de utilidad”. Tal y como escribió Montaigne, el objetivo ha de ser ‘forjar’ el alma, no ‘vestirla’ (Payot, 1922, p. 126). Quien no sabe meditar, progresa con mucha dificultad en la vida moral. Aunque sepa muy bien en qué consiste vivir bien, tendrá muchas dificultades para conseguirlo, puesto “que nuestras acciones son casi siempre provocadas por estados afectivos”, y por eso para actuar con rectitud necesitamos “‘destilar en nuestra alma’ las ideas y los sentimientos favorables, y transformar las ideas abstractas en afecciones sensibles y vivas” (Payot, 1922, p. 127). Para ello, uno tiene que buscar la soledad interior una vez por semana o incluso todos los días (Payot, 1922, p. 152), y también pasar una parte de las vacaciones en plena naturaleza haciendo balance de su vida (Payot, 1922, p. 168), con el fin “suscitar en su alma enérgicas afecciones o vehementes repulsiones”, en lugar de dedicarse a “pensar sólo con palabras” (Payot, 1922, p. 132).
Ahora bien, no es fácil aprender a meditar y dicha actividad comporta sus riesgos. El principal es dejarse llevar por las fantasías, y entonces uno acaba dominado por las emociones primarias. Tal cosa sucede cuando “la atención dormita, dejando las tramas de ideas y de sentimientos difundirse suavemente en la conciencia y encadenarse a los azares de la asociación de ideas, con frecuencia de la manera más imprevista” (Payot, 1922, p. 125). En la reflexión meditativa sucede precisamente lo contrario: gracias a la atención el espíritu se reconcentra sobre sí mismo y va construyendo paciente y deliberadamente vínculos entre las ideas y los sentimientos. Y así, lo mismo que sucede con los minerales en la naturaleza, en virtud de las leyes de la asociación, los estados psicológicos, sean intelectuales o morales, cristalizan, y la atención los mantiene por largo tiempo en el primer plano de la conciencia. “Si esta ‘cristalización’ se opera lentamente –afirma Payot–, sin sacudidas ni interrupciones, adquiere un notable carácter de solidez, y el grupo así organizado ostenta algo de poderoso, de estable, de definitivo” (Payot, 1922, pp. 128-129). Entonces, uno es capaz de suscitar amores y odios positivos, asociar ideas y sentimientos entre sí y mutuamente, destruir otras asociaciones funestas, grabar en la memoria las que son positivas y borrar de ella las negativas (Payot, 1922, p. 126).
En la práctica, concluye nuestro autor, al meditar hay que seguir cinco reglas: 1ª) en el momento mismo en que uno sienta una emoción favorable, debe fijar su atención en ella para fortalecerla; 2ª) si los buenos sentimientos no brotan, habremos de evocar aquellas ideas con los que sabemos están asociados y tienen el poder de suscitarlos; 3ª) si experimentamos un afecto perjudicial, hemos de hacer todo lo posible por apartar la atención de él; 4ª) si dicho sentimiento se apodera de nuestra conciencia, hay que someter a una severa crítica todas las ideas con él asociadas, que no son sino seductores sofismas; y 5ª) hay que procurar asociar las ideas con detalles y circunstancia concretos de la vida personal (Payot, 1922, pp. 130-131). Por ello, “se impone aquí como regla dominante el reemplazar siempre las palabras por las cosas, y no por una imagen vaga e indeterminada de ellas, sino por las cosas consideradas en sus más minuciosos detalles” (Payot, 1922, p. 164). De lo contrario la solidez de las asociaciones de ideas y el poder de los sentimientos que permiten suscitar será escaso (Payot, 1922, p. 135).
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Sin embargo, la educación moral no puede limitarse a la reflexión meditativa, que “es indispensable, pero impotente por sí sola”. Además el hombre ha de esforzarse sin descanso por adquirir hábitos morales, puesto que “nada se pierde en nuestra vida psicológica; la naturaleza es un escrupuloso administrador. Nuestros actos más insignificantes, en apariencia, repetidos poco a poco, forman al cabo de semanas, meses y años, un total enorme inscrito en la memoria orgánica bajo forma de hábitos inextirpables. El tiempo, precioso auxiliar de nuestra emancipación, trabaja con tranquila obstinación contra nosotros, si no le obligamos a trabajar en nuestro provecho, y utiliza en nosotros la ley preponderante de la psicología, la ley del hábito, ya en pro o ya en contra”. Por eso puede decirse que “la conversión y fijación de nuestra energía en hábitos, puede realizarse mediante la actividad, y de ningún modo por la sola reflexión meditativa” (Payot, 1922, pp. 171-172).
En este punto, nuestro autor hace suya, sin citar la fuente, la doctrina sobre los hábitos de Aristóteles: “El acto penoso al principio acaba por constituirse poco a poco en una necesidad, y si tan desagradable fue primero, después lo será su no realización. ¡Dónde encontrar un aliado más precioso para los actos que debemos desear!” (Payot, 1922, p. 172). En cambio, sí cita Payot a Bossuet, al que tiene por “un admirable director de conciencia”, quien sostenía que a la virtud no se llega por causa de unos cuantos grandes impulsos, sino gracias a multitud de pequeños sacrificios cotidianos (Payot, 1922, p. 173). “La gran regla aquí –comenta nuestro autor– es evadir siempre, hasta en las más pequeñas acciones, la tiranía de la pereza, de los deseos y de los impulsos perturbadores. Hasta debemos buscar las ocasiones de ganar esas pequeñas victorias. […] Con tales ‘mortificaciones’ os habituaréis a triunfar de vuestras inclinaciones, a ser activos para todo y siempre… hasta cuando dormís o vagáis sin objeto, que sea porque habéis querido ese reposo” (Payot, 1922, p. 174). Es más, una vez instaurado un hábito, el propio placer de la actividad lo refuerza –de nuevo estamos ante una idea aristotélica enmascarada–, y se vuelve una necesidad. “Tal placer, tiene algo de embriagador que nos perturba el sentido, y acaso este fenómeno provenga de que la acción, más que cualquier otra cosa, nos da el sentimiento de nuestra existencia y de nuestra fuerza” (Payot, 1922, p. 176).
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Vencidas, pues, las seducciones del mundo y la tentación de la vida muelle, el camino hacia la vida del espíritu parece despejado, porque “cuando se consolida en un joven este importante y fecundo hábito de decidirse rápidamente, de hacer las cosas sin agitación febril, rotundamente, de buena fe y con sencillez, no existe objetivo intelectual, por elevado que sea, al cual no se pueda aspirar” (Payot, 1922, p. 188).
Sin embargo, queda aún otro poderoso enemigo al que derrotar: la sensualidad. Los jóvenes se hallan en “un momento decisivo en la vida; es preciso gastar ardor, y si no se dirige hacia ocupaciones dignas, acaba por inclinarse hacia los placeres viles y vergonzosos” (Payot, 1922, p. 234). Y la mayoría, por su endeble formación, disgustados con el estudio y carentes de voluntad, se ven arrastrados por el ambiente y las malas compañías, y se inclinan por lo más fácil: rumiar ensoñaciones amorosas que agitan su mente y les impiden concentrarse en el trabajo, o lo que es mucho peor, frecuentan los prostíbulos, seducen doncellas o se divierten con sus amantes, pues el ‘sentimentalismo vago’ de la pubertad acaba convirtiéndose en ‘sensualidad’ (Payot, 1922, pp. 234, 241, 245, 246 y 261).
Es lógico, pues la lucha no es nada sencilla, ya que todo conspira contra la castidad. “Rara vez un estudiante puede casarse antes de los treinta años, y así los diez años más hermosos de la vida se pasan, o bien en luchas, siempre penosas, contra las necesidades fisiológicas, o bien en el vicio” (Payot, 1922, p. 235). Por otra parte, las muchachas casaderas de la buena sociedad –tan codiciadas por su dote– están acostumbradas a la frívola e insustancial vida mundana, en la que introducen a sus pretendientes (Payot, 1922, pp. 238-239, 247-248 y 270-271). Y además, “la literatura contemporánea es casi, en su mayor parte, una glorificación del acto sexual. ¡A creer a muchos de nuestros novelistas y de nuestros poetas, el más elevado, el más noble fin que puede proponerse al ser humano, es la satisfacción de un instinto común con todos los animales!” (Payot, 1922, p. 248). Incluso los médicos dan demasiada importancia a la satisfacción de las necesidades sexuales, y aun a pesar de las enfermedades venéreas, hay quien sostiene que la castidad es perjudicial para la salud (Payot, 1922, p. 250 y 252).
