viernes, 29 de agosto de 2008

Sobre la castidad en el noviazgo

V/. Sancta María, Mater puríssima, Mater pulchrae dilectiónis.
R/. Ora pro nobis.V/. Santa María, Madre purísima, Madre del amor hermoso.
R/. Ruega por nosotros.

«Sobre la castidad en el noviazgo». Resumen.

La Iglesia enseña que «la lujuria es un deseo o un goce desordenados del placer venéreo. El placer sexual es moralmente desordenado cuando es buscado por sí mismo, separado de las finalidades de procreación y de unión» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2351). Y esto vige también aun cuando no se llegara ni se tuviera intención de llegar a la masturbación o a las relaciones sexuales completas, porque cualquier placer genital directamente procurado o consentido, no ordenado al legítimo acto conyugal, constituye objetivamente un pecado mortal: en este caso, no existe parvedad de materia.

Ante la perspectiva concreta, real, y relativamente próxima, de matrimonio (aunque no exista la certeza plena de que se llegará a contraerlo) cabe hablar de una nueva situación de noviazgo, en la que el compromiso tiene garantías objetivas y externas de estabilidad, como son la edad, la situación profesional, la maduración del conocimiento recíproco, etc. En estas circunstancias, pueden ser moralmente rectas ciertas demostraciones afectivas del amor mutuo, delicadas y limpias, que no encierran ni siquiera implícitamente una intención torcida, y que en todo caso se han de cortar enérgicamente si llegaran a representar una tentación contra la pureza, en los dos o en uno sólo.

En este sentido, hay que tener en cuenta también que hay acciones que pueden producir, con mayor o menor probabilidad (algunas con práctica seguridad) un ejercicio incoado o incluso completo de la facultad generadora. Cuando se realizan esas acciones sin pretender el desorden sexual probable o seguro, sino buscando otra finalidad, se dice que ese desorden o lujuria objetiva es querida sólo indirectamente.

En estos casos, el criterio moral general es muy claro:

[1] es lícito realizar esas acciones si

[1.a] hay causa o motivo proporcionado y
[1.b] se ponen los medios para no consentir en el desorden una vez producido;

[2] son, en cambio, pecado, si no existe ese motivo proporcionado.

Algunos moralistas seguros afirman que:

[2.a] en el trato entre novios (supuesta una intención no lujuriosa), sería pecado venial una manifestación de cariño (razonable, pero no necesaria) que produjese un desorden incompleto, si éste es positivamente rechazado; pero
[2.b] en el trato entre novios (supuesta una intención no lujuriosa), sería pecado mortal continuar esa misma acción si incumbiese el peligro próximo de que el desorden se hiciese completo [cf. A. Lanza–P. Palazzini, Theologia Moralis, Appendix de castitate et luxuria, p. 219, n. 3,b)].

***

«Sobre la castidad en el noviazgo». Documento completo.
En muchos ambientes, por desgracia, existe una cierta confusión acerca de los criterios morales en las relaciones afectivas entre novios, y no sólo por parte de los mismos interesados, sino también en los padres y educadores. La fuerte presión de un ambiente paganizado hace que incluso personas que han recibido una recta formación doctrinal, lleguen a pensar –quizá no del todo conscientemente– que las normas morales sobre el modo de comportarse en el noviazgo “ya no son tan exigentes como antes”, o que hay que ser condescendientes con ciertas prácticas bastante generalizadas, que no son conformes a la ley de Dios.

Para ayudar a las personas que se encuentran en esta situación a formarse una recta conciencia, que les lleve a santificarse en el noviazgo, preparándose con delicadeza y sentido de responsabilidad a crear un hogar limpio, hay que recordar primero que la vocación cristiana exige a todos santidad: no hay cristianos de segunda categoría; en el noviazgo un cristiano coherente también ha de buscar la santidad, adecuar su comportamiento a la ley de Dios, sin cesiones de ningún tipo.

Sólo quienes se deciden a vivir castamente el noviazgo –luchando reciamente contra las tentaciones y sin hacer equilibrios en la frontera del pecado–, ponen las bases de generosidad necesarias para poder construir después un matrimonio feliz y santo.

Por eso, las muestras de confianza o de afecto entre personas no casadas de distinto sexo no pueden depender exclusivamente de los sentimientos, sino también de la relación objetiva que exista entre ellos. Así como hay unas expresiones propias del amor entre esposos, y otras que son adecuadas entre hermanos y hermanas, así también son distintas las que resultan del simple conocimiento, o de la amistad personal, o del compromiso de contraer matrimonio.

La Iglesia enseña que «la lujuria es un deseo o un goce desordenados del placer venéreo. El placer sexual es moralmente desordenado cuando es buscado por sí mismo, separado de las finalidades de procreación y de unión» [1].

Y esto vige también aun cuando no se llegara ni se tuviera intención de llegar a la masturbación o a las relaciones sexuales completas, porque cualquier placer genital directamente procurado o consentido, no ordenado al legítimo acto conyugal, constituye objetivamente un pecado mortal: en este caso, no existe parvedad de materia.

[a]
 En efecto, «es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento» [2].

