Es evidente que entre el Imperio romano y la época actual
hay muchas diferencias en el modo de concebir la familia. Pero también hay
curiosas similitudes en cuanto al contexto en el que se movían las familias
cristianas. Entonces como ahora –al menos en Europa–, los cristianos eran una
minoría. Y aunque frecuentaban los mismos ambientes que los paganos, los
cristianos actuaban conforme a otros criterios en el ámbito familiar.
La familia en Roma
Desde el punto de vista demográfico, el Imperio romano tenía una natalidad insuficiente, que no aseguraba el reemplazo de la población, como ocurre en la Europa actual. Para contrarrestar una alta mortalidad y los efectos de las epidemias, hacía falta una natalidad elevada, que no se consiguió. De modo que, a fin de que el Imperio no perdiera población, fue necesario abrir las puertas a un importante flujo de colonos bárbaros (los inmigrantes de entonces).
Desde el punto de vista demográfico, el Imperio romano tenía una natalidad insuficiente, que no aseguraba el reemplazo de la población, como ocurre en la Europa actual. Para contrarrestar una alta mortalidad y los efectos de las epidemias, hacía falta una natalidad elevada, que no se consiguió. De modo que, a fin de que el Imperio no perdiera población, fue necesario abrir las puertas a un importante flujo de colonos bárbaros (los inmigrantes de entonces).
El aborto, y también el infanticidio, eran algo normal y
aceptado, como medio de control de natalidad. Había una baja estima del
matrimonio. Muchos de la clase alta huían del compromiso y preferían seguir
solteros, hasta el punto de que el emperador Augusto (63 a.C.-14 d.C) castigó
con multas a las parejas sin hijos y a los hombres de más de veinticinco años
que permanecían solteros.
En la época de Cicerón, el divorcio de mutuo acuerdo o por
decisión de uno de los dos cónyuges era algo absolutamente común. Jerôme
Carcopino, en La vida cotidiana en Roma en el apogeo del Imperio,
compara la situación del matrimonio y de la mujer de clase alta en los heroicos
tiempos de la República con lo que ocurría en el apogeo del Imperio en el siglo
I: “Entonces la mujer estaba sometida a la estricta autoridad de su amo y
señor; ahora es su igual, compite con él o lo domina. En aquel tiempo vivía
bajo un régimen legal de bienes comunes; ahora vive casi exclusivamente bajo el
régimen de una completa separación de bienes. Antes se enorgullecía de su
fecundidad; ahora la rechaza. Era fiel; ahora es voluble y depravada. Los
divorcios eran muy escasos; ahora se suceden con tanta frecuencia, que, según
Marcial, se habían convertido en el mejor modo de practicar el adulterio legal”
(p. 137).
Cristianos con costumbres propias
En este ambiente generalizado, hubiera sido fácil que las parejas cristianas se amoldaran a estas costumbres o que, en los matrimonios con paganos, la parte cristiana fuera arrastrada a conductas incompatibles con la fe. Pero ocurrió todo lo contrario. Entre los cristianos la familia adquirió un valor de “iglesia doméstica”, que revalorizaba el estatus matrimonial y la procreación.
En este ambiente generalizado, hubiera sido fácil que las parejas cristianas se amoldaran a estas costumbres o que, en los matrimonios con paganos, la parte cristiana fuera arrastrada a conductas incompatibles con la fe. Pero ocurrió todo lo contrario. Entre los cristianos la familia adquirió un valor de “iglesia doméstica”, que revalorizaba el estatus matrimonial y la procreación.
San Pablo expresa las costumbres de la época al afirmar la
primacía del varón en el hogar: “Las casadas estén sujetas a sus maridos como
al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la
iglesia, y salvador de su cuerpo”. Pero dedica buena parte de sus enseñanzas a
exhortar a los varones a que amen a sus mujeres y a que ambos cumplan los
deberes mutuos, sin exigir menos a él que a ella. “Vosotros, los maridos, amad
a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella…Los
maridos deben amar a las mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer
a sí mismo se ama” (Efesios, 5, 22).
Los cristianos exigían la fidelidad matrimonial tanto a los
hombres como a las mujeres y hacían hincapié en las obligaciones del esposo
respecto a la esposa tanto como a la inversa.
Una fe que atrajo a las mujeres
La simetría de la relación entre marido y mujer enseñada por San Pablo constituía una novedad absoluta respecto a la cultura pagana. El cristianismo reconocía la misma dignidad a la mujer y al hombre, como hijos de Dios con el mismo destino sobrenatural. Además, la moral cristiana, al rechazar la infidelidad matrimonial, la poligamia, el divorcio, el aborto y el infanticidio… contribuyó a elevar el estatus de la mujer y hasta a preservar su salud.