El resultado es que “el hábito de los placeres físicos reemplaza la emociones suaves, pero duraderas del alma por las groseras e impetuosas. Esos violentos sacudimientos destruyen la alegría de los placeres tranquilos, y como los goces sensuales son cortos y dejan tras de sí fatiga y disgusto, el carácter llega a hacerse triste, lúgubre, de una tristeza abrumadora, que incita a buscar los placeres tumultuosos, brutales, violentos. Círculo vicioso desesperante” (Payot, 1922, pp. 242-243). Y en lo que a la formación intelectual se refiere, “después de estas sacudidas tan violentas no se puede en mucho tiempo volver al trabajo pacífico y a los delicados goces del pensamiento. Estos desórdenes depositan una especie de fermento maléfico que desorganiza los sentimientos elevados, tan inestables en el joven” (Payot, 1922, p. 245). Una situación en verdad desoladora, porque la pureza constituye “el supremo triunfo del propio autodominio. […] La fuerza de las fuerzas, la pura energía, la voluntad libre, victoriosa, ¿no ha de quedar dueña del campo en la lucha contra ese instinto tan poderoso? En esto, y no en otra cosa, consiste la virilidad: en el dominio de sí mismo, y tiene razón la Iglesia al ver en la castidad la suprema garantía de la energía de la voluntad, energía que a su vez garantiza la posibilidad de todos los demás sacrificios para el sacerdote” (Payot, 1922, p. 253).
Quien quiera triunfar en tan ardua batalla, tiene que evitar la glotonería y la embriaguez; que dormir lo justo y en una cama no demasiado confortable; que dar largos paseos incluso aunque haga mal tiempo. Con ello podrá disminuir sus necesidades fisiológicas, pero le restará lo más difícil: controlar su imaginación. Lo irá consiguiendo si evita la lectura de obras licenciosas –por ejemplo algunas de Diderot– y la visión de grabados obscenos, si huye de la vida mundana y no trata con jóvenes ricos y holgazanes, y si evita estar ocioso y se mantiene siempre ocupado. Ahora bien, no estará repuesto del todo hasta que, tras la dura y prolongada lucha, descubra “el placer y la alegría del trabajo fecundo” (Payot, 1922, pp. 254-256 y 265-266).
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Hasta aquí el análisis del contenido de nuestro libro. Las ideas expuestas nos inspiran varias reflexiones conclusivas. La primera tiene que ver con el ingenuo ‘positivismo’ del autor, que abomina de la metafísica y presume de formular una teoría de la educación moral de carácter psicológico (Payot, 1922, pp. 17-18, 59 y 140). Sin embargo, como tantos otros seguidores del positivismo espiritualizado, en gran medida acaba designando con una nueva terminología supuestamente científica conceptos clave de la tradición pedagógica occidental previa. Como hemos destacado, explica la formación de los hábitos de un modo muy aristotélico, pero es que además su doctrina sobre las pasiones y la lucha moral está casi calcada del estoicismo. Cuando insiste en la necesidad que tiene el ser humano de forjarse a sí mismo y de tener una serie de convicciones que le impulsen a la acción como si fueran un resorte, parece que por su boca habla Séneca, para quien los ‘principios’ eran mucho más importantes que los ‘preceptos’. No menos estoica es la tesis de que el hombre ha de conquistar su libertad siguiendo a su naturaleza. El problema es que tiende a ser un tanto materialista, puesto que recurre a una explicación en exceso simple y bastante mecánica de la educación moral, que a veces queda reducida a un simple proceso de asociación de ideas guiado por la atención.
Un segundo aspecto que llama tal vez aún más poderosamente la atención es la actitud de Payot hacia a la religión. En modo alguno se le puede calificar de antirreligioso, ni siquiera de anticlerical. En el pórtico de su libro, afirma, por ejemplo, que la Iglesia católica ha sido una incomparable educadora de los caracteres (Payot, 1922, p. 13). Más adelante, habla del “prodigioso poder de la Iglesia católica, que sabe adonde conduce a las gentes, y, puesta al corriente por la confesión y la dirección de almas, de las más profundas verdades de la psicología práctica, traza una ancha vía para ese ejército de maniquies, sostiene a los débiles cuando vacilan y da una dirección sensiblemente uniforme a la multitud, que, sin ella, sin su eficaz auxilio, hubiera descendido o permanecido al nivel del animal, desde el punto de vista de la moralidad” (Payot, 1922, p. 146). Y en otro lugar afirma: “Si la universidad, con su cultura moral superior, su profunda ciencia, tomase de la Iglesia católica todo cuanto el admirable conocimiento del corazón humano ha sugerido a esa prodigiosa institución, la universidad gobernaría el alma de la juventud sin competencia posible” (Payot, 1922, p. 304).
Por otra parte, a pesar de no haber sido educado en la fe y de ser un laicista convencido, no tiene inconveniente alguno en citar o incluso alabar, en pie de igualdad con el resto (Rabelais, Montaigne, Descartes, Spinoza, Leibniz, Newton, Marivaux, Kant, Rousseau, Carlyle, Michelet, Comte, Bain, Spencer, Stuart Mill, Manzoni, Renouvier, Schopenhauer, Marion, Wilkie Collins, Darwin, Pasteur, Tolstoi), a muchos de autores y personajes estrechamente vinculados con la Iglesia católica (San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Santo Domingo Guzmán, San Ignacio de Loyola, San Francisco de Sales, Bossuet, Fénelon, San Vicente de Paul) o el jansenismo (Nicole, Pascal).
Pero todavía es más sorprendente comprobar que gran parte de los medios y estrategias de formación moral que recomienda se inspiran en las prácticas piadosas y ascéticas del cristianismo. ¿Acaso no es la ‘reflexión meditativa’ algo muy semejante a un retiro espiritual? La ‘dirección de conciencia’ ¿no ha sido y es una práctica habitual de los confesores? Sus consejos para progresar en la vida moral y los medios que recomienda para preservar la castidad, virtud que tanto valora, ¿no son los mismos que han reiterado durante siglos los moralistas cristianos? Se lamenta además de que no haya un santoral laico del cual puedan tomar los jóvenes modelos para imitar (Payot, 1922, p. 313). Incluso, elogia la belleza y la minuciosidad de la liturgia católica, puesto que sirve para provocar en el creyente emociones muy intensas, y considera el rosario una invención genial, porque es más fácil concentrar la atención si se reza en voz alta (Payot, 1922, pp. 167-168).
Si Payot, aunque achaque en un momento dado a las iglesias graves crímenes y abusos de poder (Payot, 1922, p. 316), propone asimilar lo que considera positivo de la religión, es porque no la ve como un poder alienante, sino que más bien hace de ella una valoración pragmática. La contempla como una etapa fundamental del progreso histórico de la humanidad y como un trampolín para elevarse hasta el máximo grado de excelencia. Por eso, sostiene que hay que considerar a todas las religiones cristianas como aliadas, porque “han tomado como tarea esencial la lucha contra la naturaleza animal del hombre, o sea, en definitiva, la educación de la voluntad, con el objeto de alcanzar en nosotros el dominio de la razón sobre las brutales potencias de la sensibilidad egoísta” (Payot, 1922, p. 138). Sin embargo, la educación religiosa tiene sus limitaciones. Más arriba hemos citado un texto en el que defiende que la moral de base religiosa es apropiada para la mayor parte de los ciudadanos, que no serán jamás capaces de guiarse por sí mismos (Payot, 1922, p. 146). Por eso, explica nuestro autor, para “los grandes directores católicos de la conciencia, […] remover en el alma poderosas emociones no es como para nosotros un medio, sino el fin supremo” (Payot, 1922, pp. 166-167), pues saben que una gran parte de los fieles perderían la fe y se embrutecerían si se les diese una mayor libertad.
