jueves, 29 de diciembre de 2011

"No se puede identificar carlismo con franquismo"


Lo que en principio estaba proyectado como una "tesis sobre periodismo" -en concreto sobre la revista 'Montejurra'- acabó cuajando, por el volumen de información recopilada, en "una tesis de historia", después galardonada con el Premio Luis Hernando de Larramendi.


Pamplona (Fuente: noticiasdenavarra.com, félix monreal - Domingo, 2 de Enero de 2011) - 

Dirigido en el arranque por Javier Tusell (posteriormente fallecido), el periodista e historiador navarro Manuel Martorell (Elizondo, 1953) se embarcó en una tarea que ha desarrollado durante diez años, compaginando la investigación con su trabajo cotidiano en las redacciones de Diario 16, primero, y de El Mundo, después. El material reunido abarcaba desde la Guerra Civil hasta la Transición. Por consejo de Tusell, Martorell acortó el periodo histórico centrándose en los años cuarenta y cincuenta "el periodo más oscuro, más desconocido y del que surgían también muchas incógnitas", explica el autor. "Una de las hipótesis que yo barajaba, por el conocimiento que tenía del carlismo, es que no se podía identificar, como se hacía generalmente, carlismo y franquismo. Esa era la hipótesis principal de este trabajo", expone Martorell, que la pasada semana presentó en Pamplona Retorno a la lealtad. El desafío carlista al franquismo.

Usted hace hincapié en la utilización que hizo Franco del carlismo y en sus maniobras para dividir a los carlistas con la guerra ya en marcha.

Un experto en carlismo decía que en realidad el verdadero triunfo de Franco había sido conseguir que la gente identificara carlismo con franquismo, porque el franquismo había adaptado algunos símbolos como la bandera, el himno Oriamendi, la gorra roja (sin la borla) y la camisa azul. Iniciada la guerra, los carlistas de a pie no aceptaron el Decreto de Unificación (con la Falange en abril de 1937); por lo tanto, no aceptaron el régimen franquista y siguieron defendiendo sus principios, aunque eso no se explicitara públicamente.

Sostiene en el libro que si en un momento dado los requetés llegan a plantarse y abandonar el frente, por las divergencias con Falange, el desenlace de la guerra hubiera sido otro.

Sin la participación del requeté, y eso me lo han dicho varios, España sería ahora una República. Ellos dicen que si el Frente Popular o la República durante el bienio reformista no se meten con la religión, el requeté no hubiera salido; y si el requeté no sale, el golpe no sigue adelante.

En el libro ofrece una imagen diferente de algunos personajes, como Jaime del Burgo Torres, que se contrapone a otras descripciones, más severas y acusadoras, que aparecen en diferentes libros e incluso a las transmitidas por la memoria popular.

Es otro de los objetivos de mi libro: eliminar las simplificaciones que se han realizado al relaccionar al carlismo con el franquismo y la represión. Al final se ha extendido en la memoria colectiva que todo el carlismo participó en la represión. El caso más claro es el de Del Burgo, señalado como el padre de todos los asesinatos. Yo entrevisté a Del Burgo; ya estaba muy mayor y creo que estaba diciendo la verdad cuando ofreció su versión de los hechos. Él dijo que salió de Pamplona el 19 de julio y no volvió hasta que le hirieron en Madrid. Repuesto, regresó al frente; cuando retornó a Pamplona la sangría ya había pasado, porque fue en los primeros meses de guerra. A mí me resultaba muy difícil aceptar que se extendiera la represión a las miles de personas que salieron de aquí y que lo hicieron pensando sólo que iban a Madrid a derribar un Gobierno, poner otro y ya está. Me resulta difícil aceptar que toda esa gente estuviera dispuesta a aniquilar a personas que no pensaran como ellos. No se ha hablado de muchos carlistas que no participaron en la represión y que hicieron lo posible para evitar que se asesinara a personas que pensaban de forma contraria. En zonas donde tenía implantación hegemónica el carlismo, prácticamente no hubo asesinatos: en Estella, Valdorba, en las comarcas alrededor de Pamplona...


¿Es esta la historia de una tradición de Franco al carlismo?

Algunos le llaman engaño, pero desde luego Franco traicionó en todos los sentidos las promesas que había hecho a la Comunión Tradicionalista cuando se negoció la sublevación.

¿Considera que después de la guerra los carlistas llegaron a creer que podían desafiar al régimen e incluso acabar con él?

En el periodo de la II Guerra Mundial hay una coincidencia entre los análisis que realiza la oposición republicana que está en el exilio (la gente entorno al PC y al maquis) con el análisis recogido en varios documentos carlistas que en resumen vienen a decir que el régimen está acabado, que está aislado, que no tiene el apoyo de la población y que el fin de Hitler y de Musolini va a ser también el fin de Franco y de la Falange. Y por eso, aprovechando esta circunstancia, la Comunión Tradicionalista, que era la tendencia del carlismo mayoritaria en ese momento (eran los que seguían a Fal Conde, los llamados falcondistas), se plantea una reconciliación de España con Europa a través de la implantación de una monarquía de tipo tradicional, semejante a la del Reino Unido, basada en las tradiciones, en los antiguos fueros y por supuesto muy católica, muy conservadora pero no fascista.

¿Qué ocurrió?

Hay que comprender en esos años cómo influye la coyuntura internacional. En el año 1946, EEUU e Inglaterra firman en Naciones Unidos un acuerdo que implica la retirada de todos los embajadores, el cierre de las fronteras y una de las cláusulas pide a todos los gobiernos de la ONU que trabajen con la oposición para derribar el régimen. Un año después, cuando la Guerra Fría está en marcha, cuando se tiene que revalidar la resolución de 1946, EEUU e Inglaterra ya no firman ese acuerdo sino que restablecen las relaciones diplomáticas. Después, con el acuerdo de Bases de 1953, España se convierte en la mayor plataforma estratégica de occidente y por tanto la estrategia falcondista de acabar con el régimen desaparece. Y a partir de esos años la estrategia del carlismo también va a cambiar; empieza un periodo de estancamiento en el que no sabía muy bien por donde tirar y después un periodo de colaboración que va a ser el de finales de los cincuenta y primeros de los sesenta.

¿Qué futuro le ve en esta sociedad al ideario carlista (al partido más viejo de Europa)?

El carlismo como partido político, y de acuerdo con sus planteamientos históricos, es obvio que no tiene un lugar en el sistema político español en estos momentos. Pero sus ideas tal vez sí que podrían resolver algunos problemas de difícil solución como el contencioso entre Cataluña y el Estado por el Estatuto. Porque lo que está en el fondo del pensamiento político carlista es que las antiguas libertades, los fueros, las tradiciones de cada región, están por encima de cualquier otra constitución. Estamos hablando de un estado federal que se asemejaría mucho a lo que ellos establecen en las relaciones de los antiguos reinos con el centro del poder.

¿Sosteniendo la figura del rey?

Dentro del pensamiento carlista, la monarquía es la institución que coordina ese sistema federal. Para ellos, los fueros, las antiguas libertades, lo que llamaríamos ahora los derechos históricos, están por encima de la Constitución. 

jueves, 15 de diciembre de 2011

La sordera moral respecto al aborto es hoy en día la ley educativa de Occidente


La desaparición de la piedad es una noticia que supera la crisis del euro y cualquiera otra noticia. Una chica de dieciséis años ha abortado, esto es, se ha liberado, aniquilándola, de una criatura humana concebida en su seno, después y a causa de una campaña orquestada con las mejores intenciones por sus padres en nombre de un valor social sordo a cualquier rémora de tipo ético (de buenas intenciones está empedrado… etcétera). Padre y madre han pedido también una orden judicial para obligarla a abortar, sin obtenerla por el momento, y llegando al mismo objetivo mediante la persuasión y conduciendo de la mano al patíbulo de la vida a una niña recalcitrante. En tiempo litúrgico, como dirían los católicos y como dice la tradición cristiana, de Adviento. La historia la ha explicado Cinzia Sasso, periodista de la Repubblica y first lady de la Milán progresista y acomodada. Es una maldita y simple historia.
El sexo de los adolescentes, protegido o no protegido desde el punto de vista sanitario y conceptivo, es un dato de hecho aceptado y finalmente protegido en un amigable rechazo de las inhibiciones por parte de las familias, de la mayoría de los profesores, de las amigas o amigas mayores y de cualquier otra pálida autoridad superviviente. Si tienes dieciséis años, si eres inquieta y estás enamorada o simplemente eres aventurera y decidida, y los sentimientos o las pulsiones te ordenan seguir sin demasiados problemas las tormentas hormonales de tu edad, entonces la máxima sugerencia cautelar que la escuela, la familia o el estado sanitario te ofrecen es el de garantizarte un preservativo […]. Pero las consecuencias del amor no prevén el laico y fatalista «haz lo que debas hacer y que pase lo que daba pasar», y menos aún el agustiniano «ama (dilige) y haz lo que quieras»; no, la regla ética moderna y despiadada dice que estás autorizado a hacer lo que quieras, porque eres un sujeto libre, siempre que evites el riesgo de las consecuencias de aquello que haces, incluso si entre las consecuencias se encuentra la vida humana inocente de un ser concebido para la libertad de nacer y de existir. Ésta es la atroz lección transmitida a la chiquilla.
La sordera moral respecto al aborto es hoy en día la ley educativa de Occidente […]. Lo es hasta el punto que el tribunal familiar llama en su ayuda al tribunal civil, porque la cultura prevaleciente es la de Obama, que llama “incidente” y “riesgo” al hipotético embarazo de una de sus hijas, es la hoy en día difundida en las consideraciones de los hombres y mujeres comunes: las chicas y los chicos deben ser comprendidos, apoyados y educados según los principios de crítica y deconstrucción de toda posible autoridad o prohibición, pero entre tanto libertarismo surge la idea de que deben ser obligados a defenderse de la agresión de una criatura nueva, del evento patológico del parto, criatura y parto que finalmente, apoyándose en la ley, es totalmente lícito impedir en nombre de una vida que sería golpeada y devastada por una maternidad precoz. Como si la interrupción precoz de la maternidad no fuese una devastación de conciencia y de espíritu infinitamente superior a cualquier síndrome post parto. Como si no contase nada, y no cuenta nada, el respeto hacia el tercero incómodo, hacia el embrión formado, único e irrepetible destinado a sucumbir por el peso de una toma de posición ideológica o sociológica.
Incluso los hombres de iglesia se sienten obligados a sociologizar el problema, a presentarse, como el director del periódico católico [Avvenire] llamado a comentar la historia, «entristecido» por un aborto que no se puede aceptar, pero lleno de comprensión por las ansias de los padres y por la situación en la que se ha encontrada la muchachita. La comprensión para quien puede decidir desde su posición de fortaleza la existencia del débil es sólo la otra cara del trato despiadado infligido a la víctima de una inversión de todos los valores de la vida y del amor. Que no me molesten más estos católicos comprensivos con su querido tema del amor y la solidaridad. Quédense con esas palabras falsamente religiosas y déjenme una laica y sagrada piedad.
Giuliano Ferrara|Il Foglio

viernes, 25 de noviembre de 2011

Apuntes para una economía tradicionalista en un Orden social, foral y católico

 SocializaciónEn la ordenación de los bienes materiales, el Carlismo niega, de una parte el capitalismo liberal, que traslada a la economía las pugnas de los egoísmos infrahumanos y que termina en la esclavitud de los asalariados por parte de los propietarios de los medios de producción. Y, de otra parte, niega el Carlismo también la estatificación de esos medios de producción que agrava el mal al entregar a los asalariados indefensos en manos de un propietario único, monopolista absoluto, el Estado totalitario, señor de poderes plenos, irresistibles y exclusivos. Esto significa que el Carlismo defiende la propiedad privada frente al socialismo y la propiedad colectiva frente al individualismo. Y por eso el foralismo significa la simultánea defensa de la propiedad individual y de la propiedad estatal, dentro de un sistema de propiedad social. Así es como el Carlismo se suma a las corrientes socializadoras de la época; postulando que la propiedad no sea exclusiva de los individuos o del Estado, sino de los individuos como tales, de los cuerpos sociales como tales y del Estado como tal, en las proporciones variables que cada momento aconsejen.

Propiedad socialAl requerir como de máxima urgencia la constitución de economías sociales, el Carlismo rehuye tanto el individualismo burgués como el estatismo marxista. Porque es cierto que el individuo necesita la propiedad de algunas cosas para su normal desenvolvimiento, y que el Estado necesita también de propiedad para cumplir sus objetivos debidamente. Pero la forma normal de la propiedad es la de la libre participación de los individuos en los bienes de los organismos sociales, desde la familia al municipio o al gremio, forma que asegura la libertad individual, al par que garantiza a cada hombre un puesto activo dentro de la vida colectiva.
Disminuyendo al máximo la propiedad individual y la estatal, el Carlismo conoce primordialmente las formas de propiedad social, cuyos sujetos sean la familia, el municipio, las agrupaciones profesionales y las sociedades básicas restantes. Y de acuerdo con ello, el Carlismo condena expresamente la desamortización de los bienes de las comunidades en el expolio con que la dinastía usurpadora fraguó artificialmente una clase burguesa de enriquecidos por méritos de favor político, a fin de sostenerse en el trono usurpado, exigiendo la reconstrucción inmediata de los patrimonios sociales, especialmente de los municipales, previa indemnización a los poseedores de buena fe.

Reforma agrariaEl Carlismo sostiene que el proletariado campesino surgió en España a resultas de la desamortización. Por eso postula la realización de una reforma agraria, que reconstruya la propiedad social de las comunidades territoriales. Para llevar a cabo esta reforma agraria de un modo inmediato postula la autorización del pago de indemnizaciones a poseedores de buena fe con títulos de deuda local, en el marco de un régimen financiero especial y transitorio. Por aquí habrá de buscarse también la creación de patrimonios familiares indivisible en arriendos de noventa y nueve años, haciendo realidad la reforma agraria inaplazable. El resto de las propiedades agrarias será sujeto al cauce de propiedades empresariales, estableciéndose la participación proporcionada de los ahora asalariados en los beneficios de tales empresas.