La simetría de la relación entre marido y mujer enseñada por San Pablo constituía una novedad absoluta respecto a la cultura pagana. El cristianismo reconocía la misma dignidad a la mujer y al hombre, como hijos de Dios con el mismo destino sobrenatural. Además, la moral cristiana, al rechazar la infidelidad matrimonial, la poligamia, el divorcio, el aborto y el infanticidio… contribuyó a elevar el estatus de la mujer y hasta a preservar su salud.
Esto era tan novedoso como atractivo. “Tanto a las mujeres
desenfadadas como a las de nobles exigencias, el Evangelio les trae un aire más
puro, un ideal”, escribe el historiador Adalbert Hamman en La vida cotidiana de
los primeros cristianos. “Patricias y plebeyas, esclavas y matronas ricas,
muchachas jóvenes y pelanduscas arrepentidas, en Oriente como en Roma o
en Lyon, acuden a las filas de las comunidades. Las mujeres que tienen fortuna
mantienen a las comunidades con sus riquezas”.
También Rodney Stark, profesor de sociología y religión
comparada en la Universidad de Washington, en su libro La expansión del
cristianismo (1), muestra que “el cristianismo resultaba
extraordinariamente atractivo para las mujeres paganas, porque en la subcultura
cristiana la mujer disfrutaba de un estatus muy superior al que le otorgaba el
mundo grecorromano en general”.
Matrimonios con paganos
Las fuentes antiguas y los historiadores modernos coinciden en que las conversiones al cristianismo prevalecieron en gran medida entre las mujeres antes que entre los varones. Stark, como sociólogo que es, distingue entre conversos primarios, que se adhieren a la Iglesia de forma activa tras adquirir una valoración positiva de la fe, y los conversos secundarios, que abrazan la fe a partir de sus lazos personales con un converso primario.
Las fuentes antiguas y los historiadores modernos coinciden en que las conversiones al cristianismo prevalecieron en gran medida entre las mujeres antes que entre los varones. Stark, como sociólogo que es, distingue entre conversos primarios, que se adhieren a la Iglesia de forma activa tras adquirir una valoración positiva de la fe, y los conversos secundarios, que abrazan la fe a partir de sus lazos personales con un converso primario.
Así, el historiador británico Henry Chadwick señala en The
Early Church que “en primera instancia, [el cristianismo] penetraba a menudo en
las clases superiores de la sociedad a través de las esposas”, mientras que sus
maridos fueron a menudo conversos secundarios. Aunque también ocurría, como se
ve en los Hechos de los Apóstoles, que cuando el padre de familia se
hacía cristiano, todos los miembros de lafamilia, incluidos los sirvientes, se
convertían también.
En las comunidades cristianas había un exceso de mujeres
núbiles, mientras que entre los paganos había una escasez relativa de mujeres,
como consecuencia del aborto e infanticidio de niñas. De ahí que el matrimonio
mixto, sobre todo de mujer cristiana con marido pagano, fuera una situación
frecuente a lo largo de los primeros siglos en todas las clases sociales. Tanto
Pedro como Pablo lo admitieron, y vieron ahí un modo de que los maridos “sean
ganados sin palabras por el comportamiento de sus mujeres” (1 Pedro 3, 12).
La presencia de la mujer
La situación de la mujer entre los primeros cristianos también tiene algo que decir sobre la función de la mujer en la Iglesia actual. Tanto entonces como ahora en las comunidades cristianas había más mujeres que hombres, y muchas veces las mujeres precedieron a sus maridos en la incorporación a la Iglesia. Los autores discuten sobre los puestos de dirección que ocupó la mujer en las comunidades cristianas, pero está claro que no recibieron el sacerdocio ni formaron parte de la Jerarquía. Sin embargo, su aportación fue decisiva para difundir la fe.
La situación de la mujer entre los primeros cristianos también tiene algo que decir sobre la función de la mujer en la Iglesia actual. Tanto entonces como ahora en las comunidades cristianas había más mujeres que hombres, y muchas veces las mujeres precedieron a sus maridos en la incorporación a la Iglesia. Los autores discuten sobre los puestos de dirección que ocupó la mujer en las comunidades cristianas, pero está claro que no recibieron el sacerdocio ni formaron parte de la Jerarquía. Sin embargo, su aportación fue decisiva para difundir la fe.