Ahora bien, la aristocracia espiritual que está llamada a regir la sociedad debe poseer el más alto grado de formación. Sus miembros tienen que emanciparse desde el punto de vista moral, es decir, tienen que obrar en todo momento con plena conciencia y por convicción personal, no guiados por creencias irracionales y por la benéfica influencia del ambiente. Eso implica que deben liberarse de todas las creencias religiosas, salvo de la siguiente: “admitir que el Universo y la vida humana no existen sin un fin moral, y ningún esfuerzo hacia el bien puede considerarse inútil y perdido” (Payot, 1922, p. 317). Sin embargo, a pesar de ello, no es razonable rechazar buena parte de medios que la Iglesia emplea para formar a sus fieles y prescindir de ellos, pues son muy eficaces, ya que se basan un profundo conocimiento de la naturaleza humana. Por eso, para no fracasar en el empeño, es del mayor interés estudiar cómo la “educación religiosa modela al niño, y por repeticiones, bajo todas formas, enseñanza oral, lecturas, ceremonias públicas, sermones, etc. introduce hasta lo más profundo de su alma los sentimientos religiosos” (Payot, 1922, p. 316), y tomar de ella cuanto sea útil y compatible con la formación superior que han de recibir las personas cultivadas.
Poco o nada tienen que ver las ideas de Payot con lo que hoy suelen defender los ‘laicistas’. Y como hemos mostrado en otros trabajos (Laspalas, 2007; Laspalas, 2008; Laspalas, en prensa), no es el único caso en el que se percibe con meridiana claridad semejante discordancia. Ello plantea un importante enigma histórico: cómo y por qué se ha trasmutado con tanta rapidez una moral y un ideal político cuyos creadores pensaban que estaba llamado a consolidarse y perdurar, en tanto que expresión de un orden democrático justo y benéfico.
Javie Laspalas|Universidad de Navarra
martes, 20 de enero de 2009
" EL PECADO PROPIO DEL LIBERALISMO ", POR JULIÁN GIL DE SAGREDO
de Fray Trabucaire
El amigo T_Paz nos proporciona lo siguiente:
Remito esta conferencia que estaba solo accesible en formato mp3 enhttp://formacioncatolicaypatriotica[....]%3A02%3A00%2B02%3A00&max-results=10
Esta conferencia tenía por epígrafe “el liberalismo es pecado”. Como esa afirmación aún siendo cierta es algo genérica he preferido concretar en el título “el pecado propio del liberalismo” que es el reto o rebelión de la Razón contra Dios.
Este pecado por ser intelectual es esencialmente luciferino y por ello el liberalismo es la obra maestra de Satanás tanto en su malicia intrínseca como en la estrategia de largos alcances que utiliza para lograr sus objetivos. Se trata de un sistema de propaganda muy sagaz que astutamente maneja la semántica al revés. La maniobra de vaciar a las palabras de sentido propio y de rellenarlas de sentido contrario produce resultados inesperados.
Por ejemplo al término cristianismo se le despoja de Fe sobrenatural y se le rellena de libre examen, entonces los cristianos son los protestantes y para contra-distinguirnos de ellos tenemos que utilizar el término católico. Al término ecumenismo se le sustrae su significado como proyección universal de la Fe de Cristo y se le inyecta la teoría de la igualdad de religiones con lo cual se crea una Iglesia ecuménica integrada por toda clase de credos. Lo que antes era signo distintivo de la Iglesia Católica distingue y caracteriza ahora al consejo general de las Iglesias con sede en Ginebra y además se asesta un golpe mortal contra las divisiones, las cuales no tienen razón de ser si todas las religiones son iguales.
Esa técnica tan sutil mediante la cual insensiblemente se trasplanta el sentido de los vocablos se aplica también al campo político y social. El socialismo por ejemplo por su significado etimológico podría denotar una concepción derivada del derecho natural que presenta a la sociedad como cuerpo orgánico y en cierto sentido autónomo. Pues bien, se suplanta la soberanía social por la política y pasa a significar absorción por el Estado de las actividades sociales, es decir, estatismo y totalitarismo. Todo lo contrario de lo que denota su significado etimológico.
El mismo término liberalismo tiene su cuna en el país de la hidalguía que es España y por ello liberal era el que en sus relaciones sociales se caracterizaba por su generosidad, por su comprensión, por su magnanimidad ¿Quién podría imaginar hace dos siglos que ese término noble y generoso iba a traspasar la frontera de todos los países como banderín de enganche de lo que hoy se llama doctrina liberal?
La rapiña encubierta de palabras continúa y ahora tratan de dar el asalto al término catolicismo. Primero se emplea el adjetivo católico combinándolo astutamente con un sustantivo de sentido doctrinal contrario. Así aparece el liberalismo católico. Después utilizan el sustantivo catolicismo agregándole algún adjetivo que desvirtúa su concepto. Así aparece el catolicismo liberal. Y por último cuando ya la atmósfera religiosa está saturada de liberalismo católico y de catolicismo liberal, es decir, cuando hay una gran confusión general, entonces dejan a secas el término catolicismo pero ya impregnado de errores liberales. Si nos descuidamos un poco catolicismo va a terminar significando algo confuso, híbrido, aleatorio, insuficiente para caracterizar a la auténtica Iglesia de Cristo. Y no nos extrañemos porque su audacia ha alcanzado al mismo nombre de Cristo al cual se presenta en la teología de la liberación como activista, jefe de la revolución marxista, redentor del proletariado.
Esa manipulación de términos y conceptos alcanzan su punto culminante en la confusión de ideas que genera el término liberalismo. Como este concepto arranca del concepto libertad y el concepto libertad es múltiple, vario, difuso, tan difuso que cada uno tiene su propio concepto de libertad, de ahí que el término liberalismo sea también múltiple, vario, confuso, multiforme. Para unos significa democracia, para otros partido político o sufragio universal, para otros economía libre de mercado, para otros tolerancia, para otros igualdad y para la mayoría algo vago, incierto, fluido y vaporoso que se puede acoplar al gusto de todos los paladares.
En esa corriente tan turbulenta de doctrinas-ideologías tan confusas se impone la necesidad de determinar con claridad y precisión el sustrato de la doctrina liberal y para conseguirlo, podemos enfocar al liberalismo desde tres puntos de vista: político, filosófico y teológico. Esos tres enfoques se hallan entre sí concatenados como los efectos respecto a sus causas.
La política en su doble vertiente social y económica depende de la concepción que tengamos de la persona, la sociedad y el Estado en sus cimientos ontológicos, lo cual es filosofía. Y la filosofía a su vez depende de la teología como fundamento último que enlaza al Hombre con Dios y es la causa determinante del orden político y filosófico. Dado que lo que ahora pretendemos es desarrollar el tema del liberalismo como reto o rebelión de la Razón contra Dios, tema esencialmente teológico vamos a dar preferencia en este estudio a esa perspectiva desde la cual por otro lado podemos proyectar con seguridad la mirada sobre el campo político y filosófico.
El liberalismo nace a la luz pública en 1789 con la Revolución francesa pero quien lo engendró fue la Revolución religiosa que dos siglos antes conmovió a la Cristiandad. La raíz del liberalismo es teológica y se halla en el libre examen de Lucero. Este es el verdadero padre del liberalismo.
El libro examen desde su mismo nacimiento genera dos corrientes de pensamiento contradictorias entre sí. Por una parte promueve la exaltación de la libertad humana y por otra su depresión y aniquilamiento. Aquella a través de la libre interpretación de la Sagrada Escritura en reto abierto contra la autoridad religiosa que desembocará en la libre interpretación de la normas jurídicas y sociales en reto abierto contra la autoridad política y esta ,es decir el aniquilamiento de la libertad, al eliminarla totalmente en el proceso de la justificación por la gracia.
Examinemos ambas corrientes en su punto de partida que es el libre examen en su doble fase intelectual que determina la negación de la Fe y volitiva que determina el pecado contra la Fe
Fase intelectual: El entendimiento y la Fe.
El entendimiento humano como obra de Dios está necesariamente sujeto a sus leyes. Y la ley que Dios puso al entendimiento es la ley de la verdad. El entendimiento por su propia naturaleza propende hacia la verdad, rechaza la contradicción, no puede descansar en el error hasta tal punto que cuando reposa en él cree reposar en la verdad.
Hay sin embargo dos clases de verdades unas de orden natural que pueden alcanzar por la razón y otras de orden sobrenatural que solo pueden alcanzarse por la Fe. Dios ofrece al hombre estas últimas a través de la Tradición y la Sagrada Escritura -las dos fuentes de la Revelación- y para asegurarle en su verdadero conocimiento le coloca como guía el Magisterio infalible de su Iglesia.