Reforma de la empresaLa economía industrial o mercantil adoptará la forma patrimonial de las propiedades familiares o empresariales, con proporcionada participación en los beneficios de cuantos intervienen en el proceso de la producción o en el ciclo comercial. Una legislación especial canalizar el ahorro con miras a dar al accionariado popular influjo decisivo en la vida de las grandes sociedades anónimas. Pero, en lugar de ellas, que llevan el estigma de la explotación capitalista, el Carlismo sostiene con la doctrina social católica la conveniencia de fomentar por todos los medios las cooperativas de producción y de consumo.

BancaEl Carlismo considera a la banca como servicio público, regulado por ley adecuada que ordene sus actividades al servicio de la comunidad nacional, tanto en la canalización del ahorro privado, como en el uso del numerario. En todo caso, fomentar la actividad bancaria de los organismos sociales capacitados para ella, sustituyendo el ordenamiento bancario estatal o individualista, por instituciones bancarias profesionales o gremiales, municipales y regionales.

IntervencionismoEl Carlismo preconiza la intervención del poder público - regional o estatal Según los casos fijados por la ley - en la economía a fin de garantizar el bien común y que el desarrollo económico sea también un desarrollo social. Por lo tanto sostiene el deber en que está el mismo de lograr algunos fines como los siguientes:
a) Encauzar las economías privadas al servicio del bien común en función de los planes generales de desarrollo económico.
b) Fiscalizar la rentabilidad de las empresas y censurar su administración en los aspectos técnico-jurídicos.
c) Garantizar la libertad de asociación profesional y encauzarla a la defensa de los intereses económicos de quienes legalmente puedan asociarse para tales fines.
d) Impedir el "lock-out" siempre, y la huelga cuando se trate de huelgas "subversivas" o "salvajes".
e) Garantizar un salario mínimo vital personal y familiar, complementado siempre por la parte de los beneficios empresariales, en las cuantías fijadas por el Consejo Social Regional respectivo, dentro de los límites fijados anualmente por el Consejo Social Real.

Política social carlistaBaste con los anteriores ejemplos para el fin que se perseguía. El Carlismo es consciente de que una sociedad auténticamente cristiana exige que todo hombre sea propietario de bienes bastantes para atender sus necesidades, Según el tipo de vida medio del ambiente en que viva. Por eso, la meta de la política social carlista es acabar con las injustas desigualdades en la posesión de las riquezas, propiciar una justa redistribución de los medios económicos y proporcionar sin excepción a todos los españoles una parte conveniente en forma de propiedad familiar o por participación en las propiedades sociales. No puede sentir la grandeza de la patria, ni se puede sentir llamado a cumplir la misión de las Españas, quien no esté integrado plenamente en ellas por no pertenecer a las instituciones políticas y económicas que las constituyen. Esto es justamente lo que pasa cuando la propiedad es individualista - concentrándose en una sola -. Y esto es justamente lo que pasa, asimismo, cuando la representación es inorgánica o cuando no hay representación política ninguna, como ocurre respectivamente en el liberalismo y en el socialismo. Por eso propugna el Carlismo una propiedad social y una representación corporativa, que considera los precisos instrumentos forales capaces de eliminar para siempre al mero asalariado, vendedor de trabajo propio y de votos electorales prestados, sin arraigo social efectivo, y vergüenza de una comunidad que quiera merecer el calificativo de cristiana.

¿QUE ES EL CARLISMO? 1971 (Edición cuidada por Francisco Elías de Tejada y Spínola, Rafael Gambra Ciudad y Francisco Puy Muñoz. Capitulo 10 Fueros (puntos 154 a 160)

A propósito del 20-N (I): malmenoritis reloaded

 
A pesar de que cada vez me convenzo más de que la democracia -la participación del pueblo en la cosa pública- tiene poco que ver con las elecciones sufragistas, no quisiera dejar de comentar algo sobre las próximas del 20 de noviembre. Y para ello, rescato y actualizo esta pequeña reflexión sobre la licitud del mal menor, a la luz de las enseñanzas magisteriales pontificias y episcopales:

¿Cuántos que hablan de mal menor saben que Juan Pablo II condenó el "error proporcionalista" de creer legítima la elección de cualquier mal sólo por tener enfrente a otro mayor? Cuando un partido defiende el aborto, cuando un partido aprueba la píldora del aborto libre, cuando un partido se carga a los objetores de conciencia frente a Educación para la Ciudadanía, y un largo etc (no hablo del PSOE), uno le podrá votar, sí, pero no podrá decir que lo hace "en conciencia".

En este sentido, me gustaría recordar  la Nota que la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe emitió el pasado día 21 de diciembre de 2010, a propósito de algunas lecturas de "Luz del mundo". Pues bien, la Nota, además de recordar precisamente el peligro "proporcionalista" en la interpretación de la teoría del mal menor, recuerda por un lado que "no es lícito querer una acción que es mala por su objeto, aunque se trate de un mal menor". Cita en su apoyo la Encíclica Veritatis Splendor, que a su vez cita a Pablo VI en la Humanae Vitae. Y algunos alertarán de las barbaridades en ingeniería social del PSOE, obviando las subvenciones al aborto en comunidades como Madrid o Valencia. Pues bien, dice el Magisterio perenne de la Iglesia:
"En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, hacer el mal para conseguir el bien no es lícito,  (cf. Rm 3, 8)"
Nótese que dice "alguna vez tolerar", y no que "siempre" sea lícito tolerar, ni mucho menos dice que siempre sea lícito el mal menor. Al contrario, desde decir que "sería lícito en algún caso tolerar un mal menor" hasta "hay que querer el mal menor" hay una gran diferencia.

Y en todo caso, tenemos lo que dijo en el año 2002 la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe en su Nota sobre el compromiso y la conducta de los católicos en la vida política:
"La conciencia cristiana bien formada no permite a nadie favorecer con el propio voto o la aprobación de una ley particular que contengan propuestas alternativas o contrarias a los contenidos fundamentales de la fe y la moral"
Para mayor aclaración todavía, el Papa Benedicto XVI en su Exhortación Apostólica Sacramentum Caritatis definió y concretó cuáles eran los principios que él denominó "no negociables":
"El respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas."
Y por terminar, que todavía he oído alguna objeción más a todo esto (si es que es posible), de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe:
El compromiso político a favor de un aspecto aislado de la doctrina social de la Iglesia no basta para satisfacer la responsabilidad de la búsqueda del bien común en su totalidad
 Además, 
"Cuando la acción política tiene que ver con principios morales que no admiten derogaciones, excepciones o compromiso alguno, es cuando el empeño de los católicos se hace más evidente y cargado de responsabilidad. Ante estas exigencias éticas fundamentales e irrenunciables, en efecto, los creyentes deben saber que está en juego la esencia del orden moral, que concierne al bien integral de la persona."
 Y más recientemente, en su habitual y calculadamente críptico lenguaje, la Conferencia Episcopal de España señalaba el pasado mes de octubre que:
3. No se podría hablar de decisiones políticas morales o inmorales, justas o injustas, si el criterio exclusivo o determinante para su calificación fuera el del éxito electoral o el del beneficio material. Esto supondría la subordinación del derecho al poder. Las decisiones políticas deben ser morales y justas, no sólo consensuadas o eficaces; por tanto, deben fundamentarse en la razón acorde con la naturaleza del ser humano. No es cierto que las disposiciones legales sean siempre morales y justas por el mero hecho de que emanen de organismos políticamente legítimos.
En definitiva, el mal menor, que alguna vez puede ser tolerado, no vale siempre, y en todo caso, subordinado a la Ley Natural.

Quien tenga oídos para oír, que oiga, porque está muy claro ¿no?

Discurso de Manuel de Santa Cruz, Comendador de la Orden de la Legitimidad Proscrita

  (Cruz de la Orden de la Legitimidad Proscrita)

Con la venia de S.A.R.

Queridos amigos:

No puedo empezar a hablaros sin dar antes que nada, nuestras más sinceras gracias a Su Alteza Real el Príncipe Don Sixto de Borbón, por haber venido desde el exilio a la Patria a encabezar esta noche con sus leales esta manifestación de gran entusiasmo por la Causa.

Nos recuerda cuánto nos estimulaban las visitas del Rey Don Javier, que resumíamos relanzando el electrizante grito de Iparraguirre, de ¡Aún vive el Carlismo!

Ahora podemos añadir, gracias a Vos, Señor, una exclamación complementaria, ¡Aún vive el Carlismo, y lo que vivirá!

Conmemoramos esta noche, de una parte, la Fiesta de Cristo Rey, con todo el sentido de confesionalidad de los Estados que le dio su instaurador, el Papa Pío XI, poniéndole nosotros a salvo de adulteraciones posteriores más propias de New Age . Por otra parte presentamos el libro sobre 175 años del Carlismo, debido a la inagotable capacidad de trabajo y a los carismas, verdaderamente providenciales de nuestro amigo Don Miguel Ayuso.

Entre otros méritos, este libro tiene el de mostrar de una manera original e inédita que el Carlismo es una cosmovisión de aceptación e implantación universales, especialmente en las Américas que fueron España y en los restos europeos de la Cristiandad.

Precisamente, esta condición del Carlismo de ser, además de otras muchas cosas, esa cosmovisión universal, es una de las causas de su asombrosa y misteriosa supervivencia.

Esta cosmovisión carlista tiene cuatro pilares principales: la Religión, la Dinastía legítima, el Patriotismo, y el Estilo.

La Dinastía legítima, encarnada en el día de hoy por Su Alteza Real, cuya vida física pedimos a Dios que guarde todavía muchos años más, para que siga custodiando y defendiendo esa cosmovisión en toda su pureza en medio del oleaje de la revolución anticristiana y de la revolución progresista dentro de la propia Iglesia.

En esta misión providencial quisiéramos Señor que os aliviaran la Nobleza propia de la Dinastía legítima, la orden de la Legitimidad Proscrita, y otras asociaciones menores afines, como la Hermandad a los Juramentados de la Unidad Católica, de los monasterios de La Oliva y de las Madres Clarisas en Olite, especie de cuerpos intermedios del organigrama de la Comunión, que quisiéramos ver repoblados. Para lo cual todos nosotros debemos cultivar nuestras cualidades más naturales y nuestros carismas para poder ofrecer a S. A. R. unas colaboraciones eficaces y destacadas y encuadrados.

Toda la cosmovisión carlista que tan bien recoge y expone, aunque fragmentariamente, como es natural, el libro que presentamos, está empapada de religiosidad. Las imágenes del Sagrado Corazón de Jesús, devoción universalmente vinculada internamente a la Contrarrevolución, han estado entronizadas en todos los Círculos Carlistas e impresas en nuestras banderas de guerra. Por cierto, el Papa Benedicto XVI acaba de decir en el encuentro que ha tenido en Asís con representantes de religiones falsas, que se avergüenza de que en nombre de la fe cristiana se ha recurrido a la violencia en la historia. Nosotros no nos avergonzamos de que en los Tercios de Requetés llevaran a su frente Crucifijos en alto. No solamente no nos avergonzamos sino que estamos orgullosos de ello, y además estamos dispuestos a vivir y a morir con las botas puestas, arma al brazo, y en pié de guerra, para defender y propagar nuestra cosmovisión católica y española cuantas veces sea necesario . Para que dentro de otros 175 años más, se pueda presentar un libro como éste.

Otro elemento constitutivo de la cosmovisión carlista que este libro tiene la afortunadísima exclusiva de presentar, es el amor a España, el patriotismo. La monarquía es hoy el principal custodio del concepto de Patria frente a las distintas globalizaciones supranacionales judeomasónicas que lo erosionan, Vos Sois, Señor, el último y genuino representante de la Monarquía española, que resiste desde el exilio al mayor atentado a la soberanía nacional de España que se está produciendo desde tiempos el rey José Bonaparte. Otros organismos que debiendo resistir a la europeización de España no lo hacen, no son más que chapuzas republicanas. El día en que la Unión Europea acabe de desmoronarse se verá mejor la labor callada que hacen con su sola presencia S.A.R. y otros Príncipes europeos a favor del concepto de Patria.

Este libro continúa la recopilación de ideas políticas al servicio de la Religión y de España que se encuentra iniciada en el Acta de Loredan del Rey Don Carlos VII y sigue en las obras de Vázquez de Mella y otros pensadores más recientes como Elías de Tejada, Rafael Gambra y Álvaro d’Ors. Es un hito en la historia del Carlismo.

En la creación de este libro se ha corregido el error tan repetido maliciosamente de mostrar al Carlismo como un movimiento exclusiva o predominantemente guerrero, lo cual es mentira. Los carlistas han estado mucho más tiempo que en los frentes de guerra, exponiendo sus ideas de manera incruenta en el Parlamento, en las tribunas y en los periódicos.

La cosmovisión carlista es tan perfecta y acabada que ha producido en los que la sirven, un estilo de ser y de vivir, que les identifica. Estilo que es, a su vez con sus caracteres propios y mecanismos especiales, una garantía más de la pureza y supervivencia de esa cosmovisión. Por ello debemos mantener ese estilo y fomentarlo como algo realmente importante.

¿Cómo? Tratándonos entre nosotros mismos lo más posible como hermanos en una misma fe. Cultivando además del patriotismo de la Patria, España, el patriotismo de las cosmovisiones, de esta cosmovisión. Y multiplicando reuniones, convivencias, actos como éste que avivan la hoguera de nuestro entusiasmo individual y colectivo.

