jueves, 29 de julio de 2010

La prohibición de los toros

El gran Leonardo Castellani nos recordaba que la mejor respuesta que podemos oponer a la criatura insensata que se obstina en el error es ignorarla desdeñosamente: «A un hombre que se quiere engañar,/ ¿qué castigo le hemos de dar?/ Dejarlo que se engañe, amigo./ ¡No hay peor castigo!».

Pues, en efecto, cuando porfías con el insensato, tratando de sacarlo de su error, sólo consigues que te embrome y te haga chapotear en el lodazal de sus sofismas; y, lo que es todavía peor, contribuyes a hacer propaganda de su error.

Viene esta reflexión como anillo al dedo para ilustrar el episodio de la prohibición de los toros en Cataluña: la porfía con los insensatos no ha servido para evitar que los prohíban; y, en cambio, ha favorecido la propaganda de sus tesis antitaurinas, que a fuerza de ser repetidas y divulgadas por los medios de masas han logrado calar en una porción creciente de la población. Tales tesis antitaurinas, envueltas en los lustrosos ropajes del emotivismo animalista, sólo tratan de esconder la verdadera causa de la prohibición, que no es otra sino el odio a España y a los signos constitutivos del genio español; pero, aunque muy taimadamente falsas, tales tesis resultan muy atractivas, sobre todo entre las nuevas generaciones, que han sido educadas en la religión del ecologismo. Contra tales tesis antitaurinas se han esgrimido argumentos a mi juicio equivocados, que soslayan el meollo de la cuestión (el odio a España y a los signos constitutivos del genio español), para enarbolar la bandera de otra religión muy del gusto de nuestra época, que es la religión de la libertad. Pero a nadie se le escapa que a la libertad nadie le ha dado vela en el entierro de la fiesta nacional; pues hubo épocas en que en España no hubo libertad (no la hubo, al menos, en el sentido en que ahora se proclama) y las corridas de toros se celebraban tan ricamente en Cataluña.Para salvar media docena de corridas se ha porfiado con los insensatos que pretenden prohibirlas; y el resultado de tales porfías no ha sido otro sino afianzar a los insensatos en la prohibición, con el añadido de la propaganda que se les ha hecho, que a muchos españoles de las generaciones jóvenes ha vuelto antitaurinos, en un sibilino ejercicio de ingeniería social que, poco a poco, alcanza su objetivo último. Y tal objetivo último no es -como algunos ilusamente creen- prohibir la fiesta nacional en Cataluña, sino dejarla morir por inanición en el resto de España, cercenando su transmisión cultural -traditio- y dificultando el recambio generacional entre sus aficionados, que son quienes la sostienen. En los últimos años, invitado a perorar en algunos colegios, he tenido ocasión de comprobar cómo tal objetivo se va cumpliendo implacablemente, a medida que crece la propaganda de las tesis antitaurinas: preguntado por los chavales de los colegios sobre mis aficiones, cuando les mencionaba los toros, percibía en sus rostros los estragos del horror, y en sus labios una mueca de ofendido pasmo que no hubiese sido mayor si les hubiese dicho que me gustaba torturar niños para después comérmelos crudos. Esos chavales en quienes se inculca, mediante una propaganda emotiva, la aversión a los toros, son quienes en verdad deberían preocuparnos; porque lo peor no es que unos insensatos se quieran engañar, sino que sus insensateces, divulgadas con altavoces, acaben imponiéndose entre españoles a quienes se les está enseñando -de forma sibilina, pero imparable- a odiarse a sí mismos.

Juan Manuel de Prada|ABC

miércoles, 28 de julio de 2010

Manifiesto contra la sociedad al revés

 La causa final de la sociedad es el bien común temporal, la vida común según la virtud. La virtud específica que regula el logro de ese bien común es la justicia general, virtud que se predica de distinta manera en gobernantes y gobernados. En los primeros, en quienes es más eminente y arquitectónica, se manifiesta sobre todo en la promulgación de leyes justas ordenadas al bien común y en las decisiones prudentes de gobierno enderezadas al mismo fin. En los ciudadanos, principalmente, se manifiesta en el cumplimiento de las leyes y en la adquisición de las virtudes necesarias para concurrir a los actos legales y de gobierno: fortaleza, templanza, liberalidad y, sobre todo, prudencia.

En cuanto a la orientación de una muchedumbre a un bien común, podemos distinguir entre situaciones de explícita y constitutiva búsqueda; situaciones de búsqueda parcial o imperfecta, y por último situaciones de evitación sistemática o de exclusión programática. Las dos primeras situaciones son legítimamente llamadas sociedades políticas y se ordenan la una a la otra como lo imperfecto a lo perfecto. El anómalo tercer escenario lo hemos llamado disociedad o sociedad al revés: también se puede denominar “tiranía”, aunque parece que la tiranía designa más específicamente a un gobierno que a un sistema.

Es la misma naturaleza humana la que establece la preeminencia del bien común sobre el individuo, por lo que esa misma naturaleza contiene una inclinación a la justicia general. Esa inclinación encuentra su fin adecuado en las sociedades bien constituidas, en un grado que puede ir de lo perfecto a lo menos perfecto. En una disociedad, esas mismas inclinaciones políticas, carentes de la rectificación necesaria por parte del gobernante, fácilmente degeneran en sumisión servil, convirtiéndose, por paradójico que resulte, en el mayor sustento de ese tiránico simulacro de organización política.

Como colofón a estas consideraciones apresuradas, aventuro alguna reflexión de naturaleza práctica:

1) Hagas lo que hagas, obra con prudencia y ten presente el fin por el que obras, dice el viejo proverbio . Una conclusión genérica se impone: la inclinación hacia el bien común está inscrita en nuestra naturaleza y no podemos renunciar a ella sin traicionarnos a nosotros. Por lo tanto, lo que en situaciones normales nos empuja a la obediencia de la ley, en las patológicas como hoy, nos demanda la resistencia a la disposición inicua. Pero no sólo eso: debemos aspirar a la recreación de un orden político al servicio del bien común;

2) Así pues, un movimiento “social” dirigido a la mera “objeción” a la “norma tiránica”, sólo en apariencia se inserta en la dinámica del bien común. Tales movimientos, para ser legítimos, deben incluir en su definición una finalidad proporcionada: es decir, la reversión de una situación social patológica y su sustitución por un orden político justo.

3) El espejismo “democristiano” ha sido adecuadamente confutado por plumas más competentes, demostrando errores antropológicos y de contrariedad con la doctrina política de la Iglesia, por ejemplo, recientemente, por Danilo Castellano o Miguel Ayuso. Baste aquí decir que la política de pretendido parcheo desde el interior de la disociedad adolece de la misma tacha que los movimientos “sociales” a los que me refería en el punto 2: limitan sus aspiraciones a tal o cual acción, prescindiendo de la postulación natural de la finalidad política: el bien común, sostenido por el orden constitutivo justo.

4) Por esos motivos, aun cuando materialmente se pueda coincidir, con matices, en determinadas propuestas de estos movimientos “sociales” o con iniciativas democristianas, es fundamental identificar su inadecuación a las exigencias concretas y naturales humanas en el orden político y, por lo tanto, “teniendo presente el fin por el que obran”, denunciar su condición de obstáculos para el bien común.