La Fe pues considerada en el sujeto que cree es un acto del entendimiento que ayudado por la gracia presta su asentimiento a la Verdad revelada y en la prestación de ese asentimiento no hay peligro de error porque lo garantiza la autoridad sobrenatural de la Iglesia Católica y no podía ser de otra manera. Tened presente que toda interpretación exige el conocimiento adecuado de su objeto. Si este es natural el conocimiento y la interpretación se efectúa por medios naturales, pero si es sobrenatural tendrá que efectuarse por medios sobrenaturales. Lo sobrenatural , que es lo propio de la revelación, implica por ello lo sobrenatural en el agente de su interpretación. En otros términos la revelación se implica a sí misma en el acto de suplicación -operari sequitur esse - la acción sigue al ser. La naturaleza de la acción corresponde a la naturaleza del ser. Siendo sobrenatural la revelación su acción, es decir su conocimiento e interpretación, tiene que ser también sobrenatural. Es necesario por tanto un agente que al interpretar lo sobrenatural actúe bajo influencia sobrenatural. Es necesaria una autoridad. La autoridad del Papa que puede pronunciarse de modo infalible bajo la inspiración del Espíritu Santo y ahí tenéis de paso un argumento a favor de la infabilidad del Romano Pontífice.
La inteligencia humana por tanto como agente puramente natural carece de capacidad por sí misma para conocer e interpretar la Verdad revelada. Si la razón según dice Lucero puede libremente interpretar la verdad Revelada como único agente, con la misma libertad podrá interpretar la doctrina contenida en dicha verdad revelada, de lo cual se sigue que cada uno podrá creer libremente lo que su razón dictamine. Entonces desaparece la Fe en su objeto material que es la Verdad revelada. Al ser esta igual para todos no puede permitir discrepancias ni parcelaciones respecto a su contenido. Y desaparece también la Fe en su objeto formal que es la autoridad de Dios que revela porque no se admite la Verdad revelada por la autoridad divina sino por el dictamen del propio juicio.
Lutero como veis desliga a la razón de toda norma superior a ella, la hace libre y autónoma y la constituye en dueña de sí misma. Despoja la Fe de su carácter sobrenatural y la transforma en simple convicción humana. Eso es el liberalismo en su raíz teológica-dogmática: la rebeldía de la inteligencia humana contra la autoridad vicaria de Dios que interpreta su revelación y por tanto implícitamente contra la autoridad de Dios que revela. Rebeldía intelectual que al comportar en sí misma la rebeldía volitiva -la rebeldía de la voluntad- determina el pecado contra la Fe que examinamos seguidamente.
Fase volitiva: la voluntad y la Fe.
La Fe es operativa y por tanto al bajar de la inteligencia a la voluntad desarrolla la virtud. Y como su objeto inmediato es Dios las virtudes que primero desarrolla son las que tienen a Dios por objeto inmediato: la Caridad y la Esperanza.
De esas tres virtudes Fe, Esperanza y Caridad dice San Pablo que la Caridad es la principal y lleva aneja la segunda que es la Esperanza. Por ello el pecado contra la Caridad -odio a Dios- y el pecado contra la Esperanza -el menosprecio de Dios- son pecados tan horrendos que parecen propios solo de los réprobos. Pero tanto uno como otro tienen por fundamento el pecado contra la Fe.
Este pecado no radica en la carencia culpable de Fe como fruto de una conducta permanente contraria a la misma sino en la negación formal de la Fe. En una actitud firme consciente y permanente por la cual se antepone el juicio propio a la autoridad de Dios que revela. Por ello dice San Agustín que en este pecado están contenidos todos los pecados. Incluso los pecados contra la Caridad y contra la Esperanza. Y por eso añade Santo Tomás que el pecado contra la Fe es el mayor que se conoce porque es el que el que más aparta de Dios al atacar a su mismo conocimiento eliminando toda posibilidad de acercamiento a Él.
Esa malicia inmensa que hace a la razón juez de Dios es puramente y simplemente el libre examen de Lutero, el cual origina primero la rebeldía de la inteligencia humana contra Dios en el orden intelectual y segundo la rebeldía de la voluntad humana contra Dios en el orden volitivo o moral.
Si la razón se desvía de la Fe como norma de doctrina, la voluntad se desviará de la moral como norma de conducta y así como por el libre examen se producen tantas creencias, tantos pareceres como cabezas, “quot capita, tot sententiae” según decía nuestros clásicos del siglo XVI, así también por la aplicación de libre examen al campo de las acciones humanas se producirán tantas normas de conducta como conciencias subjetivas. Como la inteligencia es libre para determinar, la voluntad es libre para actuar.
Lo lógico ahora sería que Lutero al aplicar esa autonomía absoluta de la inteligencia y voluntad humana al orden de la justificación siguiera la ruta de Pelagio y afirmase con el mismo que de la voluntad libre del hombre depende en exclusiva la justificación. Lutero sin embargo contradiciéndose en su propio error niega a la voluntad toda intervención en el proceso de justificación en cual atribuye en exclusiva a la operación de la gracia. E ahí pues dos doctrinas contrarias, ambas heréticas, y ambas nacidas del pecado contra la Fe. Para Pelagio la justificación se opera solo por la voluntad. Para Lutero la justificación se opera solo por gracia. Para la Fe católica negada por ambas la justificación se opera por la gracia y por la voluntad. Por la gracia previniendo; por la voluntad cooperando libremente con la gracia que previene.
Reproduciendo un símil de Donoso Cortés a estos efectos podíamos decir que así como la madre que quiere enseñar a andar a su hijo pequeñito le extiende la mano, el niño se agarra a la mano de la madre y empieza a andar, así Dios extiende la mano al hombre, le ofrece su gracia, el hombre se agarra a la mano de Dios, coopera con la gracia y empieza a andar, empieza a justificarse en el camino de la salvación. Pero de nada sirve que Dios extienda la mano si el hombre no la quiera recoger. Y de nada serviría que el hombre alzara la mano si Dios no le extiende la suya. Se requiere por consiguiente gracia y voluntad.
Podemos afirmar como resumen de lo dicho que el pecado contra la Fe que en Pelagio niega la Gracia y en Lutero niega la voluntad determina la esencia misma del liberalismo en su raíz teológico-dogmática por la negación de Dios como verdad y en su raíz teológico-moral por la negación de Dios como única fuente de la legalidad. La raíz del liberalismo repito es teológica. Al suplantar la Fe por la razón ataca al dogma. Al suplantar la ley por la voluntad ataca la moral. Y la causa determinante de esa doble suplantación es el libre examen el cual genera esas dos corrientes de pensamiento de que antes os hablaba. Por un parte exalta tanto la libertad humana que llega a la negación de Dios y por otra parte deprime, anula tanto la libertad humana, que llega a la negación del hombre
Veamos ahora las consecuencias del liberalismo teológico que acabamos de examinar. Cuando la Fe reina sobre la razón, la razón reina sobre el derecho, el derecho reina sobre la política y la política sobre la economía. La razón entonces subordinada a la Fe no incurre en error. El derecho subordinado a la razón es racional y por tanto moral. La política subordinada al derecho es jurídico y por tanto justa. Y la economía subordinada a la política se ordena hacia su propio fin -el bien común- objeto de la política.
De esta jerarquía de valores que exige el orden natural se deriva el equilibrio y la armonía de la sociedad. Pues bien el liberalismo teológico al promover la rebelión de la razón contra la Fe rompe esa jerarquía de valores y desencadena la subversión del derecho contra la razón. De la política contra el derecho. Y de la economía contra la política.
En efecto, la subversión de signo teológico que constituye al libre examen en arbitro de la Verdad revelada determina la subversión de signo filosófico que constituye al entendimiento en árbitro de la verdad natural y esta subversión filosófica determina una tercera subversión de tipo político-social que constituye a la razón en árbitro de las leyes que deben regir a la sociedad aunque se enfrenten con la armazón y el entramado espontáneo de las fuerzas sociales.
Veis pues la rigurosa lógica que enlaza a todas las ramificaciones del liberalismo. En el liberalismo teológico de Lutero la razón se desvincula de la Fe y crea el libre examen. En el liberalismos filosófico de Descartes y de su epígonos Kant, Fichte, Shelling y Hegel, la razón se desvincula de la realidad y fabrica el idealismo. En el liberalismo jurídico de Hobbes la razón se desvincula del derecho natural y promueve el positivismo. En el liberalismo político social de Rousseau la razón se desvincula de la naturaleza social del Hombre e inventa el pacto social. Y en el liberalismos económico de Stuart Mill y sus discípulos la razón se desvincula de la jerarquía lógica de valores y transforma a la economía que es medio en fin de si misma.