Discurso de José de Armas Díaz Presidente del Círculo Tradicionalista “Roca y Ponsa” de Gran Canaria

  (Discurso de don José de Armas Díaz, ante S.A.R Don Sixto Enrique de Borbón en la Cena de Cristo Rey)

Hace poco tuve la ocasión de ver por Internet un curioso documental en el que se ofrecía una representación del Universo en comparación con nuestro planeta, de manera que, aplicando un zoom, la Tierra iba minimizándose paulatinamente hasta hacerse casi imperceptible entre infinidad de astros y constelaciones, llegando tal insignificancia a ser verdaderamente sobrecogedora, si el panorama no se considera iluminado por una correcta inteligencia, o sea a la luz de la fe. Por supuesto que allí no se mencionaba para nada el fenómeno de la Creación, pero era deducible simplemente con la razón.

La Historia de la obra de Dios arranca en el Génesis. Todo fue finito, hasta que Él sopló sobre el primer hombre y lo animó con una participación de su divinidad con el fin de inmortalizarnos en su presencia, y además nos hizo libres. Pero casi inmediatamente Adán olvidó su deuda con el Creador del Universo, y desde ese momento la bienaventuranza quedó suspendida en una promesa esperanzada, hasta que el Señor de la Historia quiso enviar a este puntito insignificante del Universo a su Hijo Amado, para que nos percatáramos de su inconmensurable misericordia y fuéramos redimidos.

Todo esto gratuito, pero con condiciones de una lógica aplastante. Es curioso que usando simplemente el diccionario, todavía podamos llegar a una conclusión, atendiendo siempre a las primeras acepciones. Si buscamos Bienaventuranza, resulta que dice “Vista y posesión de Dios en el cielo”. Fíjense ustedes en la coincidencia etimológica de las palabras que expresan los conceptos que se barajan en este divino y trascendental juego: Gracia significa “Don de Dios, ordenado al logro de la bienaventuranza”. Gratitud es “el sentimiento que nos obliga a estimar el beneficio recibido y a corresponder a él”. Gratuito viene a ser “De balde o de gracia”. Por todo ello, sin sofismas ni circunloquios filosóficos de ninguna clase, podemos afirmar que el misterioso capricho divino de nuestra inmortalidad es gratuito, porque la gracia es un don en pos de la bienaventuranza; y que éste don requiere gratitud.

Esto, Sres., no es un sermón. No debe ni puede serlo. Es la constatación de una realidad, de la única realidad posible, que se nos va haciendo más patente a medida que el progreso de las ciencias corre los velos de misterios que antaño eran más difíciles de imaginar.

Nuestro gran Donoso Cortés dedica su mayor obra (Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo) a demostrar que “en toda gran cuestión política va envuelta siempre una gran cuestión teológica”. No nos cansaremos de recomendar, sobre todo a los jóvenes, su lectura y meditación.

Todos nosotros nos hemos encontrado alguna ocasión en la circunstancia de que por toda respuesta a estos o similares argumentos, se nos diga que el Carlismo adolece de una fanática obsesión religiosa y concretamente católica. Y no es tampoco raro que haya correligionarios que, con su mejor voluntad, quieran persuadirnos de estar anquilosados en el primer punto de nuestro cuatrilema; que avancemos y vayamos a la solución práctica de los otros tres. Es la metástasis del Liberalismo

Cuando el Creador nos infundió el espíritu inmortal, nos dio la posibilidad de recordar de dónde venimos; de entender para qué somos; de querer colaborar con la Creación perpetuándonos en la transmisión de la memoria y el entendimiento. Son las potencias del alma: Memoria, Entendimiento y Voluntad.

¿Y cual es la condición para la bienaventuranza? Lo decimos todos los días, sin casi darnos cuenta de la trascendencia de este deseo: “Santificado sea tu nombre. Vénganos tu Reino y hágase tu voluntad así en la Tierra como en el cielo”. Este deseo expresado en la única oración que dictó al pie de la letra Nuestro Señor Jesucristo hay que recordarlo siempre con la Memoria; hay que asumirlo con el Entendimiento; hay que hacerlo un propósito inexcusable con la Voluntad.

La definitiva Historia de la salvación, comienza en el momento de la Concepción Inmaculada de María y ha llegado hasta S.S. Benedicto XVI.

A los tradicionalistas hispanos, nos será fácil memorizar y entender la correspondencia íntima del primer enunciado de nuestro ideario con los restantes, porque el más pequeño recoveco histórico de Las Españas, está iluminado por las católicas repercusiones de la defensa del Altar en todo el planeta.

Nos dice Melchor Ferrer en el primer tomo de su monumental Historia que “El Tradicionalismo español (…) tiene por lema a Dios, su inspiración, su Decálogo, y a esa idea suprema ajusta a la Patria, como comunidad de hombres que quieren desenvolver su destino, hermanados y obedientes siempre al Padre común, y la idea del gobierno encarnada en una autoridad superior, libre, por su condición y altura, de las pasiones de la cosa pública, para mejor dirigir las diferencias, es decir, la Monarquía.”

Claro que después de Dios está la Patria, que abarca la extensa amplitud de la Hispanidad, que incluye el imperio lusitano, la mayor parte del continente americano (no en vano decía Elías de Tejada que los únicos “hermanos separados” que tenemos los españoles son los portugueses y los hispanoamericanos), además de otros reinos europeos, de los cuales tenemos hoy, aquí, dignísima representación en el correligionario Maurizio Di Giovine; Patria iluminada por la Religión Católica y nacida al amparo autárquico del paradigma de las libertades concretas, los Fueros. Fueros que necesariamente tenemos que ir reconquistando si no queremos ver diluidas nuestras libérrimas idiosincrasias de patrias chicas en la neutralizante cursilada revolucionaria de la “aldea global”, y la Patria grande desaparecer.

Señor: Es un compromiso grande hablar del Rey en vuestra presencia. No obstante creo necesario hacerlo, ayuno de cualquier lisonja, con todo el desenfado que presupone la pleitesía y la lealtad.

Hace tiempo que éste locuaz apasionado siente deseos de deciros algunas cosas, sin encontrar nunca la ocasión propicia, a pesar de haber disfrutado el honor de pasar con el Señor inolvidables jornadas enteras, vividas minuto a minuto. Hoy me decido con la ilusión de hablar en nombre de todos los presentes, amparado en la frase proverbial protocolaria de las Cortes de Aragón: “Nos, que cada uno de nosotros somos igual que Vos y todos juntos más que Vos, …”.

En el tiempo en que mis pasiones monárquicas eran objeto (por tradiciones familiares) de otras ramas dinásticas, leí unas declaraciones del padre de un pretendiente, comentando la manera en que el preceptor a la sazón trataba de establecer al pupilo al menos en la Legitimidad de Ejercicio, y decía: “…Vegas pretende que el Príncipe sea un santo, un héroe y un sabio”. Tales lecciones al efecto, no duraron un año; fueron abortadas por un aluvión de enseñanzas liberales de otros profesores. Y el príncipe, desde entonces devino en monigote, aprendiendo a firmar, jurar y perjurar todo lo que se le pone por delante.

Andando el tiempo y después de haberme leído el libro “Razones de la Monarquía” del melifluo José María Pemán, en 1969 quedaron congelados mis fervores dinásticos, hasta que en 1983, acuciado por Gabriela Pèrcopo, con el contento de Eugenio Vegas y la bendición de Rafael Gambra, los puse a los pies del Señor.

Pero aquel fracasado preceptor, dedicó el resto de su vida (como siempre lo había hecho) al apostolado político y religioso. Fue formando un escogido grupo de jóvenes de buena voluntad y clara inteligencia, con la firme esperanza de que su obra pudiera servir para que algún rey humano comprendiera, deseara y estuviera dispuesto a que Cristo reine “así en la tierra como en el cielo.”

Y todo esto, Señor, no sería más que un bello pero triste cuento, si no se tratara de una realidad conseguida.

Extienda su memoria a las cimas de su árbol genealógico y no será arriesgado concluir que ninguna corona tuvo tantas perlas bajo la cruz, como las que adornan la suya.

Ya sé que el Señor mira a su alrededor y ve como le apoyan los discípulos de Eugenio Vegas, de Rafael Gambra, de Elías de Tejada, de Manuel de Santa Cruz, entre otros..., y oye como le urgen con San Isidoro: ¡“Rex eris si recte facies, si non facias, non eris”!

Queremos por Rey de la tierra a un santo, un héroe, un sabio. Sé, Señor, sabemos que el peso es casi tan abrumador como el de la Cruz de Cristo. Cárguelo, por Dios, no desfallezca. Ya ve que le sobran Cireneos.

¡¡¡Viva Cristo Rey !!!
¡Viva el Rey!

martes, 15 de noviembre de 2011

La familia ante el desafío de la modernidad

¿Por qué la Modernidad, entendida como el conjunto de principios y valores triunfantes en nuestro tiempo, debería suponer un desafío para la familia cristiana? 

Para responder a eso, hace falta un pequeño análisis de los fundamentos ideológicos de la Modernidad, para que así podamos compararlos mejor con lo que sabemos que la familia cristiana es y representa. 

1) Individualismo 
2) Primacía de las relaciones económicas 
3) Relativismo moral. Confusión entre moral y ley. 
4) Quiebra del principio de autoridad 
5) Materialismo práctico. Búsqueda del éxito fácil, entendido en clave monetaria. 

Este conjunto de rasgos alimentan lo que Josep Miró ha denominado “la gran ruptura de la desvinculación”, que se fundamenta en la ausencia de compromiso y en la afirmación de la realización personal como único hiperbién: “Nuestro sistema social construye hombres y mujeres sin ataduras con el pasado, la tradición, la religión o la comunidad...”. 

Frente a la ruptura de la desvinculación, la familia representa un discurso y un compromiso vital completamente distintos. “Asumir la familia significa asumir que la relación entre el hombre y la mujer se fundamenta en la entrega antes que en la autosatisfacción; que el sexo puede ser el inicio pero que nos lleva por senderos equivocados si no se construye la compañía, porque el matrimonio es la construcción de este acompañamiento; que el don es gratuito; que existe vocación por la descendencia, lo que significa el situar la dinastía en primer término y antes que la inmediatez; en otras palabras, significa dar importancia a aquello que se sitúa a largo plazo por encima del corto plazo” (J. Miró). Pero además de estos rasgos humanos, la familia posee una indudable dimensión religiosa, como expresión del amor de Dios hacia sí y en el seno de la Trinidad que no es el tema de esta charla pero que como cristianos debemos conocer y estimar. 

Por estos motivos, por la inmensa fuerza que esos caracteres le imprimen y por lo que la familia supone en la vida de los hombres, las sociedades con fuerte base familiar no se ven seriamente afectadas por los principios ideológicos de la Modernidad que antes he mencionado. Esto es lo que provoca la hostilidad de los grupos e intereses más comprometidos o beneficiados por la cultura dominante hacia la familia, en especial a la que se fundamenta sobre ideas cristianas. 

Esa hostilidad de la cultura dominante de la Modernidad y de la desvinculación hacia la familia es visible en España desde hace décadas y ha provocado graves daños en el aprecio social de la institución familiar -aunque siga siendo la más valorada por la gente- y en su capacidad para situarse en el centro de la vida de las personas. Es obvio que día a día ganan puntos entre los jóvenes unos modelos familiares acordes con las propuestas de la Modernidad y la desvinculación, modelos que tienen por eje el compromiso limitado, la provisionalidad y que, en muchas ocasiones, no están abiertos a la procreación, gran obstáculo hoy de la autorrealización. 

Estas propuestas alternativas, que van calando hasta diseñar una realidad familiar plural -se habla ya de “familias” y no de familia- aparecen adornadas con el prestigio de la libertad, pero sus efectos sociales son muy cuestionables y a menudo provocan graves daños para los adultos y no digamos para los niños. 

¿Cómo es posible que estas propuestas alternativas a la familia cristiana puedan arraigar cuando son tan inferiores objetivamente en su capacidad para construir la felicidad de sus miembros? En primer lugar, es necesario destacar que la realidad de la familia está siendo profundamente tergiversada por una sistemática campaña de deformación en la que sólo se manifiestan sus defectos, se ocultan sus virtudes y se la presenta como algo anticuado, rancio y condenado a la extinción, mientras que los modelos alternativos aparecen como algo juvenil, de moda y libre (series televisivas, apología de las uniones informales, de las separaciones y divorcios, últimamente la cuestión de la violencia doméstica...). 

Pero todo esto no tendría el menor efecto si la familia no hubiese sido objetivamente debilitada a lo largo del siglo XX por tres grandes fenómenos que han conmovido sus cimientos tradicionales. Estos fenómenos no son necesariamente negativos, los tres tienen indudables aspectos positivos, pero la familia no ha sido capaz todavía de adaptarse a ellos, quizá por su enorme magnitud, quizá porque su incidencia afecta al papel que en su seno correspondía y todavía corresponde a los tres grandes pilares de toda familia: la madre, el padre y los hijos. Me estoy refiriendo a:

1) La incorporación de la mujer al mundo del trabajo en condiciones semejantes a las del varón. 
2) La crisis del principio de autoridad como clave de las relaciones sociales. 
3) La revolución sexual. 

1) La incorporación de la mujer al mundo del trabajo en condiciones semejantes a las reservadas al varón. Este es un fenómeno indudablemente positivo en sus efectos sociales y culturales, pues ha permitido una mayor autonomía de las mujeres y la liberación del hombre de la enorme carga que suponía ser el único responsable de la suerte económica de la familia. Pero ha provocado una auténtica crisis de identidad en la mujer, sobre todo en las madres y amas de casa, que han visto reducida la estima social de su función y se han visto impulsadas en muchos casos a buscar y aceptar trabajos que no les satisfacen ni compensan para disminuir la presión del entorno y sentirse útiles y realizadas. Ha provocado también una necesaria redistribución de las cargas familiares entre los miembros de la pareja, algo que la mayor parte de los hombres no acepta de forma expresa o implícita, creándose tensiones que envenenan la vida conyugal y, lo que es peor, provocándose en muchos casos la desatención de los hijos. Además ha hecho disminuir drástica y bruscamente la natalidad y ha propiciado el aumento de la infidelidad conyugal, de los abandonos y de los divorcios. El acceso de la mujer al mundo del trabajo, una conquista irrenunciable, es un gran ejemplo de cómo algo en principio bueno puede ir acompañado de efectos negativos que todo el mundo percibe pero que es políticamente incorrecto mencionar y contra los que es muy difícil luchar. 