Hoy día todo el mundo está de acuerdo –empezando por el papa
Francisco– en que la Iglesia necesita contar más con la participación de las
mujeres. Pero con frecuencia esto se focaliza en cuestiones como el sacerdocio
femenino o la incorporación a tareas de organismos eclesiásticos. Es verdad que
la presencia de mujeres en estructuras de la Iglesia enriquece las perspectivas
y aporta nuevas energías. Pero tampoco es lo más decisivo para la nueva
evangelización. Basta ver esas confesiones protestantes llenas de pastoras y
con templos vacíos.
El campo de juego de la nueva evangelización es la sociedad.
Y es ahí, en el mundo del trabajo, en la comunicación, en la moda, en la
política, en la enseñanza, en la familia… donde la aportación de las
mujeres cristianas es insustituible. Hoy la influencia social de la mujer puede
llegar más lejos que en el mundo romano, precisamente porque está presente en
todos los ámbitos igual que el hombre.
Pero, a diferencia de la situación de los primeros siglos,
los matrimonios cristianos de hoy necesitan reinventar un modelo de hogar en el
que el marido y la mujer puedan compatibilizar trabajo y familia, buscando
en cada caso cuál es la fórmula más adecuada para atender las responsabilidades
profesionales y domésticas. De cómo lo consigan, dependerá también en buena
parte su fecundidad.
Familias fecundas
En el mundo grecorromano, las familias cristianas tuvieron una tasa de fertilidad superior a la de los paganos, tanto por el rechazo del aborto y del infanticidio como por su misma concepción del matrimonio. La expansión del cristianismo depende también hoy de la fecundidad de las familias cristianas. Y si la sustitución de las generaciones exige una tasa de fertilidad de al menos 2,1 hijos por mujer –mientras que la media europea está en 1,6–, el crecimiento del cristianismo requerirá algo más que el relevo generacional.
En el mundo grecorromano, las familias cristianas tuvieron una tasa de fertilidad superior a la de los paganos, tanto por el rechazo del aborto y del infanticidio como por su misma concepción del matrimonio. La expansión del cristianismo depende también hoy de la fecundidad de las familias cristianas. Y si la sustitución de las generaciones exige una tasa de fertilidad de al menos 2,1 hijos por mujer –mientras que la media europea está en 1,6–, el crecimiento del cristianismo requerirá algo más que el relevo generacional.
Hoy, del total de católicos, 350 millones viven en Europa y
Norteamérica, mientras que 750 millones están en Latinoamérica, África y Asia.
Y el crecimiento demográfico es la principal causa del aumento de católicos. No
es casualidad que la Iglesia crezca pujante en África y Asia, donde el aumento
de los católicos sobrepasa el crecimiento demográfico. En cambio, en Latinoamérica
la proporción de católicos respecto a la población total ha bajado, en EE.UU.
ha aumentado, en buena parte por la inmigración, y en Europa el declive
religioso ha ido de la mano del demográfico.
En estas condiciones, la actitud más contraproducente para
la expansión del catolicismo sería dar por buena la mentalidad anticonceptiva
que predomina en la sociedad y que alcanza también a los matrimonios católicos.
En la época en que se publicó la Humanae Vitae la Iglesia católica fue acusada
de ignorar el problema de la superpoblación. Pero hoy el “invierno demográfico”
que se ha instaurado en las regiones donde la contracepción y el aborto se han
extendido más –con sus secuelas de envejecimiento de la población, amenaza para
las pensiones, escasez de trabajadores–, revelan que la doctrina católica
favorece también el dinamismo demográfico que se echa en falta.
Este vuelco demográfico del catolicismo del norte al sur
implica también un cambio de perspectivas y de prioridades. Los cristianos del
sur –tanto católicos como protestantes– son mucho más tradicionales en temas
como la familia, la homosexualidad o el aborto, y pueden aducir a su favor
que les está yendo bien. Así que –al margen del problema de la verdad– no
tendría sentido práctico adecuar la doctrina y la pastoral a fragilidades
familiares del norte, que es donde más falta hace un revulsivo.
Se dirá que en el mundo occidental las mujeres católicas no
se distinguen mucho de las demás en cuanto al uso de anticonceptivos. Pero,
aparte de que entre las católicas practicantes sí hay diferencias, la nueva
evangelización exigiría que la Iglesia explicara mejor su doctrina y diera a
conocer esos métodos tan desconocidos de regulación natural de la natalidad,
alternativa a una contracepción química que sigue teniendo efectos adversos
para la salud de las mujeres (cfr. Aceprensa 26-09-2012, “Las católicas practicantes y el uso
de anticonceptivos”).