El liberalismo como veis comporta desde su mismo nacimiento teológico una ideología disolvente y disgregadora que por generaciones sucesivas de pensamiento ha ido destruyendo una por una todas las síntesis que la Cristiandad había ido construyendo durante dieciséis siglos. La síntesis entre la voluntad y la gracia que resuelve el problema de la predestinación. La síntesis entre entendimiento y voluntad a través de la idea que resuelve el problema de la verdad. La síntesis entre derecho humano y derecho natural que determina el valor de la ley positiva. La síntesis entre autoridad y libertad que determina la subsistencia del estado. Y la síntesis entre la comunidad y sus miembros que determina el ser mismo de la sociedad.
De la autonomía de la libertad a través del libre examen se derivan las demás autonomías: la autonomía filosófica, la jurídica, la política,la social y la económica. Desde el momento que la libertad a través del libre examen carece de ley carece igualmente de ley la persona, la sociedad y el Estado. Y entonces la libertad alcanza la hegemonía ideológica como valor absoluto como categoría suprema que no rinde vasallaje a ninguna otra y así llegamos al desenlace final.
Por una parte al antropocentrismo que hace al hombre centro y eje del universo, Dios de si mismo, y por otra parte a la contradicción en el campo doctrinal porque la verdad sujeta a la libertad sería tan variable como ésta y por tanto no sería verdad. Y en el campo moral porque las acciones serían simultáneamente buenas y malas al gusto de sus respectivos consumidores. Veis pues como la Razón que se rebela contra Dios termina rebelándose contra la propia Razón. Y esa rebelión de la Razón contra Dios y contra sí misma adquiere su punto culminante en el más sutil de los liberalismos el liberalismo católico.
El error nunca puede negar del todo la verdad porque como lo verum -lo verdadero- se identifica con el Ser si el error niega toda la verdad niega todo el Ser y si niega todo el Ser se niega a sí mismo, se suicida. Por ello no puede existir el error más que anexionado a la verdad y por ello el error se adhiere a la verdad como una lapa y cuanto más fuerte es esa adhesión más difícil resulta descubrirlo.
En la esfera política podemos distinguir tres clases de liberalismo. Un liberalismo que podríamos calificar como radical que establece el dominio del Estado sobre la Iglesia. Otro liberalismos que puede calificarse como moderado que establece la separación entre el Estado y la Iglesia, separación que generalmente termina por el domino del Estado sobre la Iglesia. Y el liberalismo católico que es el mas original.
Este último establece la unión entre el Estado y la Iglesia como doctrina y la separación entre el Estado y la Iglesia como praxis. El liberalismo católico pretende la conciliación entre dos sistemas antagónicos de pensamiento: el sistema liberal que proclama la autonomía de la razón individual y social y el sistema católico que proclama la heteronomía o sujeción a Dios de ambas razones. Y entonces, para lograr esa conciliación, el liberalimos católico generosamente atribuye a Dios la jurisdicción sobre la razón individual y al Estado la jurisdicción sobre la razón social. Y el montaje ideológico o doctrinal que estructura para defender esta doctrina se basa en lo que llaman tesis e hipótesis en el que la hipótesis -lo condicional, lo circunstancial- se transforma como una mariposa. Adquiere valor absoluto y termina asumiendo el valor de la tesis.
Podéis verlo en un caso concreto: la confesionalidad del Estado.Tesis: el Estado debe ser confesional. Es doctrina católica que el liberalismo católico acepta como punto de partida. Hipótesis: si el Estado en determinadas circunstancias no puede ser confesional no está obligado a serlo. Esta afirmación puede ser verdadera o falsa según se entienda. Si se entiende en el sentido de que la imposibilidad material exime de responsabilidad moral es verdadera. Si se entiende en el sentido de que la imposibilidad material determina la inexistencia de la obligación moral objetiva es falsa. Entonces, como os decía, en el liberalismo católico lo que hace es que transforma la hipótesis en tesis, la afirmación condicional en afirmación absoluta. De lo imposible material y de la falta de obligación subjetiva ante lo imposible material se salta a la esfera de los principios y defiende como doctrina la inexistencia de la obligación moral objetiva. El liberalismo católico que como veis confunde en la obligación el aspecto material con el formal y el deber subjetivo con el objetivo. Este liberalismo católico constituye en el fondo un sofisma en el terreno de la lógica.
Y entonces Maritain para salvar en última instancia este liberalismo católico condenado por la Iglesia y desprestigiado totalmente, para salvarlo en última instancia, fabrica su teoría del humanismo integral que en el fondo es otro sofisma pero en el terreno de la metafísica. Transforma la distinción conceptual entre persona e individuo en distinción real y por este procedimiento establece en el hombre dos realidades diversas e independientes entre sí. La persona que queda sujeta a Dios en el fuero interno de su conciencia y el individuo que queda vinculado a la sociedad y al estado en el fuero externo. Dios y el Estado se reparten amistosamente sus respectivos campos de acción. Para Dios el hombre-persona; para el Estado el hombre-individuo. Pero como el hombre es indivisible y lo que es persona es individuo resulta que por católico en el fuero interno se construye y se fabrica en el fuero externo una sociedad y un Estado anticristiano. Eso es la democracia cristiana. Eso es la democracia del liberalismo católico. Esa es la democracia de los hipócritas que por la mañana adoran a Dios y por la tarde sancionan leyes contra Dios. Estos son los retoños de los escribas y fariseos, hipócritas a los cuales anatematizó Jesucristo como sepulcros blanqueados.
Si queréis conocer la condena del liberalismo católico no tenéis más que repasar las encíclicas de los Papas. De Gregorio XVI “Mirari vos”, de León XIII “Libertas” e “Inmortale Dei”, de San Pío X “Vehementer Nos”, de Pío XI “Quas Primas”, de Pío XII a través de todo su pontificado pero especialmente de su discurso de 6 de diciembre de 1953. Pero fijaros sobre todo en Pío Nono que en su encíclica “Quanta Cura” y en el Syllabus anejo y en todos sus breves discursos y conferencias desenmascaró a los católicos liberales en todos sus grados fases y matices. Incluso en una ocasión llegó a llamarles peores que demonios, frase que dio la vuelta al mundo y quedó grabada en la frente de esos herejes como estigma de eterna execración. Con razón fue llamado el martillo del liberalismo católico.
Decía al principio de esta conferencia que el liberalismo es un pecado esencialmente luciferino y que por serlo es la obra maestra de Satanás. Lo habéis podido comprobar en su malicia intrínseca al suplantar la Fe por la razón a través del libre examen atacando en su raíz el carácter sobrenatural de la Iglesia católica. Y lo habéis podido comprobar también en la rapiña de palabras, en el vaciado de conceptos, en el transplante de disfraces ideológicos al gusto y conveniencia de las diversas etapas históricas. Primero se llamó filosofismo, ilustración y enciclopedia. Después se llamó racionalismo. Más tarde modernismo y ahora se llama democracia, progresismo, ecumenismo, conciliarismo.
Como demócrata, progresista, ecumenista y conciliar, el liberalismo católico ha escalado las altas cimas de la Iglesia católica formando dentro de ella otra Iglesia paralela de cardenales, obispos, sacerdotes y fieles. Esa es la obra maestra del liberalismo -la Iglesia católica liberal- que encumbrada en las alturas del gobierno eclesiástico pretende dirigir los auténticos destinos de la Iglesia católica. Y esa Iglesia católica liberal es la que desgraciadamente estamos padeciendo en España, la que en cumplimiento de los postulados liberales ampara la aconfesionalidad del estado ,tergiversa el sentido de la libertad religiosa y después lo patrocina, favorece la implantación de una constitución laica y atea, reconoce al estado autonomía para sancionar el divorcio que es tanto como reconocer al estado el derecho para violar la ley de Dios, no clama contra el aborto, no clama tampoco contra la exhibición de una película sacrílega en que se ofende gravísimamente a la Madre de Dios.
Esa Iglesia católica liberal es la que ha empobrecido las creencias del pueblo católico español. La que ha relajado sus costumbres. La que ha extirpado su Fe. La que ha apartado y sigue pactando con gobiernos masónicos. En una palabra, la que ha desintegrado la unidad católica de España y con ella su unidad política.