2) La crisis de la autoridad como principio ordenador de las sociedades humanas y, por supuesto, de la familia. Hasta no hace mucho, en todo el mundo la autoridad era el principio clave del mundo del trabajo, de las relaciones humanas y políticas y, por supuesto, de la familia. El padre, y en su ausencia la madre, estaba dotado de un poder casi absoluto en la casa y sobre los asuntos familiares. Incluso los hermanos mayores disponían de un status especial. Pero la autoridad, de la que a menudo se abusaba, ha sido la gran víctima de la Modernidad y ha sufrido un ataque frontal en su legitimidad en las sociedades occidentales desde la revolución de mayo del 68. Hoy se encuentra bajo mínimos y sólo es aceptada con grandes limitaciones y por consenso. En la familia, la autoridad ya no pertenece al padre, en todo caso a los esposos, y en cuanto los hijos tienen edad para opinar y decidir desaparece del todo como principio ordenador de la convivencia.

Lo que esto ha supuesto en el día a día de las familias lo sabemos todos y no merece la pena entretenerse en ello. Me limitaré a señalar que sin autoridad legítima no cabe responsabilidad, y sin responsabilidad el sacrificio no puede exigirse a nadie. La desaparición del principio de autoridad ha erosionado de tal manera el papel del padre en la familia que muchos varones se muestran incapaces de adaptarse a la nueva situación. No es extraño, porque esta situación es inédita en la historia de nuestra civilización y no hay modelos previos a los que recurrir. El hombre ha perdido el sitio y los que se le ofrecen como alternativa -consejero, amigo, cómplice- no cubren el hueco dejado por el padre y además casi siempre son insatisfactorios para él e ineficaces para la marcha de la familia. Muchos se desentienden de situaciones que no pueden resolver ni gobernar y, si estas son graves, acaban cediendo a la tentación del abandono. Todo esto aumenta la carga de las mujeres en los hogares y genera nuevos enfrentamientos que afectan a la estabilidad de la pareja y repercuten sobre toda la estructura familiar. 

Y sin embargo, hay que decir que la autoridad absoluta ejercida por el padre hasta hace no mucho tampoco era buena, y no sólo porque existiera la propensión a abusar de ella. Cuando la autoridad es llevada más allá de cierto límite sólo genera miedo e incomunicación, y de ese modo seca las fuentes en las que debe sustentarse toda familia, que son las del amor y la lealtad. La evaporación de la autoridad no es un fenómeno exclusivo de la familia, sino general, como he señalado, y por tanto irreversible. Es necesario alcanzar un nuevo equilibrio basado en el consenso de los esposos y en el respeto de los hijos y hacia los hijos. Las circunstancias negativas de hoy pueden y deben superarse, porque los rasgos excesivamente patriarcales de la familia tradicional no eran una fortaleza del sistema, sino una debilidad por la que han penetrado buena parte de las críticas fundadas al mismo. Para nosotros, cristianos, podía ser incluso una rémora que impidiera a la familia adquirir las cualidades evangélicas que deberían caracterizarla. 

3) La revolución sexual, que ha puesto de manifiesto la importancia central del sexo en la configuración de lo humano; algo que siempre se había enmascarado por improcedente, subversivo e indecoroso. Ese papel central del sexo había sido reconocido, no obstante, por todas las sociedades tradicionales, que reconocían su fuerza y por ello trataban de encauzarlo a través del matrimonio para que su formidable energía se transmitiera de forma positiva para la sociedad y no de forma perturbadora o disgregadora de los vínculos sociales. 

Hoy la sexualidad conserva su fuerza, pero se niega su papel social, de forma que el conjunto de la sociedad nada tiene que decir sobre cómo la ejerce cada cual. Hoy el sexo, aunque su manifestación sea pública como nunca, pertenece al ámbito de lo privado del individuo y de su capacidad y necesidad de realización. Por eso, al tratarse de un asunto estrictamente individual, ni siquiera la familia está en condiciones reales de intervenir en las opciones o actividades sexuales de sus miembros. Así, los padres se encuentran sin argumentos ni capacidad para intervenir a partir de cierta edad de los hijos, aunque estos vivan bajo el techo familiar, e igualmente los hijos han perdido buena parte de su capacidad de condena si alguno de los padres no guarda fidelidad o abandona el hogar para vivir con otra pareja. 

Convivir con estas nuevas realidades es algo que a muchos se hace intolerable... hasta que se ven en la tesitura de hacerlo. Muchas familias intachables se desenvuelven entre situaciones “sentimentales” impensables hace una generación, si bien es verdad que la tolerancia general hacen menos penosa la aceptación de la realidad. Hay que tener en cuenta que en un pasado remoto estas situaciones eran mucho más frecuentes de lo que imaginamos y que, sin embargo, somos herederos directos de una era, iniciada en el siglo XIX, especialmente puritana en todo lo que se refiere al comportamiento sexual. Se ha señalado con frecuencia que durante mucho tiempo ha podido parecer que la moral propugnada por la Iglesia se reducía a la moral sexual, tal era la insistencia obsesiva en esas cuestiones por parte de los pastores y el control ejercido por el conjunto de la sociedad. 

Hay que asumir, pues, que en esto estamos también ante un profundo cambio de ciclo, ante cambios que están aquí para quedarse durante mucho tiempo y contra los que quizá sólo merezca la pena oponerse cuando den lugar a comportamientos claramente desordenados o puedan arrastrar a las personas hacia la desgracia. Los terrenos son sumamente resbaladizos y están todavía por deslindar a no ser que vivamos en un medio en el que no existan agnósticos o cristianos no practicantes. En otro tiempo, el triunfo del matrimonio canónico sobre otras formas inferiores de unión, muy comunes en ciertos grupos sociales, se hizo posible por el decidido apoyo de las autoridades civiles, que le otorgaron un reconocimiento exclusivo. No hay que decir que las tendencias actuales son muy otras, y que se hace difícil encontrar la fórmula que haga llegar a la gente de manera sencilla y fácilmente comprensible las ventajas personales y sociales del matrimonio cristiano y de los compromisos que conlleva. 

Por último, cabe señalar que, por desgracia, las nuevas costumbres sexuales están siendo acompañados de una explotación sin límites de la mujer como objeto sexual y con un floreciente y repugnante negocio basado en la utilización tosca o perversa de la imprescindible y noble pulsión erótica que alienta en todos los seres humanos. Estos hechos son consecuencia directa también de la revolución sexual en las sociedades occidentales y la hacen aún más indigerible para muchas conciencias rectas. 

Las tres grandes cuestiones señaladas no son buenas o malas de manera absoluta, pero sobre todo sería una pérdida de tiempo dedicarnos a condenarlas o alabarlas. Lo que nos debe interesar es que son irreversibles y han creado un nuevo marco familiar, totalmente distinto del existente hace 50 años. Es posible que, como tantas veces en la Historia, estos cambios de apariencia inasimilable acaben resultando purificadores y descarguen a la familia de aspectos que han podido llegar a convertirla en una vivencia opresiva. Estamos viviendo ahora el impacto sobre la familia de cambios sociales profundos que anuncian renovaciones basadas en la libertad y la coherencia, aunque más vulnerables a la insatisfacción y el individualismo. Es posible que esa renovación deba fundarse en una nueva experiencia de la conyugalidad que redescubra, más allá de las palabras huecas, lo hermoso y arriesgado de una relación incondicional en un mundo donde todo es temporal y condicionado; en una nueva definición de los papeles de los esposos, basados en la igualdad efectiva, sin que la mujer vea en la masculinidad del hombre un elemento sojuzgador ni el hombre en la feminidad de la mujer una inferioridad; una nueva relación entre los sexos, más abierta al goce recíproco, vivido como un don que se acentúa y adquiere pleno sentido en la fidelidad y la exclusividad. Y quizá, ante todo, una revalorización de lo que los hijos suponen en la vida de hombres y mujeres y lo compensatorio de entregarles los mejores años de nuestras vidas. 

Personalmente, estoy seguro de que todo esto llegará, quizá está llegando ya, aunque los árboles de los problemas actuales, el hundimiento de tantas familias, no nos dejen ver el bosque de la gracia y las promesas. Pero, mientras eso llega, ¿qué podemos hacer nosotros? A nivel social, la revalorización de la familia sólo puede venir de cambios culturales y de decisiones políticas que hoy no son previsibles y que quedan fuera de nuestro alcance, aunque no debiéramos dejar de tenerlos en cuenta en nuestras opciones de consumo cultural y en el momento de las elecciones, ya que no todos los partidos son lo mismo en estos aspectos, aunque ninguno de los mayoritarios apueste claramente por la familia. 

Pero sí está al alcance de cualquiera vivir en función de dos valores esenciales: libertad y coherencia. Ser libre es todo lo contrario que dejarse arrastrar por modas que se nos imponen y por las opiniones que promueve la cultura dominante. 

Ser libre es elegir lo mejor para nosotros mismos y los nuestros en función de nuestros intereses y nuestras convicciones. Para que la libertad pueda ejercerse es necesaria la conciencia formada, que es el mayor tesoro que podemos dar a nuestros hijos, y la coherencia que sigue a la elección. Ser libre nunca ha sido fácil y hoy tampoco lo es. La coherencia del hombre libre tiene un precio que la sociedad de los conformistas nos hará pagar, pero sin esa libertad perdemos una parte de nuestra condición de seres humanos y la vida pierde su sabor. 

Tenemos que ser conscientes del tipo de familia en el que queremos vivir y defender con fuerza nuestra opción de las intrusiones del mercado, de la TV, de las ideologías... y hasta de los de los amigos y de las vecinas. Para conseguirlo tenemos que estar seguros de nuestros fundamentos (por eso hay que formarse) y mantener el contacto con los que han hecho nuestra misma elección, ayudarnos unos a otros a superar las dificultades. Hoy existen todo tipo de asociaciones y movimientos cristianos que pueden proporcionarnos la experiencia y la ayuda que necesitamos. Tenemos que tener la inteligencia y la humildad para dejarnos aconsejar y ayudar (cinco minutos de oración antes de tomar cualquier pequeña decisión en el ámbito familiar). 

Mirad que en esto de la familia, de nuestras familias, nos lo jugamos todo. Mirad a vuestro alrededor: hijos rebeldes, ancianos abandonados, padres fracasados y acosados, mujeres deprimidas y maltratadas, rupturas matrimoniales, violencia en las familias, etc... Sin duda, esto no es lo que el Padre ha preparado para sus hijos. Recogemos el fruto de una violenta separación de los principios cristianos que han sido declarados obsoletos por quienes sólo nos ofrecen como alternativa el vacío del individualismo más feroz y un ideal de realización personal que está llamado a chocar continuamente con el de los demás. Nos toca descubrir la belleza y la bondad de la familia cristiana, pero tenemos que hacerlo bajo las condiciones de nuestra época, no al margen.

Rafael Sánchez Saus

domingo, 30 de octubre de 2011

Carta de la Princesa de Beira a los españoles

"Aunque por mis cartas de 15 de septiembre y 30 de octubre de 1861, dirigidas a mi hijo Juan, se pudiera entender cuál debe ser nuestra conducta política en las actuales circunstancias, sin embargo, algunos desean mayores explicaciones para tener un norte seguro en los acontecimientos que pudieran de un día a otro presentarse. Con este fin se me hacen especialmente tres preguntas: Primera: ¿Quién es nuestro Rey?. Segunda: ¿Qué pienso yo del liberalismo moderno español?. Tercera: ¿Cuál será nuestra divisa para lo futuro? Aunque estas tres preguntas encierran un sinnúmero de cosas, trataré de responder a ellas con la mayor brevedad posible.


               Y en cuanto a la primera pregunta, además de lo dicho en mis precitadas cartas, debo añadir que, supuesto que mi hijo Juan no ha vuelto, como yo se lo pedía, a los principios monárquico-religiosos, y persistiendo en sus ideas, incompatibles con nuestra religión, con la Monarquía y con el orden de la sociedad, ni el honor, ni la conciencia, ni el patriotismo permiten a ninguno reconocerle por Rey. Pues, desde luego, él proclamó la tolerancia y libertad de cultos, la cual destruye la más fundamental de nuestras leyes, la base solidísima de la Monarquía española, como de toda verdadera civilización, que es la unidad de nuestra fe católica.

  
               Los Reyes, nuestros antepasados, juraron siempre observar, y observaron, esta ley, desde Recaredo, sin interrupción alguna, hasta nuestros días; y Juan no sólo no jura observarla, sino que más bien jura destruirla, no teniendo en cuenta sus catorce siglos de existencia ni los inmensos sacrificios que costó a nuestros padres, que pelearon siete siglos contra los agarenos para restablecerla, ni que esa misma unidad de fe católica es nuestro mayor timbre de gloria, y, que aun políticamente hablando, es el medio más eficaz para que haya unidad y unión en toda la Monarquía. No por otro motivo, sino por éste solo, nos envidian otras naciones, y por eso la combaten, porque prevén que esa unidad y unión, que da a todos los españoles su fe católica, será el primer elemento de nueva y rejuvenecida grandeza para la España. El odio que profesan a esa unidad de fe los incrédulos y sectarios de todos los países es un motivo más para que todos los buenos españoles reconozcan su importancia suma y la aprecien en sumo grado. Sin embargo, Juan, por desgracia, parece tener más bien la opinión y la torcida intención de los sectarios incrédulos que los sentimientos de todos los españoles. Y ni aun siquiera repara que dar libertad de cultos sería como hacer leyes para extranjeros (lo cual no le toca a él), y no para españoles, profesando todos la religión católica. En fin, olvida que la tolerancia y libertad de cultos en Inglaterra y Alemania fue causa de guerras de religión que duraron un siglo, guerras de que nosotros estuvimos libres. ¿Se quiere acaso que las tengamos? Proclamando, pues, tal libertad y tales intenciones, Juan no sólo no jura observar la ley más fundamental de España, sino que se propone destruirla. Ahora bien, para ser Rey debe jurar todo lo contrario, y no haciéndolo, no puede serlo. "He todo omme que debe ser Rey, antes que reciba el regno, debe hacer sacramento que guarde esta ley, y que la cumpla" ("Fuero juzgo", título I).