[b] «La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: ‘No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre’ (Mc 10,19)» [3].

[c] «La Tradición de la Iglesia ha entendido el sexto mandamiento como referido a la globalidad de la sexualidad humana» [4]. «San Juan distingue tres especies de codicia o concupiscencia: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida (cf. 1 Jn 2,16). Siguiendo la tradición catequética católica, elnoveno mandamiento prohíbe la concupiscencia de la carne; el décimo prohíbe la codicia del bien ajeno» [5].

Juan Pablo II señalaba en un discurso a los jóvenes:

«Para la preparación al matrimonio, es esencial vuestra vocación a la castidad. [...] El honesto “lenguaje” sexual exige un compromiso de fidelidad que dure toda la vida. Entregar vuestro cuerpo a otra persona significa entregaros vosotros mismos a esa persona. Ahora bien, si aún no estáis casados, admitís que existe la posibilidad de cambiar de idea en el futuro. La donación total, en consecuencia, estaría ausente. Sin el vínculo del matrimonio, las relaciones sexuales son mentirosas, y, para los cristianos, matrimonio significa matrimonio sacramental» [6].

Por tanto, «los novios están llamados a vivir la castidad en la continencia. En esta prueba han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios. Reservarán para el tiempo del matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal. Deben ayudarse mutuamente a crecer en la castidad» [7].

Dentro de este marco moral, que es siempre válido, también hay que tener en cuenta que el proceso afectivo entre los novios, por su misma naturaleza, madura y se afianza gradualmente a lo largo del tiempo, en diversas fases más o menos formalmente diferenciadas.

Castidad al inicio del noviazgo
Al inicio de su relación, el trato entre esas dos personas es más parecido a la simple amistad; por tanto, en ese periodo, las expresiones de confianza o de simpatía mutua que resultan adecuadas se miden con los cánones propios de la amistad en general.

Castidad cuando se formaliza el noviazgo
Hay personas que consideran que cuando se formaliza el noviazgo se afirma ya una seria intención de contraer matrimonio, y eso autorizaría a tener expansiones afectivas más íntimas que las propias de una sólida amistad. Aseguran que esas muestras de cariño surgen y manifiestan el amor que se profesan y que no les suponen un peligro directo contra la castidad. A esto hay que responder que, aunque fuera verdad que esas manifestaciones no constituyan ocasión próxima de pecado –cosa que muchas veces no es así–, permitírselas constituye, por lo menos, una imprudencia seria, pues con ese comportamiento se habitúan a un régimen de intimidad que les expone a tentaciones graves y que, en sí mismo, empaña la limpieza de sus relaciones y lleva muchas veces a un oscurecimiento de la conciencia.

Desaconsejar vivamente este tipo de trato no supone pensar mal, ni ver malicia donde no la hay; es, por el contrario, advertir con prudencia –con realismo– el peligro de ofender a Dios y de que la concupiscencia, alimentada por esa intimidad impropia, llegue a presidir las relaciones recíprocas, determinándolas reductivamente por la atracción sexual, lo cual no les une sino que les separa [8]. Comportándose de este modo, llegarían a verse el uno al otro, progresivamente, más como un objeto que satisface el propio deseo que como una persona a la que el amor inclina a darse [9].

También por este motivo, la prudencia cristiana ha aconsejado siempre que la duración del compromiso antes del matrimonio sea relativamente breve. Esto no significa que no deba haber un profundo conocimiento mutuo, sino que para alcanzar ese conocimiento es suficiente una fase más o menos larga de trato y de amistad, previa al establecimiento del compromiso.

Castidad cuando el compromiso de noviazgo tiene garantías objetivas y externas de estabilidad
Ante la perspectiva concreta, real, y relativamente próxima, de matrimonio –aunque no exista la certeza plena de que se llegará a contraerlo– cabe hablar de una nueva situación en la que el compromiso tiene garantías objetivas y externas de estabilidad, como son la edad, la situación profesional, la maduración del conocimiento recíproco, etc.

En estas circunstancias (en las que el compromiso del noviazgo tiene garantías objetivas y externas de estabilidad), pueden ser moralmente rectas ciertas demostraciones afectivas del amor mutuo, delicadas y limpias, que no encierran ni siquiera implícitamente una intención torcida, y que en todo caso se han de cortar enérgicamente si llegaran a representar una tentación contra la pureza, en los dos o en uno sólo.
En este sentido, hay que tener en cuenta también que hay acciones que pueden producir, con mayor o menor probabilidad (algunas con práctica seguridad) un ejercicio incoado o incluso completo de la facultad generadora. Cuando se realizan esas acciones sin pretender el desorden sexual probable o seguro, sino buscando otra finalidad, se dice que ese desorden o lujuria objetiva es querida sólo indirectamente.

En estos casos, el criterio moral general es muy claro:

[a] 
es lícito realizar esas acciones
[a.1.] si hay causa o motivo proporcionado y
[a.2.] se ponen los medios para no consentir en el desorden una vez producido;

[b] son, en cambio, pecado,
[b.1.] si no existe ese motivo proporcionado.