5) Esa confinación a lo privado o a lo parcial es más sinceramente confesada por otros grupos, como los que se autodenominan “libertarios” de tipo norteamericano. La imagen del granjero, con su rancho, su rifle y su caballo, es decir, de la autarquía que entiende lo público como enemigo al menos potencial y de lo que hay que defenderse, se ha abierto paso entre muchos católicos desarraigados de la tradición política propia. El bien común propiamente hablando, como bien distinto y superior a los bienes particulares, no como mero orden público o como asistente de los ciudadanos en la consecución de sus fines privados, ha desaparecido. Por comprensibles que resulten estas reacciones, no podemos dejar de señalar su gravedad. Insistamos una vez más: el bien común no es una convención, ni una imposición positivista, sino una inclinación y una exigencia de la naturaleza humana.

6) En último término, la gran masa de los católicos “despolitizados” y desorganizados se integra pacíficamente en el sistema disocial, prestando su apoyo a una u otra fuerza gobernante. En estos, la renuncia al bien común, y por lo tanto al orden político justo, se suma a la culpable complacencia o lamentación, según los gustos, ante los avances corruptores de la disociedad democrática.

7) Aunque sea la justificación favorita de los católicos integrados en el sistema, la cuestión de la pretendida “efectividad” es también esgrimida, a modo de argumento decisivo, por los movimientos “sociales” católicos y por los democristianos. Tal es el grado de alejamiento de los principios políticos naturales y cristianos, los cuales, como no podía ser menos, se rigen por la moral natural y católica, uno de cuyos axiomas más sagrados es el de que el fin no justifica los medios, nunca. Además, nada impide que confluyan nuestras fuerzas para eventuales bienes particulares y para evitar males mayores, pero esa concitación nunca ha de hacerse, como habitualmente se exige, ensombreciendo el fin último de la acción, el bien común. Es decir, la aspiración del orden político cristiano al servicio de ese bien común.

8) En gran parte, la culpa no ya de la inoperancia católica, sino del abisal grado de esa inoperancia, es debido a esa “fascinatio nugacitatis”, fascinación de las cosas sin valor, que domina a los “católicos profesionales”. Como dice el libro de la Sabiduría, esa fascinación, “oscurece las cosas buenas”. Invirtamos los términos: la única “unidad de acción” posible, no será la ligada a “operaciones concretas”, es decir, a bienes particulares o a parches, sino la que se deduce de la unidad de finalidad: para lo cual debemos ser suficientemente unánimes sobre el orden político necesario para el bien común. Si, como parecen afirmar –nunca con claridad- este desorden actual de cosas les vale y lo único que necesitamos es enderezarlo con acciones puntuales, queda claro que, aunque reducidos a un puñado ínfimo, los que sostenemos la esperanza política fiados sólo en la naturaleza de las cosas y en la fe y en la doctrina imperecederas de la Iglesia, no podemos ceder sin comprometer esos bienes que están por encima de nosotros.

9) Uno de los pilares de esa esperanza política (también “contra toda esperanza”) es el de la legitimidad. No se trata solamente de mantener unos principios universales inviolables. Además, el bien común, como todo bien, procede de una “causa íntegra”. En el caso de la comunidad política de las Españas, ahora reducida a su condición de bien común acumulado y latente, la constitución histórica de nuestra patria ha sido monárquica y la corona era la depositaria de la legitimidad política. Bajo esa legitimidad, despojados de defectos ideologizantes, cabrán agrupados y ordenados los esfuerzos de los que, de verdad y sin altisonantes retóricas desean contribuir al bien común.
10) Todos los intentos de aventuras políticas “católicas” en la historia reciente de España deberían servir para confirmar empíricamente lo que se deduce de los viejos principios. Los católicos que deseamos vivir -también en el orden político- conforme a la doctrina de la Iglesia somos un grupo minúsculo. En parte el mal viene de muy lejos, como ya he señalado en otros lugares, del abandono de la doctrina social. La crisis atroz que vive la Iglesia ha agudizado el problema, acabando de desfigurar ante sus propios hijos las exigencias naturales y cristianas de la vida en común. No hay que darle muchas vueltas: sociológicamente somos un fleco ridículo en esta disociedad. Somos un “ruido estadístico” y pensar sobre nuestra acción política en términos que antepongan una efectividad puntual es una majadería. Sin embargo, en todo “tenemos presente el fin”. Nuestra acción no servirá de mucho si no está penetrada de esa presencia del fin: desde la laboriosa adquisición de las virtudes necesarias para la justicia general (fortaleza, magnanimidad, templanza, liberalidad, ¡prudencia!), hasta el estudio y la explicación de la doctrina política a todo el que quiera conocerla, pasando por la creación de familias educadas en el servicio a ese bien común político o creando obras educativas, económicas o artísticas. En todo ello, la causa final es la instauración de un régimen –utilicemos nuestro lenguaje más propio– de reinado social práctico de Nuestro Señor Jesucristo. Ése, y no otro, es el bien común (por limitado que sea) que nos es asequible en estas desdichadas circunstancias. Èse, y no otro, es el principal campo de batalla con nuestros equivocados hermanos los católicos extrañados de su herencia doctrinal, pero también de la naturaleza política.

11) Si algún día –quiéralo Dios– hemos de poder levantar la mano para poner fin a este desorden perverso y para contribuir a la reconstrucción de una sociedad justa y católica, será por Providencia de Dios y como un signo en medio de la Historia, como siempre lo fue antaño. El cristiano, teniendo en cuenta las distinciones anteriores, es hombre de oración y en la oración hemos de pedir conformarnos a los sabios designios de Dios. Y para no incurrir en la maldición del apóstol Santiago el menor, ésa de que pedimos y no recibimos porque pedimos para satisfacer nuestra concupiscencia, habremos de preparar ese momento con el cultivo de nuestros deberes de estado, con la adquisición de las virtudes conducentes a la justicia general y haciendo un resuelto apostolado político, transparente y sin concesiones. No hace tanto tiempo –y era ya entonces inverosímil- que las laderas de Montejurra se llenaban de fieles carlistas, como siempre esperando contra toda esperanza. Como reclamaba “la pucelle”, libremos, pues, el buen combate y Dios, si le place, dará la victoria. Nosotros seremos, llegado el caso, colaboradores asombrados, en primera línea de frente.

12) Con todas las limitaciones actuales, el germen –continuidad histórica de la legitimidad- de esa fe política hispánica, es el carlismo . Cuando todas las fantasías se han intentado y han defraudado, sigue siendo la hora de la tradición española, martirial e improbable. Llena de sorpresas.