               Nuestros Reyes de Aragón no tomaban nombre de Rey hasta después de haber jurado en Cortes la observancia de las leyes del Reino. Carlos II, disponiendo en su testamento que Felipe V fuese reconocido por Rey legítimo, añadía: "Y se le dé luego y sin dilación la posesión actual, precediendo el juramento que debe hacer de observar las leyes, fueros y costumbres de dichos mis reinos y señoríos". No pedimos que nuestro Rey jure la observancia de todas las leyes antiguas, pero a lo menos debe jurar la observancia de las leyes fundamentales de la Monarquía. Pero Juan no sólo pretende destruir la unidad de la fe católica, sino también la monarquía misma y la legitimidad, las cuales son incompatibles con la soberanía nacional que él proclama, y de la cual, como él dice, "lo espera todo, teniendo en nada sus derechos legítimos si no los ve sancionados por la soberanía nacional" (Manif. 29 de septiembre de 1860). Pretende, pues ser monarca, y admite un monarca mayor, de quien lo espera todo; proclama sus derechos y dice que son nulos mientras no los sancione la soberanía nacional. Por todo lo cual no sólo renuncia de hecho y de derecho a su propia soberanía y legitimidad, sino que pone en cuestión la existencia de la Monarquía y borra todo derecho de legitimidad no sólo para sí, sino también para sus descendientes; porque el pueblo soberano, llamado a decidir, tendría derecho, si tal le pluguiese, de establecer una república o de llamar a ocupar el trono a otra familia nacional o extranjera. La consecuencia de esto es que Juan abdicó de hecho y de derecho, y que ésta su abdicación formal nos basta para reconocer por Rey a su sucesor legítimo, que es su hijo mayor, Carlos VII.

  
Añadamos que Juan no sólo no jura observar las leyes fundamentales, que son la unidad de fe, la Monarquía y la legitimidad, sino que jura destruir toda ley, pues que al derecho divino le llama "ilusión"; ahora bien, con esto y la soberanía nacional, de la cual "lo espera todo", hay bastante para concluir que lo que Juan pretende es excluir a Dios de la sociedad, de las leyes, de las instituciones, y sobre todo constituir una autoridad que no dependa en nada de Dios, que no cuente con Dios para nada, sustituyendo, según los principios de los revolucionarios, a la voluntad de Dios la voluntad del pueblo soberano, a las leyes emanadas de Dios o fundadas en las leyes divinas, otras leyes puramente humanas; a la sanción de Dios, la sanción del pueblo. Y de este modo formar un Estado ateo, con autoridades ateas, con leyes e instituciones ateas. A una autoridad independiente de Dios no le queda más prestigio que el de la fuerza bruta, o el absurdo sistema de las mayorías, que también se reduce a la mayor fuerza bruta. Las leyes puramente humanas se consideran como no existentes mientras se las pueda eludir, y se eludirán mil veces, no obstante un ejército de guardias civiles, de agentes de policía y un sinnúmero de carceleros y de cárceles y de casas de corrección. No habrá ni deber ni obligación propiamente dicha; porque prescindiendo de Dios y de su ley, ningún hombre puede imponer deber ni obligación a otro hombre, ni aun una mayoría a una minoría;  todo lo cual es la subversión de toda autoridad, de toda ley, de toda sociedad. Ahora bien, Juan, con sus principios, quiere esto, y nada más que esto, y no sólo no jura observar nuestras leyes fundamentales, sino que pretende aniquilar la base misma de toda autoridad y de toda ley; por consiguiente, ningún español puede considerarle como Rey, y en su lugar debe proclamar a su hijo primogénito, Carlos VII.

  
Y en verdad Juan ha debido reconocer todo esto, pues que no queriendo retractar los principios que había proclamado, y viéndose abandonado de todo el partido monárquico-religioso, ha creído conveniente dar un paso decisivo reconociendo al Gobierno de Madrid y haciendo su sumisión a su prima Isabel. Así es que, después de una exposición hecha a mi sobrina Isabel, en la que Juan dice que todos sus pasos anteriores no tuvieron otro objeto "que arrancar su bandera al intolerable partido monárquico-religioso y que sus pasos presentes no tienen otro fin que consolidar el Trono constitucional"; luego añade que por este motivo "renuncia por sí, y también por sus hijos, a sus derechos, y que jura fidelidad y obediencia a la Constitución". Enseguida viene el acta pura y simple de renuncia con estas palabras: ”Señora, la magnanimidad de V.M. me decide a haceros mi sumisión y a reconoceros por mi Reina, respetando las instituciones nacionales. Suplico de V.M. se digne aceptar con benevolencia mi sumisión y créame su humilde súbdito y primo.- Juan de Borbón.- Londres, 8 de enero de 1863".

  
A este acto habían precedido correspondencias con el embajador del Gobierno de Madrid en Londres. Le había escrito por medio de su secretario, Lazeu, en 31 de agosto de 1862, preguntándole cuándo podría presentarse en la Embajada para prestar su juramento a Isabel. Y no habiendo conseguido pronta respuesta, el mismo Juan le volvió a escribir con fecha 20 de septiembre.

               Hecha ya su sumisión a Isabel, y deseando confirmarla personalmente, hizo de incógnito un viaje a Madrid, y hospedándose en casa de su prima la Duquesa de Sesa, hermana del marido de Isabel, tuvo ocasión de verse con ésta y besarle la mano. De vuelta a Londres, su secretario, Lazeu, creyó concluida su misión y dio o fingió dar su dimisión diciendo: "Después de la sumisión de V.A. a S.M. la reina (q.D.g.) mi permanencia al servicio de V.A. sería un recuerdo de aquella época que conviene olvidar, etc.". Pero Juan, no contento con esto, con fecha 7 de mayo de 1863 hizo nueva solicitud, en la cual pedía solamente "que se le levantase la pena de destierro porque deseaba, ante todo, restituirse a su patria como simple ciudadano español y porque deseaba por ese medio recuperar sus hijos".

  
A esto respondió el Marqués de Miraflores, entonces presidente de ministros, que Juan estaba fuera del derecho común y que no había lugar a deliberar sobre dicha solicitud. Juan replicó ante tal respuesta con una larga carta, remitiéndole al mismo tiempo copias de las exposiciones que había hecho y en las cuales dice "se ratifica".
   
Dejando, pues, a Juan entenderse con el Gobierno de Madrid sobre su vuelta a España y demás cosas consiguientes a su sumisión, nosotros, monárquicos, protestamos solemnemente contra la renuncia que Juan dice hacer también por sus hijos, pues no puede renunciar sino a sus derechos propios y personales. Los hijos de Juan no tienen los derechos de Juan, sino más bien de la ley que marca el orden de sucesión, ley que Juan no tiene facultad de abrogar. Por lo demás, la renuncia de Juan y su sumisión a Isabel eran una consecuencia legítima y necesaria de haber renegado de los principios monárquicos, que eran solos según los cuáles Juan podía alegar derechos legítimos al trono.

  
De todo lo cual se infiere legítimamente que habiendo Juan renunciado a sus derechos no sólo por los principios anticatólicos y antimonárquicos que proclamó, sino también por su reconocimiento del actual Gobierno y por su sumisión a Isabel, nuestro Rey legítimo es su hijo primogénito, Carlos VII. Y con esto me parece haber satisfecho plenamente a la pregunta de los que aún no sabían a qué atenerse sobre este punto esencial. Vengamos ahora a la segunda pregunta: ¿Que pienso yo con respecto al liberalismo moderno?
  

2º En cuanto a esto, digo primeramente que es un hecho positivo, evidente, que el liberalismo moderno en gran parte se nos impuso por tres potencias, aliadas con el Gobierno usurpador de Madrid contra mi amado y difunto esposo, Carlos V. Es también un hecho positivo, evidente, que mi esposo Carlos tenía en su favor la inmensa mayoría de la nación, pues sin esto le hubiera sido imposible sostener una lucha tan heroica durante siete años; lucha en la cual, no obstante la cuádruple alianza, hubiera triunfado indudablemente sin la alevosa traición de Maroto; y esa misma inmensa mayoría de la España que sostenía a Carlos V durante la guerra civil se mantiene firme en sus principios, siendo muy pocos los que, concluida la guerra hayan abrazado las ideas liberales; y al contrario, siendo ya muchísimos los que entonces liberales, ahora están enteramente desengañados y en el fondo de sus corazones piensan como nosotros.


De donde se sigue que los liberales en España son una pequeñísima minoría; pero minoría armada que subyuga al reino por el derecho de la fuerza.

  
No es menos positivo que el liberalismo español se mostró enemigo de la religión católica, ya despojándola enteramente de sus bienes, ya persiguiéndola desde el principio hasta el día de hoy en sus ministros, en sus instituciones, en su doctrina, y esparciendo por medio de sus secuaces toda especie de calumnias, toda suerte de libros contrarios a la fe y a la moral, propagando por medio de la enseñanza doctrinas falsas y sirviéndose, en fin, de mil medios para borrar, si le fuese posible, la fe católica del corazón de los españoles. Pedirme pruebas de esto sería como querer demostrar que el sol resplandece al mediodía.

  
Nadie puede negar tampoco que el liberalismo desciende en línea recta de los réprobos principios de Lutero; que trae su origen inmediato de los malhadados principios de la revolución francesa, que causó en la Francia misma y en toda la Europa los mayores desastres que vieron los siglos. Por lo cual se entiende que es imposible que el liberalismo, que es puro protestantismo aplicado a la política, pueda dar en ésta mejores frutos que no ha dado éste en Religión. En efecto, el liberalismo español ha destruido mucho, pero aún no ha edificado nada; ha hecho y deshecho, ha formado y reformado ya seis o siete constituciones, y aún no se sabe cuál rige o si rige propiamente alguna. Ha hecho y deshecho leyes sin número en todos los ramos de la administración, y si algo hay que se observe son los restos de las leyes antiguas.
  

Ha prometido libertad de imprenta, y jamás la hubo; ha prometido libertades civiles, y existe de hecho una centralización que es el mayor de los despotismos; ha hecho mil promesas de felicidad a los pueblos, y en pocos años cuadruplicó sus contribuciones, sacó millares de millones de la venta de los bienes de la Iglesia y de la desamortización general con el pretexto de pagar deudas del Estado, y éstas se aumentaron de una manera escandalosa. Además, uno de los bienes supremos de la nación es la unión, y el liberalismo la dividió en cien bandos que, con el ojo puesto en el presupuesto, se disputan el poder. Esta división y egoísmo hubieran traído ya nuestra ruina, nuestra esclavitud y dependencia, si Dios, por su infinita misericordia, y los monárquicos, por su fidelidad y constancia, no hubieran conservado la gran mayoría de la nación unida con los principios de la fe católica y de la Monarquía. Esto, no obstante, el liberalismo español ha estado y está aún supeditado en gran parte a la voluntad de dos naciones extranjeras, como lo han probado hasta la evidencia los acontecimientos de la guerra de Africa y de la expedición mejicana. Niegue el liberalismo todos estos y otros hechos positivos y palpables que sería largo referir, y si no puede negarlos, confiese que debe ser malo por esencia un árbol que produce tan malos frutos. Por consiguiente, el liberalismo está juzgado y condenado por sus obras. Por lo cual es moralmente imposible que haya español alguno de criterio y de buena fe que pueda absolverlo.
  

Por esta razón, en efecto, muchos antes liberales, ahora, observando los hechos y la vanidad de las grandes promesas del liberalismo, lo han abandonado ya y defienden francamente y con denuedo nuestros principios. Por último, es un hecho positivo e innegable que el liberalismo, en España, no se ha sostenido ni se sostiene sino por la fuerza. La fuerza material, digámoslo así, le dio el ser, y la fuerza material se lo conserva. El carácter marcado, de toda ésta época liberal, después de concluida la guerra civil, ha sido la dictadura bajo este o el otro general; dictadura que no ha concluido aún ni puede concluir porque el liberalismo, en el último resultado, es la anarquía o la dictadura. Es verdad que esta dictadura continua impidió la completa ruina; pero eso mismo condena al liberalismo, pues ni la anarquía ni la dictadura son el estado normal de la sociedad.
  

¿Y que diría si hubiese de juzgar del liberalismo no sólo por sus obras, sino también por sus principios? La soberanía nacional, digan lo que quieran ciertos liberales llamados conservadores, es uno de los principios fundamentales de todo el sistema constitucional moderado, y en sentido del liberalismo, de esa soberanía nacional emanan todos los poderes, todos los derechos, todas las leyes. Con esto se sustituye en todo la voluntad puramente humana a la voluntad divina y se niega todo poder, toda ley, todo derecho de origen divino. Ahora bien; esto no es solamente contrario a la razón, sino también absolutamente anticatólico.

  
Por eso la soberanía nacional, entendida en el sentido del liberalismo, ha sido expresamente condenada por el Sumo Pontífice y los Obispos católicos el día 8 de junio de 1862 por estas palabras: "Y llevan a tal punto la temeridad de sus opiniones que no temen negar atrevidamente toda verdad, toda ley, todo poder, todo derecho de origen divino." Y siendo este error uno de los principios fundamentales del liberalismo, es claro que todas las consecuencias que de él deduzcan los liberales están implícitamente condenadas, pues en buena lógica de un principio falso no se pueden sacar sino consecuencias falsas. Así negando el principio divino de toda verdad, de toda ley, de todo derecho, de todo poder, los liberales infieren "que los preceptos morales no necesitan la sanción divina; que no es necesario que las leyes humanas sean conformes al derecho natural, ni que reciban de Dios su fuerza obligatoria; afirman que no existe ley alguna divina  y niegan con osadía toda acción de Dios sobre los hombres y sobre el mundo". Por medio de estos errores, también condenados, el liberalismo moderno tiende a constituir y ha constituido ya en varias partes un Estado ateo, excluyendo a Dios y a su Iglesia de las leyes civiles, de las instituciones, de las asambleas y cuerpos morales de la enseñanza, y, en cuanto puede, hasta del hogar doméstico, relegando a Dios allá a las alturas y a la Iglesia al reino de los espíritus.