Estas expresiones de cariño no son “en parte iguales y en parte diversas” a las propias de los cónyuges, sino esencialmente diversas, como es diverso su compromiso del pacto matrimonial, y que por tanto han de estar presididas por el peculiar respeto recíproco que se deben dos personas que aún no se pertenecen.

Algunos moralistas seguros afirman que en el trato entre novios (supuesta una intención no lujuriosa):

[a] sería pecado venial una manifestación de cariño (razonable, pero no necesaria) que produjese un desorden incompleto, si éste es positivamente rechazado; pero

[b] sería pecado mortal continuar esa misma acción si incumbiese el peligro próximo de que el desorden se hiciese completo [10].

No es necesario descender a una casuística más detallada, pero sí recordar que no tendría sentido buscar “escapatorias”, para justificar más o menos ocultamente la propia concupiscencia. Además, en materia de castidad, quien no lucha, con humildad y fortaleza, por evitar aun lo más leve, fácilmente acaba por caer en pecados graves o, por lo menos, se sitúa en un estado de tibieza espiritual.

Al tratar estas cuestiones, es preciso recordar que las normas morales no suponen barreras para el auténtico amor humano, sino que indican las expresiones que debe tener en cada momento, si es verdadero amor. De este modo, exaltan su nobleza y su dignidad, queridas por Dios; lo radican en el don de sí, preservándolo del egoísmo; lo transforman, ya antes del matrimonio, en instrumento de santificación; y sientan el fundamento de su estabilidad y fecundidad futuras.

Como recordaba el Papa Juan Pablo II a los jóvenes:

«La castidad –que significa respetar la dignidad de los demás, porque nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo (cf. 1 Cor 4,19)– os lleva a crecer en el amor hacia los demás y hacia Dios. Os prepara a realizar la “mutua donación” que está en la base del matrimonio cristiano. Y –cosa aún más importante– os enseña a aprender a amar como Cristo ama, dando su vida por los demás (cf. Jn 15,13).

No os dejéis engañar por las palabras vacías de quienes ponen en ridículo la castidad o vuestra capacidad de autocontrol. La fuerza de vuestro futuro amor conyugal depende de la fuerza de vuestro empeño por aprender el verdadero amor, una castidad que comporta el abstenerse de toda relación sexual fuera del matrimonio» [11].

Quienes se ocupan de la atención y formación de los jóvenes han de tener criterios muy claros; no sería suficiente, por ejemplo, hacer las advertencias oportunas cuando se observa que pasan ya alguna dificultad: es preciso adelantarse y prevenir los obstáculos que pueden encontrar, para salir al paso enseguida y poner los remedios a tiempo. En la dirección espiritual, hay que exigir con firmeza, facilitando la sinceridad con preguntas oportunas y delicadas, para que todos vivan el noviazgo con una gran rectitud moral, buscando seriamente la santidad. Con frecuencia, será preciso recordar que para vivir limpiamente esa situación es necesaria una sólida vida interior –que se alcanza con recurso asiduo a los Sacramentos y las demás prácticas de piedad cristiana–, la petición humilde al Señor y a la Virgen de la pureza de conducta, y una plena sinceridad en la dirección espiritual personal.

Los novios, además de ser conscientes de que Dios les pide que santifiquen el noviazgo, han de considerar también su deber de ser ejemplares ante su novia, ante sus padres, parientes y conocidos.

No se puede admitir en ellos un comportamiento frívolo o ligero: en este punto también sólo cabe ejecutar algo o a desistir cuanto antes de llevarlo a cabo. Pues por el mismo hecho de ser cristianos, estamos obligados a rechazar decididamente toda conducta que pudiera menoscabar –aun mínimamente– lo que es propio de un hijo de Dios; así, por ejemplo, hay que evitar situaciones que, aunque en algunos sitios puedan estar muy generalizadas, no son compatibles con la moral cristiana: ciertas muestras de afecto, frecuentar algunos ambientes, viajar novios juntos, modos de vestir poco decentes, etc.

También hay que insistir a los padres en la importancia de su papel en la formación de sus hijos, para que les ayuden en aquellas virtudes que más contribuirán a que se mantengan fuertes y limpios durante el noviazgo. Entre otras, han de educarles en el pudor y en la modestia, que se adquieren –en primer lugar– con el buen ejemplo que les den en sus hogares, y que les permitirán evitar conductas que desdicen de un hijo de Dios.

Notas
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2351.
[2] Juan Pablo II, Exhort. apost. Reconciliatio et paenitentia, 17; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1857.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1858.
[4] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2336.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2514.
[6] Juan Pablo II, Discurso [InglésItaliano], 6-II-1993, n. 5.
[7] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2350.
[8] Cf. Juan Pablo II, Discurso [Italiano], 24-IX-1980, n. 5.
[9] Cf. Juan Pablo II, Discurso, 23-VII-1980, n. 3.
[10] Cf. A. Lanza-P. Palazzini, Theologia Moralis, Appendix de castitate et luxuria, p. 219, n. 3,b).
[11] Juan Pablo II, Discurso, 6-II-1993, n. 5. Vid. también Exhort. apost. Familiaris consortio, n. 11.

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