El Brigante

[4ª y última parte de Algunas consideraciones para la acción política en disociedad. Aquí , la 1ª; aquí , la 2ª; yaquí , la 3ª].

martes, 27 de julio de 2010

Thomas Molnar (1921-2010), un reaccionario ecléctico y universal

Thomas Molnar nació en Budapest en 1921 y con apenas cinco años su familia se trasladó a Transilvania, zona gris cuando no caliente entre lo magiar y lo rumano. No sintiéndose parte de ese mundo dividido y de frontera fue conquistado, ideal y definitivamente, por la cultura francesa. Detenido durante la II Guerra Mundial por los nazis, sobrevivió a tres campos de concentración y, tras la guerra, escapó del régimen comunista establecido en Hungría. Estudiante maduro primero en Bruselas y fugaz paseante parisino, en 1949 abandona Europa hacia los Estados Unidos en busca de un espacio donde desenvolver su infinita curiosidad al tiempo que su arraigada lealtad. Allí pasará, como un extranjero, sesenta años, entre viajes constantes por todo el mundo, pero en particular por Europa, y con la alegría de la vuelta a casa –aunque parcial, pues dividió el año en un semestre húngaro y otro americano– a su país natal desde la caída del telón de acero. De todos dejaría crónicas sabrosas e incorrectas, algunas en grado sumo, como su visión de África del Sur (1966).

Inadaptado a la cultura estadounidense, que le asfixiaba por su conformismo, sentimiento compartido –por razones diversas– con el hispanófilo Frederick D. Wilhelmsen y el germanófono Paul Gottfried, padeció en sus carnes lo que llamó “el calvario del escritor exiliado”. Cuando volvió a dictar cursos en la Universidad de Budapest me envió una carta alborozada en que se me presentaba reconciliado con una academia en que había vuelto a encontrar colegas agudos y estudiantes aplicados. Y lo escribía el doctor de Columbia y profesor en Nueva York. Claro es que su anecdotario dificultaba la refutación. Contaba, por ejemplo, cómo en una reunión sobre la dimensión moral del capitalismo, promovida por Richard Neuhaus y presente Christopher Lasch, se encaró con el economista del grupo, y no menos relevante que los dos citados, Georges Gilder, para preguntarle si el businessman que se gana el pan publicando literatura pornográfica era también un agente de la moralidad pública. Y obtener, tras un segundo de duda, como respuesta: Sí… O la llamada telefónica que le hizo un decano de una conocida universidad californiana para interesarse por un tal Otto de Habsburgo a quien le habían sugerido invitara como orador en el acto de fin de curso. Sí –respondió– lo conozco personalmente y, además, la familia de este señor dio los reyes a mi Hungría durante siete siglos. Aunque el tono era sarcástico, no produjo reacción alguna en el interlocutor, salvo una nueva pregunta: ¿podría decirme cuáles son las relaciones entre este señor y el comunismo? Muy poco cordiales, fue ya la lacónica respuesta. Muchas gracias. Buenas tardes.
La obra de Molnar se situó en ese género de ensayo filosófico y de interpretación histórica en el que tan fácil es tener éxitos efímeros como difícil perseverar en el acierto. Es verdad que muchos scholars habrán mirado con displicencia el tipo de escrito característico salido de su abundante e incansable pluma. Pero no lo es menos que cada una de las piezas urdidas en su telar exhiben un acervo de cultura impresionante. Y es que, en ocasiones, y más a menudo de lo que pudiera creerse, la señal del pensamiento auténtico se escapa por entre los intersticios del sistema para acogerse a la hospitalidad del estilo libre y suelto. Cuando, como era el caso del profesor Molnar, los problemas de variada índole (teológicos, filosóficos, políticos, sociológicos, psicológicos, artísticos, literarios, etcétera) se engarzan con la naturalidad con que fluían en él, este tipo de ensayo alcanza su más alto nivel al tiempo que su sentido más genuino. Su prosa, además, en inglés o francés, idiomas en los que escribía directamente sus libros y artículos, alcanzaba un atractivo singular. Quizá no tuviera la facilidad discursiva del francés límpido ni el conceptismo del buen inglés. Pero mezclaba ambas cualidades con un estilo en extremo sugerente que “dice mucho más de lo que dice”.

Mejor que una lista desencarnada de sus libros es una biografía intelectual por más que telegráfica. Se abrió camino con un libro sobre Bernanos (1960), si bien durante cierto tiempo su fama vino unida a su ensayo denuncia de la utopía como “perenne herejía” (1967), prolongación de su examen del “declive del intelectual” (1961). Cultivó la filosofía pura en textos sobre “Dios y el conocimiento de la realidad” (1973), los “arquetipos del pensamiento” (1995) y el “regreso a la filosofía” (1996). Echó su cuarto a espadas sobre la política exterior de los Estados Unidos, mostrando su “doble cara” (1962) e incluso su “dilema” (1971) y destacando el fenómeno de la “emergente cultura atlántica” (1994). Se preocupó con el cambio epocal sufrido por la Iglesia católica tras el II Concilio Vaticano con “¿ecumenismo o nueva reforma?” (1968) y, singularmente, “la Iglesia, peregrina de los siglos” (1990), alineándose contra la ideología de la secular city del “humanismo cristiano” (1978) y simpatizando con la posición del Arzobispo Lefebvre. Atrajo su interés el pensamiento político clásico y católico en “el animal político” (1973) y “los poderes gemelos: la política y lo sagrado” (1988). Fustigó a la izquierda, enemiga de toda autoridad (1977), viéndola “de frente” (1970) o “en la encrucijada” (1970) en diálogo ora empático ora crítico, respectivamente, con Augusto del Noce y Jean Marie Domenach. Sus análisis políticos le condujeron, desde avizorar un “socialismo sin rostro” (1976) como tercer modelo, hasta individuar el signo del presente en la “hegemonía liberal” (1992) de una sociedad civil autorregulada, con la consecuencia de la “puesta entre paréntesis” de Europa (1990) y el triunfo de la “americanología” (1991) subsiguiente al “desfiguramiento del modelo” estadounidense tal y como lo describió Tocqueville (1978). Es el reino del “Estado débil” (1978), coloso con pies de barro, que no cumple su función constitutiva mientras sigue invadiendo ámbitos que no le pertenecen. Por eso le gustó mi “¿Después del Leviathan?”, que citó generosamente. En su testamento espiritual –”Yo, Símaco” (1999)– juega con la figura del senador Símaco, jefe del partido pagano en la Roma del siglo IV, para simbolizar su defensa de la tradición católica azotada por la rendición ante el mundo moderno. Una paradoja muy de su gusto, que ilustró en una carta preciosa que, como todas las suyas, conservo.