  
               Por eso el Sumo Pontífice y los Obispos del orbe católico, añaden: "No se avergüenzan de afirmar que la ciencia de la filosofía y de la moral, así como las leyes civiles, pueden y deben apartarse de la divina revelación y sustraerse a la autoridad de la Iglesia."

  
Es otro dogma fundamental liberalesco que la razón humana es autónoma y, por consiguiente, que es libre e independiente; que ella es árbitro supremo de lo verdadero y de lo falso, de lo bueno y de lo malo. Que ella basta por sí sola para procurar el bien de las naciones; y por eso los liberales de todo el mundo exaltan tanto la razón, su libertad e independencia, sus fuerzas y sus progresos. Mas el Sumo Pontífice, con todos los Obispos católicos, condenan también estos errores diciendo: "Sientan temerariamente que la razón humana, sin ningún respeto a Dios, es árbitra de lo verdadero y de lo falso, de lo bueno y de lo malo, que ella es ley a sí misma (autónoma) y que bastan sus fuerzas naturales para procurar el bien de los hombres y de las naciones". Añádase que el liberalismo moderno, tomando por principios fundamentales la soberanía nacional y la autonomía de la razón, anula de hecho toda autoridad legítima; pues no puede haber autoridad en donde todos son soberanos, ni autoridad legítima determinada y una en donde todos son autónomos. Y el sistema de mayorías inventado para suplir a esta falta esencial de autoridad y de legitimidad no es más que una triste comedia, o más bien tragedia funesta, pues por una parte ha estado y está siempre falseando en su base, que son las elecciones, en las cuales campean libremente las intrigas, las promesas, los compromisos, las amenazas, las violencias, y sobre todo, la influencia del Ministerio entonces reinante; y por otra parte, el sistema de mayorías se resuelve en el derecho de la fuerza. Ahora bien; el Sumo Pontífice, con los Obispos condenan esa especie de autoridad y esta suerte de mayorías en estos términos: "De la autoridad y del derecho discurren tan tonta y temerariamente que dicen con desvergüenza que la autoridad no es más que la suma del número y de las fuerzas materiales... y hollando todos los derechos legítimos, toda obligación y deber, toda legítima autoridad, no dudan en sustituir al verdadero y legítimo derecho los falsos y fingidos derechos de la fuerza". Además ha sido y es constante sistema del liberalismo sustituir al derecho legítimo los hechos consumados, pretendiendo con este principio absurdo y subversivo justificar todos los atentados cometidos en toda la Europa, ya contra los tronos y contra los Reyes legítimos, ya contra la propiedad y los bienes de la Iglesia; como si por este principio réprobo no se pudiesen igualmente justificar todos los crímenes del mundo. Con razón pues, el Sumo Pontífice y los Obispos católicos condenan ese funestísimo principio liberal, reprobando esta proposición: "Que el derecho consiste en el hecho material"; y esta obra: "Que todos los hechos humanos tengan fuerza de derecho".
  

Pero como el liberalismo, no obstante sus alardes de libertad, en llegando al poder viene siempre a parar en el mayor de los despotismos, arrogando al Estado, es decir, a sí mismo, un derecho ilimitado sobre la legítima propiedad de la Iglesia católica y sobre otros bienes llamados nacionales, también el Sumo Pontífice y los Obispos le salen al encuentro condenando semejante error en estos términos: "Además se esfuerzan en invadir y destruir los derechos de toda legítima propiedad, fingiendo e imaginando en su ánimo y en sus pensamientos un cierto derecho absolutamente ilimitado, del cual juzgan goza el Estado". Al mismo tiempo El Sumo Pontífice condena el absurdo de "Que el Estado  sea la fuente y origen de todos los derechos", cuando en realidad el Estado no crea propiamente derechos, sino que su fin es más bien el de proteger los derechos que o por naturaleza o por derecho divino preexisten. Antes que existiese Estado alguno en el mundo, ya Dios reprobaba y condenaba la avaricia, la envidia y el fratricidio de Caín, e imponía a éste severísima pena por los derechos lesos en la persona de Abel. Y no hubo ni habrá Estado en el mundo capaz de substituir a los derechos de Abel los vicios y el crimen de Caín.
  

Pero aquel absurdo principio de que "el Estado es fuente y origen de todos los derechos" le parece al liberalismo necesario para sus fines; pues que, ya siga a los adocenados regalistas, ya se deje llevar de su instinto absolutista, lo cierto es que en medio de tanta libertad como promete, el liberalismo hace todo lo posible para que sólo la Iglesia Católica sea esclava, pretendiendo que sólo ella, cual si fuese niño de menor edad, esté bajo la tutoría del Estado; que el Estado reciba sus derechos; y que el Estado puede y debe contener a la Iglesia católica dentro de ciertos límites que no deben extenderse más allá del pórtico y la sacristía. He aquí por qué el Sumo Pontífice, con los Obispos, levantan la voz y anatematizan dichos principios por estas palabras: ”En verdad, no se avergüenzan de afirmar que la Iglesia no es una sociedad verdadera y perfecta, y enteramente libre; que no goza de propios y constantes derechos, que le hayan sido concedidos por su Divino Fundador; sino que es propio del poder civil el definir cuáles sean los derechos de la Iglesia y los límites dentro de los cuales pueda usar de sus derechos. De donde perversamente concluyen que la potestad civil puede mezclarse en las cosas tocantes a la religión, a las costumbres y al régimen espiritual; como también impedir que los sagrados ministros y los fieles puedan comunicar recíproca y libremente con el Romano Pontífice, constituido por Dios, Pastor supremo de toda la Iglesia... Y sirviéndose de toda especie de falacias y engaños no temen andar publicando en el pueblo que los sagrados ministros de la Iglesia y el Romano Pontífice deben ser absolutamente privados de todo derecho y dominio temporal". ¿Qué más? El liberalismo, según su principio esencial de autonomía, no reconoce ninguna clase de deberes y obligaciones propiamente dichos; y por eso los liberales, en su jerga liberalesca, no hablan jamás sino de derechos, no admitiendo sino ciertos deberes sociales o un proceder exterior conforme a la llamada legalidad. Y por la misma razón que no admiten deberes de conciencia, porque prescinden de Dios y de todo derecho divino, tampoco admiten delitos ni crímenes sino puramente legales, y menos, delitos políticos. Por eso en sus códigos penales reducen el castigo a puras correcciones disciplinarias, para dar satisfacción, no a Dios, al hombre o a la sociedad, sino sólo a la Majestad de la ley ofendida. Por eso el Sumo Pontífice, con los Obispos, condenan toda esa teoría que los revolucionarios formulan en estas pocas palabras: "Que todos los deberes de los hombres son un nombre vano."

  
Pero se ha observado en todas las naciones, que los adeptos del liberalismo, generalmente hablando, colocaban su felicidad suprema en los intereses materiales, y en los placeres y comodidades de la vida, ansiando enriquecerse a toda costa y sin reparar en los medios para procurarse de este modo la mayor suma posible de comodidades y de felicidades. Así es que los bienes de la Iglesia Católica pasaron enteramente de las manos muertas a las manos vivas del liberalismo.
   
De este modo aquellos bienes, que eran en realidad del gran patrimonio del pueblo, de los pobres, de los hospitales, de las casas de beneficencia; que eran los fondos de la enseñanza gratuita y el recurso de los talentos privilegiados que carecían de fortuna; todos estos bienes, digo, son ahora el rico patrimonio de algunos centenares de liberales poderosos. De consiguiente, era natural que el Sumo Pontífice y los Obispos, defensores natos de los pobres, condenasen esos principios y esas tendencias materialistas y sensuales, como lo hacen en los términos siguientes: "Y hacen consistir toda la disciplina y honestidad de costumbres en aumentar y amontonar riquezas por cualquier modo que sea, y en satisfacer a todos los perversos apetitos. Y con estos nefandos y abominables principios sostienen, alimentan y exaltan el réprobo sentido de la carne, rebelde al espíritu, atribuyéndole dotes naturales y derechos que dicen ser conculcados por la doctrina católica."
  

Nada, por otra parte más común en el liberalismo que el exaltar las fuerzas naturales de la razón humana y el deprimir al mismo tiempo la revelación y la doctrina católica, pretendiendo que la revelación, siendo imperfecta, está sujeta a un progreso continuo e indefinido, y que sin esto es incompatible con los adelantos de la razón humana, con la civilización y las luces del siglo. Esto encarecen todos los días los periódicos liberales en toda la Europa, llamando a los católicos, que sienten lo contrario, oscurantistas, retrógrados e ignorantes.

  
Mas la Iglesia católica, maestra infalible de verdad, reprueba tales errores diciendo: "Además, no dudan afirmar con sumo descaro que la divina revelación es imperfecta; que por esto está sujeta a un continuo e indefinido progreso que corresponda a los progresos de la razón humana, y que la divina revelación no sólo no es útil, sino que es dañosa a la perfección del hombre." Y, sin embargo, ¿quién lo dijera?, la pobre razón de los liberales renegando, especialmente desde hace un siglo, de la revelación divina, retrocedió hasta el error más craso, más antirracional, más inmoral que vieron los siglos, pues vino a dar de nuevo en el panteísmo antiguo, "que confunde a Dios con la universidad de las cosas; que hace de todas las cosas Dios; que confunde la materia con el espíritu; la necesidad con la libertad; lo verdadero con lo falso; lo bueno con lo malo; lo justo con lo injusto."
  

Nada ciertamente más insensato, nada más impío, nada más repugnante a la misma razón, como se expresa el Sumo Pontífice con todos los Obispos católicos. Ya se ve; los liberales exaltaron tanto la razón humana, que creyeron conveniente endiosarla para darse a sí mismos autoridad y poder, mientras eliminaban a Dios de la sociedad, porque renegando del Dios verdadero era consiguiente que surgiesen dioses falsos a millares. De manera que renegar de Dios y endiosar la razón es lo sumo del progreso liberal y el término de la autonomía, la cual en su esencia es puro ateísmo, porque en último análisis implica ser uno autónomo, y no ser Dios. En vista, pues, de este fatal progreso del liberalismo, los católicos nos gloriamos de ser oscurantistas retrógrados.
  

¿Y qué diré de la opinión pública que el liberalismo moderno coronó neciamente por reina del mundo? ¿Qué cosa más insensata que poner como fundamento de un Estado, de sus leyes, de su Gobierno, el mero fantasma de la opinión pública? Y digo mero fantasma porque esa opinión pública no existió ni existirá jamás; pues tratándose de puras opiniones es incontestable aquel proverbio que dijo: ”Cuantas son las cabezas, otros tantos son los pareceres." Y siendo así, ¿quién hizo o podrá hacer jamás que millones de opiniones distintas o del todo contrarias formen una opinión pública que se pueda decir universal y una? Nadie, absolutamente nadie. Solamente la verdad es una y capaz de unir en un sólo y unánime sentimiento a millones de hombres. Si yo propongo esa verdad: "los hijos deben respeto, obediencia y amor a sus padres", la veré aceptada unánimemente por todos los hombres, no sólo del mundo civilizado, sino también de los pueblos bárbaros. Pero si en lugar de esa u otra verdad propongo una cosa que sea pura opinión, cada hombre se irá por su lado, y los liberales mismos serían los primeros, como autónomos, en decir que la opinión es libre. Solamente la verdad liga y une los entendimientos, porque es su alimento y su vida; y sólo ella es capaz de formar, no opinión, sino sentimiento que sea universal y uno. La pura opinión deja libre al entendimiento de aceptarla o no aceptarla, porque por su naturaleza puede ser verdadera o falsa. Y es aquí por qué un Gobierno que toma por regla la opinión pública, pudiendo ser y siendo con frecuencia falsa, cae en mil dislates y causa ruinas sobre ruinas porque el fundamento es falso. Además, la opinión es, por su naturaleza, incierta y vacilante, y por eso los Gobiernos liberales se bambolean siempre como cañas agitadas de vientos contrarios. La llamada opinión pública cambia casi continuamente, y por eso en los Gobiernos liberales hay un cambio continuo de hombres, de leyes, de constituciones. La opinión no une, sino que comúnmente divide a los hombres, y por eso el liberalismo, fundado en ella, produce necesariamente divisiones sin número, llevando la división y con ella, la desolación hasta el seno de las familias. En fin, el Estado, fundándose en la opinión, no puede serlo, pues con ello nada hay estable sino su inestabilidad misma.

  
Siendo esto así, ¿por qué el liberalismo proclama a la opinión pública reina del mundo? Primeramente, el liberalismo no ama a la verdad, porque esta liga, y el liberalismo quiere licencia; la verdad conocida y no practicada muerde y remuerde la conciencia, acusa y condena a los culpables, y el liberalismo no quiere nada de esto; la verdad, como eterna y permanente, da estabilidad y firmeza de carácter al individuo, a las familias, a las naciones; y el liberalismo quiere continuos trastornos para medrar en ellos; la verdad es rígida e imperiosa, y el liberalismo quiere sacudir el yugo de toda autoridad que hable en nombre de la verdad y de la justicia. Por otra parte esta cómica opinión, reina del mundo, se acomoda con su flexibilidad a todos los caprichos y a todas las pasiones del liberalismo. Con ser reina del mundo, es, sin embargo veleidosa; hoy levanta un ministerio y mañana hace barricadas para derribarle; hoy aprueba una Constitución y a poco la hace trizas; ahora dicta una ley y a la hora siguiente la borra. Y también los ministros liberales se hallan bien con la opinión pública, porque ella los cubre con su regio manto y los absuelve de toda responsabilidad, ya sea que ametrallen al pueblo y le carguen y sobrecarguen de contribuciones; ya sea que pongan en cuestión la existencia del trono; ya conculquen la propiedad y los derechos de la Iglesia. La opinión pública, reina del mundo, les hace tantos y tan señalados servicios, que con razón le rinden homenaje. Pero si esto es bueno para el liberalismo, no puede ser considerado sino como muy malo para todo hombre de sano juicio, y sobre todo, por un católico que quiere, ante todo, en todas las cosas, el reino de la verdad y de la justicia.
   