Redes abiertas
La necesidad de reafirmar la identidad católica para una nueva evangelización, no significa que las familias cristinas tengan que moverse en círculos cerrados con una mentalidad defensiva para no desvirtuarse. Al contrario. Si algo enseña la experiencia de los primeros cristianos es que supieron mantener redes abiertas en la vida social, y que esto fue la clave de su expansión.
La necesidad de reafirmar la identidad católica para una nueva evangelización, no significa que las familias cristinas tengan que moverse en círculos cerrados con una mentalidad defensiva para no desvirtuarse. Al contrario. Si algo enseña la experiencia de los primeros cristianos es que supieron mantener redes abiertas en la vida social, y que esto fue la clave de su expansión.
Como escribe Stark: “La base para los movimientos
triunfantes de conversión es el crecimiento a traves de redes sociales, por
medio de una estructura de lazos interpersonales directos e íntimos. La mayoría
de los nuevos movimientos religiosos fracasan porque muy pronto se transforman
en redes cerradas o semicerradas. Es decir, no siguen creando y sosteniendo
vínculos interpersonales con los extraños a su fe, por lo que pierden su
capacidad de crecer”. En cambio, lo que sabemos de los primeros cristianos es
que se mantuvieron como redes abiertas, incorporando a nuevos conversos a
través de matrimonios mixtos y participando en la vida social codo con codo con
los demás ciudadanos, en todo lo que no era incompatible con su fe.
Pero, para atraer a otros, primero hay que estar convencido
de que uno tiene lo mejor. Por eso la nueva evangelización empieza por
reafirmar la identidad de los católicos para que sean levadura en la masa, y no
un trozo de masa más.
Medicina preventiva
La experiencia del cristianismo de los primeros siglos puede
sugerir algunas pautas para la nueva evangelización a partir de las familias
cristianas en la actualidad. En primer lugar, está claro que lo que contribuyó
a la expansión del cristianismo no fue el acomodamiento de su concepción del
matrimonio y de la familia a lo que era habitual entonces, sino el ir
a contracorriente.
También hoy día la fe será más atractiva si se ve encarnada
en hombres y mujeres que viven el matrimonio con la idea de que es su camino
para alcanzar la plenitud de la vida cristiana, tal como propuso el Vaticano
II. Un ideal alto y exigente, pero también atractivo para los que desean que el
matrimonio no se reduzca a un experimento de “a ver si esto funciona”, con la
salida fácil del divorcio-exprés.
Los primeros cristianos sabían que ni él ni ella podían
romper el vínculo matrimonial: “A los casados les mando, no yo sino el Señor–
decía San Pablo–, que la mujer no se separe del marido, y en caso de que se
separe, que permanezca sin casarse o que se reconcilie con su marido; y que el
marido no despida a su mujer” (1 Corintios, 7, 10-11). Ciertamente, esto exigirá
una preparación al matrimonio mucho más sólida que la actual, precisamente
porque el contexto cultural de hoy no ayuda a comprender rasgos básicos del
matrimonio cristiano como la indisolubilidad, la fidelidad y la apertura a la
vida. Como también será conveniente que las familias jóvenes cristianas
encuentren un apoyo en comunidades parroquiales e instituciones varias que les
ayuden a superar momentos de crisis. Es decir, medicina preventiva.
De lo contrario se corre el riesgo de centrar la atención
pastoral en situaciones donde ya se ha producido algún descalabro: parejas que
conviven sin casarse, divorciados vueltos a casar, posibles matrimonios nulos…
No cabe duda de que también estos necesitan una atención pastoral, pero incluso
ellos han de poder mirarse en familias donde el ideal cristiano del matrimonio
sea una realidad vivida. Lo que tiene poco sentido es que se consideren
progresistas propuestas de cambio que llevarían a una especie de “divorcio para
católicos”, cuando el auténtico avance exige fortalecer a las parejas para que
vivan con autenticidad su compromiso.
Si el caso de los divorciados vueltos a casar es hoy un
problema, el modo más eficaz de abordarlo es procurar evitar que los casados se
divorcien. Y si ahora parece tan importante que los divorciados puedan
participar en la penitencia y en la eucaristía, razón de más para hacer
hincapié en la vida sacramental de los casados, lo que contribuirá a reforzar
su compromiso.
Ignacio Aréchaga | Aceprensa
_______________________
Notas
(1) Rodney Stark, La expansión del cristianismo. Trotta. Madrid (2009) 219 págs. (Cfr. Aceprensa 28-05-1997).
(1) Rodney Stark, La expansión del cristianismo. Trotta. Madrid (2009) 219 págs. (Cfr. Aceprensa 28-05-1997).
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