Culto, ecléctico e irónico, era también valiente y directo. Resulta, por ello, difícilmente encasillable entre las distintas familias de la “derecha”. Su forma mentis era la de un reaccionario a la francesa. Pero era bien sensible a las debilidades y contradicciones, como si intuyese unos límites que no quería rechazar, de ese mundo. De ahí que pudiera abrirse en ocasiones al conservatismo de matriz liberal, como se observa en su aprecio de Ortega, o coqueteara (cierto que lo justo) con la “nueva derecha” de Alain de Benoist, de modo que su diálogo sobre el “eclipse de lo sagrado” (1986) concluyó con el rechazo de la “tentación pagana” (1987). Y si será recordado como un teórico de la “contrarrevolución” (1969), no maquilló nunca las causas de su fracaso. Decididamente no era hombre de grupo y terminó por disgustar a casi todos los equipos con los que colaboró. En Francia le pasó ejemplarmente con Itinéraires, dirigida por Jean Madiran, y donde pese a todo trabó amistad con Gustave Thibon, Marcel de Corte o Louis Salleron. Últimamente se sentía a gusto en Catholica, la excelente revista de Bernard Dumont, en cuyas páginas coincidíamos con frecuencia.
En España, de la que vio y vivió su licuefacción espiritual, su principal valedor fue probablemente Alfredo Sánchez Bella, a quien describió como un mecenas renacentista, inteligente, apasionado y cultivado, que en los años setenta se ocupó de editar en castellano algunos de sus libros y difundir su pensamiento. Yo lo conocí a finales de ese decenio en el seno del hogar intelectual de la tradición católica española que era y es la revista Verbo de Eugenio Vegas Latapie y Juan Vallet de Goytisolo. Donde no dejó de colaborar hasta que los achaques de la edad le impidieron seguir escribiendo. Tras Sánchez Bella tengo a gala haber proseguido quizá como nadie esa amistad intelectual y personal. En Madrid, Barcelona, Alicante o Córdoba; en Niza, Bolzano o Budapest. Nunca, en cambio, en los Estados Unidos. Me urgía, bromeando, a que abandonara por un año mis “tournées” hispanoamericanas y aceptara su invitación para quedarme una larga temporada con él y su esposa en los Estados Unidos: “Se dará cuenta de que no exagero en nada”. Después de la última Semana Santa, que pasé según mi costumbre en una abadía benedictina provenzal donde se conserva la verdadera liturgia de la Iglesia, y no la protestantizada que le horrorizaba tanto como a mí, le llamé por teléfono. Ildiko, su mujer, me advirtió con delicadeza de que estaba muy cansado. Y de que cuando estuviera mejor él me llamaría. Cuando ayer, día 21, mi teléfono celular reconoció su número, respondí deseoso de escuchar algún juicio acerado sobre los acontecimientos últimos de este mundo desquiciado. La voz, en cambio, era de nuevo la de Ildiko: “Thomas ha muerto esta mañana. Antes me había dicho que le llamara a usted”.

Descanse en paz.

Miguel Ayuso|FARO

sábado, 24 de julio de 2010

Teología y política

de 
La política debe servir al hombre. He aquí la gran verdad, que estamos proclamando con insistencia. De aquí que, llegado el caso de que este bien moral del hombre, sin ser destruido, fuese subordinado a un bien superior, la política tendría también que subordinarse a ese mismo bien superior.

Tal es lo que ocurre en la presente economía de cosas en que Dios, por un efecto de su infinita bondad, se ha dignado elevar al hombre a un fin sobrenatural, totalmente no debido a toda naturaleza creada o creable.

El bien que ha de procurar la política en la presente condición de la humanidad rescatada no es puramente ético: está subordinado al fin sobrenatural. Lo cual no significa que deba regir a los ciudadanos para llevarlos a la vida eterna. Ni tiene potestad, ni es capaz de ello. Su misión es ordenar la vida de la comunidad en su condición terrestre. Pero al ordenarla en su condición terrestre, al legislar las condiciones de la convivencia social, ha de tener presente esta elevación sobrenatural del hombre, y no solamente no ha de dictaminar nada que se oponga a la fe cristiana, sino que ha de ponerse al servicio de ella, según explicaremos al referirnos a las funciones de la autoridad.

La política no es independiente de la teología; está intrínsecamente subordinada a ella como lo está toda actividad moral. La verdad de esta doctrina escapa a la mutilada inteligencia moderna, que ni conoce el ámbito propio de la política ni el de la teología, ni posee el sentido de la subordinación jerárquica. Santo Tomás la expone de modo admirable en su mencionado opúsculo DEL. REINO.

Puesto que el fin de esta vida que merece aquí abajo el nombre de vida buena es la beatitud celeste —dice Santo Tomás—, es propio de la función real procurar la vida buena de la multitud en cuanto le es necesaria para hacerle obtener la felicidad celeste; lo cual significa que el rey debe prescribir lo que conduce a ese fin y, en la medida de lo posible, prohibir lo que se opone.

Cual sea el camino que conduce a la verdadera beatitud y cuáles sus obstáculos, conócese por la ley divina., cuya doctrina está reservada al sacerdote, según aquello de Malaquías: "Los labios del sacerdote son depositarios del saber".

De aquí que para el buen gobierno de una sociedad política sea menester instruirse del magisterio de la Iglesia, la cual, poseedora de todo saber humano y divino, conoce "la verdadera finalidad de la sociedad política". Si el laicismo es un sangriento absurdo en el puro orden natural, en el orden sobrenatural a que está elevado el hombre, no hay palabra adecuada para definirlo. Sólo el diablo ha podido alucinar con este engendro de imbecilidad a las naciones cristianas, convenciéndolas de que hay sectores de la actividad humana que se bastan a sí mismos, que están dotados del privilegio de la Aseidad, que no necesitan doblegarse ni ante la Iglesia ni ante Dios. Hasta ha podido convencer a buen número de católicos, que sólo conocen de la Escritura —por haberlo leído en los autores liberales y socialistas— aquello de "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios", ha podido convencerlos —digo— de que el César (la política) forma un mundo aparte, omnisuficiente. Como si el César, con lo que al César pertenece, no estuviera subordinado, como todo lo contingente, a Aquél de quien desciende todo bien.

En resumen, la sociedad política es esencialmente moral, porque moral es el movimiento que la origina y porque del orden moral es la ley fundamental que la rige. De ahí que deba permanecer intrínsecamente suspendida del orden teológico.
Todo lo dicho nos conduce a determinar en la constitución esencial de la sociedad política las cuatro causas: eficiente, material, formal y final, que, según enseña Aristóteles, agotan la esencia de todo ser.

Las familias y demás asociaciones naturales y libres que se congregan en la unidad social son la causa material, el elemento indeterminado de la esencia política. No son, pues, los individuos quienes integran inmediatamente la sociedad, ni en quienes, en último término, ella se resuelve. Esta observación es de capital importancia para resolver los problemas planteados por la democracia moderna, con el sufragio universal y el feminismo.

El vínculo concreto, el régimen de sociedad por el cual todas las familias viven congregadas en la conspiración del bien común, constituye la causa formal.

El bien común temporal, cuya realización se procura, es la causa final próxima de la sociedad, y los hombres, impulsados por la ley natural a entrar en sociedad política, son la causa eficiente de la misma.


"Concepción católica de la política"
P. Julio Meinvielle

Sobre tradicionalismo, conservadurismo y liberalismo

de 

Ya hemos tratado sobre estos temas en alguna ocasión en los blogs amigos del barrio. A raiz de los comentarios surgidos de mi post del otro día, me propongo ahora dar otra pincelada con la intención de proponer ideas que permitan aclarar el asunto.