Aquí tenéis, pues, amados españoles, lo que yo pienso del liberalismo moderno; está, digo, juzgado y condenado por sus obras, por sus principios, por sus tendencias; y no puede menos de condenarle la sana razón, como en sus bases y principios fundamentales le condena la Iglesia católica. Y esto último debiera bastar para que todo español, so pena de no serlo más que de nombre, le volviera las espaldas y le reprobase. Entre tanto, y pues así lo deseáis, añadiré algo sobre nuestros principios monárquico-religiosos. Y esto no porque crea que tengáis gran necesidad de mis explicaciones, sino porque lo creo de alguna utilidad para tener un norte fijo en medio de tanta confusión como han traído las ideas liberales.

3º A estas ideas, pues, tan anárquicas como antirracionales y anticatólicas, nosotros oponemos nuestros principios monárquico-religiosos, contenidos sumariamente en aquella nuestra antigua divisa: Religión, Patria y Rey. Esta divisa la heredamos de nuestros mayores como rico patrimonio, como ley fundamental de nuestra España católica, como lema glorioso de nuestras banderas, como grito de guerra contra nuestros enemigos. En las actuales circunstancias ella es la única áncora de salud en medio de la deshecha borrasca que excitó el liberalismo moderno con sus ideas disolventes. A estas ideas, pues, exponemos:


Primeramente, los principios de nuestra fe católica. Como el protestantismo religioso se dividió en mil sectas, que se anatematizan las unas y las otras, así el protestantismo político, o sea el liberalismo, se divide en bandos capaces de conducir la España a una completa ruina si no le opusiésemos los principios de nuestra fe católica, que, por su naturaleza, producen la unidad y la unión entre los que la profesan. Esta fe une nuestros entendimientos con los vínculos de la verdad, bien supremo de la criatura racional, y también une nuestros corazones con el vínculo de la caridad, vínculo el más íntimo, más sagrado y más fuerte. Esto hace que, no obstante las divisiones del liberalismo, la España sea la nación más unida y más una del mundo, y que en sus principios católicos conserve aún el fundamento solidísimo de verdadera grandeza. Esta unidad y unión, siendo íntima y juntando a los hombres por lo más grande y más noble que hay en ellos, que es el entendimiento y el corazón, es infinitamente preferible a la unidad ficticia y precaria de leyes e intereses puramente humanos o a la unidad violenta que se obtiene por medio de la fuerza, es decir, de las bayonetas y de los cañones. Esta última unidad existió y puede existir junto con la barbarie; mas la primera, siendo en algún modo divina, es solamente propia del catolicismo y de la verdadera civilización y la sola verdaderamente digna del hombre.

  
Añádase a esto que las verdades, ciertas e infalibles de la fe católica, son el fundamento solidísimo de nuestra vida política, civil y doméstica. El Decálogo, el Código Divino, es la base de todas nuestras leyes, y es imposible hallar una ni más simple, ni más perfecto, ni más universal, pues comprendiendo infinitas cosas que se compendian en una sola palabra, que es el amor de Dios y del prójimo. Esta sola ley, bien practicada, puede convertir la tierra en una especie de Paraíso. Ahora bien nuestros mayores, en realidad más sabios que los ilustrados de nuestro siglo, no creyeron hallar fundamento más sólido para la vida social que las verdades infalibles y eternas de nuestra santa religión. Jamás hubieran podido imaginar que viniera un tiempo en que hombres que se dicen católicos, en lugar de aquellas verdades, tomasen por fundamento social el fantasma de la opinión pública; de esa opinión incierta, vacilante, vana, caprichosa, mudable y falsa. Nuestros padres hubieran tenido esto por la mayor de las necedades humanas. Constituir a la opinión por reina del mundo es suponer el escepticismo universal o la negación de toda verdad social, pues si una sola existiese, es claro que esta debía ser coronada por reina del mundo en lugar de la opinión, y esta verdad única debiera entonces ser la base y piedra angular de todo edificio social.

  
Y que el escepticismo sea uno de los caracteres dominantes de los liberales es cosa evidente; pues, como en el protestantismo religioso, todo es puramente negativo, así en el protestantismo político hay carencia absoluta de principios; y por esto falta absoluta de carácter y de estabilidad en los hombres y en las cosas. No así en los monárquicos religiosos, porque en su fe católica tienen principios y verdades fijas, invariables, eternas, que les sirven de norma en todas las operaciones de su vida política, civil y doméstica. Y como parte de unos mismos principios, también tienen un punto céntrico en donde todos se unen, que es el amor de Dios y del prójimo.

  
El liberalismo, para obviar a su falta de principios y para poner un dique a la división que engendró el falso reinado de la opinión, inventó la consabida máquina de gobierno. Pero como en esta máquina cada pieza se va por su lado, no puede mantenerla unida y menos hacerla ir adelante, sino a fuerza de ejércitos, de guardias civiles, de agentes de policía, de empleados, y a fuerza de fabricar leyes, ordenanzas, decretos, reglamentos, instrucciones que liguen en algún modo sus partes incoherentes, y ni aun todo esto basta para que haya unidad y fuerza de acción, porque falta la verdad, vínculo de los entendimientos, y el amor, vínculo de las voluntades. El liberalismo, inventando una máquina de gobierno, fue, sin embargo, en algún modo, consiguiente consigo mismo, pues habiendo proclamado a los hombres autónomos, libres e independientes, para mantenerlos unidos en sociedad, era necesario juntarlos mecánicamente como las diversas piezas de una máquina o atarlos al yugo con un sinnúmero de leyes.

  
Los monárquico-religiosos, al contrario, están unidos entre sí, no maquinalmente, sino como conviene a hombres racionales, es decir, por medio de la verdad y del amor, deseando que esta verdad y amor nos unan a todos con Dios, verdad y caridad por esencia. Si esto es demasiado elevado para el liberalismo moderno, la culpa es suya, que con pretensiones de ilustración adoptó principios falsos que le arrastran por el suelo. Para los verdaderos católicos, pues, cuales debemos ser todos los españoles, ante todo y sobre todo nuestra religión santa; y esto no sólo por lo sobrenatural y divino que contiene y que promete como fin último del hombre, sino también porque ella es el fundamento solidísimo de la verdadera civilización, de la verdadera libertad y del verdadero progreso. Partiendo de sus principios se puede progresar en algún modo hasta el infinito; abandonándolos, se retrocede hasta la barbarie.

  
La segunda palabra de nuestra divisa es patria, nombre dulce y suave y nunca más amado por un hijo suyo que cuando se ve lejos de ella. Patria, de la cual es difícil renegar por grandes que puedan ser los atractivos que se encuentren en países extraños. Pero si no es fácil renegar de la patria, no es raro encontrar hombres sin patriotismo; tales deben ser todos los liberales, siguiendo sus principios. Pues la autonomía de la razón, que hace al hombre libre e independiente, la soberanía nacional, que hace de él un soberano, la ambición que ésta engendra y el orgullo que alimenta; la empleomanía, que la hace suspirar por puestos lucrativos, el sumo apego a los intereses materiales y placeres, plaga suscitada por el liberalismo, y, por fin y sobre todo, el interés del partido, que monopoliza los empleos y las riquezas nacionales, todo esto junto hace que los liberales deban, por sus principios, carecer de patriotismo; porque todos esos principios son egoístas, y el egoísmo es incompatible con el patriotismo. Y la razón es porque el egoísmo desconoce, y aun mata, al verdadero amor del prójimo, y faltando este, es imposible que haya amor patrio o patriotismo, que es una extensión del amor al prójimo. El egoísmo está siempre dispuesto a decir: Salve yo mis intereses, mis placeres, mi posición y mi vida y húndase la Patria; que sea burla y escarnio de naciones extranjeras, sea dependiente o esclava, nada me importa con tal de que queden a salvo mis intereses y mi persona. El egoísta es de una estrechez de corazón que espanta; ni se eleva un palmo de la tierra ni se extiende fuera de los límites de su personalidad. Al contrario, el verdadero patriota español dice: Dios y mi religión, ante todo y sobre todo, y luego, ante todo y sobre todo, mi patria; prefiero lo nacional a lo extranjero; los intereses o el bien común, al mezquino interés de partido o al interés privado; ningún sacrificio le es costoso cuando se trata de salvar la independencia de su Patria, dispuesto a sacrificar la vida por evitar hasta la sombra de dependencia.

  
Por librarla del yugo agareno pelearon nuestros padres durante siete siglos con inmensos e indecibles sacrificios, y a pesar de que entonces no había liberalismo o, mejor, porque no lo había, sacudieron aquel yugo, reconquistaron la España desde los Pirineos hasta Gibraltar. Porque no hubo entonces liberalismo que matase el amor patrio, nuestros mayores descubrieron, conquistaron y civilizaron poco después todo un nuevo mundo; y al propio tiempo que esto hacían, en lugar de recibir, imponían la ley a casi toda la Europa; preservaban a la Italia y a su patria de la herejía luterana, la aterraban en Francia y en Bélgica y le ponían un dique en Alemania.

               Por salvar la independencia de nuestra patria luchábamos al principio de este siglo por seis años contra el domador de Europa y hacíamos morder el polvo a centenares de miles de nuestros enemigos. Y solamente entonces, a mengua del nombre español, y mientras nosotros combatíamos, algunos secuaces del liberalismo trabajaban por ponerse bajo el yugo de naciones extrañas, adoptando sus ideas, sus costumbres, sus Constituciones, sus Códigos y hasta su lenguaje y literatura, renegando de todo lo español o teniéndolo en poco o nada en comparación de lo extranjero. Niegue todo esto si puede el liberalismo español y luego eche una ojeada a la América y verá que por su falta de patriotismo nos hizo perder las inmensas regiones conquistadas y civilizadas por nuestros padres.
  

Vuelva su vista a la España misma, y poniendo una mano sobre su corazón, digan los liberales si desde hace ya treinta años pasó un año, un mes o un día en que no estuviesen pendientes de una de las dos grandes potencias que con su oro, sus armas y sus soldados, los ayudaron a escalar el poder. ¿Ha de ser siempre así? Respondan todos aquellos por cuyas venas circula sangre española. Y puesto que apenas habrá un liberal que no se precie de ser español puro, piensen y obren como españoles, abandonando ese servilismo extranjero que nos degrada. Yo no puedo leer sin confusión los sucesos de la guerra de Africa y de la expedición mejicana. En la primera bastó una palabra de Inglaterra para que nuestras armas victoriosas, y estando ya casi a sus puertas, no entrasen en Tánger; en la segunda bastó un consejo de la misma para que nuestra división, que debía haber hecho el primer papel en aquel nuevo imperio, no hiciera ninguno. Mas para renegar del servilismo extranjero es preciso que todos los liberales de corazón se unan a nuestra divisa: Religión, Patria y Rey.
  

Rey digo, por último, pero Rey por la gracia de Dios y no por la gracia de la soberanía nacional. Esto no es una vana fórmula, como quieren hacer creer algunos tontos o algunos malos, sino que con formas esencialmente diferentes, la primera es conforme a la fe católica; la segunda, en el sentido del liberalismo, es contraria a la fe.

  
Según el liberalismo, de la soberanía nacional emana todo poder, y los poderes que existen, por ella, y nada más que por ella, existen; negando de este modo todo poder de origen divino. Ahora bien, esto, como he dicho arriba, está condenado por la Iglesia Católica, y con razón; pues la Escritura Sagrada dice expresamente "que todo poder viene de Dios" y otras palabras semejantes. Como Dios es criador del hombre social, también es autor de la sociedad; ésta es imposible sin una autoridad; luego Dios, queriendo la sociedad, quiere necesariamente la autoridad. De consiguiente, con razón se dice que la persona que legítimamente representa la autoridad tiene ésta por derecho divino.
  

Además, el liberalismo, negando toda ley y todo derecho de origen divino, afirma que todo esto emana de la soberanía nacional. Nosotros, al contrario, sostenemos con la Iglesia Católica que como todo poder viene de Dios, también de El vienen los deberes y los derechos de los Reyes y de los pueblos. Dios, como Criador y Señor absoluto de todo lo criado, ha impuesto leyes sapientísimas a todas sus criaturas, y también al hombre racional leyes conforme a su naturaleza. Estas leyes, ya sean naturales, ya tiendan a un fin sobrenatural, son nuestros deberes, y entre éstos se encuentran los de los Reyes para con sus súbditos, a semejanza de los recíprocos deberes de los padres para con los hijos y de los hijos para con los padres.

  
Pero de tal manera enlazado, que los deberes de los unos dicen relación a los derechos de los otros, y los derechos de estos imponen deberes a aquellos. Pero como Dios es el Señor absoluto, El es también quien impone el deber y la obligación a los unos y a los otros, de manera que respecto de Dios, Reyes y súbditos son iguales, es decir, igualmente siervos del mismo Señor. Y son deberes de conciencia, porque Dios es Señor, Criador, Padre, a quien todos debemos obedecer, sin que en esta obediencia haya nada que degrade ni al Rey ni al súbdito, antes bien mucho que lo eleve y engrandezca, siendo cosa nobilísima servir a un Dios de infinita majestad, y cosa justísima y santísima obedecer a nuestro común Padre Celestial. Según esta nuestra doctrina católica, los súbditos miran a sus Reyes y demás autoridades legítimas como a representantes de Dios en la tierra, puesto que, "de Dios viene toda autoridad, como también toda Paternidad"; y las autoridades legítimas miran recíprocamente a sus súbditos como a hijos de Dios y como a hermanos, llamados todos a la participación de la misma herencia celestial. Por consiguiente, según nuestros principios, los súbditos no obedecen jamás ni en lo espiritual ni en lo temporal a un hombre, obedecen únicamente a Dios o al hombre por Dios; ni las leyes ni las autoridades legítimas mandan puramente como hombres, sino como representantes de Dios. Esta teoría católica no sólo es conforme a la recta razón, sino también noble y magnífica; pues en lugar de rebajar al Rey y al súbdito los engrandece admirablemente.