Esa Iglesia católica liberal es la Iglesia de los grandes sofistas. Pero detrás de los sofistas dice Donoso Cortés vienen siempre los bárbaros enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento detrás de esa jerarquía sofisticada, liberal, gárrula y en fondo apóstata. Detrás de esta Iglesia católico-liberal que encabezan se divisan ya muy cercas las huestes rojas de la hoz y el martillo enviadas por Dios para desvanecer a punta de cuchillo sus vanos sofismas, para sepultar en fuego su traición y su perjurio, para vengar el nombre de Cristo y para regenerar nuevamente con torrentes de sangre a nuestra patria hasta levantar sobre ella el trono de su Gloria.
Remito esta conferencia que estaba solo accesible en formato mp3 enhttp://formacioncatolicaypatriotica[....]%3A02%3A00%2B02%3A00&max-results=10
El pecado propio del liberalismo.
D. Julián Gil de Sagredo. Doctor en Derecho y Filosofía. Madrid, 14 de abril de 1982.
Esta conferencia tenía por epígrafe “el liberalismo es pecado”. Como esa afirmación aún siendo cierta es algo genérica he preferido concretar en el título “el pecado propio del liberalismo” que es el reto o rebelión de la Razón contra Dios.
Este pecado por ser intelectual es esencialmente luciferino y por ello el liberalismo es la obra maestra de Satanás tanto en su malicia intrínseca como en la estrategia de largos alcances que utiliza para lograr sus objetivos. Se trata de un sistema de propaganda muy sagaz que astutamente maneja la semántica al revés. La maniobra de vaciar a las palabras de sentido propio y de rellenarlas de sentido contrario produce resultados inesperados.
Por ejemplo al término cristianismo se le despoja de Fe sobrenatural y se le rellena de libre examen, entonces los cristianos son los protestantes y para contra-distinguirnos de ellos tenemos que utilizar el término católico. Al término ecumenismo se le sustrae su significado como proyección universal de la Fe de Cristo y se le inyecta la teoría de la igualdad de religiones con lo cual se crea una Iglesia ecuménica integrada por toda clase de credos. Lo que antes era signo distintivo de la Iglesia Católica distingue y caracteriza ahora al consejo general de las Iglesias con sede en Ginebra y además se asesta un golpe mortal contra las divisiones, las cuales no tienen razón de ser si todas las religiones son iguales.
Esa técnica tan sutil mediante la cual insensiblemente se trasplanta el sentido de los vocablos se aplica también al campo político y social. El socialismo por ejemplo por su significado etimológico podría denotar una concepción derivada del derecho natural que presenta a la sociedad como cuerpo orgánico y en cierto sentido autónomo. Pues bien, se suplanta la soberanía social por la política y pasa a significar absorción por el Estado de las actividades sociales, es decir, estatismo y totalitarismo. Todo lo contrario de lo que denota su significado etimológico.
El mismo término liberalismo tiene su cuna en el país de la hidalguía que es España y por ello liberal era el que en sus relaciones sociales se caracterizaba por su generosidad, por su comprensión, por su magnanimidad ¿Quién podría imaginar hace dos siglos que ese término noble y generoso iba a traspasar la frontera de todos los países como banderín de enganche de lo que hoy se llama doctrina liberal?
La rapiña encubierta de palabras continúa y ahora tratan de dar el asalto al término catolicismo. Primero se emplea el adjetivo católico combinándolo astutamente con un sustantivo de sentido doctrinal contrario. Así aparece el liberalismo católico. Después utilizan el sustantivo catolicismo agregándole algún adjetivo que desvirtúa su concepto. Así aparece el catolicismo liberal. Y por último cuando ya la atmósfera religiosa está saturada de liberalismo católico y de catolicismo liberal, es decir, cuando hay una gran confusión general, entonces dejan a secas el término catolicismo pero ya impregnado de errores liberales. Si nos descuidamos un poco catolicismo va a terminar significando algo confuso, híbrido, aleatorio, insuficiente para caracterizar a la auténtica Iglesia de Cristo. Y no nos extrañemos porque su audacia ha alcanzado al mismo nombre de Cristo al cual se presenta en la teología de la liberación como activista, jefe de la revolución marxista, redentor del proletariado.
Esa manipulación de términos y conceptos alcanzan su punto culminante en la confusión de ideas que genera el término liberalismo. Como este concepto arranca del concepto libertad y el concepto libertad es múltiple, vario, difuso, tan difuso que cada uno tiene su propio concepto de libertad, de ahí que el término liberalismo sea también múltiple, vario, confuso, multiforme. Para unos significa democracia, para otros partido político o sufragio universal, para otros economía libre de mercado, para otros tolerancia, para otros igualdad y para la mayoría algo vago, incierto, fluido y vaporoso que se puede acoplar al gusto de todos los paladares.
En esa corriente tan turbulenta de doctrinas-ideologías tan confusas se impone la necesidad de determinar con claridad y precisión el sustrato de la doctrina liberal y para conseguirlo, podemos enfocar al liberalismo desde tres puntos de vista: político, filosófico y teológico. Esos tres enfoques se hallan entre sí concatenados como los efectos respecto a sus causas.
La política en su doble vertiente social y económica depende de la concepción que tengamos de la persona, la sociedad y el Estado en sus cimientos ontológicos, lo cual es filosofía. Y la filosofía a su vez depende de la teología como fundamento último que enlaza al Hombre con Dios y es la causa determinante del orden político y filosófico. Dado que lo que ahora pretendemos es desarrollar el tema del liberalismo como reto o rebelión de la Razón contra Dios, tema esencialmente teológico vamos a dar preferencia en este estudio a esa perspectiva desde la cual por otro lado podemos proyectar con seguridad la mirada sobre el campo político y filosófico.
El liberalismo nace a la luz pública en 1789 con la Revolución francesa pero quien lo engendró fue la Revolución religiosa que dos siglos antes conmovió a la Cristiandad. La raíz del liberalismo es teológica y se halla en el libre examen de Lucero. Este es el verdadero padre del liberalismo.
El libro examen desde su mismo nacimiento genera dos corrientes de pensamiento contradictorias entre sí. Por una parte promueve la exaltación de la libertad humana y por otra su depresión y aniquilamiento. Aquella a través de la libre interpretación de la Sagrada Escritura en reto abierto contra la autoridad religiosa que desembocará en la libre interpretación de la normas jurídicas y sociales en reto abierto contra la autoridad política y esta ,es decir el aniquilamiento de la libertad, al eliminarla totalmente en el proceso de la justificación por la gracia.
Examinemos ambas corrientes en su punto de partida que es el libre examen en su doble fase intelectual que determina la negación de la Fe y volitiva que determina el pecado contra la Fe
Fase intelectual: El entendimiento y la Fe.
El entendimiento humano como obra de Dios está necesariamente sujeto a sus leyes. Y la ley que Dios puso al entendimiento es la ley de la verdad. El entendimiento por su propia naturaleza propende hacia la verdad, rechaza la contradicción, no puede descansar en el error hasta tal punto que cuando reposa en él cree reposar en la verdad.
Hay sin embargo dos clases de verdades unas de orden natural que pueden alcanzar por la razón y otras de orden sobrenatural que solo pueden alcanzarse por la Fe. Dios ofrece al hombre estas últimas a través de la Tradición y la Sagrada Escritura -las dos fuentes de la Revelación- y para asegurarle en su verdadero conocimiento le coloca como guía el Magisterio infalible de su Iglesia.
La Fe pues considerada en el sujeto que cree es un acto del entendimiento que ayudado por la gracia presta su asentimiento a la Verdad revelada y en la prestación de ese asentimiento no hay peligro de error porque lo garantiza la autoridad sobrenatural de la Iglesia Católica y no podía ser de otra manera. Tened presente que toda interpretación exige el conocimiento adecuado de su objeto. Si este es natural el conocimiento y la interpretación se efectúa por medios naturales, pero si es sobrenatural tendrá que efectuarse por medios sobrenaturales. Lo sobrenatural , que es lo propio de la revelación, implica por ello lo sobrenatural en el agente de su interpretación. En otros términos la revelación se implica a sí misma en el acto de suplicación -operari sequitur esse - la acción sigue al ser. La naturaleza de la acción corresponde a la naturaleza del ser. Siendo sobrenatural la revelación su acción, es decir su conocimiento e interpretación, tiene que ser también sobrenatural. Es necesario por tanto un agente que al interpretar lo sobrenatural actúe bajo influencia sobrenatural. Es necesaria una autoridad. La autoridad del Papa que puede pronunciarse de modo infalible bajo la inspiración del Espíritu Santo y ahí tenéis de paso un argumento a favor de la infabilidad del Romano Pontífice.