Un poco de historia




La diferencia y el enfrentamiento entre unos y otros no se comprende sin entender su génesis histórica, que tiene todo que ver con la génesis de Europa, tal como la conocemos. F. Elías de Tejada vió muy claro que Europa nace de la ruptura del orden cristiano y teocéntrico medieval, e identifica esta ruptura en seis etapas sucesivas, que son: 
  1. Lutero rompe la unidad religiosa
  2. Maquiavelo paganiza la ética
  3. Bodino inventa el poder desenfrenado de la souveraineté
  4. Grocio seculariza al intelectualismo tomista en el derecho
  5. Hobbes seculariza en el derecho el voluntarismo scotista
  6. por último quiebra la jerarquía institucional con los tratados de Westfalia
Decía, además, Elías de Tejada:

“Por lo cual Europa posee una carga de doctrinas propias, opuestas a las de la Cristiandad. La Cristiandad fue organicismo social, visión cristiana y limitada del poder, unidad de fe católica, poderes templados, cruzadas misioneras, concepción del hombre como ser concreto, parlamentos o cortes representativas de la realidad social entendida como corpus mysticum, sistemas legales o "forales" de libertades concretas. Europa es entendimiento mecanicista del poder, neutralización secularizada del mando, coexistencia formal de credos religiosos, paganización de la moral, absolutismos, democracias, liberalismos, guerras nacionales o de familia, concepción abstracta del hombre, Sociedad de naciones, ONU, parlamentarismos, constitucionalismo liberal, protestantismo, repúblicas, soberanías ilimitadas de príncipes o de pueblos, antropocentrismo para regla de la vida y los saberes"


Ese proceso de ruptura continuada se lleva a cabo en todo el continente (muy ralentizado y en gran medida neutralizado en España), dando lugar de forma progresiva al moderno estado nacional, que queda definitivamente consagrado con la Revolución Francesa. En realidad, la Revolución Francesa no es tanto una nueva quiebra en la cristiandad como la consagración oficial de esa ruptura, pues el régimen de ella nacido y sus defensores se declaran abiertamente anticristianos. A partir de ese momento, la Revolución se extiende por toda Europa por las armas, encontrando contestación popular en algunas regiones concretas (el Tirol, La Vendée, Bretagne …), siempre en defensa de la Fe y el gobierno tradicional. El fenómeno español es absolutamente paralelo a los que se viven en el resto de Europa, con la salvedad de que en España la Cristiandad tradicional aún alienta en grandes segmentos de la población, y no pocas veces el conflicto ha sido considerado como mero enfrentamiento entre poderes internacionales y no tanto como una guerra de defensa contrarevolucionaria (que es lo realmente constitutivo de la contienda desde el lado español).




Liberalismo, si o si.




La contestación contrarevolucionaria en toda Europa tiene tintes muy similares, pero me centraré en lo sucedido en España para no embarullarme en detalles y excepciones concretas.
La contrarrevolución nace, por tanto, como un movimiento que presenta los siguientes caracteres específicos:

  • defensivo: los contrarrevolucionarios se agrupan para combatir frente a una agresión externa, por cuanto lo que se intenta imponer con la revolución es completamente ajeno a su propio ser social e histórico.

  • religioso: por encima de todo, se trata de defender la fe católica frente a la embestida anticristiana revolucionaria.

  • militar: la guerra es el camino al que se ven abocados, en combate desigual a vida o muerte para toda una cosmovisión.

  • popular: la adscripción a la contrarrevolución se produce, de forma natural y espontánea (al contrario que en el bando revolucionario), nutriéndose muy fundamentalmente de hombres y mujeres de extracción social humilde y en gran medida campesina.


En el caso español la lucha contrarevolucionaria se extiende a lo largo de todo el s.XIX, a través de las sucesivas “Guerras carlistas”, como epílogos inacabados de la guerra contra el francés.




Es con el paso del tiempo que el movimiento contrarevolucionario español va aquilatando un ideario concreto que le caracteriza y que va alimentando las corrientes de pensamiento que en adelante podremos identificar como “tradicionalistas”. Y esto responde a la necesidad de contraatacar en el terreno político lo que en el terreno militar no fué vencido. El tradicionalismo nace, pues, como reacción espontánea en el seno de una porción del pueblo que se resiste a rechazar el orden social cristiano, y no como un ejercicio especulativo racionalista (que es el caso de las distintas ideologías, surgidas todas de la Ilustración).




Hay que entender claramente esto: el tradicionalismo es contrarevolucionario, o no es. No se trata de una corriente ideológica como tal, sino más bien de una corriente de pensamiento ANTI-IDEOLÓGICO. El tradicionalismo pretende rescatar lo auténticamente sustantivo del antiguo régimen, porque allí se encuentra la auténtica racionalidad y el ser mismo no sólo de España como identidad histórica, sino de la comunidad social que se ordena libremente hacia la trascendencia. Lo que el tradicionalismo pretende no es reeditar el medioevo, sino restaurar la Tradición secular de una cultura que supo captar en la persona concreta la “imago dei” sobre la que debe descansar todo el edificio jurídico y político de una sociedad “justa y libre”.

Por contra, el liberalismo es la criatura primera y predilecta de la Revolución, su “coche oficial”. ¿En que consiste pues el conservadurismo? La postura conservadora es aquella que se opone a los excesos “jacobinos” del liberalismo radical, pretendiendo para ello la defensa de una serie de valores que podríamos entender como tradicionales porque son “los de siempre”. Y esa es la falacia que puede llevarnos a interpretar la cercanía “ideológica” del conservadurismo con el tradicionalismo. Sin embargo, lo cierto y verdadero es que la postura conservadora no plantea, ni de lejos, la derogación del sistema político instaurado por la Revolución. Ni siquiera se plantea la necesidad de revisar o criticar los esquemas de pensamiento implantados. La cosmovisión liberal se convierte, de facto, en una falsa neotradición que constituye la base sobre la que las distintas facciones combaten por el poder político y social, y el conservador no se plantea la necesidad de revocar ese estado de cosas. Muy al contrario, pretende mantenerlo a toda costa porque intuye que esa conservación es la condición primaria para la estabilidad. La realidad es que la cosmovisión liberal introduce en la sociedad una dinámica de violencia continua (la dinámica hegeliana) que evoluciona a lo largo de la historia atravesando periodos de mayor o menor radicalización revolucionaria, pero que no supone solución de continuidad en ese proceso. Así, el conservadurismo vive en la contradicción eterna de defender unos valores humanos y religiosos al mismo tiempo que un sistema (el estado moderno), que acaban colisionando inevitablemente entre si, porque el estado moderno basa su razón de ser en la exclusión primordial de la Iglesia Católica, como comunidad social y espiritual, en la res pública.

Por todo lo dicho, podemos asegurar que tradicionalismo y conservadurismo no sólo son antagonistas, sino que son corrientes radicalmente enfrentadas. Porque el conservadurismo, en su nula capacidad creativa y defensiva frente a la Revolución, ha constituido históricamente el elemento de descomposición más efectivo contra la Tradición.

viernes, 23 de julio de 2010

Memoria del Requeté

Salieron de todos los pueblos de Navarra: de Artajona, de Olite, de Sangüesa, de Leiza, de Tafalla, de Ujué. Y, por supuesto, de Pamplona. En esta última se juntaron, la mañana del 19 de julio de 1936, decenas de miles de ellos, muchos más de los esperados por los sublevados: a mediodía eran ya 30.000.