  
Al contrario, según los principios del liberalismo, todo es pequeñez y bajeza. Para que haya sociedad ordenada es necesario que haya sumisión y obediencia; mas esta obediencia en el liberalismo no puede existir o es sola obediencia de esclavos; es la obediencia de un hombre a otro hombre y una obediencia forzada porque los. liberales son todos autónomos y soberanos; por consiguiente, iguales e independientes. Si obedecen, pues, a las autoridades, si observan las leyes emanadas de esas autoridades, no pueden obedecer sino haciendo violencia a sus mismos principios. Pero como nada ilógico y violento es durable, los liberales, consiguientes con sus principios, proclaman el derecho de rebelión, y, para los mismos, toda autoridad es despotismo o tiranía. De aquí donde se sigue naturalmente que haya cada día un motín y cada año una revolución, y los que esto proclaman y esto hacen, lógicamente tienen razón, porque obran según los principios de las mismas autoridades contra los cuales se rebelan.

  
Además no hay cosa sobre la cual haya discutido, o mejor diré, aunque con expresión vulgar, sobre la cual haya charlado tanto el liberalismo como sobre el absolutismo de los Reyes por la gracia de Dios; y, sin embargo, según nuestros principios monárquico-religiosos, un Rey católico no puede ser propiamente absoluto.
  

               Su poder, primeramente, está limitado por todos sus deberes para con el Señor Supremo, y por sus deberes para con sus súbditos. En segundo lugar, tienen una limitación general que abraza mil y mil casos particulares, pues antes que Rey es padre de los pueblos que Dios le ha confiado, y como Rey y como padre debe querer todo el bien posible a su pueblo y alejar de él, en lo posible, todo el mal. Es decir, que en este caso sería un poder absoluto para el bien y un poder nulo para todo lo malo. No es esto sólo, sino que, debiendo ser, como es nuestra España, Rey católico y el primero, digámoslo así, de entre los católicos, está obligado a seguir los preceptos del Evangelio y a observar las leyes de la Iglesia respecto de la cual es hijo y súbdito. Ahora bien, estas mismas leyes divinas y eclesiásticas pondrán también ciertos límites a su poder, debiendo, so pena de dejar de ser católico, respetar los derechos que Dios mismo ha conferido inmediatamente a su Iglesia. En fin, los fueros y privilegios de varias provincias coartaron siempre más o menos el poder absoluto de nuestros Reyes, de manera que apenas hubo Rey en Europa que fuera menos absoluto que los Reyes de la España católica.

  
Y bien entendido que paso en silencio nuestras Cortes, que no sólo no fueron abrogadas, sino que las hubo hasta mi abuelo Carlos IV; y hubieran continuado si no hubiese invadido a nuestra Patria el liberalismo extranjero.
  

               Paso, pues, en silencio nuestras Cortes porque se me puede responder que, siendo solamente consultivas, no limitaban el poder real. Sin embargo, leyendo imparcialmente nuestra historia, se ve que ellas ponían ciertos límites al poder absoluto. Aquella fórmula "obedézcase y no se cumpla" de que no rara vez se sirvieron nuestros Consejos con respecto a ciertos decretos o providencias reales cuando éstas contenían alguna cosa contraria a lo decretado en Cortes, o contra los fueros y privilegios de provincias y ciudades, demuestra evidentemente que las decisiones de las Cortes ponían también ciertos límites al poder absoluto de los Reyes.

  
Y obsérvese bien que aquellas palabras "obedézcase y no se cumpla" no fueron una pretensión orgullosa de nuestro Consejo, sino que, cosa singularísima que acaso no se halle en ninguna otra nación de Europa, son una ley hecha por el Rey Don Juan I, en las Cortes de Burgos, en 1379. Y lo mismo en otros términos fue dispuesto más tarde por Felipe V, el cual "no deseando -dice- más que el acierto, cargaba la conciencia de los consejeros de Castilla si no llegaban hasta a replicar contra sus reales disposiciones cuando no las hallaban conformes a justicia" (Ley 5, lib. IV, tit. IX, Novis. Recopil.) Concluyo, pues, que nuestros Reyes, por la gracia de Dios, no fueron jamás absolutos, en el sentido que el liberalismo da a esta palabra.

  
Al contrario, el liberalismo, siguiendo sus principios, no sólo es absoluto, sino despótico, sino tiránico. El liberalismo es puro absolutismo porque se atribuye a sí un poder que no le viene de Dios, de quien prescinde, no del pueblo soberano, porque a éste no se le concede sino el vano y ridículo derecho de depositar una boleta en una urna electoral; derecho que se hace nulo por las mil intrigas, amaños, promesas, amenazas y a la vez golpes y heridas en las elecciones. Después de esto el liberalismo se arroga poderes absolutos, pues en las cámaras la minoría queda anulada por la suma mayor, es decir, por la fuerza; y la mayoría misma pende como niño del labio de un ministro responsable y, por esto, omnipotente. Por igual razón el liberalismo es siempre despótico; porque la mayoría, pendiente de un ministro omnipotente, impone su voluntad a millones de voluntades, que por ser el mayor número tendrían más derecho de mandar y de gobernar que el ministro todopoderoso que les impone la ley. Además, el liberalismo es despótico porque, desprestigiando toda autoridad y desencadenando las pasiones como hace siempre en todas partes, en último resultado no queda elección sino entre la anarquía o la dictadura militar; dictadura que ha sido, de hecho, el Gobierno de España desde hace treinta años hasta el día. Por fin, el liberalismo principió generalmente en todas partes por ser tiránico, imponiendo leyes inicuas. De una plumada arrojó de España a unos 20.000 religiosos de sus conventos, obligándoles a expatriarse o a morir de hambre. De otra plumada despojó a la Iglesia católica de todos sus bienes, incluyendo en esa expoliación el patrimonio de las vírgenes consagradas a Dios. Lo mismo está haciendo ahora el liberalismo en Italia, y lo ha hecho antes en otras partes. Por todo lo cual se ve que el liberalismo moderno es por esencia absolutista, despótico y a la vez tirano; mientras que los Reyes católicos no pueden serlo sino por excepción de la regla y faltando a sus propios principios. Y ¿por qué? Porque nosotros, confesando que todo el poder viene de Dios y que los derechos y deberes de los Reyes y de los súbditos tienen origen divino, no reconocemos más Rey absoluto que Dios, de quien todos dependemos; en lugar de esto, el liberalismo, proclamando la libertad e independencia de la razón con la soberanía nacional, queriendo, sin embargo, gobernar, tiene que echar mano de la fuerza bruta o de la dictadura.
  

Pero nosotros no queremos solamente Reyes por la gracia de Dios, sino también Rey legítimo; pues sin esto no hay seguridad, no hay paz posible, especialmente en nuestros tiempos; hay, al contrario, por la necesidad de las cosas y por culpa de las pasiones humanas, mil trastornos y calamidades para las naciones. La guerra de sucesión sobrevino a la muerte de Carlos II, y tuvo en combustión por muchos años no sólo a la España, sino a la Europa entera. Las incertidumbres del Rey electivo trajeron al fin la ruina de la noble nación polaca, la cual, después de casi un siglo, todavía se levanta convulsivamente contra la mano que la subyuga. Y por no citar otros ejemplos, la legitimidad de mi amado e inolvidable esposo  Carlos V era reconocida por casi todos los soberanos de la Europa; no la negaron jamás los liberales en sus conversaciones privadas; la confesaron, tal vez, públicamente en las cámaras; pero ¿cuál fue el resultado de no haberla respetado? Primero, una guerra civil de siete años, luego, veinticuatro años de motines y revoluciones liberales,  la dilapidación de los bienes y de los tesoros de la nación, una deuda espantosa,  un trastorno universal en las leyes,  una grande perversión de costumbres, y una increíble confusión de ideas en todas las cosas. Y el caso es que, concluida materialmente la guerra, siguió ésta y sigue aún en los ánimos, ni es posible que concluya sino volviendo al principio de la legitimidad. El trono vacila desde la muerte de Fernando VII porque, sentado sobre falso fundamento, está siempre bamboleándose; y vacilando el trono es necesario que haya incertidumbre en todo; no se puede prever hoy lo que será mañana, porque los principios liberales tienen socavados sus cimientos. La existencia misma del Trono ha sido varias veces puesta en discusión no sólo en las calles y barricadas, sino también en las cámaras mismas; y en verdad (digan lo que quieran los liberales que se agarran al Trono de Isabel como a tabla de salvación), existiendo ese Trono únicamente por gracia de la soberanía nacional, igual razón tienen los socialistas de Loja y los puechetas de Madrid que lo combaten, que los vicalvaristas u otros que le defienden. Y así mañana algunos otros por creerlo útil a sus miras y teniendo medios, quieren sustituir a mi sobrina Isabel por un Coburgo o un Napoleón, o bien un general cualquiera, también tendrían razón, sin apartarse un ápice de los principios del liberalismo.
  

Todo está en que llegue a ser un hecho consumado. Por último, si viendo en España la anarquía en permanencia,  algunos potentados de Europa se conciertan entre sí para repartirse la España, todo sería debido al liberalismo, que consigo trajo la división y la ruina. Pero no, ¡gracias a Dios! Porque todavía se halla en pie y unido el gran partido monárquico-religioso, que siguiendo la sagrada divisa Religión, Patria y Rey, sabrá con su constancia y proverbial heroicidad salvar a la España. Escrita está ya nuestra divisa; levantado está el estandarte real. Carlos VII es nuestro caudillo, y llegado el momento de la lucha, no dudo que muchos de los liberales que hoy nos combaten como si fuésemos (que no lo somos) enemigos, nos abrazarán como hermanos, y lejos de envidiar nuestra gloria, participarán de ella, tomando parte en nuestros combates. En ellos late todavía un corazón español, pura sangre española circula por sus venas. Es, pues, consiguiente en los liberales de hoy haya mañana bastante generosidad de ánimo para sobreponerse a todo respeto humano, y al mezquino interés de partido, y para alistarse bajo nuestra bandera. Treinta años empleados en puros y vanos experimentos, con infinitos daños para la nación, han debido bastar para convencerlos a todos de que, no volviendo a nuestra divisa Religión, Patria y Rey, corremos a paso de gigante a nuestra completa ruina. A su sombra triunfaremos, y entonces haremos ver que, partiendo de la inquebrantable base de nuestra divisa en el sentido expuesto, puede establecerse en España una verdadera y sólida libertad individual y doméstica, civil y política, junto con el orden, la paz y la seguridad. Entonces haremos ver que no necesitamos mendigar ni constituciones, ni leyes, ni libertades extrañas, y que dentro del anchuroso espacio de nuestra divisa cabe todo progreso en las artes, en las ciencias, en el comercio, en la industria; que podemos vivir con vida propia e independiente; que, en fin, sin vanidad, podemos aún ser grandes entre los grandes, sin abajarnos a recibir la ley de nadie.

  
Estos nuestros principios monárquico-religiosos son en algún modo para nosotros lo que el alma es para el cuerpo: son toda nuestra vida doméstica, civil y política; son toda nuestra historia, son nuestra ley suprema, son nuestro honor y nuestra gloria nacional. Por consiguiente, abandonarlos por adoptar principios liberales extranjeros es como desnaturalizarnos. En las naciones, como en los individuos, hay sus diferencias de temperamento y de organización; y lo que conviene a estos no conviene a los otros. Ténganse allá otras naciones sus constituciones, sus leyes y sus costumbres y no pretendan neciamente plantar y hacer fructificar igualmente la misma planta en diferentes climas, pues en éste morirá lo que en otro prospere. La planta de nuestra nacionalidad tiene aquellas tres profundas raíces: Religión, Patria y Rey; y si a éstas queremos sustituir las contenidas en la fementida fórmula francmasónica: libertad, igualdad, fraternidad, entonces no mejoramos la planta, sino que la destruimos.
  

Aquí tenéis, pues, ¡oh españoles! mi parecer sobre las preguntas que me hicisteis; no sé si he respondido tan cumplidamente como podíais desearlo, pero he tratado de hacerlo. Si en algo falté, suplidlo vosotros con vuestra voluntad y con vuestra indulgencia. Como habéis visto, procuré no herir a nadie, porque, por una parte, no combato a los liberales, sino al liberalismo; no al errante, sino al error; y, por otra parte, debo confesaros que, gracias a Dios, en mi corazón caben todos los españoles. Mi vida fue una casi no interrumpida tribulación, porque defendí los principios que acabo de exponer, y esto debe ser una garantía para todos los españoles, de que si me engaño en algo, a lo menos hablo con plena convicción, y aun cuando me engañare, nadie puede negarme el respeto debido a una convicción acrisolada en el fuego de las tribulaciones, y a una constancia a prueba de toda especie de infortunios y de privaciones. No me avergüenzo de decirlo: pobre salí de España; pobre y de limosna voy viviendo hace treinta años, y probablemente pobre moriré; porque la revolución me ha negado hasta el pan que en dote me legaron mis queridos padres. 

Entre tanto, sintiendo que ya por el peso de mis años, ya por mi quebrantada salud, acaso no me será concedida la gracia de ver realizados mis vivos deseos del bien y felicidad de mis amados españoles, he querido, respondiendo a vuestras preguntas, dejaros consignada en esta larga carta mi voluntad, que es mi testamento.

               Soy vuestra siempre,

María Teresa de Braganza y Borbón."

               Baden, cerca de Viena, 25 de septiembre de 1864.