La inteligencia humana por tanto como agente puramente natural carece de capacidad por sí misma para conocer e interpretar la Verdad revelada. Si la razón según dice Lucero puede libremente interpretar la verdad Revelada como único agente, con la misma libertad podrá interpretar la doctrina contenida en dicha verdad revelada, de lo cual se sigue que cada uno podrá creer libremente lo que su razón dictamine. Entonces desaparece la Fe en su objeto material que es la Verdad revelada. Al ser esta igual para todos no puede permitir discrepancias ni parcelaciones respecto a su contenido. Y desaparece también la Fe en su objeto formal que es la autoridad de Dios que revela porque no se admite la Verdad revelada por la autoridad divina sino por el dictamen del propio juicio.
Lutero como veis desliga a la razón de toda norma superior a ella, la hace libre y autónoma y la constituye en dueña de sí misma. Despoja la Fe de su carácter sobrenatural y la transforma en simple convicción humana. Eso es el liberalismo en su raíz teológica-dogmática: la rebeldía de la inteligencia humana contra la autoridad vicaria de Dios que interpreta su revelación y por tanto implícitamente contra la autoridad de Dios que revela. Rebeldía intelectual que al comportar en sí misma la rebeldía volitiva -la rebeldía de la voluntad- determina el pecado contra la Fe que examinamos seguidamente.
Fase volitiva: la voluntad y la Fe.
La Fe es operativa y por tanto al bajar de la inteligencia a la voluntad desarrolla la virtud. Y como su objeto inmediato es Dios las virtudes que primero desarrolla son las que tienen a Dios por objeto inmediato: la Caridad y la Esperanza.
De esas tres virtudes Fe, Esperanza y Caridad dice San Pablo que la Caridad es la principal y lleva aneja la segunda que es la Esperanza. Por ello el pecado contra la Caridad -odio a Dios- y el pecado contra la Esperanza -el menosprecio de Dios- son pecados tan horrendos que parecen propios solo de los réprobos. Pero tanto uno como otro tienen por fundamento el pecado contra la Fe.
Este pecado no radica en la carencia culpable de Fe como fruto de una conducta permanente contraria a la misma sino en la negación formal de la Fe. En una actitud firme consciente y permanente por la cual se antepone el juicio propio a la autoridad de Dios que revela. Por ello dice San Agustín que en este pecado están contenidos todos los pecados. Incluso los pecados contra la Caridad y contra la Esperanza. Y por eso añade Santo Tomás que el pecado contra la Fe es el mayor que se conoce porque es el que el que más aparta de Dios al atacar a su mismo conocimiento eliminando toda posibilidad de acercamiento a Él.
Esa malicia inmensa que hace a la razón juez de Dios es puramente y simplemente el libre examen de Lutero, el cual origina primero la rebeldía de la inteligencia humana contra Dios en el orden intelectual y segundo la rebeldía de la voluntad humana contra Dios en el orden volitivo o moral.
Si la razón se desvía de la Fe como norma de doctrina, la voluntad se desviará de la moral como norma de conducta y así como por el libre examen se producen tantas creencias, tantos pareceres como cabezas, “quot capita, tot sententiae” según decía nuestros clásicos del siglo XVI, así también por la aplicación de libre examen al campo de las acciones humanas se producirán tantas normas de conducta como conciencias subjetivas. Como la inteligencia es libre para determinar, la voluntad es libre para actuar.
Lo lógico ahora sería que Lutero al aplicar esa autonomía absoluta de la inteligencia y voluntad humana al orden de la justificación siguiera la ruta de Pelagio y afirmase con el mismo que de la voluntad libre del hombre depende en exclusiva la justificación. Lutero sin embargo contradiciéndose en su propio error niega a la voluntad toda intervención en el proceso de justificación en cual atribuye en exclusiva a la operación de la gracia. E ahí pues dos doctrinas contrarias, ambas heréticas, y ambas nacidas del pecado contra la Fe. Para Pelagio la justificación se opera solo por la voluntad. Para Lutero la justificación se opera solo por gracia. Para la Fe católica negada por ambas la justificación se opera por la gracia y por la voluntad. Por la gracia previniendo; por la voluntad cooperando libremente con la gracia que previene.
Reproduciendo un símil de Donoso Cortés a estos efectos podíamos decir que así como la madre que quiere enseñar a andar a su hijo pequeñito le extiende la mano, el niño se agarra a la mano de la madre y empieza a andar, así Dios extiende la mano al hombre, le ofrece su gracia, el hombre se agarra a la mano de Dios, coopera con la gracia y empieza a andar, empieza a justificarse en el camino de la salvación. Pero de nada sirve que Dios extienda la mano si el hombre no la quiera recoger. Y de nada serviría que el hombre alzara la mano si Dios no le extiende la suya. Se requiere por consiguiente gracia y voluntad.
Podemos afirmar como resumen de lo dicho que el pecado contra la Fe que en Pelagio niega la Gracia y en Lutero niega la voluntad determina la esencia misma del liberalismo en su raíz teológico-dogmática por la negación de Dios como verdad y en su raíz teológico-moral por la negación de Dios como única fuente de la legalidad. La raíz del liberalismo repito es teológica. Al suplantar la Fe por la razón ataca al dogma. Al suplantar la ley por la voluntad ataca la moral. Y la causa determinante de esa doble suplantación es el libre examen el cual genera esas dos corrientes de pensamiento de que antes os hablaba. Por un parte exalta tanto la libertad humana que llega a la negación de Dios y por otra parte deprime, anula tanto la libertad humana, que llega a la negación del hombre
Veamos ahora las consecuencias del liberalismo teológico que acabamos de examinar. Cuando la Fe reina sobre la razón, la razón reina sobre el derecho, el derecho reina sobre la política y la política sobre la economía. La razón entonces subordinada a la Fe no incurre en error. El derecho subordinado a la razón es racional y por tanto moral. La política subordinada al derecho es jurídico y por tanto justa. Y la economía subordinada a la política se ordena hacia su propio fin -el bien común- objeto de la política.
De esta jerarquía de valores que exige el orden natural se deriva el equilibrio y la armonía de la sociedad. Pues bien el liberalismo teológico al promover la rebelión de la razón contra la Fe rompe esa jerarquía de valores y desencadena la subversión del derecho contra la razón. De la política contra el derecho. Y de la economía contra la política.
En efecto, la subversión de signo teológico que constituye al libre examen en arbitro de la Verdad revelada determina la subversión de signo filosófico que constituye al entendimiento en árbitro de la verdad natural y esta subversión filosófica determina una tercera subversión de tipo político-social que constituye a la razón en árbitro de las leyes que deben regir a la sociedad aunque se enfrenten con la armazón y el entramado espontáneo de las fuerzas sociales.
Veis pues la rigurosa lógica que enlaza a todas las ramificaciones del liberalismo. En el liberalismo teológico de Lutero la razón se desvincula de la Fe y crea el libre examen. En el liberalismos filosófico de Descartes y de su epígonos Kant, Fichte, Shelling y Hegel, la razón se desvincula de la realidad y fabrica el idealismo. En el liberalismo jurídico de Hobbes la razón se desvincula del derecho natural y promueve el positivismo. En el liberalismo político social de Rousseau la razón se desvincula de la naturaleza social del Hombre e inventa el pacto social. Y en el liberalismos económico de Stuart Mill y sus discípulos la razón se desvincula de la jerarquía lógica de valores y transforma a la economía que es medio en fin de si misma.
El liberalismo como veis comporta desde su mismo nacimiento teológico una ideología disolvente y disgregadora que por generaciones sucesivas de pensamiento ha ido destruyendo una por una todas las síntesis que la Cristiandad había ido construyendo durante dieciséis siglos. La síntesis entre la voluntad y la gracia que resuelve el problema de la predestinación. La síntesis entre entendimiento y voluntad a través de la idea que resuelve el problema de la verdad. La síntesis entre derecho humano y derecho natural que determina el valor de la ley positiva. La síntesis entre autoridad y libertad que determina la subsistencia del estado. Y la síntesis entre la comunidad y sus miembros que determina el ser mismo de la sociedad.