Iban en mangas de camisa, con alpargatas y albarcas, con escopetas de caza, con los pantalones de faena. Campesinos, labradores, artesanos. El bando sublevado los organizó en dos columnas, con destino Madrid y Guipúzcoa, respectivamente. Como eran tantos, no había ropa ni armamento para todos, y los más salieron al frente con viejos pistolones familiares y escopetas de caza; no fue sino hasta varios días después que fueron correctamente pertrechados.Hablamos de los requetés, los voluntarios carlistas que se alzaron contra la República. A ellos, a sus motivaciones, vivencias, experiencias, es decir, a su memoria real, no histórica, dedican Pablo Larraz Andía y Víctor Sierra-Sesúmaga esta obra monumental. No es un ensayo histórico, sino un libro de testimonios que, además, incluye un espléndido fondo documental, desde fotografías inéditas a cartas escritas desde el frente. No es un libro de historia, pero probablemente sea uno de los libros que mejor muestra las historias de la Guerra Civil, y permite recomponer ideologías, políticas y estrategias de aquel entonces.

Los carlistas de 1936 tenían en común dos cosas: eran, generalmente, de origen rural y de condición humilde -aunque también los había de las grandes capitales: algunos escaparon por poco de las chekas de Madrid o de las matanzas del Cabo Quilates- y no solían ser carlistas ortodoxos: no tenían una idea política elaborada: la mayoría, simplemente, creía en Dios y en un orden tradicional, que era el de sus padres y el de sus abuelos, y ardían de indignación ante las quemas de iglesias y conventos registradas durante la República. Se unieron al Requeté no por afinidad dinástica o tradicionalista, sino por pura e instintiva reacción a la bolchevización nacional. Por Dios y por la Patria, y sólo en tercer lugar por el Rey, al que no perdonaban su espantá de 1931.

Fueron, probablemente, la mejor milicia popular de la historia. Desde luego, fueron mucho mejores que las Brigadas Internacionales, o que las unidades italianas que combatieron a su lado; y, desde luego, más populares: y es que eran el exponente de un pueblo -el de Navarra; pero también hubo unidades andaluzas, vascas, catalanas, castellanas- masivamente levantado en armas o solidario con la causa. Del pueblo de Artajona, cuya población no llegaba a las 4.500 almas, partieron al frente 400 voluntarios. El movimiento carlista no eran sólo los tercios que luchaban en el frente: en retaguardia se organizó una compleja y completa logística de apoyo a los combatientes, en la que participaban desde las mujeres (margaritas) hasta los niños (pelayos). La suya fue una movilización doctrinal total y entusiasta, que quizá explique el éxito de los sublevados.

No fueron los carlistas hostiles a la Segunda República; en un primer momento la mayoría la miraba con indiferencia, pero se mantuvieron en un segundo plano hasta que se produjo la avalancha anticatólica, la retirada de crucifijos, los palos a los curas, la quema de iglesias y conventos: demasiado para una gente que solía contar con religiosos en sus familias. Evitar un holocausto católico es una razón que no deja de repetirse en este libro a la hora de las explicaciones del alzamiento requeté: querían evitar a toda costa que, con el Frente Popular, España deviniera una dictadura soviética, que fue exactamente lo que se instauró en la zona roja. Sin mayores pretensiones políticas, al final de la guerra volvieron como buenamente pudieron a retomar sus vidas previas.

Tampoco eran franquistas: reconocían en Franco a un buen mando militar, pero tenían más confianza con Mola, que les permitió desde el principio emplear la bandera nacional frente a la republicana y cuya muerte hizo a la mayoría sospechar; desde luego, se sintieron traicionados por Franco cuando, tras el Decreto de Unificación, vieron cerradas sus sedes y mermada su personalidad. Menos aún eran fascistas: partidarios de la tradición, despreciaban la revolución, tanto de derechas como de izquierdas, y aunque reconocían el valor que mostraban los falangistas en el campo de batalla, la relación entre unos y otros en la retaguardia dejó mucho que desear. “San José era requeté; el niño Jesús, pelayo; margarita era la Virgen; y la mula, falangista”, decía una célebre canción carlista.

No creían que la guerra fuese a durar mucho: en julio, el grueso creía que podría estar de vuelta en casa para la siega tardía, en septiembre. Más realistas eran los requetés huidos de Madrid, Vizcaya y Guipúzcoa, y especialmente los catalanes, agrupados en el Tercio de Montserrat, que estuvo al borde de la aniquilación.

El catolicismo insufló un particular espíritu a los requetés: de acuerdo con los testimonios aquí recogidos, estaban convencidos de que ni los regulares, ni las milicias de Falange ni las tropas moras les superaron en valor, sacrificio y arrojo. Oían misa antes del combate, y, “bien comulgadicos y confesadicos”, cargaban al grito de “¡Viva Cristo Rey!”. Temerarios místico-suicidas para unos, héroes generosos para otros, fueron un puntal en la victoria de los alzados, y pagaron con creces por ello: de los 60.000 requetés levantados en armas, perdieron la vida más de 6.000.

El odio ideológico no tiene lugar en estas páginas. Acerca de los fusilamientos de retaguardia, afirman unánimemente que los perpetraban quienes no tenían lo que había que tener para estar en el frente. El hecho de que los más valiosos estuviesen en las trincheras, sostienen, dejó la retaguardia expedita para los espabilados crueles. En el frente, la enemistad hacia el enemigo era relativa, o no absoluta. Abundan las anécdotas de trinchera de, diríamos, trasfondo humano: intercambios de tabaco y saludos a amigos y familiares, conversaciones sobre casi cualquier cosa…

Los requetés ganaron la guerra, pero perdieron parte de la paz. La muerte de Mola les dejó sin líder; la unificación de 1937 les hizo perder su peculiar personalidad; finalmente, la vuelta al orden luego de la consolidación del franquismo supuso también su declive, porque, de hecho, su auge extraordinario de 1936 tenía un componente sustancial de reacción instintiva y profunda contra una revolución de signo revolucionario. La segunda mitad del siglo XX fue la de su agonía política y social… y la de las sorpresas morrocotudas: el nacionalismo vasco, contra el que el Requeté se levantó y luchó, quiso aprovecharse de su memoria y parasitó parte del movimiento. La puntilla se la ha dado, ya en el siglo XXI, una Ley de Memoria Histórica que condena al carlismo al infierno del fascismo.

Lo mejor de este libro es que contiene memoria pura, sin manipular ni adulterar. Hablan los protagonistas, que además no esperan reconocimiento ni agradecimiento por lo que hicieron.

Óscar Elía Mañú|EsRadio

jueves, 15 de julio de 2010

Chesterton tenía toda la razón incluso cuando se equivocaba

Quedaban pocas obras del genial inglés por reeditar, y “Los límites de la cordura” era una de ellas. Se la pidieron para que iluminase los problemas económicos de su tiempo, y lo consiguió.

La palabra distributismo suena a distribución, y por tanto a socialismo. Pero si hay algo alejado del socialismo es el sistema que propugnaron, como sus dos grandes nombres, Hilaire Belloc (1870-1953) y Gilbert Keith Chesterton (1874-1936). De hecho, el gran objetivo de esa teoría era la extensión de la propiedad a todas las personas, pero no mediante la apropiación colectiva, sino mediante la apropiación individual. Seguían así la estela de León XIII (1878-1903) en la encíclica Rerum novarum de 1891, pistoletazo de salida de la doctrina social de la Iglesia.

Chesterton publicó una serie de ensayos sobre distributismo en su semanario G.K.´s Weekly, de tanto impacto que le pidieron los reuniese en un volumen. Lo tituló Los límites de la cordura (El Buey Mudo) y su primera edición data de 1927. Era muy difícil hasta ahora encontrarlo en español, siendo así que se trata de un pilar importante de la biografía del autor.

Es más conocida su obra apologética, sobre todo por tres razones: porque en ella brilla hasta deslumbrarnos su insuperable capacidad dialéctica; porque traduce, tanto como su narrativa, la atractiva personalidad de un hombre enamorado de la vida y de sus misterios con esa mirada infantil tantas veces glosada; y porque… ¡la necesitamos más! en un mundo que se aleja de la Fe que daba sentido a su vida y a las mil y una peleas intelectuales en que le gustaba revolcarse, un mundo en el que ahora sus argumentos resultan sorprendentemente vivos y adecuados.

Es cierto que un exceso de chestertonismo tiene sus riesgos, que ha señalado Miguel Ayuso (chestertoniano también, ¿quién no?). Chesterton libró un combate prioritariamente cultural en un lugar y en un tiempo dados, en los que lo católico se bandeaba en la marginalidad. De ella lo sacaron, precisamente, obras como Los límites de la cordura y el talento de un puñado de hombres excepcionales. Pero el atractivo irresistible con el que supieron revestir su lucha puede menguar otra lucha, también necesaria, que es específicamente política allí donde, como en España, el catolicismo no vive en la marginalidad sino -incluso hoy, o al menos hasta hace muy poco- en la preponderancia.

La propiedad de verdad y la ficticia

Esta digresión sirve para poner en valor el distributismo, que entra de lleno en la organización social, como aportación chestertoniana a la política. Gran aportación, aunque partiese de un recelo excesivo hacia el supuesto papel empobrecedor del gran capital, de la gran empresa y del gran comercio, que, al contrario, globalmente considerados han enriquecido al conjunto de la población; y aunque algunas de sus apuestas se demostrasen imposibles, como el regreso a la artesanía y al cultivo de la tierra como formas de vida.

Porque, incluso cuando se equivocaba en las aplicaciones prácticas, Chesterton tenía razón en señalar el empobrecimiento conceptual de la idea de propiedad causado por la filosofía economicista que denunciaba. “Allí donde el sentimiento de propiedad no existe en absoluto, como entre los millonarios…”: así arranca una de las frases lapidarias, tan suyas, que pueblan Los límites de la cordura. Pues la esencia crítica del distributismo no va contra los trusts en cuanto expresiones de la propiedad privada, sino en cuanto aliados del Estado para anularla; no en cuanto expresión del libre intercambio de bienes y servicios, sino en cuanto su ruina por el monopolio consentido y ventajista.

En efecto, el programa distributista, discutible en lo económico (aunque uno sólo se atreve a decir estas cosas porque Chesterton no está vivo para destrozarle a uno con un libro ad hoc), podría suscribirse hoy ante la apoteosis del Gran Hermano, por su defensa del “hombre corriente”, ése en el cual “la antigua religión mostraba su confianza” dejando en sus manos elegir qué comer, cómo gobernar su salud, o cómo educar a sus hijos.

Los “nuevos revolucionarios” que censura Chesterton “no confían en que el hombre corriente pueda gobernar su casa”. En su boca pone esta apreciación: “Miren a todos esos hombres estúpidos que habitan en casas vulgares y barrios ordinarios. Piensen en lo mal que educan a sus hijos, piensen en lo mal que tratan al perro y en cómo hieren los sentimientos del loro”.

Y vemos entonces que Chesterton no hablaba para la Inglaterra de su tiempo, nos hablaba a nosotros hoy, a nosotros que no podemos fumar sino a escondidas, a nosotros que no podemos pisar una cucaracha sin pensar si será una especie protegida, a nosotros que no podemos escapar de la Educación para la Ciudadanía… a nosotros que hemos traspasado, o nos han hecho traspasar, los límites de la cordura.


Carmelo López-Arias Montenegro|www.elsemanaldigital.com

martes, 6 de julio de 2010

Nuestra vocación es la libertad

Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado.

Por tanto, manteneos firmes, y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud.

Hermanos, vuestra vocación es la libertad: no una libertad para que se aproveche la carne; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor.

Porque toda la ley se concentra en esta frase: "Amarás al prójimo como a ti mismo".

Pero, atención: que si os mordéis y devoráis unos a otros, terminaréis por destruiros mutuamente.

Yo os lo digo: andad según el Espíritu y no realicéis los deseos de la carne; pues la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne. Hay entre ellos un antagonismo tal, que no hacéis lo que quisierais. Pero si os guía el Espíritu, no estáis bajo el dominio de la ley.

San Pablo a los Gálatas, (5.1, 13-18)

jueves, 1 de julio de 2010

Santiago Apóstol y la batalla del Clavijo

El apóstol Santiago “el mayor” (cuyo auténtico nombre era Jacobo, tal y como aparece en los Evangelios) era hijo de Zebedeo y Salomé y hermano de Juan. Nació en Betsaida, pero vivía y trabajaba en Cafarnaún, localidad en la que su familia se dedicaba a las labores de pesca en el lago de Tiberíades. Santiago era pariente de Jesucristo, que llamó a ambos hermanos Boanerges (”Hijos del Trueno”), ya que destacaban entre los doce por ser apasionados y llenos de arrojo. Ambos hermanos tuvieron la osadía de pedirle al Señor, ante la indignación de los demás apóstoles, un lugar a su derecha y otro a su izquierda en el Reino de los Cielos.