De la autonomía de la libertad a través del libre examen se derivan las demás autonomías: la autonomía filosófica, la jurídica, la política,la social y la económica. Desde el momento que la libertad a través del libre examen carece de ley carece igualmente de ley la persona, la sociedad y el Estado. Y entonces la libertad alcanza la hegemonía ideológica como valor absoluto como categoría suprema que no rinde vasallaje a ninguna otra y así llegamos al desenlace final.
Por una parte al antropocentrismo que hace al hombre centro y eje del universo, Dios de si mismo, y por otra parte a la contradicción en el campo doctrinal porque la verdad sujeta a la libertad sería tan variable como ésta y por tanto no sería verdad. Y en el campo moral porque las acciones serían simultáneamente buenas y malas al gusto de sus respectivos consumidores. Veis pues como la Razón que se rebela contra Dios termina rebelándose contra la propia Razón. Y esa rebelión de la Razón contra Dios y contra sí misma adquiere su punto culminante en el más sutil de los liberalismos el liberalismo católico.
El error nunca puede negar del todo la verdad porque como lo verum -lo verdadero- se identifica con el Ser si el error niega toda la verdad niega todo el Ser y si niega todo el Ser se niega a sí mismo, se suicida. Por ello no puede existir el error más que anexionado a la verdad y por ello el error se adhiere a la verdad como una lapa y cuanto más fuerte es esa adhesión más difícil resulta descubrirlo.
En la esfera política podemos distinguir tres clases de liberalismo. Un liberalismo que podríamos calificar como radical que establece el dominio del Estado sobre la Iglesia. Otro liberalismos que puede calificarse como moderado que establece la separación entre el Estado y la Iglesia, separación que generalmente termina por el domino del Estado sobre la Iglesia. Y el liberalismo católico que es el mas original.
Este último establece la unión entre el Estado y la Iglesia como doctrina y la separación entre el Estado y la Iglesia como praxis. El liberalismo católico pretende la conciliación entre dos sistemas antagónicos de pensamiento: el sistema liberal que proclama la autonomía de la razón individual y social y el sistema católico que proclama la heteronomía o sujeción a Dios de ambas razones. Y entonces, para lograr esa conciliación, el liberalimos católico generosamente atribuye a Dios la jurisdicción sobre la razón individual y al Estado la jurisdicción sobre la razón social. Y el montaje ideológico o doctrinal que estructura para defender esta doctrina se basa en lo que llaman tesis e hipótesis en el que la hipótesis -lo condicional, lo circunstancial- se transforma como una mariposa. Adquiere valor absoluto y termina asumiendo el valor de la tesis.
Podéis verlo en un caso concreto: la confesionalidad del Estado.Tesis: el Estado debe ser confesional. Es doctrina católica que el liberalismo católico acepta como punto de partida. Hipótesis: si el Estado en determinadas circunstancias no puede ser confesional no está obligado a serlo. Esta afirmación puede ser verdadera o falsa según se entienda. Si se entiende en el sentido de que la imposibilidad material exime de responsabilidad moral es verdadera. Si se entiende en el sentido de que la imposibilidad material determina la inexistencia de la obligación moral objetiva es falsa. Entonces, como os decía, en el liberalismo católico lo que hace es que transforma la hipótesis en tesis, la afirmación condicional en afirmación absoluta. De lo imposible material y de la falta de obligación subjetiva ante lo imposible material se salta a la esfera de los principios y defiende como doctrina la inexistencia de la obligación moral objetiva. El liberalismo católico que como veis confunde en la obligación el aspecto material con el formal y el deber subjetivo con el objetivo. Este liberalismo católico constituye en el fondo un sofisma en el terreno de la lógica.
Y entonces Maritain para salvar en última instancia este liberalismo católico condenado por la Iglesia y desprestigiado totalmente, para salvarlo en última instancia, fabrica su teoría del humanismo integral que en el fondo es otro sofisma pero en el terreno de la metafísica. Transforma la distinción conceptual entre persona e individuo en distinción real y por este procedimiento establece en el hombre dos realidades diversas e independientes entre sí. La persona que queda sujeta a Dios en el fuero interno de su conciencia y el individuo que queda vinculado a la sociedad y al estado en el fuero externo. Dios y el Estado se reparten amistosamente sus respectivos campos de acción. Para Dios el hombre-persona; para el Estado el hombre-individuo. Pero como el hombre es indivisible y lo que es persona es individuo resulta que por católico en el fuero interno se construye y se fabrica en el fuero externo una sociedad y un Estado anticristiano. Eso es la democracia cristiana. Eso es la democracia del liberalismo católico. Esa es la democracia de los hipócritas que por la mañana adoran a Dios y por la tarde sancionan leyes contra Dios. Estos son los retoños de los escribas y fariseos, hipócritas a los cuales anatematizó Jesucristo como sepulcros blanqueados.
Si queréis conocer la condena del liberalismo católico no tenéis más que repasar las encíclicas de los Papas. De Gregorio XVI “Mirari vos”, de León XIII “Libertas” e “Inmortale Dei”, de San Pío X “Vehementer Nos”, de Pío XI “Quas Primas”, de Pío XII a través de todo su pontificado pero especialmente de su discurso de 6 de diciembre de 1953. Pero fijaros sobre todo en Pío Nono que en su encíclica “Quanta Cura” y en el Syllabus anejo y en todos sus breves discursos y conferencias desenmascaró a los católicos liberales en todos sus grados fases y matices. Incluso en una ocasión llegó a llamarles peores que demonios, frase que dio la vuelta al mundo y quedó grabada en la frente de esos herejes como estigma de eterna execración. Con razón fue llamado el martillo del liberalismo católico.
Decía al principio de esta conferencia que el liberalismo es un pecado esencialmente luciferino y que por serlo es la obra maestra de Satanás. Lo habéis podido comprobar en su malicia intrínseca al suplantar la Fe por la razón a través del libre examen atacando en su raíz el carácter sobrenatural de la Iglesia católica. Y lo habéis podido comprobar también en la rapiña de palabras, en el vaciado de conceptos, en el transplante de disfraces ideológicos al gusto y conveniencia de las diversas etapas históricas. Primero se llamó filosofismo, ilustración y enciclopedia. Después se llamó racionalismo. Más tarde modernismo y ahora se llama democracia, progresismo, ecumenismo, conciliarismo.
Como demócrata, progresista, ecumenista y conciliar, el liberalismo católico ha escalado las altas cimas de la Iglesia católica formando dentro de ella otra Iglesia paralela de cardenales, obispos, sacerdotes y fieles. Esa es la obra maestra del liberalismo -la Iglesia católica liberal- que encumbrada en las alturas del gobierno eclesiástico pretende dirigir los auténticos destinos de la Iglesia católica. Y esa Iglesia católica liberal es la que desgraciadamente estamos padeciendo en España, la que en cumplimiento de los postulados liberales ampara la aconfesionalidad del estado ,tergiversa el sentido de la libertad religiosa y después lo patrocina, favorece la implantación de una constitución laica y atea, reconoce al estado autonomía para sancionar el divorcio que es tanto como reconocer al estado el derecho para violar la ley de Dios, no clama contra el aborto, no clama tampoco contra la exhibición de una película sacrílega en que se ofende gravísimamente a la Madre de Dios.
Esa Iglesia católica liberal es la que ha empobrecido las creencias del pueblo católico español. La que ha relajado sus costumbres. La que ha extirpado su Fe. La que ha apartado y sigue pactando con gobiernos masónicos. En una palabra, la que ha desintegrado la unidad católica de España y con ella su unidad política.
Esa Iglesia católica liberal es la Iglesia de los grandes sofistas. Pero detrás de los sofistas dice Donoso Cortés vienen siempre los bárbaros enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento detrás de esa jerarquía sofisticada, liberal, gárrula y en fondo apóstata. Detrás de esta Iglesia católico-liberal que encabezan se divisan ya muy cercas las huestes rojas de la hoz y el martillo enviadas por Dios para desvanecer a punta de cuchillo sus vanos sofismas, para sepultar en fuego su traición y su perjurio, para vengar el nombre de Cristo y para regenerar nuevamente con torrentes de sangre a nuestra patria hasta levantar sobre ella el trono de su Gloria.
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