Los dos hermanos fueron testigos de los principales acontecimientos y vivencias con Jesús (en especial, la resurrección de la hija de Jairo, la Transfiguración en el Monte Tabor y la cercanía a Él en la oración del Huerto de los Olivos). Parece ser que después de Pentecostés, Santiago marchó al confín occidental del mundo conocido (Finis terrae) para predicar el mensaje de Jesús a los hispanos. Hispania era entonces una provincia del Imperio Romano, y aquí desarrolló su predicación. La tradición le atribuye su estancia en Itálica, Mérida, Coimbra, Braga, Iria, Lugo, Astorga, Palencia, Horma, Numancia y Zaragoza. Estando en Caesar Augusta (Zaragoza), ante las dificultades de su predicación, Santiago y algunos discípulos suyos oraron junto al río Ebro, cerca de la muralla de la ciudad, pidiendo luz para saber si debía quedarse o no. Santiago fue consolado y animado por la Santísima Virgen que en vida vino en carne mortal, tal y como le prometió en Tierra Santa, al lugar en el que más se convirtieran a su Hijo (de hecho, la tradición dice que en Zaragoza se le adhirieron los “siete varones apostólicos”, que Santiago dejó como obispos en Sevilla, Cartagena, Toledo, Palencia, Astorga, Braga y Lugo). Durante la oración vino un resplandor del cielo sobre el apóstol y aparecieron sobre él unos ángeles que entonaban un canto muy armonioso mientras traían una columna de luz, cuyo pie, en medio de un rayo luminoso, señalaba un lugar, a pocos pasos del apóstol, como indicando un sitio determinado. Sobre la columna, se posó la Virgen María. Santiago llamó a los discípulos que lo acompañaban, que habían oído la música y visto el resplandor y les narró lo demás, y presenciaron cómo se iba desvaneciendo el resplandor de la aparición. En el lugar de la aparición se levantó la Basílica de Nuestra Señora del Pilar, lugar de peregrinación famoso en el mundo entero, que ha sido especialmente protegida por la Providencia (como se demuestra por el hecho de que milagrosamente no fuera destruida pese a que el 3 de agosto de 1936 se lanzaron por los enemigos de la Fe tres bombas sobre el templo, cayendo una en frente de la Basílica que no causó ningún desperfecto y las otras dos sobre la misma Santa Capilla, que no explotaron).

Tras su estancia en Hispania, Santiago se embarcó, según le indicó la Virgen del Pilar, rumbo a Jerusalén con dos discípulos suyos (Atanasio y Teodoro) y allí se encontró en el año 44 con la persecución de Herodes Agripa, rey de Judea, nieto de Herodes el Grande, siendo el primero entre todos los apóstoles en dar su vida como mártir, decapitado. Los dos discípulos hispanos que le acompañaron, ansiosos de venerar sus reliquias, las trasladan secretamente al país que evangelizó y las depositan en Galicia, en el “ocasum mundi“. Como ha ocurrido con tantas imágenes religiosas con la invasión musulmana se pierde la noticia del emplazamiento exacto del cuerpo de Santiago. El rey Alfonso I reconquista Galicia y bajo el reinado de Alfonso II el Casto, en 813, tuvo lugar el descubrimiento de la tumba del Apóstol en el monte Liberodonum (Libredón), por el eremita Pelayo y el obispo Teodomiro de Iria Flavia (Padrón) por el fulgor de una estrella, por lo que el campo de Libredón pasó a llamarse Campus Stellae (Compostela). El Locus Sancti Iacobi, lugar de San Jacobo, hizo que por acortamiento fonético se transformarse en lenguaje romance el nombre a Santiago. Así fue como el Finis terrae hispánico se convirtió en un lugar de peregrinación. Con este acontecimiento, el obispo Teodomiro trasladó su residencia personal a Compostela y al morir se hizo enterrar junto al apóstol. Este hallazgo causó gran conmoción en la Europa cristiana: Alfonso II, el primero en venerar el cuerpo del evangelizador de España, dio noticia al emperador Carlomagno -pro motor audaz del primer proyecto de unifica ción de la cristiandad occidental- y al papa san León III, y levantó una iglesia sobre el sepulcro del apóstol.

Aparte de la tradición documentada desde los primeros siglos, existen vestigios arqueológicos que llegan a concluir que los restos hallados en Compostela son efectivamente de Santiago. En 1879 se realizaron unas excavaciones en el subsuelo del templo y se descubrió una cámara sepulcral que había estado ocultada ante el peligro de los ataques del pirata inglés Drake. La cámara demostró que en ese lugar, que la tradición ponía como tumba del apóstol, había efectivamente una tumba. En 1950 se realizaron otras excavaciones en el templo compostelano apareciendo la tumba del famoso obispo Teodomiro. Esto permitió concluir que no era producto de la imaginación la existencia del obispo que descubrió la tumba del apóstol a comienzos del siglo IX. En 1988 por el profesor Isidoro Millán se descubrió que en una de las tumbas menores del recinto existía un lóculo circular (fenestella confessionis) que se trata de una de las aperturas que durante los primeros siglos los cristianos hacían en las paredes de las tumbas de los mártires para tener acceso visual a los restos venerados (lo que evidenciaba que desde los primeros siglos del cristianismo, ahí se rendía culto a un mártir importante). En una piedra del lóculo existía una inscripción invertida en caracteres griegos en la que aparece el nombre de Atanasio (uno de los dos discípulos de Santiago) y la palabra MARTYR. Así pues, en Santiago de Compostela está la tumba de Atanasio, mártir, discípulo del apóstol.

Durante la Reconquista Santiago se convierte en un personaje al que se invoca para obtener la protección divina en la lucha frente al infiel. Y en las ensangrentadas luchas contra los moros la victoria se atribuía en muchas ocasiones a la ayuda e intervención divina merced a la invocación a Santiago. Dicho lo anterior, es preciso indicar que la batalla en cuestión sí que existió en Clavijo, cerca de Nájera (La Rioja) en tiempos de Ramiro I, sucesor de Alfonso II, siendo la fecha más comúnmente aceptada por los historiadores como la del día 3 de mayo de 844. En Clavijo, los cristianos divisan la numerosa hueste enemiga (una poderosa incursión musulmana del califa de Córdoba Abderramán II de castigo, al haberse negado a pagar el ignominioso tributo de las “cien doncellas”) y el rey Ramiro, desalentado, invocó al apóstol Santiago, quien en sueños le promete ayuda si se confiesa y acomete al invasor al grito de “¡Ayúdanos Dios y Santiago!”. Al día siguiente, la victoria, contra pronóstico, fue rotunda.

Sí forma parte de la leyenda -que la tradición ha mantenido hasta nuestros días, dejando pruebas iconográficas por todo el mundo cristiano (no sólo en España)- que el apóstol apareciera montado en un caballo blanco, con una enseña blanca y blandiendo una espada centelleante. Pero lo cierto es que con este hecho el mito jacobeo traspasó definitivamente los Pirineos. En recuerdo de la gesta épica del Clavijo y en prueba de agradecimiento por la victoria, Ramiro I concedió el 25 de mayo de 844, en Calahorra, el Voto de Santiago, consistente en que los habitantes cristianos de las tierras conquistadas o por conquistar debían hacer todos los años una ofrenda de bienes en especie (la décima parte de sus cosechas) a la catedral de Santiago de Compostela. Los Reyes Católicos lo extendieron al reino moro de Granada, y el rey Felipe IV, en 1643, lo hizo a todos los reinos de España. Las Cortes españolas, en 1646, establecen dicho Voto de Santiago como ofrenda de los reyes, príncipes y del arzobispo compostelano a dicha iglesia. Esta ofrenda obligatoria será abolida por las Cortes de Cádiz, en 1810, siendo restaurado en 1936 (pero sólo bajo un aspecto religioso: “la ofrenda” a Santiago).

Santiago Milans del Bosch